16
—Ella vino a mí igual que vino usted —dice la Costello—. Una mujer hecha de oscuridad, que habita en la oscuridad. «Aborda la historia de alguien así»: palabras en mi oído dormido, pronunciadas por lo que en los viejos tiempos habríamos llamado un ángel que me invocaba a un combate de lucha. Por tanto, no, no tengo ni idea de dónde vive su Marianna. Todos mis tratos con ella han sido por teléfono. Si usted quiere que repita su visita, le puedo dar su número de teléfono.
Que repita su visita. Eso no es lo que él quiere. En algún momento futuro, puede, pero ahora no. Lo que quiere ahora mismo es alguna garantía de que la historia que le han contado es cierta: de que la mujer que fue a su apartamento era realmente la mujer a la que vio en el ascensor; de que se llama realmente Marianna; de que es verdad que vive con su madre de espalda encorvada, de que su marido la abandonó a causa de su aflicción; y todo lo demás. Lo que quiere son garantías de que no le han tomado el pelo.
Porque hay una historia alternativa, una historia que le resulta demasiado fácil imaginar por sí mismo. En la historia alternativa, la Costello habría localizado a la culona Marianna, también conocida como Natasha, también conocida como Tanya, y procedente de Moldavia vía Dubai y Nicosia, en las páginas amarillas. Y por teléfono le habría dado instrucciones para llevar a cabo la pantomima. «Mi cuñado, debes saber —le habría dicho—, tiene algunas excentricidades. Pero, en fin, ¿qué hombre no tiene sus pequeñas excentricidades, y qué puede hacer una mujer sino apañárselas para encontrar formas de acomodarse a ellas? La principal excentricidad de mi cuñado es que prefiere no ver a la mujer con la que está. Prefiere el reino de lo imaginario, prefiere tener la cabeza en las nubes. Hace mucho tiempo se enamoró perdidamente de una mujer llamada Marianna, una actriz. Lo que quiere de ti, y me ha pedido de alguna manera que te transmita, es que te presentes como Marianna la actriz, luciendo ciertas prendas y accesorios que yo te proporcionaré. Ese será tu papel. Y él te pagará para que lo representes. ¿Lo entiendes?». «Claro —le habría dicho Natasha o Tanya—. Pero cobro extra por los desplazamientos». «Los desplazamientos aparte —habría acordado la Costello—. Me aseguraré de recordárselo a él. Una cosa más. Trátalo con amabilidad. Hace poco perdió una pierna, en un accidente de tráfico, y ya no es el que era».
¿Puede que sea esa la verdadera historia, con un detalle de más o de menos, que se escude tras la visita de la supuesta Marianna? ¿Acaso llevaba gafas oscuras para ocultar no el hecho de que era ciega, sino el hecho de que no lo era? Cuando temblaba, ¿era de nerviosismo o del esfuerzo por contener la risa mientras aquel hombre con unas medias atadas en torno a la cabeza manoseaba a tientas su ropa interior? «Hemos cruzado el umbral. Ahora podemos pasar a cosas mejores, más elevadas». ¡Vaya un tonto de solemnidad…! Debió de estar riéndose en el taxi hasta llegar a casa.
¿Era Marianna Marianna o era Marianna Natasha? Eso es lo que tiene que descubrir en primer lugar; eso es lo que tiene que sacarle a la Costello. Solo cuando obtenga la respuesta podrá pasar a la pregunta más profunda: ¿importa realmente quién era la mujer? ¿Importa si le han tomado el pelo?
—Me trata usted como a un títere —se queja él—. Trata a todo el mundo como a títeres. Se inventa historias y nos intimida para que las representemos para usted. Tendría que montar un teatro de marionetas, o un zoo. Tiene que haber montones de zoos viejos en venta, ahora que han pasado de moda. Compre uno y métanos en jaulas, con nuestros nombres en letreros. «PAUL RAYMENT: CANIS INFELIX». «MARIANNA POPOVA: PSEUDOCAECA (MIGRATORIA)». Y así sucesivamente. Hileras e hileras de jaulas con gente encerrada que, como dice usted, «vino a mí» en el transcurso de su carrera como mentirosa y fabuladora. Podría cobrar entrada. Podría ganarse la vida así. Los padres podrían traer a sus hijos los fines de semana para contemplarnos embobados y tirarnos cacahuetes. Sería más fácil que escribir libros que nadie lee. —Hace una pausa y espera a que ella muerda el anzuelo. Ella permanece callada—. Lo que no entiendo —continúa él (no estaba enfadado cuando empezó su diatriba y tampoco lo está ahora, pero hay ciertamente un placer en dejarse ir)—, lo que no entiendo es, visto que soy tan estúpido y no respondo a sus expectativas, ¿por qué insiste conmigo? Déjeme en paz, se lo suplico, déjeme seguir con mi vida. Escriba sobre la ciega esa, Marianna. Ella tiene más potencial del que yo tendré nunca. Yo no soy un héroe, señora Costello. Perder una pierna no lo cualifica a uno para un papel dramático. Perder una pierna no es trágico ni cómico, simplemente desafortunado.
—No sea resentido, Paul. ¿Que lo deje a usted y me quede con Marianna? Tal vez lo haga, tal vez no. ¿Quién sabe a qué puede llegar uno?
—No estoy siendo resentido.
—Claro que sí. Se lo noto en la voz. Está siendo resentido, y quién puede culparlo, después de todo lo que le ha pasado.
Él recoge sus muletas.
—Puedo arreglármelas sin su compasión —dice él en tono seco—. Ahora voy a salir. No sé cuándo volveré. Cuando salga, cierre la puerta con llave.
—Si salgo, por supuesto que cerraré con llave. Pero no creo que vaya a salir. No se imagina cuánto he estado deseando tomar un baño caliente. Así que voy a darme ese placer, si no le importa. Todo un lujo en estos tiempos.
No es la primera vez que la tal Costello se niega a explicarse. Pero su última evasiva lo irrita y al mismo tiempo lo perturba. «Tal vez lo haga, tal vez no». ¿Acaso su interés por él es también provisional? ¿Es posible que al final la elegida resulte ser Marianna en lugar de él? Dejando de lado la imprecisa sesión de fotos, de la cual verdaderamente no recuerda nada, sus dos encuentros, el primero en el ascensor y el segundo en el sofá, ¿han sido episodios de la vida no de Paul Rayment, sino de Marianna Popova? Está claro que, en cierto sentido, él es un personaje de paso en la vida de la tal Marianna o en la de cualquiera en cuyo camino se cruce, igual que Marianna y todos los demás son personajes de paso en la suya. Pero ¿es él un personaje de paso en un sentido más fundamental: alguien sobre quien la luz recae demasiado brevemente antes de seguir su camino? Lo sucedido entre él y Marianna, ¿no será más que un pasaje entre otros muchos en la búsqueda del amor de Marianna? ¿O es posible que la Costello esté escribiendo dos historias al mismo tiempo, historias sobre personajes que sufren una pérdida (la visión en un caso, la capacidad ambulatoria en el otro) con la que tienen que aprender a vivir? Y a modo de experimento, o tal vez como una especie de chiste profesional, ¿es posible que ella lo haya arreglado todo para que sus vidas se crucen? Él no tiene experiencia sobre novelistas ni sobre cómo manejan sus asuntos, pero no le resulta inverosímil.
En la biblioteca pública, bajo el epígrafe A823.914, encuentra toda una hilera de libros de Elizabeth Costello. El horno feroz. La casa de Eccles Street, del cual hay varios ejemplares ajados, A las ínsulas amistosas, Tango con el señor Dunbar, Las raíces del tiempo, Cortés; también hay un volumen azul marino más bien solemne que lleva por título Una llama constante: intención y designio en las novelas de Elizabeth Costello. Examina el índice. No hay ninguna mención a Marianna ni a Marijana; ninguna entrada para «ceguera».
Hojea La casa de Eccles Street. Leopold Bloom. Hugh Boylan. Marion Bloom. ¿Qué problema tiene esa mujer? ¿Es que no puede inventar sus propios personajes?
Devuelve el libro a su sitio, coge El horno feroz y lee un pasaje al azar.
«Amasa la plastilina entre las palmas de sus manos hasta que está caliente y maleable, luego la moldea con los dedos hasta formar figuritas de animales: pájaros, sapos, gatos, perros de orejas enhiestas. Deposita las figuras sobre la mesa en un semicírculo, y les dobla los cuellos hacia atrás como si estuvieran aullando a la luna, o bramando, o croando.
»Es plastilina vieja, de su último regalo navideño. Las prístinas pastillas de rojo ladrillo, verde hoja y azul celeste ya se han mezclado entre ellas y presentan ahora un color púrpura plomizo. ¿Por qué, se pregunta él, por qué lo brillante se opaca y lo opaco nunca brilla? ¿Qué habría que hacer para que el púrpura se desvaneciera, y el rojo, el azul y el verde emergieran de nuevo, como pollitos de su cascarón?
«¿Por qué, por qué?». ¿Por qué plantea ella una pregunta y luego no da la respuesta? La respuesta es simple: el rojo, el azul y el verde no volverán nunca debido a la entropía, que es irreversible e irrevocable y rige el universo. Incluso una persona de letras debería saberlo, incluso una señorita novelista. De lo múltiple a lo uniforme sin vuelta atrás. Del alegre pollito a la gallina vieja muerta y enterrada.
Salta a la mitad del libro. «Ella no podía quedarse con un hombre que estaba siempre cansado. Ya era bastante difícil mantener su propio cansancio bajo control. Solo con acostarse a su lado en la cama demasiado familiar, sentía que el hastío empezaba a rezumar de él y la inundaba en una marea incolora, inodora e inerte. ¡Tenía que escapar! ¡Ya!».
Hay una Marion, pero ninguna Marianna. Nada de ciegos, hojeando por encima, ni amputados. Cierra El horno feroz de golpe. No va a exponerse más a ese gas incoloro, inodoro, inerte y depresivo que emana de sus páginas. ¿Cómo demonios consiguió Elizabeth Costello ser una autora popular, si es realmente lo que es?
En la solapa hay una fotografía: una Elizabeth Costello más joven, de pie con un impermeable y con lo que parece ser el aparejo de un yate de fondo. Tiene los ojos entornados para protegerlos de la luz y la piel muy morena. ¿Una mujer de mar? ¿Existe esa expresión, o bien una mujer de mar debe de ser una doncella marina, una sirena, al igual que un caballito de mar, cheval marin, es un tipo de pez? No exactamente guapa, pero probablemente más atractiva en su mediana edad que de joven. Con todo, hay en ella cierta insulsez, incluso cierta vacuidad. No es su tipo. Tal vez no sea el tipo de ningún hombre.
Autores mundiales contemporáneos, en la sección de referencia de la biblioteca, contiene una breve biografía junto con la misma fotografía náutica. Nacida en Melbourne, Australia, en 1928. Reside durante mucho tiempo en Europa. Primer libro en 1957. Lista de premios y galardones. Bibliografía, pero sin resumen de los argumentos. Casada dos veces. Un hijo y una hija.
¡Setenta y dos años! ¡Qué vieja es…! ¿Qué está haciendo, durmiendo en bancos de parque? ¿Es que empieza a fallarle la cabeza? ¿Está loca? ¿Puede eso explicarlo todo? ¿Debería hacer venir al hijo y a la hija? ¿Tiene él el deber de encontrarlos? «Por favor, vengan de inmediato. Su madre se ha mudado a vivir conmigo, sin conocerme de nada, y se niega a marcharse. Ya no puedo más. Llévensela, ingrésenla, hagan lo que haya que hacer con tal de librarme de ella».
Regresa al apartamento. Costello no está, pero su cuaderno está sobre la mesita de café. Es muy posible que lo haya dejado allí de forma intencionada. Si él le echa un vistazo, será otra victoria para ella. Y sin embargo…
Ella escribe con tinta negra y trazo grueso, en una caligrafía amplia y fluida, con muy pocas palabras por línea. Él pasa las páginas hasta la entrada más reciente. «Oscuridad oscuridad oscuridad —lee—. Todos se sumergen en la oscuridad, en los espacios vacíos interlunares».
Retrocede un poco.
«Lamentándose junto al cuerpo», lee él. «Rezando», la palabra está subrayada. «Meciéndose rígidamente de adelante hacia atrás junto a la cama, tapándose los oídos con las manos, con los ojos muy abiertos, sin parpadear, como si tuviera miedo de perderse el momento en que, como un chorro de gas, el alma abandonará el cuerpo y se elevará a través de capas de aire, una tras otra, hasta la estratosfera y más allá. Al otro lado de la ventana, la luz del sol, el canto de los pájaros, como siempre. Está atrapada en el ritmo de su dolor como una corredora de fondo. Un maratón de dolor. Si no viene nadie para persuadirla de que se marche, se pasará así todo el día. Y, sin embargo, ella no lo toca ni una sola vez (a “él”, a su cuerpo). ¿Por qué no? ¿El horror de la carne fría? ¿Es el horror después de todo más fuerte que el amor? O tal vez, en medio del fárrago del dolor, ella ha sacado fuerzas para no intentar retenerlo. Ya se ha despedido, las despedidas se han acabado. Adiós, ve con Dios». Y luego, por toda la página: «Oscuridad oscuridad oscuridad…».
Si retrocede lo bastante en el cuaderno, sin duda quedará claro quién es la mujer de duelo y quién es el cadáver. Pero el duendecillo de la curiosidad parece haberlo abandonado. No está seguro de querer saber más. Lo que ha leído tiene algo de indecoroso, con esos trazos gruesos extendiéndose descuidadamente sobre las líneas del cuaderno; algo impío, provocativo, que desvela lo que no tiene lugar a la luz del día.
¿Es así todo el cuaderno: una provocación, una afrenta al decoro? Lo hojea con cautela desde el principio. Durante largos pasajes no consigue hilvanar las entradas. Escribe como si tuviera prisa por contar una historia que hubiera oído por casualidad, comprimiendo la narración, abreviando el diálogo, saltando con impaciencia de una escena a la siguiente. Pero, entonces, una frase atrae su atención: «Una pierna azul, otra roja». ¿Ljuba? Solo puede ser Ljuba. «Arlequín, colores demenciales. En Alemania, las vacas pintas son las locas; las lunáticas, las que saltan sobre la luna. Y el perrillo se ríe. ¿Introducir un perro, un chucho pequeño que menea la cola ante todo el mundo, con ladridos agudos, ansioso por gustar? Reacción de PR: “¡Puede que sea perruno, pero no hasta ese punto, seguro!”. Chucho y Jeff».
Cierra el cuaderno de golpe. Aunque no le ardan las orejas, las siente como si ardieran. Es lo que se temía: ella lo sabe todo, hasta el último detalle. ¡Maldita sea! Todo el tiempo creyendo que tenía el control de su vida, y en realidad estaba enjaulado como una rata, correteando de un lado a otro, refunfuñando para sí mismo, mientras esa mujer infernal permanecía de pie junto a él, observando, escuchando, tomando notas, registrando su progreso.
¿O acaso es peor que eso, incomparablemente peor, tan peor que la mente amenaza con cerrarse? ¿Es así como se siente uno cuando es trasladado a lo que, de momento, solo puede llamar «el otro lado»? ¿Es eso lo que le ha pasado? ¿Es eso lo que le pasa a todo el mundo?
Se sienta cuidadosamente en un sillón. Si esto no es un gran momento, un momento copernicano, entonces, ¿qué lo es? Es posible que el mayor de los secretos se le acabe de revelar. Existe un segundo mundo que corre paralelo al primero, insospechado. Uno avanza a trancas y barrancas por este último durante un cierto período de tiempo; luego llega el ángel de la muerte en la persona de Wayne Blight o de alguien como él. Durante un instante, durante un eón, el tiempo se detiene; uno se precipita por un agujero oscuro. Y luego, voilà!, emerge en un segundo mundo idéntico al primero, donde el tiempo se reanuda y la acción continúa —el vuelo por el aire como un gato, la multitud de curiosos, la ambulancia, el hospital, el doctor Hansen, etcétera—, salvo que ahora uno tiene que aguantar a Elizabeth Costello, o a alguien como ella.
Todo un salto, de la palabra P-E-R-R-O escrita en un cuaderno a la vida después de la muerte. Una conjetura descabellada. Podría estar equivocado. Es más que probable que esté equivocado. Pero tenga o no razón, sea verdad o una ilusión lo que con el espíritu lleno de vacilación llama «el otro lado», el primer epíteto que le viene a la cabeza, tecleado letra a letra detrás de sus párpados por la máquina de escribir celestial, es «penoso». Si morirse resulta no ser nada más que un truco que bien podría ser un juego de palabras, si la muerte es un mero tropiezo en el tiempo después del cual la vida continúa como antes, ¿a qué viene tanto escándalo? ¿Está permitido rechazarlo, rechazar esta ausencia de muerte, este destino penoso? «Quiero que me devuelvan mi antigua vida, la que llegó a su fin en Magill Road».
Está exhausto, la cabeza le da vueltas, solo tiene que cerrar los ojos y se sumirá en el sueño. Pero no quiere estar ahí tumbado, inerte y expuesto, cuando regrese la Costello. Ha empezado a ser consciente de cierta cualidad de ella, más vulpina que canina, que no tiene nada que ver con su aspecto pero que a él lo pone nervioso y le hace desconfiar todo el tiempo. Puede imaginarla perfectamente merodeando de habitación en habitación en la oscuridad, husmeando, a la caza.
Sigue sentado en el sillón cuando alguien lo zarandea suavemente. Ante él está no la vulpina señora Costello, sino Marijana Jokić, la mujer del pañuelo rojo en la cabeza que, en cierto modo, es (no se acuerda momentáneamente de por qué, tiene la mente demasiado confusa) la raíz o la fuente de todas estas complicaciones.
—Señor Rayment, ¿está bien?
—¡Marijana! Sí, por supuesto. Claro que estoy bien. —Pero esa no es la verdad. Tiene mal sabor de boca, la espalda agarrotada y odia que lo cojan por sorpresa—. ¿Qué hora es?
Marijana no hace caso de la pregunta. Deja un sobre en la mesita de café que hay junto a él.
—Su cheque —dice—. Él dice hay que devolverlo, no aceptamos dinero. Mi marido. Él dice él no acepta dinero de otro hombre.
Dinero. Drago. Otro universo del discurso. Tiene que aclararse la mente.
—¿Y qué pasa con Drago? —dice él—. ¿Qué pasa con la educación de Drago?
—Drago puede ir a la escuela como siempre, no necesita internado, dice mi marido.
La pequeña Ljuba manosea la falda de su madre con gesto distraído, chupándose el pulgar. Detrás de ella, la señora Costello se desliza discretamente al interior de la sala. ¿Estaba en el piso mientras él dormía?
—¿Quiere que hable con su marido? —dice él.
Marijana niega vigorosamente con la cabeza. No puede imaginar nada peor, nada más estúpido.
—Bueno, pensemos qué se puede hacer a continuación. Tal vez la señora Costello pueda darnos algún consejo.
—Hola, Ljuba —dice Elizabeth Costello—. Soy una amiga de tu madre, puedes llamarme Elizabeth o tía Elizabeth. Lamento lo de su problema, Marijana, pero soy nueva en esta situación y creo que no debo interferir.
«Interfieres todo el tiempo —piensa él con malevolencia—. ¿Por qué estás aquí si no es para interferir?».
Con un suspiro que es casi un gemido, Marijana se deja caer en el sofá. Se tapa los ojos; ahora le caen las lágrimas. La niña toma asiento junto a ella.
—Tan buen chico… —dice—. Tan buen chico… —Los sollozos la abruman—. ¡Tiene tantas ganas de ir!
En otro mundo, un mundo en el que él fuera joven y estuviera entero y su aliento fuera dulce, abrazaría a Marijana y la besaría hasta hacer desaparecer sus lágrimas. «¡Perdóname, perdóname! —le diría—. ¡Te he sido infiel, no sé por qué! ¡Solo ha sido una vez y no pasará nunca más! ¡Acéptame en tu corazón y yo cuidaré de ti, te lo juro, hasta el día que me muera!».
Los ojos oscuros de la niña se clavan en él. «¿Qué le has hecho a mi madre? —parece decirle—. ¡Todo es culpa tuya!».
Y de hecho es culpa suya. Esos ojos oscuros ven el interior de su corazón, ven su deseo secreto, ven que en su fuero interno este primer vislumbre de la escisión entre un hombre y su esposa no le llena de dolor, sino de júbilo. «¡Perdóname tú también! —dice en silencio, mirando fijamente a los ojos de la niña—. ¡No quiero hacer daño, soy víctima de una fuerza superior a mí!».
—Tenemos tiempo de sobra —dice con su voz más serena—. Todavía queda una semana antes de que se cierre el plazo de preinscripción para el curso que viene. Yo avalaré los costes de la escuela. Pediré a mi abogado que escriba una carta garantizando el pago, de esa forma parecerá más impersonal. Vuelva a hablar con su marido cuando se haya tranquilizado. Estoy seguro de que serán capaces de convencerle, entre Drago y usted.
Marijana se encoge de hombros con gesto impotente. Le dice algo a la niña que él no entiende. La niña sale trotando de la sala y regresa con un puñado de pañuelos de papel. Marijana se suena la nariz ruidosamente. Lágrimas, mocos: el lado menos romántico del dolor, el reverso. Como el reverso del sexo: manchas, olores.
¿Es ella consciente de lo que ha pasado aquí, en el mismo sofá en que está sentada? ¿Puede sentirlo?
—O bien —continúa él—, si se ha convertido en un asunto de honor, si a su marido le resulta imposible aceptar un préstamo de otro hombre, tal vez podamos convencer a la señora Costello de que extienda el cheque, de que haga de intermediaria en esta buena causa.
Es la primera vez que pone a la Costello en una situación comprometida. Siente que lo invade un sentimiento de triunfo mezquino.
La señora Costello niega con la cabeza.
—Creo que no debo interferir —dice—. Además, existen ciertas dificultades prácticas de las que prefiero no hablar.
—¿Como por ejemplo? —dice él.
—Prefiero no hablar de ello —repite ella.
—Yo no veo ninguna dificultad práctica —dice él—. Yo le extiendo un cheque a usted y usted le extiende otro a la escuela. Más fácil imposible. Si no quiere hacerlo, si se niega, como dice, a interferir, entonces váyase. Váyase y déjenos en paz.
Él confía en que su acritud la ponga nerviosa. Pero ella no se pone nerviosa en absoluto.
—¿Que los deje en paz? —dice ella en voz baja, tan baja que él apenas puede oírla—. Si los dejo en paz —desvía la mirada hacia Marijana—, si los dejo en paz a los dos, ¿qué será de usted?
Marijana se levanta, se suena otra vez la nariz y se guarda el pañuelo de papel en la manga.
—Tenemos que irnos —dice en tono firme.
—Ayúdeme, Marijana —dice él—. Por favor.
En el rellano, donde la Costello no puede oírlos, ella se dirige a él.
—Elizabeth… ¿es buena amiga de usted?
—¿Buena? No, me temo que no. No es una buena amiga, no es una amiga íntima. Nunca la había visto hasta hace muy poco. De hecho, ni siquiera es amiga mía. Elizabeth es escritora profesional. Escribe libros, novelas. Actualmente está buscando personajes para ponerlos en un libro que está planeando. Parece haber depositado sus esperanzas en mí. Y también en usted, en segundo término. Pero yo no encajo. Por eso se dedica a acosarme. Porque intenta hacerme encajar.
«Intenta adueñarse de mi vida». Eso es lo que le gustaría decir. Pero le parece injusto suplicarle a Marijana en su actual situación. «Sálveme».
Marijana le dedica una débil sonrisa. Aunque las lágrimas han desaparecido, sigue teniendo los ojos enrojecidos y la nariz irritada. La luz brillante procedente de la claraboya la muestra con crueldad, la piel áspera sin maquillar, los dientes descoloridos. «¿Quién es esta mujer a la que ansío entregarme? —piensa—. Un misterio, todo un misterio». La coge de la mano.
—Estaré a su lado —le dice—. La ayudaré, se lo prometo. Ayudaré a Drago.
—¡Mamá! —gimotea la niña.
Marijana retira la mano.
—Tenemos que irnos —dice, y se va.