14
Y resulta ser cierto, Elizabeth Costello es una invitada modélica. Inclinada sobre la mesita de café del rincón de la sala de estar, de la que parece haberse adueñado, se pasa el fin de semana absorta en un voluminoso texto mecanografiado, al que parece estar haciendo anotaciones. Él no le ofrece nada a la hora de las comidas, y ella tampoco lo pide. De vez en cuando, sin decir una palabra, ella desaparece del apartamento. Él solo puede hacer conjeturas sobre lo que ella hace con su tiempo: tal vez deambula por las calles de Adelaida Norte, tal vez se sienta en una cafetería, mordisquea un cruasán y mira el tráfico.
Durante una de sus ausencias, él busca el texto mecanografiado, solo para ver lo que es, pero no lo encuentra.
—¿Debo deducir —le dice el domingo por la noche— que llamó a mi puerta con el propósito de estudiarme para poder usarme en un libro?
Ella sonríe.
—Ojalá fuera tan sencillo, señor Rayment.
—¿Por qué no es sencillo? A mí me parece bastante sencillo. ¿Está usted escribiendo un libro y poniéndome en él? ¿Es eso lo que está haciendo? En tal caso, ¿qué clase de libro es? ¿Y no cree que primero necesita mi consentimiento?
Ella suspira.
—Si yo fuera a «ponerlo a usted en un libro», como usted lo expresa, me limitaría a hacerlo. Le cambiaría el nombre y una o dos circunstancias de su vida, para sortear la ley de difamación, y ahí se acabaría todo. Está claro que no me haría falta venir a vivir con usted. No, usted vino a mí, tal como le dije: el hombre de la pierna mala.
Él se está cansando de oír que fue él quien acudió a ella.
—¿No le resultaría más fácil usar a alguien que acudiera a usted de forma más voluntaria? —comenta él en el tono más seco que puede—. Renuncie a mí. Yo no soy un sujeto predispuesto, no tardará en descubrirlo. Márchese. Yo no la detendré. Le resultará un alivio librarse de mí. Y viceversa.
—¿Y su pasión inapropiada? ¿Dónde voy a encontrar otra igual?
—Mi pasión, como usted la llama, no es asunto suyo, señora Costello.
Ella le dedica una sonrisa glacial, cabecea.
—Usted no es quién para decirme qué es asunto mío —responde ella en voz baja.
Él cierra la mano fuertemente en torno a la muleta. Si se tratara de una muleta como es debido, de las de antes, de fresno o de jara, que pesara un poco, en lugar de ser de aluminio, la usaría para golpear a la vieja bruja en el cráneo, una y otra vez, tantas como hiciera falta, hasta dejarla muerta a sus pies con su sangre empapando la alfombra, sin importarle lo que fuera a pasarle después.
Suena el teléfono.
—¿Señor Rayment? Soy Marijana. ¿Cómo está usted? Siento haber faltado unos días. Estaba enferma. Vengo mañana, ¿de acuerdo?
Así que esa va a ser la ficción entre ambos: estaba enferma.
—Sí, claro, no pasa nada, Marijana. Espero que se encuentre mejor. La veré mañana, como de costumbre.
»Marijana volverá mañana al trabajo —informa a su invitada con la mayor concisión posible. “Es hora de que te largues de una puñetera vez”: espera que ella capte el mensaje.
—No pasa nada. No la voy a estorbar. —Y cuando él le clava una mirada furibunda, ella añade—: ¿Está preocupado porque ella pueda pensar que soy una de sus amiguitas de los viejos tiempos? —Ella le dedica una sonrisa francamente jovial—. No se lo tome todo tan en serio, Paul.
La razón de que Marijana haya decidido volver sale a la luz en cuanto entra por la puerta. Antes incluso de quitarse el impermeable —está lloviendo, cae una lluvia cálida y vaporosa, que emana cierto aroma de eucalipto—, ella deja sobre la mesa un folleto satinado. En la portada, edificios góticos falsos sobre un fondo de grandes extensiones de prado; en una viñeta, un chico de aspecto pulcro en mangas de camisa y con corbata sentado frente al teclado de un ordenador, con un amigo igualmente pulcro mirando por encima de su hombro.
«Wellington College: Cinco décadas de excelencia». Él nunca ha oído hablar del Wellington College.
Hojea el folleto.
—«Institución hermana del Wellington College de Pembrokeshire» —lee en voz alta—. «Prepara a jóvenes para los retos del nuevo siglo… Carreras en el mundo de los negocios, ciencia y tecnología, las fuerzas armadas». ¿Dónde está este sitio? ¿Cómo lo ha descubierto?
—En Canberra. En Canberra él encuentra nuevos amigos. Sus amigos de Adelaida no buenos, no lo dejan avanzar.
Ella pronuncia «Adelaida» a la italiana, haciéndola rimar con «Aida». Es de Dubrovnik, a un tiro de piedra de Venecia.
—¿Y dónde ha oído hablar del Wellington College?
—Drago lo sabe todo de ese sitio. Es escuela preparadora para la Academia de la Fuerza de Defensa.
—Preparatoria.
—Preparatoria. Tienen, ya sabe, preferencia.
Él vuelve al folleto. Hay una solicitud de ingreso. Una tabla de tarifas. Él ya sabía que los precios de los internados eran altos. Sin embargo, ahora que tiene las cifras delante se lleva un sobresalto.
—¿Cuántos años pasaría allí?
—Si empieza en enero, dos años. En dos años puede llegar a curso doce y entonces tener beca de estudios. Solo necesita dinero para pagar dos años.
—¿Y Drago tiene muchas ganas de ir a esta escuela? ¿Se ha mostrado de acuerdo en ir?
—Está lleno de ganas. Quiere ir.
—Es normal, ya sabe, que los padres echen un vistazo a la escuela antes de comprometerse. Que den una vuelta por las instalaciones, que hablen con el director, que se hagan una impresión del sitio. ¿Está segura de que usted y su marido y Drago no quieren hacer primero una visita al Wellington College?
Marijana se quita el impermeable —está hecho de un material plástico transparente, puramente funcional— y lo deja sobre una silla. Su piel es cálida y tiene buen color. No hay rastro de la tensión de su último encuentro.
—Wellington College —dice ella—. ¿Usted cree que Wellington College quiere que el señor y la señora Jokić, de Munno Para, vayan de visita a ver si Wellington College puede estar bien para su hijo?
Su tono es bastante afable. Si alguien se siente incómodo, ese es él.
—En Croacia, ¿sabe usted, señor Rayment?, mi marido era hombre famoso, algo así. ¿No me cree? En todos periódicos fotografías de él. Miroslav Jokić y el pato mecánico. En televisión —imita con dos dedos el gesto de caminar en el aire— fotos del pato mecánico. El único hombre que puede hacer caminar el pato mecánico, hacer un ruido como cuando dices cuac, comer. —Se da unas palmaditas en el vientre— y otras cosas también. Un pato muy, muy antiguo. Viene de Suecia. Llega a Dubrovnik en mil seiscientos ochenta, de Suecia. Nadie sabe arreglarlo. Y Miroslav Jokić lo arregla como nuevo. Una semana, dos semanas, y es hombre famoso en Croacia. Pero aquí —ella levanta la mirada hacia el cielo—, ¿a quién le importa? En Australia nadie oye hablar del pato mecánico. No saben qué es. Miroslav Jokić, nadie sabe quién es. Un simple trabajador de coches. No es nadie, trabajador de coches.
—No estoy seguro de estar de acuerdo —dice él—. No es verdad que un trabajador de la industria del automóvil no sea nadie. No hay nadie que no sea nadie. En todo caso, da igual que los visite, da igual que sea de Munno Para o de Tombuctú, sospecho que el Wellington College estará encantado de aceptar su dinero. Así que, adelante, presente la solicitud. Yo pagaré. Ahora mismo le hago un cheque para los gastos de preinscripción.
Así que ya está. Así de fácil. Se ha comprometido. Se acaba de convertir en padrino. Un padrino: alguien que conduce a una criatura hasta Dios. ¿Tiene el valor necesario para llevar a Drago hasta Dios?
—Está bien —dice Marijana—. Yo le digo a Drago. Usted lo hace muy feliz. —Hace una pausa—. ¿Y usted? ¿Pierna está bien? ¿No dolor? ¿Hace usted sus ejercicios?
—La pierna está bien, no me duele —dice él. Lo que no dice es: «Pero ¿por qué dejó usted el trabajo, Marijana? ¿Por qué me abandonó? No fue una conducta muy profesional, ¿verdad? Apuesto a que no querrá que se entere la señora Putz».
Sigue muy ofendido y quiere alguna señal de arrepentimiento por parte de Marijana. Al mismo tiempo está embriagado de placer por tenerla de vuelta con él y emocionado por el dinero del que está a punto de desprenderse. Dar algo siempre le sube el ánimo, es algo de lo que es consciente. Que lo incita a dar más. Es como el juego. Toda la emoción está en perder. Perder una y otra vez. La caída temeraria e irresponsable.
Marijana ya se ha puesto a trabajar, tan ajetreada como siempre. Empieza por el dormitorio, quita la ropa de cama y pone sábanas limpias. Pero ella puede notar que él la está mirando, está seguro, puede notar la calidez que viene de él, que le acaricia los muslos y los pechos. Eros siempre le ha afectado mucho por las mañanas. Si por algún milagro pudiera abrazar ahora a Marijana, en ese estado de ánimo, aprovechando que la marea está alta, vencería toda la rectitud de ella, no le cabe la menor duda. Pero es imposible, claro. Imprudente. Peor que imprudente, insensato. Ni siquiera debería pensar en ello.
Luego se abre la puerta del baño y la tal Costello, vestida con una bata y unas pantuflas, hace su entrada en escena. Se está secando el pelo con una toalla, mostrando zonas de cuero cabelludo rosado. Él la presenta someramente.
—Marijana, esta es la señora Costello. Está alojada aquí por poco tiempo. La señora Jokić.
Marijana le ofrece su mano y la Costello la acepta con solemne teatralidad.
—Prometo no estorbarla —dice.
—No se preocupe.
Unos minutos más tarde, él oye que se cierra la puerta de la calle. Desde una ventana observa cómo la Costello se aleja por la calle en dirección al río. Lleva un sombrero de paja que él reconoce como suyo y que hace años que no se pone. ¿Dónde lo ha encontrado? ¿Ha estado hurgando en sus armarios?
—Una mujer agradable —dice Marijana—. ¿Es una amiga?
—¿Una amiga? No, para nada. Es una simple socia. Tiene algunos asuntos en la ciudad y se quedará aquí hasta que los termine.
—Eso es bueno.
Marijana tiene prisa, o eso parece. Lo normal es que, antes que nada, por la mañana se ocupe de su pierna y le ayude con sus ejercicios. Pero hoy no se mencionan los ejercicios.
—Tengo que irme, es día especial, tengo que recoger a Ljubica del grupo de juegos —dice ella. Saca una quiche congelada de su bolso—. Vuelvo esta tarde tal vez. Aquí hay una cosita que he comprado para su almuerzo. Le dejo recibo y entonces me pagará.
—Y ya le pagaré —la corrige él.
—Ya me pagará.
Al poco de marcharse se oye la llave en la cerradura y Elizabeth Costello vuelve.
—He traído fruta —anuncia ella. Deja una bolsa de plástico sobre la mesa—. Habrá una entrevista, supongo. ¿Cree que Marijana podrá hacerla?
—¿Una entrevista?
—En esa escuela. Querrán entrevistar al chico y a sus padres, pero sobre todo a los padres, para asegurarse de que son adecuados.
—Es Drago el que presenta la solicitud, no sus padres. Si la gente del Wellington College tiene algo de sentido común, no dudarán en aceptar a Drago en un santiamén.
—Pero ¿y si les preguntan directamente a los padres cómo van a pagar esos precios exorbitantes?
—Les escribiré una carta. Presentaré avales. Haré lo que haga falta.
Ella está construyendo una pequeña pirámide de fruta —albaricoques, nectarinas, uvas— en el cuenco de la mesita de café.
—Eso es admirable —dice ella—. Me alegro mucho de haber tenido esta oportunidad de conocerle mejor. Usted me da fe.
—¿Yo le doy fe? Nadie me había dicho eso nunca.
—Sí, usted me devuelve la fe. No hago caso de lo que le dije sobre usted y la señora Jokić. Simplemente resulta algo desconcertante encontrarse en presencia del amor verdadero, a la antigua usanza. Me inclino ante usted.
Ella deja un momento de hacer lo que está haciendo y le dedica, no sin ironía, una levísima inclinación de cabeza.
—De todos modos —continúa—, recuerde que todavía hay que vencer el obstáculo de Miroslav. No podemos dar por sentado que Miroslav vaya a aceptar que su hijo vaya a un internado de lujo situado a mil quinientos kilómetros. Ni que sus obligaciones pecuniarias sean asumidas por el hombre al que su esposa visita seis días por semana, el hombre al que le falta una pierna. ¿Ha pensado usted lo que va a hacer con Miroslav?
—Sería estúpido si lo rechazara. No le afecta a él. Afecta a su hijo, al futuro de su hijo.
—No, Paul, eso no es verdad —dice ella suavemente—. Del hijo a la esposa y de la esposa a él: esa es la secuencia. Usted está tocando su orgullo, su honor masculino. Tarde o temprano tendrá que enfrentarse a Miroslav. ¿Qué dirá usted cuando llegue ese día? ¿«Solo intento ayudar»? ¿Es eso lo que va a decir? Con eso no bastará. Únicamente bastará la verdad. Y la verdad es que usted no está intentando ayudar. Al contrario, está intentando sabotear a la familia Jokić. Está intentando montárselo con la señora Jokić. Y también seducir a los hijos del señor Jokić para alejarlos de él y hacerlos suyos, uno, dos y hasta tres. No se trata de lo que yo llamaría un plan amistoso, en absoluto. No, usted no es amigo de Miroslav, no por lo que yo puedo ver. Usted no va a caerle bien; ¿y puede culparlo? Así pues, ¿qué piensa hacer con Miroslav? Tiene que pensar. Tiene que pensar. —Se da un golpecito en la frente con la yema del dedo—. Y si pensando llega a la conclusión a la que creo que va a llegar, es decir, que no hay nada que hacer, tengo una alternativa que proponerle.
—¿Una alternativa a qué?
—Una alternativa a todo este embrollo que tiene usted con los Jokić. Olvídese de la señora Jokić y de su fijación por ella. Haga retroceder su mente. ¿Recuerda la última vez que visitó el departamento de osteopatía del hospital? ¿Recuerda a la mujer del ascensor con gafas oscuras? ¿La que iba con una mujer mayor? Claro que se acuerda. Dejó huella en usted. Incluso yo me di cuenta.
»Nada de lo que pasa en nuestras vidas carece de significado, Paul, como podría decirle cualquier niño. Esa es una de las lecciones que nos enseñan las historias, una de las muchas lecciones. ¿Ha dejado usted de leer historias? Es un error. No debería dejarlo.
»Déjeme ponerle al corriente sobre la mujer de las gafas oscuras. Desgraciadamente, es ciega. Perdió la vista hace un año a consecuencia de un tumor maligno. Perdió un ojo por completo, se lo extirparon quirúrgicamente, y también el uso del otro. Antes de su tragedia era hermosa, o al menos muy atractiva. Hoy, por desgracia, su aspecto es desagradable, al igual que el de todas las personas ciegas. Uno prefiere no mirarla a la cara. O, mejor dicho, uno se sorprende a sí mismo mirando fijamente y luego retira la mirada, repelido. Esa repulsión es por supuesto invisible para ella, pero aun así la puede sentir. Ella nota las miradas ajenas como si fueran dedos que la toquetean, que la toquetean y se retiran.
»Ser ciega es peor de lo que le dijeron que iba a ser, peor de lo que nunca imaginó. Está desesperada. En cuestión de meses se ha convertido en un objeto de horror. No soporta salir de casa y que la gente pueda verla. Quiere ocultarse. Quiere morirse. Y, al mismo tiempo, no puede evitarlo, está llena de lujuria insatisfecha. Se encuentra en el verano de su vida de mujer; la lujuria la hace gemir en voz alta, día tras día, como una vaca o una yegua en celo.
»¿Lo que digo le sorprende? ¿Cree que es una simple historia que me estoy inventando? No lo es. La mujer existe, la ha visto usted con sus propios ojos, se llama Marianna. Este mundo aparentemente tranquilo en el que vivimos contiene horrores, Paul, horrores que usted no podría soñar ni aunque se pasara el resto de su vida intentándolo. Las profundidades del océano, por ejemplo, el lecho marino… lo que sucede ahí rebasa toda imaginación.
»Lo que Marianna ansía no es consuelo, ni mucho menos adoración, sino amor en su expresión más física. Quiere ser, aunque fugazmente, como era antes, igual que usted a su manera también quiere ser como era antes. Y ahora le digo: ¿por qué no intenta averiguar qué pueden conseguir juntos, usted y Marianna, ella ciega y usted cojo?
»Déjeme decirle algo más sobre Marianna. Marianna lo conoce a usted. Sí, lo conoce. Usted y ella se conocen. ¿Lo sabía usted?
Es como si ella estuviera leyendo su diario. Es como si él tuviera un diario y esta mujer se estuviera colando de noche en el apartamento y leyera sus secretos. Pero no hay ningún diario, a menos que lo escriba dormido.
—Se equivoca, señora Costello —dice él—. A la mujer a la que se refiere, a la que llama Marianna, solo la he visto en una ocasión en el hospital, y ella no podría haberme visto, por razones obvias. Así que no puede conocerme, ni siquiera en el sentido más trivial.
—Sí, tal vez me equivoque, es posible. O quizá sea usted quien se equivoca. Tal vez Marianna procede de una parte más antigua de su vida, en la que los dos eran jóvenes y sanos y atractivos, y usted simplemente lo ha olvidado. Usted se dedicaba a la fotografía, ¿no? Quizá hace tiempo le hizo una fotografía y toda su atención se concentró en la imagen que estaba creando y no en ella, en la fuente de la imagen.
—Tal vez, pero la memoria aún no me falla y no tengo recuerdos de esa experiencia.
—Bueno, viejos amigos o no, ¿por qué no intenta averiguar qué pueden conseguir juntos, usted y Marianna? Dadas las extraordinarias circunstancias del caso, yo me encargaré de concertar un encuentro. Usted limítese a esperar y a estar preparado. Le aseguro que, si plantea alguna proposición, yo se la transmitiré a ella de forma que pueda acudir sin miedo a perder nada de su autoestima.
»Una última cosa. Déjeme que le sugiera que, pase lo que pase entre usted y ella, lo hagan en la oscuridad. Como deferencia hacia ella. Piense en su cama como en una cueva. Ha estallado una tormenta y una doncella cazadora entra en busca de cobijo. Ella extiende una mano y encuentra otra mano, la de usted. Y así sucesivamente.
Él tendría que decir algo agudo, pero no puede, es como si lo hubieran drogado o dejado pasmado.
—Sobre el episodio del que asegura no acordarse —continúa Costello—, el día en que puede que usted le hiciera una fotografía o puede que no, solo quiero decirle que no esté tan seguro de usted mismo. Escarbe en sus recuerdos y se sorprenderá al ver qué imágenes afloran a la superficie. Pero le estoy presionando… Construyamos su versión de la historia sobre la premisa de que solo la vislumbró una vez, en el ascensor. Una sola mirada fugaz, pero suficiente para encender el deseo. ¿Qué nacerá del deseo de usted y la necesidad de ella? ¿Una pasión de grandes proporciones? ¿Una última gran conflagración otoñal? Ya veremos. El asunto está en sus manos, en las de usted y en las de ella. ¿Es mi proposición aceptable? En caso afirmativo, diga que sí. O, si siente demasiada vergüenza, asienta con la cabeza. ¿Sí?
»Se llama Marianna, como ya he dicho, con dos enes. No puedo evitarlo. No tengo capacidad para cambiar los nombres. Puede darle otro nombre íntimo si lo desea, algún apelativo afectuoso. Cariño, gatita, lo que sea. Estaba casada, pero después del golpe del destino que le he explicado, su matrimonio se derrumbó como todo lo demás. Su vida es un caos. Ahora vive con su madre, la mujer que vio con ella, la vieja bruja.
»Con esto ya tiene bastantes antecedentes. El resto se lo puede contar personalmente ella. Con dos enes. Era la hija de un granjero de cerdos. Su cuarto de baño es un caos igual que todo lo demás en su vida, pero eso se le puede perdonar, ¿quién no cometería algún que otro error al vestirse en la oscuridad?
»Nerviosa, pero limpia. Desde su operación, su extremadamente delicada operación, bastante distinta a la repugnante carnicería de la amputación, se ha vuelto morbosamente escrupulosa respecto a la higiene, a su propio olor corporal. Les pasa a algunos ciegos. Mejor será que se presente bien aseado para ella. Si hablo con crudeza, perdóneme. Lávese bien. Todas sus partes. Y no ponga esa cara triste. Perder una pierna no es una tragedia. Al contrario, perder una pierna es cómico. Perder cualquier parte del cuerpo que sobresalga es cómico. De no ser así no tendríamos tantos chistes al respecto. “Había un viejo con una sola pata / que era tan pobre como una rata”. Etcétera.
»Se lo aconsejo, Paul: los años pasan volado. Así que disfrute mientras todavía está en buena forma. Uno siempre se lamenta después.
»Y no, la otra Marijana, la enfermera, no fue idea mía, si es eso lo que se está preguntando. Esas cosas no siguen un sistema. Marijana de Dubrovnik, su pasión inapropiada, llegó a través de su amiga la señora Putts. Nada que ver conmigo.
»No sabe qué pensar de mí, ¿verdad? Cree usted que soy un incordio. La mayor parte del tiempo cree que digo tonterías, que me invento cosas. Pero me doy cuenta de que no se ha rebelado, todavía no. Me soporta con la esperanza de que me rinda y me marche. No lo niegue, lo lleva escrito en la cara, está más claro que el agua. Usted es Job y yo soy una de sus aflicciones inmerecidas, la mujer que nunca se calla, llena de planes para salvarlo de usted mismo, blablablá, cuando lo único que usted quiere es tranquilidad.
»No tiene por qué ser así, Paul. Se lo vuelvo a decir: esta es su historia, no la mía. En cuanto decida asumir el control, yo desapareceré. No volverá a oír hablar de mí. Será como si nunca hubiera existido. Esta promesa se extiende también a su nueva amiga Marianna. Me retiraré: usted y ella serán libres para esforzarse en lograr sus respectivas salvaciones.
»Piense en lo bien que empezó. ¿Qué podía estar mejor calculado para captar la atención que el incidente en Magill Road, cuando el joven Wayne chocó con usted y lo mandó disparado por el aire “como un gato”? ¡Qué decadencia tan triste desde entonces…! Más y más lento, hasta llegar a este momento, casi paralizado, atrapado en un apartamento maloliente con una cuidadora a quien le trae usted sin cuidado. Pero tenga buen corazón. Marianna tiene posibilidades, con su rostro devastado y esa lujuria llena de remordimientos que la tiene atenazada. Marianna es toda una mujer. La pregunta es: ¿es usted lo bastante hombre para ella?
»Contésteme, Paul. Diga algo.
Es como un mar batiendo contra su cráneo. De hecho, por lo que él sabe, ya podría haber caído por la borda y haber sido arrastrado de un lado a otro por las corrientes de las profundidades. La bofetada del agua que, con el paso del tiempo, arrancará de sus huesos los últimos jirones de carne. Las perlas de sus ojos; el coral de sus huesos.