12

—¿Cómo le va a Drago? —le pregunta a Marijana en un tono tan despreocupado como puede.

Ella se encoge de hombros con desánimo.

—Este fin de semana se va con sus amigos a la playa de Tunkalooloo. ¿Se dice así, Tunkalooloo?

—Tunkalilla.

—Van en moto. Amigos salvajes, chicos salvajes. Yo tengo miedo. Es como banda. Chicas también, no se puede creer, tan jóvenes… Me alegro de que usted habla con él semana pasada. Hablara.

—No fue nada. Unas pocas palabras paternales.

—Sí, él no oye muchas palabras paternales, como usted dice, ese es su problema.

Es la primera crítica que ella hace del marido ausente. Él espera a que vengan más, pero no hay más.

—Este no es un país fácil para criar a un chico —contesta él con cautela—. Domina un clima de masculinidad. Hay mucha presión sobre los chicos para que destaquen en hazañas y deportes masculinos. Para que sean temerarios. Para que corran riesgos. Probablemente sea distinto de donde viene usted.

«De donde viene usted». Ahora que las oye, las palabras le suenan condescendientes. ¿Por qué los chicos no van a ser chicos en el país de donde vienen los Jokić? ¿Qué sabe él de las formas que adopta la masculinidad en el sudeste de Europa? Espera a que Marijana le corrija. Pero la mente de ella no está allí.

—¿Qué piensa usted de los internados, señor Rayment?

—¿Que qué pienso de los internados? Creo que son muy caros. También creo que es un error, un error grave, pensar que en los internados controlan día y noche a los jóvenes para asegurarse de que no les pase nada malo. Pero se puede recibir una buena educación en un internado, no hay duda de eso, al menos en los mejores internados. ¿Es eso lo que está pensando para Drago? ¿Ya sabe cuáles son las tarifas? Eso es lo que debería hacer primero. Sus precios son muy caros, absurdamente caros, astronómicos.

Lo que él evita decir es: «Son tan caros para excluir a niños cuyos padres trabajan montando coches. O cuyas madres cuidan a ancianos».

—Pero si se lo está planteando en serio —se lanza él, e incluso mientras habla siente la temeridad de lo que está diciendo pero no puede parar, no quiere parar—, y si Drago también quiere ir, yo podría ayudar económicamente. Podríamos considerarlo un préstamo.

Hay un momento de silencio. «Bueno —piensa él—. Ya está. No hay vuelta atrás».

—Estamos pensando que tal vez puede conseguir beca, con tenis y todo eso —dice Marijana, que tal vez no haya asimilado sus palabras ni lo que debe de haber detrás de ellas.

—Sí, está claro que una beca es una posibilidad, puede averiguarlo.

—O podemos conseguir un préstamo. —Ahora el eco de las palabras de él parece llegar hasta ella, y su ceño se frunce—. ¿Usted puede prestarnos dinero, señor Rayment?

—Puedo hacerles un préstamo. Libre de intereses. Pueden devolvérmelo cuando Drago empiece a ganar dinero.

—¿Por qué?

—Es una inversión para su futuro. Para el futuro de todos nosotros.

Ella cabecea.

—¿Por qué? —repite ella—. No lo entiendo.

Es uno de los días en que ella ha traído a Ljuba. Con su vestidito escarlata sin mangas, una pierna enfundada en una media escarlata y la otra en una media púrpura, tumbada en el sofá y con los brazos caídos a los lados, la niña podría pasar por una muñeca, si no fuera por sus ojos negros y curiosos.

—Usted debe de saberlo, Marijana —susurra él. Tiene la boca seca, siente latir su corazón, todo tan emocionante y tan horrible como cuando tenía dieciséis años—. Una mujer siempre lo sabe.

Ella vuelve a cabecear. Parece genuinamente desconcertada.

—No lo entiendo.

—Se lo diré a solas.

Ella murmura algo a la niña. Ljuba recoge obedientemente su pequeña mochila de color rosa y sale trotando de la cocina.

—Venga —dice Marijana—. Dígamelo.

—La amo. Eso es todo. La amo y quiero darle algo. Déjeme.

En los libros que su madre encargaba de París cuando él era niño, y que llegaban en paquetes de cartón marrón con el emblema de la Librairie Hachette y una hilera de sellos con el busto de la severa Marianne engalanada con su gorro frigio, libros con los que su madre suspiraba en la sala de estar de Ballarat donde las persianas siempre estaban bajadas, ya fuera para protegerse contra el calor o contra el frío, y que él leía en secreto después de ella, saltándose las palabras que no entendía, como parte de su sempiterna misión para descubrir qué era lo que le gustaba a ella, habría podido leer que el labio de Marijana se torcía en una mueca burlona mientras sus ojos emitían un brillo de triunfo secreto. Pero cuando dejó atrás la infancia perdió la fe en el mundo de Hachette. Si alguna vez hubo —que lo duda— un código de miradas que, una vez aprendido, le permitiera a uno leer de forma infalible los movimientos efímeros de los labios y los ojos humanos, ya no existe, el viento se lo llevó.

Se hace un silencio y Marijana no hace nada para aliviarlo. Pero al menos no le da la espalda. Tuerza o no el labio en una mueca, sí parece dispuesta a oír más de aquella declaración extraordinaria e irregular.

Lo que él tendría que hacer, por supuesto, es abrazar a la mujer. Ella no podría malinterpretarlo si estuvieran pecho contra pecho. Pero para abrazarla él tiene que dejar a un lado las absurdas muletas que le permiten estar de pie; y si lo hace se tambaleará, y tal vez se caerá. Por primera vez comprende cuál es el sentido de una pierna artificial, una pierna con un mecanismo que sujeta la rodilla y por tanto deja libres los brazos.

Marijana hace un gesto con la mano, como si estuviera limpiando un cristal o agitando un trapo de cocina.

—¿Quiere pagar para que Drago vaya a internado? —dice, y el hechizo se rompe.

¿Es eso lo que quiere, pagar la escuela de Drago? Sí. Quiere que Drago reciba una buena educación, y después, si persevera en su ambición, si el mar es realmente lo que más desea, que se gradúe como oficial de la marina. También quiere que Ljuba y su hermana mayor crezcan felices y consigan lo que más deseen. Quiere extender sobre toda la prole el escudo de su benevolente protección. Y quiere amar a esa extraordinaria mujer, a su madre. Eso por encima de todo. Y por eso pagaría lo que fuera.

—Sí —dice—. Eso es lo que ofrezco.

Ella lo mira a los ojos fijamente. Aunque él no podría jurarlo, le parece que ella se sonroja. Luego sale de la habitación a toda prisa. Regresa al cabo de un momento. Ya no lleva el pañuelo rojo y se ha soltado el pelo. Lleva de una mano a Ljuba y en la otra la mochila rosa. Está murmurando algo al oído de la niña. Esta, con el pulgar en la boca, se da media vuelta y lo examina con curiosidad.

—Tenemos que irnos —dice Marijana—. Gracias.

Y en un abrir y cerrar de ojos se marchan.

Lo ha hecho. Él, un anciano de dedos nudosos, ha confesado su amor. Pero ¿acaso osa por un instante pensar que esa mujer, en quien ha depositado todas sus esperanzas sin pensarlo dos veces, sin vacilar, corresponderá a su amor?