18

Es cierto: está deseando quedarse solo. De hecho, está ávido de soledad. Pero, en cuanto Elizabeth Costello se marcha, aparece en la puerta Drago Jokić con una abultada mochila a la espalda.

—Hola —lo saluda Drago—. ¿Cómo está la bicicleta?

—Me temo que no he hecho nada con la bicicleta. He tenido otros asuntos de los que ocuparme. ¿Qué puedo hacer por ti? ¿Quieres entrar?

Drago entra y deja la mochila en el suelo. Su aire de confianza ya no es tan manifiesto; de hecho, parece avergonzado.

—¿Has venido por lo del Wellington College? —pregunta él—. ¿Quieres hablar de eso?

El muchacho asiente.

—Bueno, suéltalo. ¿Qué problema hay?

—Mi madre dice que usted pagaría los costes.

—Así es. Yo cubriría los costes durante dos años. Puedes considerarlo como un préstamo si lo prefieres, un préstamo a largo plazo. No me importa demasiado cómo quieras verlo.

—Mi madre me dijo a cuánto sube. Yo no sabía que fuera tanto.

—Yo no quiero el dinero para nada, Drago. Si no lo gastara en tu educación, se quedaría en el banco sin hacer nada.

—Sí —dice el muchacho en tono testarudo—, pero ¿por qué yo?

¿Por qué yo? Una pregunta que parece estar en boca de todos. Podría embaucar a Drago con algún elegante giro dialéctico, pero no, el muchacho ha venido en persona a preguntar y él va a darle una respuesta, la respuesta verdadera o parte de la respuesta verdadera.

—Durante el tiempo que tu madre ha trabajado aquí he desarrollado cierto afecto por ella. Ha significado un cambio enorme en mi vida. Y no es algo que resulte fácil para ella, los dos lo sabemos. Quiero ayudar en lo que pueda.

Ahora el aire elusivo ha desaparecido. El chico lo está mirando a los ojos, desafiándolo: «¿Es eso todo lo que puede decir? ¿Es que no va a ir más allá?». ¿Y qué responde él? «No, no voy a ir más allá, de momento».

—Mi padre no va a permitirlo —dice Drago.

—Eso he oído. Para tu padre es probablemente una cuestión de orgullo. Lo entiendo. Pero tienes que recordarle que aceptar un préstamo de un amigo no es ninguna vergüenza. Porque es así como quiero que me consideréis: como un amigo.

Drago niega con la cabeza.

—No se trata de eso. Mi madre y mi padre se han peleado por culpa de esto. —Empiezan a temblarle los labios. Tiene dieciséis años: sigue siendo un niño—. Se pelearon anoche —continúa en voz baja—. Mi madre se ha ido de casa. Se ha ido a casa de la tía Lidie.

—¿Y dónde está eso? ¿Dónde vive la tía Lidie?

—Siguiendo la carretera, en Elizabeth. Elizabeth Norte.

—Drago —dice él—, seamos sinceros el uno con el otro. Sé que no habrías venido hoy aquí si no tuvieras ideas preocupantes acerca de tu madre y de mí. Así que déjame tranquilizarte. Entre tu madre y yo no está pasando nada deshonroso. No hay nada deshonroso en mis sentimientos por ella. La respeto tanto como a cualquier otra mujer.

«Nada deshonroso». ¡Vaya una expresión ridícula y anticuada! ¿Y acaso no es solo una hoja de parra destinada a cubrir algo mucho más grosero, algo indecible: «No me he estado follando a tu madre»? Si es de follar de lo que va todo esto, si es eso lo que provoca los celos coléricos de Miroslav Jokić y lleva a su hijo al borde de las lágrimas, ¿por qué está él haciendo discursos sobre el honor? «No me he estado follando a tu madre, ni siquiera le he hecho proposiciones: ve a decírselo a tu padre». Y, sin embargo, si no planea hacerle proposiciones a Marijana, si no aspira a follársela, ¿qué demonios planea o aspira hacer, en palabras que tengan sentido para un joven nacido en los ochenta?

—Siento ser motivo de problemas entre tus padres. Es lo último que querría. Tu padre se ha hecho una idea equivocada de mí. Si me conociera, cambiaría de opinión.

—Le ha pegado —dice Drago, y ahora empieza a perder el control: el control sobre su voz, el control sobre sus lágrimas, tal vez el control sobre los movimientos de su corazón—. Le odio. También ha pegado a mi hermana.

—¿Ha pegado a Blanka?

—No, a mi hermana pequeña. Blanka está de su parte. Ella dice que mi madre tiene aventuras. Dice que mi madre está teniendo una aventura con usted.

«Mi madre tiene aventuras». La Costello dijo que era una esposa fiel. Él no debería malgastar su tiempo probando suerte con Marijana Jokić, le dijo ella, porque Marijana Jokić es una esposa fiel. ¿Quién tiene razón, la hija llena de despecho o la vieja loca? ¡Y qué imagen tan atroz…! Miroslav, sin duda un hombre grande como un oso, furioso y borracho, emprendiéndola a puñetazos con Marijana, y también con su hija de rasgos de porcelana, mientras el hijo lleno de rabia lo ve todo. ¡Pasiones balcánicas! ¿Cómo demonios se ha mezclado con un balcánico, un mecánico balcánico y su pato mecánico?

—Tu madre y yo no tenemos una aventura —repite él tercamente—. A ella ni se le pasaría por la cabeza ni a mí tampoco. —«¡Qué mentira! Se me pasa por la cabeza todos los días»—. Si no me crees, no hay más que decir, no voy a intentar convencerte. ¿Qué piensas hacer ahora? ¿Vas a quedarte en tu casa o vas a irte con tu madre?

Drago niega con la cabeza.

—No pienso volver. Me quedo a dormir en casa de un colega. —Le da una patada a su mochila—. He traído mis cosas.

A juzgar por el aspecto de la mochila, ha traído un montón de cosas.

—Puedes dormir aquí si quieres. Tengo otra cama en mi estudio.

—No lo sé. Le dije a mi colega que me quedaría con él. ¿Puedo decírselo más tarde? ¿Puedo dejar la bolsa aquí?

—Como quieras.

Él espera a Drago hasta pasada la medianoche. Pero Drago no vuelve hasta el día siguiente.

—Tengo una amiga conmigo aquí abajo —anuncia por el interfono—. ¿Puede subir?

Una amiga, una novia: ¡así que esa es la explicación de dónde ha pasado la noche!

—Sí, sube.

Pero cuando abre la puerta casi suelta un grito exasperado. Junto a un Drago mugriento y de aspecto cansado está Elizabeth Costello. ¿Es que nunca se va a librar de esa mujer?

Él y ella se miran con recelo, como perros en una pelea.

—Drago y yo nos hemos encontrado en el parque Victoria —dice—. Allí es donde estaba pasando la noche. En compañía de unos nuevos colegas. Que le estaban dando a conocer los productos vinícolas del valle de Barossa.

—Creí que dijiste que ibas a quedarte con un amigo —le dice él a Drago.

—No salió bien. No me pasa nada.

«No me pasa nada». Está claro que al chico le pasa algo. Parece hundido en el desánimo, para lo cual una borrachera no puede resultar de gran ayuda.

—¿Has hablado con tu madre?

El chico asiente.

—¿Y…?

—La he telefoneado. Le he dicho que no voy a volver.

—No te pregunto por ti, te pregunto por ella. ¿Cómo está?

—Está bien.

—Dúchate, Drago. Vamos. Aséate un poco. Acuéstate un rato. Y vete a casa. Haz las paces con tu padre. Estoy seguro de que se arrepiente de lo que ha hecho.

—No se arrepiente. Nunca se arrepiente.

—¿Puedo decir algo? —dice Elizabeth Costello—. El padre de Drago no va a arrepentirse mientras siga convencido de que está en lo cierto. Al menos así es como yo lo veo. En cuanto a Marijana, no importa lo que le diga a su hijo por teléfono, está claro que no está bien. Si se ha refugiado en casa de su cuñada es solo porque no tiene otro sitio adonde ir. Su cuñada no le tiene ningún aprecio.

—¿Habla de Lidie? ¿Lidie es hermana de Jokić?

—Lidija Karadžić. La hermana de Miroslav, la tía de Drago. Lidie y Marijana no se llevan bien, nunca se han llevado bien. En opinión de Lidie, lo que le está pasando a Marijana es simplemente lo que se merece. «Donde hay humo hay fuego», dice Lidie. Un proverbio croata.

—¿Cómo demonios puede saber esas cosas? ¿Cómo sabe usted lo que dice Lidie?

La señora Costello no hace caso de la pregunta.

—A Lidie no le importa si es verdad que Marijana está teniendo o no una aventura extramatrimonial. Lo que le importa son los rumores que corren en el círculo más bien reducido de la comunidad croata. Hágame caso, Paul, y no haga esa mueca de desdén. Las habladurías, la opinión pública, la fama, como lo llamaban los romanos, es lo que mueve el mundo… los chismes, no la verdad. Usted nos dice que «de verdad» no está teniendo una aventura con la madre de Drago porque usted y ella (perdona, Drago) no han mantenido relaciones sexuales «de verdad». Pero ¿qué se entiende hoy como relaciones sexuales? ¿Y cómo se puede comparar un polvo rápido en una esquina oscura con meses enteros de deseo febril? Cuando se trata del amor, ¿cómo puede un observador externo estar seguro de cuál es la verdad de lo que ha sucedido? De lo que sí podemos estar mucho más seguros es de que circulan por el aire rumores de una aventura entre Marijana Jokić y uno de sus clientes, quién sabe por qué. Y el aire nos envuelve, lo necesitamos para respirar y vivir. Cuanto más fuerte se niegue el rumor, más estará en el aire.

»No le caigo bien, señor Rayment, quiere librarse de mí y lo está dejando muy claro. Y a mí tampoco es que me encante, se lo aseguro, volver a encontrarme en este piso repulsivo. Cuanto antes decida usted qué piensa hacer con relación a la madre de Drago, o a la mujer de negro que le visitó el otro día, o incluso a la señora McCord, de la que usted nunca ha hablado delante de mí, aunque lo más probable es que sea con la madre de Drago, ya que ella parece ser la luz de su vida… cuanto antes decida lo que hacer y se comprometa a ello, antes podremos separar nuestros caminos con gran alivio para ambos. Yo no puedo aconsejarle qué es lo que debe decidir, eso tiene que venir de usted. Si yo supiera qué viene a continuación, no haría falta que estuviera aquí, podría regresar a mi vida, que es mucho más cómoda, se lo aseguro, y más satisfactoria, que lo que tengo que aguantar aquí. Pero hasta que usted decida actuar tengo que esperar. La pelota, como se suele decir, está en su terreno.

Él cabecea.

—No entiendo qué quiere decir. Lo que dice es absurdo.

—Claro que lo entiende. Y además, no hace falta entender las cosas para pasar a la acción, a menos que uno sea excesivamente filosófico. Permítame que le recuerde que existe una cosa que se llama actuar de forma impulsiva, y si me estuviera permitido le apremiaría a que actuara de ese modo. Dice usted que está enamorado de la señora Jokić, o por lo menos es lo que dice cuando no está Drago. Pues bueno, haga algo con ese amor. Y, por cierto, algo más de sinceridad delante de Drago no estaría mal, ¿verdad, Drago?

Este esboza una mueca, sonriente.

—Es parte de la educación de un chico que está creciendo. Mejor que enviarlo a esa academia pretenciosa de Canberra. Enseñarle un vislumbre de las orillas salvajes del amor. Dejarle ver cómo se navega a través de las pasiones, cómo se guía uno por las estrellas: la Osa Mayor y la Osa Menor, Sagitario, etcétera. La Cruz del Sur. A estas alturas él también debe de tener sus propias pasiones. Tienes pasiones, ¿verdad, Drago? —Drago no dice nada, pero la sonrisa no abandona sus labios. Algo están tramando la mujer y el chico. Pero ¿qué?—. Déjame que te pregunte, Drago: ¿qué harías tú si estuvieras en la piel del señor Rayment, si fueras el señor Rayment?

—¿Qué haría?

—Sí. Imagina: tienes sesenta años y de repente una mañana te levantas locamente enamorado de una mujer que no solo es un cuarto de siglo más joven que tú, sino que está casada, felizmente casada, más o menos. ¿Qué harías tú?

Drago cabecea lentamente.

—La pregunta no es justa. Si tengo dieciséis años, ¿cómo voy a saber lo que es tener sesenta? Es distinto si tienes sesenta años, entonces puedes recordar cómo era antes. Pero… estamos hablando del señor Rayment, ¿verdad? ¿Cómo puedo ser el señor Rayment si soy incapaz de ponerme en su piel?

Se quedan callados, esperando más. Pero eso parece lo máximo que el chico, que a pesar de la resaca sigue teniendo el aspecto de un ángel de Dios, quiere aventurarse en el reino de lo hipotético.

—Pues déjame que formule la pregunta de otra manera —dice la señora Costello—. Hay gente que dice que el amor nos rejuvenece. Que hace que el corazón lata más deprisa. Que hace circular los fluidos. Nos hace hablar en tono cantarín y caminar dando saltitos. Digamos que es así, para seguir con nuestra argumentación, y miremos el caso del señor Rayment. El señor Rayment tiene un accidente como resultado del cual pierde una pierna. Contrata una enfermera para que cuide de él y, en un abrir y cerrar de ojos, se enamora de ella. Tiene la intuición de que un reflorecimiento milagroso de su juventud, nacido del amor, puede estar a la vuelta de la esquina. Incluso sueña con engendrar un hijo (sí, es cierto, un medio hermanito tuyo). Pero ¿acaso puede fiarse de esas intuiciones? ¿Acaso no se trata de las fantasías de un viejo senil? Así que la cuestión que debemos valorar, dada la situación descrita, es: ¿qué hace a continuación el señor Rayment, o alguien como el señor Rayment? ¿Sigue ciegamente los dictados de su deseo en plena lucha por lograr la máxima satisfacción? ¿O bien, después de sopesar los pros y los contras, llega a la conclusión de que lanzarse en cuerpo y alma a una aventura amorosa con una mujer casada sería algo imprudente, y regresa a rastras a su cascarón?

—No lo sé. No sé qué hace. ¿Qué cree usted?

—Yo tampoco sé qué hace, Drago, todavía no lo sé. Pero abordemos esta cuestión de forma metódica. Conjeturemos. En primer lugar, supongamos que el señor Rayment no actúa. Por la razón que sea, decide refrenar su pasión. ¿Qué consecuencias crees que habrá?

—¿Si no hace nada?

—Sí, si se queda aquí en su apartamento y no hace nada.

—Entonces todo será como antes. Aburrido. Seguirá igual que antes.

—¿Salvo…?

—¿Salvo qué?

—Salvo que muy pronto empezarán las lamentaciones. Sus días se cubrirán de un manto de monotonía gris. Por las noches se despertará con un sobresalto rechinando los dientes y murmurando para sí: «¡Si hubiera…! ¡Si hubiera…!». Los recuerdos lo corroerán como si fueran ácido, el recuerdo de su pusilanimidad. «¡Ah, Marijana!», se lamentará. «¡Ojalá no hubiera dejado marcharse a mi Marijana!». Un hombre hecho de dolor, una sombra de sí mismo, en eso se convertirá. Hasta el día de su muerte.

—Vale, se lamentará.

—Así pues, ¿qué tiene que hacer para no morir lleno de remordimientos?

Él ya ha tenido bastante. Antes de que Drago pueda elaborar una respuesta, interviene.

—Deje de meter al chico en sus juegos, Elizabeth. Y deje de hablar de mí como si no estuviera delante. La forma en que llevo mi vida es asunto mío, no la tienen que decidir desconocidos.

—¿Desconocidos? —dice Elizabeth Costello, arqueando una ceja.

—Sí, desconocidos. Y usted en particular. Usted es una desconocida para mí, a quien me gustaría no haber visto nunca en la vida.

—Lo mismo digo, Paul, lo mismo digo. Solo Dios sabe cómo hemos terminado juntos usted y yo, porque ciertamente no deberíamos habernos conocido. Pero aquí estamos. Usted quiere estar con Marijana y sin embargo tiene que aguantarme a mí. Yo preferiría un sujeto más interesante, pero tengo que aguantarlo a usted, el hombre con una sola pierna que no puede decidirse. Un completo desastre, ¿no te parece, Drago? Vamos, ayúdanos, danos un consejo. ¿Qué tenemos que hacer?

—Supongo que deberían dejar de verse. Si no se caen bien. Ir cada uno por su lado.

—¿Y Paul y tu madre? ¿También deberían dejar de verse?

—Del señor Rayment no lo sé. Pero ¿cómo es que nadie le pregunta a mi madre qué quiere ella? Tal vez le gustaría no haber empezado nunca a trabajar para el señor Rayment. No lo sé. Tal vez solo quiere que todo vuelva a ser como antes, cuando éramos… una familia.

—Entonces eres un enemigo de la pasión, de la pasión extramatrimonial.

—No, yo no he dicho eso. No soy eso que usted dice, un enemigo de la pasión. Pero…

—Pero tu madre es una mujer atractiva. Cuando va por la calle, la gente la mira, siente cosas hacia ella, el deseo nace en el corazón del desconocido y, antes de que uno pueda decir Pepito Grillo, surgen pasiones imprevistas con las que tu madre tiene que lidiar. Considera la situación desde el punto de vista de tu madre. Resulta bastante fácil resistirse a esos desconocidos llenos de pasión una vez que se han declarado, pero no es tan sencillo ignorarlos. Para eso haría falta tener hielo en las venas. Puesto que existen los desconocidos y sus deseos, ¿cómo te gustaría que se comportase tu madre? ¿Te gustaría que se encerrara en casa? ¿Que llevara velo?

Drago suelta una risa extraña y jovial, parecida a un ladrido.

—No, pero tal vez no le apetezca tener una aventura —suelta un resoplido burlón mientras pronuncia la frase, como si perteneciera a una curiosa lengua extranjera, probablemente bárbara— con cada hombre que… ya sabe, la mire. Por eso es por lo que digo que por qué nadie se lo pregunta a ella.

—Se lo preguntaría ahora mismo si pudiera —dice Elizabeth Costello—. Pero no está a mi alcance. No está sobre el escenario, por decirlo de algún modo. Solo podemos hacer conjeturas. Pero me temo que ceder y tener una aventura con un sexagenario que la ha contratado para que lo cuide seis días por semana, llueva, nieve o haga sol, no entra exactamente en sus planes. ¿Qué diría usted, Paul?

—Ciertamente, no entra en sus planes. No entra en absoluto.

—Pues así estamos. Parece ser que todos somos desgraciados. Tú eres desgraciado, Drago, porque el conflicto que tienes en casa te ha obligado a montar tu tienda de campaña en la plaza Victoria entre borrachos. Tu madre es desgraciada porque tiene que refugiarse entre parientes que piensan mal de ella. Tu padre es desgraciado porque cree que la gente se está riendo de él. Paul es desgraciado porque está en su naturaleza, pero más en concreto porque no tiene ni la menor idea de cómo llevar a cabo los deseos de su corazón. Y yo soy desgraciada porque no pasa nada. Cuatro personas en cuatro esquinas, abatidos, como vagabundos de Beckett, y yo en medio, malgastando el tiempo y desgastada por el tiempo.

Permanecen en silencio todos. «Desgastada por el tiempo»: lo que la mujer está expresando es una especie de súplica. ¿Por qué se siente extrañamente tan poco conmovido?

—Señora Costello —dice él—. Por favor, preste atención a lo que le estoy diciendo. Lo que está sucediendo entre la familia de Drago y yo no es asunto suyo. Usted no tiene nada que ver en esto. Este no es su lugar, no es su ámbito. Yo siento algo por Marijana. Siento algo por Drago, aunque de forma distinta, y también por sus hermanas. Incluso siento algo por el padre de Drago. Pero no siento nada por usted. Ninguno de nosotros siente nada por usted. Usted es la extraña entre nosotros. Su involucramiento, por bienintencionado que sea, no nos ayuda, simplemente nos confunde. ¿Puede entender eso? ¿No puedo convencerla de que nos deje en paz para poder encontrar nuestra salvación a nuestra manera?

Se produce un silencio largo e incómodo.

—Tengo que irme —dice Drago.

—No —dice él—. No puedes volver al parque, si es eso lo que estás pensando. No lo apruebo. Es peligroso; tus padres se quedarían horrorizados si se enteraran. Déjame darte una llave. Hay comida en la nevera y una cama en mi estudio. Puedes ir y venir cuando se te antoje. Dentro de un orden.

Drago parece a punto de decir algo, pero cambia de opinión.

—Gracias —dice.

—¿Y yo? —dice Elizabeth Costello—. ¿Me va a echar a la calle para exponerme al calor del sol y a la furia salvaje del invierno mientras el joven Drago se aloja aquí como un príncipe?

—Ya es usted mayorcita. Puede cuidar de sí misma.