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Salió del hospital con un par de muletas de codera y algo que llamaban un andador Zimmer, un soporte de aluminio con cuatro patas para usar en la casa. El equipo es prestado, para devolverlo cuando ya no lo necesite, es decir, cuando se haya graduado en formas más elevadas de movilidad o cuando haya fallecido.
Hay otras ayudas que puede conseguir (le enseñan el folleto), desde un aparato que equipa con ruedas y un freno de seguridad la estructura cuadrangular del andador Zimmer hasta un vehículo con motor a batería, con una palanca direccional y una capota retráctil para la lluvia, ideado para lisiados con mayor autonomía. No obstante, si quiere alguna de esas ayudas más lujosas, se la tiene que comprar.
Bajo los cuidados de Marijana, lo que a ella le gusta llamar la pierna va perdiendo día a día su color inflamado y su aspecto hinchado. Las muletas se están convirtiendo en una prolongación de su cuerpo, aunque se siente más seguro cuando se apoya en el andador. Cuando está solo deambula con las muletas de una habitación a otra, y piensa en ello como ejercicio, aunque se trata de mera inquietud.
Visita el hospital para hacerse chequeos semanales. En una de esas visitas comparte el ascensor con una anciana encorvada de nariz aguileña y una piel oscura y mediterránea. Va cogida de la mano de una versión más joven de ella, menuda, casi igual de morena, que lleva un sombrero de ala ancha y unas gafas de sol tan enormes que ocultan la mitad superior de su cara. Apretado contra la joven, a él le da tiempo, antes de que salgan, de aspirar una oleada de perfume de gardenia bastante embriagador y de observar que, extrañamente, ella lleva el vestido del revés, con las instrucciones de lavado en seco colgando como una audaz banderita.
Una hora más tarde, cuando se dirige hacia la salida del edificio, vuelve a ver a la pareja, que está teniendo problemas con la puerta giratoria. Para cuando llega a la calle, ya solo puede ver el sombrero negro de ala ancha meciéndose entre la multitud.
La imagen de las mujeres se le queda grabada: la vieja bruja que lleva a la princesa vestida a toda prisa, sonámbula por efecto de un hechizo. Tal vez no lo bastante joven para el papel de princesa, pero en cualquier caso atractiva: de carnes blandas, menuda, de pechos grandes, la clase de mujer que él se imagina dormitando hasta el mediodía y luego desayunando bombones servidos en una bandeja de plata por un esclavo jovencito con turbante. ¿Qué puede haberse hecho en la cara para tener que ocultarla?
Es la primera mujer que despierta su interés sexual desde el accidente. Tiene un sueño en el que ella está presente de alguna forma, aunque no se revela. En un silencio absoluto, una grieta se abre en el suelo y avanza a toda velocidad hacia él. Dos olas enormes de polvo se elevan en el aire. Intenta correr pero sus piernas no se mueven. «¡Socorro!», susurra. Con ojos negros y ciegos, la anciana, la vieja bruja, lo mira y lo atraviesa con la mirada. Una y otra vez murmura una palabra que él no acaba de entender, pero que suena algo así como «Tumderrum». La tierra cede bajo sus pies y se hunde en el abismo.
Llama por teléfono Margaret McCord. Siente no haber estado en contacto, pero estaba fuera de la ciudad. ¿Puede invitarlo a comer, tal vez el domingo? Pueden ir en coche al valle de Barossa. Desafortunadamente, su marido no podrá ir con ellos: está en el extranjero.
Le encantaría ir, responde, pero por desgracia, los viajes largos en coche son un pequeño calvario para él.
—¿Quieres que pase a verte entonces? —dice ella.
Hace años, después de su divorcio, él y Margaret mantuvieron un breve escarceo. Según Margaret, en quien no confía necesariamente, su marido no sabe nada de aquella aventura.
—¿Por qué no? —dice él—. Ven el domingo. Ven a cenar. Tengo unos canelones excelentes que ha preparado mi asistenta.
Comen en la terraza, en una noche más bien fría, entre los cantos de despedida de los pájaros, con velas de citronela parpadeando en la mesa. Hay cierta contención: lo que pasó entre ellos no está olvidado en absoluto. Margaret no menciona al marido ausente.
Él le habla a Margaret de su período bajo el dominio de Sheena. Le habla de la señora Putts, la asistenta social, que lo preparó para su nueva vida en todos los sentidos salvo el sexo, un tema que se mostró demasiado pudorosa para tocar, o que tal vez consideró inapropiado en el caso de un hombre de su edad.
—¿Y es inapropiado? —pregunta Margaret—. Dilo francamente.
Francamente, responde él, todavía no lo sabe. No está incapacitado, si es eso lo que ella está preguntando. Su espina dorsal está intacta, igual que todas las conexiones nerviosas relevantes. La pregunta todavía sin resolver es si sería capaz de llevar a cabo los movimientos requeridos como miembro activo de una pareja sexual. Una segunda pregunta relacionada con la primera es si la vergüenza y la incomodidad no pesarían más que el placer.
—Yo había pensado —dice Margaret— que, dadas las circunstancias, no tendrías que desempeñar el papel de miembro activo. En cuanto a tu segunda pregunta, ¿cómo lo vas a saber hasta que no lo hayas probado? Pero ¿por qué te iba a dar vergüenza? Tampoco es que seas un leproso. Eres solo un amputado. Los amputados pueden ser bastante románticos. Piensa en aquellas películas bélicas: hombres que vuelven a casa del frente con parches en los ojos, o con mangas vacías sujetas a la pechera con imperdibles, o con muletas. Las mujeres se derretían por ellos.
—Solo un amputado —dice él.
—Sí. Fuiste víctima de un accidente, de un choque. No tiene nada de vergonzoso ni hay nada de que culparse. Después te amputaron una pierna. Parte de una pierna. Parte de una estúpida parte del cuerpo. Sigues siendo el mismo hombre guapo y saludable de siempre.
Ella le dedica una sonrisa.
Podrían probarlo en el dormitorio ahora mismo, los dos, probar si es el mismo hombre de siempre, probar si incluso con una parte del cuerpo menos el placer puede imponerse a su contrario. Margaret no se opondría, de eso está seguro. Pero el momento pasa y no lo aprovechan, algo por lo cual, al recordarlo más adelante, él da las gracias. No le apetece ser el objeto de la caridad sexual de ninguna mujer, por amable que esta sea. Ni tampoco le apetece exponer a la mirada de una desconocida, aunque sea una amiga de los viejos tiempos, aunque diga que encuentra románticos a los amputados, ese cuerpo nuevo y feo, es decir, no solo el muslo cercenado y consumido, sino también los músculos flácidos y la barriguilla obscena que se le ha hinchado en el abdomen. Si alguna vez vuelve a acostarse con una mujer, se asegurará de que sea a oscuras.
—He tenido una visita —le dice a Marijana al día siguiente.
—¿Sí? —dice Marijana.
—Puede que haya más visitas —le suelta con gravedad—. Me refiero a mujeres.
—¿A vivir con usted? —dice Marijana.
¿A vivir con él? La idea nunca se le ha pasado por la cabeza.
—Claro que no —dice—. Solo amigas.
—Eso es bueno —dice ella, y enciende la aspiradora.
A Marijana, al parecer, no le importa lo más mínimo si trae a mujeres al apartamento. Lo que haga él en su tiempo libre no es asunto de ella. ¿Y qué podría hacer él al fin y al cabo?
A diferencia de Margaret, Marijana nunca lo ha visto como era antes. Para ella no es más que su último cliente, un viejo pálido y de músculos flojos que anda con muletas. Aun así, siente vergüenza delante de Marijana, y también delante de su hija, como si la rubicunda salud de la madre y la angelical claridad de la niña emitieran un juicio conjunto sobre él. Se descubre a sí mismo evitando la mirada de la niña, escondiéndose en su sillón del rincón de la sala de estar como si el apartamento perteneciera a las dos mujeres y él fuera una especie de plaga, un roedor que se hubiera colado en la casa.
La visita de Margaret desencadena una serie de ensoñaciones sobre mujeres. Todas las fantasías tienen coloración sexual. En algunas, él y la mujer llegan hasta la cama. En esas fantasías no se habla de su nuevo cuerpo alterado, ni siquiera se ve; todo va bien, todo es como antes. Pero la mujer con la que está no es Margaret. La mayoría de las veces es la mujer que vio en el ascensor, la de las gafas oscuras y el vestido del revés. «Su vestido —le dice él—. Déjeme que se lo ponga bien». Ella levanta una mano para quitarse las gafas. «Muy bien», dice ella. Su voz es queda, sus ojos son estanques oscuros en los que él se sumerge.