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—Ella no se lo puede quedar —dice Marijana—. No. No posible.

Él no podría estar más de acuerdo. Es imposible. A uno lo pillan robando una cadena de plata que ni siquiera es de plata, que no es más de plata que algo que se pueda comprar en el mercado chino por un dólar y medio, ¿y qué pasa? Que lo recompensan con quinientos dólares en trapitos. ¿Cómo va a ser justo? ¿Qué dirá Drago cuando se entere?

Blanka, la oveja negra de la familia. Drago, la luz resplandeciente, el ángel con la espada, el defensor del honor familiar. Comandante Drago Jokić, de la Real Marina Australiana.

—Guarde las cosas en un armario —le dice a Marijana. Está de buen humor. Los dos están hablando de nuevo por teléfono, como viejos amigos cotilleando—. Es lo que haría yo. Sáquelas como un incentivo, prenda a prenda, si ella acepta volver a la escuela y todo eso. Pero tendrá que darse prisa. Dentro de un mes ya habrán pasado de moda.

Marijana no responde. Él no recuerda que ella se haya mostrado nunca receptiva a su sentido del humor. ¿Resulta demasiado frívolo para su gusto? ¿Lo encuentra demasiado sutil, demasiado trivial, demasiado bromista? ¿O es que no se siente lo bastante cómoda con el inglés para la esgrima verbal? «No es más que un juego —debería decirle él—. En algunas partes se lo llama chanza. Tendría que practicarlo. No es difícil de jugar, no le cambiaría el carácter».

El carácter de Marijana: sólido, práctico. Miroslav es menos prosaico. Está claro que Miroslav, que se pasó un año de su vida montando un pato con muelles y ruedas dentadas y apareció con su mascota en la televisión croata, debe de tener sentido del humor. Y también Drago, con su risa salvaje y forzada. Drago arrojado en medio de su padre y su madre. Buen tenista, dice Marijana. Devolviendo pelotas.

Tres tipos balcánicos. Tres caracteres balcánicos. Pero ¿desde cuándo ha sido él un experto en sutileza, o en los Balcanes? «Muchos croatas —dice La gente de los Balcanes—, negarán que Croacia pertenece a los Balcanes. Croacia forma parte del Occidente católico, dirán».

—Siempre peleando —está diciendo Marijana al teléfono.

—¿Peleando? ¿Quién se pelea?

—Drago y su padre. Drago dice que quiere mudarse a su trastero.

—¿A mi trastero?

—Yo digo no. Yo digo el señor Rayment es un buen hombre, ya tiene bastantes problemas por culpa de los Jokić.

—El señor Rayment no es un buen hombre, solo pretende ayudar. Drago no puede irse a vivir a mi trastero ni al de nadie, es una tontería. Pero si las relaciones con su padre son tensas, y si tiene la bendición de usted, dígale que será bien recibido si vuelve y se queda unos días. ¿Qué le gusta cenar? ¿Pizza? Dígale que pediré una pizza gigante todas las noches, solo para él. Dos pizzas gigantes, si quiere. Está en edad de crecer.

Así es como sucede. En un santiamén. Si quedaban nubes, se han disipado.

—Son lo que se llama impresiones de albúmina —le dice a Drago—. El papel se recubre con una capa de clara de huevo diluida, con cristales de cloruro de plata en suspensión. Luego se expone a la luz bajo el negativo de cristal. Luego se fija por procedimientos químicos. Era una forma de positivar que acababa de inventarse en la época de Fauchery. Mira, aquí hay una impresión previa a las de albúmina, para comparar: empapada en una solución de sales de plata. ¿Ves que la de Fauchery es mucho más compacta y luminosa? Es por la profundidad de la capa de albúmina. Es de menos de un milímetro, pero ese milímetro es el que marca la diferencia. Echa un vistazo por el microscopio.

Quiere resultarle interesante a Drago, es decir, a un representante inteligente de la época que se avecina, pero no resulta fácil. ¿Qué puede él ofrecer? Una bicicleta rota. Una pierna truncada, probablemente más repelente que atractiva. Y un armario lleno de fotos viejas. En resumen, no mucho. No mucho si quiere convertir al muchacho en su ahijado místico.

Pero Drago, el hijo excelente de una madre excelente y —¿quién sabe?— tal vez también de un padre excelente, da muestras de una educación intachable. Observa obedientemente por el microscopio y toma nota del milímetro de huevo de gallina desecado que se supone que marca la diferencia.

—Usted también era fotógrafo, ¿verdad, señor Rayment?

—Sí, tenía un estudio en Unley. Durante una temporada también di clases nocturnas de fotografía. Pero nunca fui, ¿cómo decirlo?, un artista de la cámara. Siempre fui más bien un técnico.

¿Es algo por lo que uno deba disculparse, el hecho de no ser un artista? ¿Por qué tiene que disculparse? ¿Por qué iba a esperar el joven Drago que él fuera un artista? El joven Drago, cuya meta en la vida es ser un técnico de la guerra.

—Fauchery tampoco era un artista —dice—, por lo menos hasta que vino a Australia. Llegó de París durante la fiebre del oro de la década de mil ochocientos cincuenta. Estuvo buscando oro en plan aficionado, en Victoria, por probar suerte, pero sobre todo se dedicó a hacer fotos. —Señala al grupo de mujeres ante la puerta de la casa de adobe y cañas—. Fue entonces cuando descubrió su talento. Y cuando perfeccionó su técnica. Asumió pleno control sobre su medio. Que es lo que todo gran fotógrafo debe conseguir.

—Mi madre quería ser artista, en Croacia.

—¿En serio?

—Sí, estudió bellas artes. Y al acabar la carrera se metió en restauración, ya sabe, restaurar frescos antiguos y cosas así.

—¡Qué interesante…! No sabía eso de ella. La restauración es una profesión que requiere mucha destreza. Puede considerarse un arte en sí mismo, salvo por el hecho de que la originalidad no está bien vista. La primera norma de la restauración: respeta la voluntad del artista. Nunca intentes mejorarlo. A tu madre debió de resultarle difícil dejar su trabajo artístico y hacerse enfermera. ¿Todavía pinta?

—Todavía tiene, ya sabe, los pinceles y el equipo y esas cosas. Pero ya no tiene tiempo.

—No, estoy seguro de que no. Con todo, es una enfermera de primera. Honra a su profesión. Supongo que lo sabes.

Drago asiente.

—¿Dónde consiguió esas fotografías, señor Rayment?

—Las he ido recopilando durante muchos años. Iba a anticuarios, a subastas, compraba álbumes antiguos, cajas enteras llenas de fotografías antiguas, la mayor parte basura, pero de vez en cuando me encontraba algo que valía la pena guardar. Cuando una fotografía estaba en mal estado, yo mismo la restauraba. No es tan difícil, ni mucho menos, como restaurar frescos, pero también es un trabajo especializado. Durante años ese fue mi hobby. Así es como pasaba el tiempo libre. Si tu tiempo no te resulta demasiado valioso, al menos puedes dedicarlo a algo útil. Eso me decía a mí mismo. Cuando me muera, donaré mi colección. Se convertirá en propiedad pública. En parte de nuestra memoria histórica. —Y extiende las manos en un gesto extraño e involuntario.

Asombrosamente, está a punto de llorar. ¿Por qué? ¿Porque se ha atrevido a mencionar su muerte ante este chico, este precursor de la generación que va a asumir el control de su mundo y lo va a pisotear? Tal vez. Pero es más probable que sea por la palabra «nuestra». «Nuestra memoria, la tuya y la mía». Porque tal vez solo esa imagen que tienen delante, esa distribución de partículas de plata que registra la forma en que la luz del sol, un día de 1855, daba sobre las caras de dos mujeres irlandesas muertas hace mucho tiempo, una imagen en cuya creación él, el muchacho de Lourdes, no participó para nada, pueda, como un amuleto místico —«Yo estuve aquí, yo viví, yo sufrí»—, tener el poder de unirlos a los dos.

—En cualquier caso —continúa—, si te aburres, si no tienes nada mejor que hacer, echa un vistazo al resto de las fotos, con total libertad. Pero no las saques de las fundas. Y asegúrate de volver a guardarlas en el mismo orden.

Una hora más tarde, mientras se está preparando para ir a la cama, Drago asoma la cabeza por la puerta.

—¿Tiene ordenador, señor Rayment?

—Sí. Lo encontrarás en el suelo, debajo del escritorio. No lo uso mucho.

Drago vuelve enseguida.

—No encuentro la conexión, señor Rayment. Para el módem.

—Lo siento, no te entiendo.

—La conexión. ¿No hay un cable en alguna parte para conectarlo a Internet?

—No, no es un ordenador de esos. Lo uso para escribir cartas de vez en cuando. ¿Qué quieres hacer? ¿Para qué lo necesitas?

Drago le dedica una sonrisa de incredulidad.

—Para todo. ¿Cuándo compró ese ordenador?

—No me acuerdo. En mil novecientos ochenta y tantos. No está actualizado. Si necesitas algo más avanzado, no puedo ayudarte.

Drago no aparca el tema ahí. La noche siguiente están en la cocina, cenando. Él no ha pedido pizza, en contra de lo que había dicho. Lo que ha hecho es cocinar un buen risotto, con champiñones y vino de Sauternes.

—¿Odia usted las cosas que son nuevas, señor Rayment? —dice Drago sin venir a cuento.

—No. ¿Por qué lo dices?

—No le estoy, ya sabe, culpando. No es más que el estilo, el estilo de todo. —Se reclina en su silla y hace un gesto despreocupado con la mano, indicando, como él dice, todo—. No pasa nada. Estoy preguntando, nada más. ¿No hay nada nuevo que le guste?

El piso de Coniston Terrace forma parte de un bloque remodelado de antes de la guerra. Tiene techos altos y es espacioso, pero no demasiado grande. Se lo compró después del divorcio. Era exactamente lo que él, en calidad de soltero redescubierto, quería. Lleva viviendo ahí desde entonces.

Parte del trato cuando compró el piso era que tenía que quedarse los muebles del anterior propietario. Eran unos muebles macizos y oscuros, que no le gustaban nada; siempre tuvo intención de cambiarlos, pero nunca encontró las fuerzas para hacerlo. Al contrario, con el paso de los años, se ha adaptado a su entorno y él mismo se ha vuelto un poco más pesado, más sombrío.

—Te voy a contestar sin rodeos, Drago, pero no para que te rías de mí. El tiempo, la historia, me han dejado atrás. Este piso y todo lo que hay en él se han quedado atrás. No hay nada de extraño en ello, en que la historia lo deje a uno atrás. A ti también te pasará, si vives lo suficiente. Ahora dime, ¿a qué viene realmente esta conversación? ¿Es por un ordenador que no cumple tus expectativas?

Drago se lo queda mirando con estupefacción. Y, de hecho, él también se ha sorprendido a sí mismo. ¿Por qué unas palabras tan cortantes? ¿Qué ha hecho el pobre muchacho para merecerlas? «¿Odia usted las cosas que son nuevas?». Parece una pregunta apropiada para un viejo. ¿Por qué sentirse ofendido?

—Hubo una vez en que todo esto fue nuevo —dice, haciendo exactamente el mismo gesto con la mano que ha hecho antes Drago—. Todo lo que hay en el mundo fue nuevo alguna vez. Hasta yo fui nuevo. En el momento de nacer, yo era lo último y lo más nuevo que había sobre la Tierra. Luego el tiempo empezó a hacer mella en mí. Igual que hará mella en ti. El tiempo te consumirá, Drago. Un día estarás sentado en tu bonita casa nueva con tu guapa nueva esposa y tu hijo se volverá hacia vosotros y os dirá: «¿Por qué sois tan anticuados?». Cuando llegue ese día, espero que recuerdes esta conversación.

Drago coge con el tenedor un último bocado de risotto, un último bocado de ensalada.

—Las pasadas navidades fuimos a Croacia —dice—. Mi madre y mis hermanas y yo. A Zadar. Allí es donde viven los padres de mi madre. Ya son muy viejos. A ellos también los ha dejado atrás el tiempo, como usted dice. Mi madre les compró un ordenador y les enseñamos a usarlo. Así que ahora pueden comprar por Internet, pueden enviar correo electrónico y nosotros podemos mandarles fotos. Les gusta. Y son bastante viejos.

—¿Y qué?

—Pues que usted puede elegir —dice Drago—. Es lo único que estoy diciendo.