28
—¿No cree que debería ir al médico? —le dice a la Costello.
Ella niega con la cabeza.
—No es nada, un simple resfriado. Se me pasará.
No suena como un resfriado en absoluto. Es una tos, y tiene una cualidad humectante, como si los pulmones estuvieran intentando expulsar, de un puñado cada vez, un poso de mucosidad firmemente incrustada.
—Debe de haberlo cogido bajo los matorrales —dice él.
Ella lo mira sin entender.
—¿No decía usted que estaba durmiendo bajo los matorrales del parque?
—Ah, sí.
—Puedo recomendarle aceite de eucalipto —dice él—. Una cucharadita de aceite de eucalipto en una cazuela llena de agua hirviendo. Inhale el vapor. Hace maravillas en las vías bronquiales.
—¡Aceite de eucalipto! —dice ella—. Hacía siglos que no oía hablar del aceite de eucalipto. Hoy en día la gente usa inhaladores. Llevo uno en el bolso. Son bastante inútiles. Lo que mejor me iba era el bálsamo Friar’s, pero ya no lo encuentro en las tiendas.
—Puede comprarlo en las tiendas de pueblo. Puede comprarlo en Adelaida.
—¿De veras? Como se suele decir, tiene lógica.
Él le conseguirá el aceite de eucalipto. Le pondrá una cazuela de agua a hervir. Incluso rebuscará en su botiquín para ver si tiene bálsamo Friar’s. Ella solo tiene que pedirlo. Pero no lo pide.
Están los dos sentados en el balcón con una botella de vino en medio. Ya ha oscurecido y sopla una fuerte brisa. Si es verdad que está enferma, debería estar dentro. Pero ella no hace nada para ocultar que no le gusta el apartamento —«su funeraria bávara»—, lo llamó ayer, y él no es su guardián.
—¿No sabe nada de Drago? ¿No tiene noticias de los Jokić? —pregunta ella.
—Ni una palabra. He escrito una carta, pero todavía no la he enviado.
—¡Una carta! ¡Otra carta! ¿Qué es esto, una partida de ajedrez por correspondencia? Dos días para que su carta llegue a Marijana y dos días para que llegue su respuesta: todos habremos muerto de aburrimiento antes de llegar a una resolución. No estamos en la era de la novela epistolar, Paul. ¡Vaya a verla! ¡Enfréntese a ella! ¡Monte una escena como es debido! ¡Dé una patada en el suelo! (Hablo metafóricamente). ¡Grite! ¡Diga: «No toleraré que me traten así»! La vida no es un intercambio de notas diplomáticas. ¡Au contraire, la vida es drama, la vida es acción, acción y pasión! Seguro que usted, con sus orígenes franceses, lo sabe. Sea educado si quiere, no tiene nada de malo ser educado, pero no a expensas de las pasiones. Piense en el teatro francés. Piense en Racine. No se puede ser más francés que Racine. Racine no habla de gente que se queda repantingada en un rincón urdiendo y especulando. Racine habla sobre la confrontación, sobre una gran diatriba enfrentada a otra.
¿Está febril? ¿Qué ha causado este estallido?
—Si hay sitio en el mundo para el bálsamo Friar’s —dice él—, también lo hay para las cartas a la antigua usanza. Si una carta no sale bien, al menos se puede romper y empezar de nuevo. No así los discursos. No así los estallidos de pasión, que son irrevocables. Usted debería apreciar eso mejor que nadie.
—¿Yo?
—Sí, usted. Seguro que no garabatea lo primero que se le pasa por la cabeza y se lo manda a su editor. Seguro que medita las cosas. Seguro que las revisa. ¿No es en sí la escritura cuestión de meditar, de pensar, de repensar y vuelta a empezar?
—Por supuesto que sí. En eso consiste la escritura: en meditarlo todo a la enésima potencia. Pero ¿quién es usted para sermonearme sobre lo de meditar las cosas? Si hubiera sido fiel a su carácter de tortuga, si hubiera esperado y reflexionado, si no hubiera declarado de forma tan estúpida e irrevocable su pasión a su mujer de la limpieza, ahora usted y yo no estaríamos metidos en este embrollo. Usted podría estar felizmente aposentado en su bonito apartamento, esperando las visitas de la mujer de las gafas oscuras, y yo podría estar de vuelta en Melbourne. Pero ya es tarde para eso. Tan solo nos queda sujetarnos fuerte y ver adónde nos lleva el caballo negro.
—¿Por qué me llama tortuga?
—Porque se pasa usted una eternidad husmeando el aire antes de asomar la cabeza. Porque cada bendito paso le cuesta un gran esfuerzo. No le estoy pidiendo que se convierta en una liebre, Paul. Lo único que le pido es que busque en su interior para ver si puede encontrar una forma, dentro de su carácter de tortuga, dentro de su variedad tortuguil de pasión, de acelerar su cortejo a Marijana… si es que tiene intención de seguir cortejándola.
»Recuerde, Paul, la pasión es lo que mueve el mundo. No es usted analfabeto, debería saberlo. Si no existiera la pasión, el mundo seguiría siendo vacío y carente de forma. Piense en Don Quijote. Don Quijote no trata de un hombre sentado en una mecedora que se queja de lo aburrida que es La Mancha. Trata de un hombre que se coloca un bacín en la cabeza y se sube a lomos de su viejo y fiel rocín y parte para emprender grandes hazañas. Emma Roualt, Emma Bovary, sale y se compra ropa cara aunque no tiene ni idea de cómo va a pagarla. “Solamente se vive una vez”, dice Alonso, dice Emma, “así que démonos una oportunidad”. Dese una oportunidad, Paul. Vea qué se le ocurre.
—Yo he de ver qué se me ocurre para que usted pueda ponerme en un libro.
—Para que alguien en alguna parte pudiera ponerlo en un libro. Para que alguien pudiera querer ponerlo en un libro. Alguien, cualquiera… no solo yo. Para que valiera la pena ponerlo a usted en un libro. Junto con Alonso y con Emma. Hágase comandante, Paul. Viva como un héroe. Eso es lo que nos enseñan los clásicos. Sea un personaje protagonista. De otra forma, ¿para qué sirve la vida?
»Vamos. Haga algo. Lo que sea. Sorpréndame. ¿Se le ha ocurrido que si su vida le parece repetitiva y limitada y cada vez más tediosa puede ser porque casi nunca sale de este apartamento maldito? Piense: en alguna parte de una selva del estado de Maharashastra hay un tigre que está abriendo sus ojos ambarinos en este mismo momento, ¡y no está pensando en usted en absoluto! No le importa un rábano ni usted ni ningún otro de los moradores de Coniston Terrace. ¿Cuándo fue la última vez que salió a dar un paseo bajo el cielo estrellado? Ha perdido una pierna, lo sé, y caminar no es divertido; pero después de cierta edad todos hemos perdido una pierna, más o menos. La pierna que le falta a usted no es más que una señal o un símbolo o un síntoma, nunca recuerdo cuál es cuál, de hacerse viejo, viejo y poco interesante. Así que ¿de qué sirve quejarse? ¡Escuche!
Existo, mas nadie sabe qué soy y a nadie le importa.
Mis amigos me abandonan como a un recuerdo perdido.
Soy yo mismo quien consume mis propias penas.
»¿Conoce usted estos versos? John Clare. Se lo aviso, Paul: así es como va a acabar usted, como John Clare, consumiendo usted mismo sus propias penas. Porque a nadie más, se lo aseguro, le importan un pimiento.
Con la Costello nunca sabe cuándo lo está tratando en serio y cuándo le está tomando el pelo. Él puede lidiar con los ingleses, es decir, con los angloaustralianos. Son los irlandeses los que siempre le han dado problemas, y la cepa irlandesa de Australia. Entiende que alguien podría querer convertirlos a él y a Marijana, al hombre del muñón y a la ambulante señora balcánica, en una comedia. Pero, a pesar de todas sus mofas, no parece que la comedia sea lo que la Costello tiene en mente para él, y eso es lo que lo desconcierta, eso es lo que él llama el elemento irlandés.
—Deberíamos entrar —dice él.
—Todavía no. Oh, cielo estrellado… ¿Cómo sigue?
—No lo sé.
—Oh, cielo estrellado, no sé qué no sé cuántos. ¿Cómo cree que ha podido suceder, llegar a estar atrapada con un hombre tan poco aventurero y tan falto de curiosidad como usted? ¿Me lo puede explicar? ¿Se debe todo al idioma inglés, al hecho de que no tiene la confianza necesaria para actuar en un idioma que no es el suyo?
»Desde que me recordó su pasado francés, ¿sabe?, he estado escuchando con mucha atención. Y sí, tiene usted razón: habla usted inglés, y probablemente piense en inglés, pero el inglés no es su idioma verdadero. Yo diría incluso que el inglés es un disfraz para usted, o una máscara, parte de su armadura de caparazón de tortuga. Cuando habla usted le juro que oigo cómo elige las palabras, una a una, de la caja de palabras que lleva con usted a todas partes, y las coloca en sus casillas correspondientes. Así no es como habla un verdadero nativo, alguien que tiene el idioma de nacimiento.
—¿Cómo habla un nativo?
—Con el corazón. Las palabras inundan su interior y él las canta, canta con ellas. Por así decirlo.
—Ya veo. ¿Me está sugiriendo que vuelva al francés? ¿Me está sugiriendo que cante Frère Jacques?
—No se burle de mí, Paul. No he dicho nada de volver al francés. Hace mucho que perdió usted su francés. Lo único que le digo es que habla inglés como un extranjero.
—Hablo inglés como un extranjero porque soy extranjero. Soy extranjero por naturaleza y lo he sido toda mi vida. Y no veo por qué tengo que disculparme. Si no hubiera extranjeros, no habría nativos.
—¿Extranjero por naturaleza? No, no es eso, no eche la culpa a su naturaleza. A su naturaleza no le pasa nada, salvo el hecho de que está aún por desarrollar un poco. No, cuanto más lo escucho, más convencida estoy de que la clave de su carácter está en su forma de hablar. Habla como un libro. Hace mucho tiempo era usted un niño pálido y bien educado, me lo imagino perfectamente, que se tomaba los libros demasiado en serio. Y lo sigue siendo.
—¿Sigo siendo qué? ¿Pálido? ¿Bien educado? ¿Aún por desarrollar?
—Un niño que tiene miedo de sonar raro cuando abre la boca. Déjeme hacerle una propuesta, Paul. Deje este piso y dígale adiós a Adelaida. Adelaida se parece demasiado a un cementerio. Aquí ya no le queda nada por vivir. Véngase a vivir conmigo a Carlton. Yo le daré clases de idiomas. Le enseñaré a hablar con el corazón. Una lección diaria de dos horas, seis días a la semana; el séptimo día descansaremos. Hasta cocinaré para usted. No soy tan experta como Marijana, pero seré bastante servicial. Después de la cena, si el espíritu le mueve a ello, puede contarme más historias de su tesoro escondido, que después le contaré yo de nuevo de una forma tan rápida y mejorada que le costará reconocerlas. ¿Qué más? Nada de placeres vulgares, se alegrará de oír esto. Seremos tan castos como los ángeles del cielo. En todos los demás sentidos, yo cuidaré de usted. Y tal vez, a cambio, usted aprenderá a cuidarme a mí. Cuando llegue el día señalado, puede ser usted quien me cierre los párpados y me meta algodones en la nariz y recite una breve oración por mí. O viceversa, si soy yo la que queda atrás. ¿Qué le parece?
—Me suena a matrimonio.
—Es que lo es, es una especie de matrimonio. Matrimonio basado en el compañerismo. Paul y Elizabeth. Elizabeth y Paul. Compañeros de camino. O si no le apetece Carlton, podemos comprar una autocaravana y hacer una gira por el continente para disfrutar del paisaje. Hasta podemos coger un avión a Francia. ¿Qué le parece? Puede usted enseñarme los sitios que frecuentaba, las Galerías Lafayette, Tarascon, los Pirineos. Las opciones son infinitas. Vamos, ¿qué me dice?
Puede que sea irlandesa, pero le parece sincera, o medio sincera. Ahora le toca a él.
Se pone de pie y permanece apoyado en la mesa frente a ella. ¿Puede hacer, por una vez, que su voz cante? Cierra los ojos, vacía la mente y espera a que acudan las palabras.
—¿Por qué yo, Elizabeth? —llegan las palabras—. ¿Por qué yo, de entre todas las personas del mundo?
Las mismas palabras de siempre, la misma vieja canción decepcionante. No puede ir más allá. Pero, hasta que no tenga una respuesta a su pregunta, lo que debe de cantar en su corazón continuará atascado.
Elizabeth Costello no dice nada.
—Soy escoria, Elizabeth, metal base. No soy redimible. No le sirvo de nada a usted, a nadie, no tengo ningún valor. Demasiado pálido, demasiado frío, demasiado asustado. ¿Qué la llevó a elegirme? ¿Qué le dio la idea de que podía hacer algo conmigo? ¿Por qué sigue usted conmigo? ¡Hable!
Ella habla.
—Usted fue hecho para mí, Paul, igual que yo fui hecha para usted. ¿Le sirve eso por ahora, o quiere que se lo diga plenu voce, a plena voz?
—Explíquemelo con una voz tan plena que hasta un pobre tonto como yo pueda entenderlo.
Ella carraspea.
—Para mí y solo para mí nació Paul Rayment, y yo para él. Suyo es el poder de guiar; mío, el de seguir; suyo, el de actuar; mío, el de escribir. ¿Más?
—No, con eso basta. Déjeme que se lo pregunte directamente, señora Costello: ¿es usted real?
—¿Si soy real? Como, duermo, sufro, voy al baño. Me resfrío. Claro que soy real. Tan real como usted.
—Por favor, hable en serio por una vez. Por favor, respóndame: ¿estoy vivo o estoy muerto? ¿Me pasó algo en Magill Road que no he conseguido entender?
—¿Y soy yo el espectro asignado para darle la bienvenida al más allá? ¿Es eso lo que me está preguntando? No, quédese tranquilo; una pobre criatura humana, eso es lo que soy, igual que usted. Una vieja que garabatea, página tras página, día tras día, y que le parta un rayo si ella misma lo entiende. Si hay un espíritu que nos preside, y yo no creo que lo haya, entonces es a mí a quien vigila, con su látigo, no a usted. «¡Nada de holgazanear, joven Elizabeth Costello!», dice, y me da un latigazo. «¡A trabajar ahora mismo!». No, esta es una historia muy normal, muy normal de verdad, con solo tres dimensiones, anchura, altura y profundidad, tal como es la vida normal, y la propuesta que le estoy haciendo es muy ordinaria. Venga conmigo a Melbourne, a mi bonita y antigua casa de Carlton. Le gustará, hay muchas mansiones. Olvídese de la señora Jokić, lo tiene usted muy crudo con ella. Pruebe conmigo. Yo seré su mejor copine, la copine de sus últimos días. Compartiremos los mendrugos de pan mientras nos queden dientes. ¿Qué me dice?
—¿Qué le digo hablando con la caja de palabras que llevo conmigo o con el corazón?
—¡Ah, me ha pillado, es usted un tipo espabilado! Con el corazón, Paul, solo por una vez.
Él le ha estado mirando la boca mientras ella hablaba, es una costumbre que tiene: otras personas miran a los ojos, él mira a la boca. «Nada de placeres vulgares», ha dicho ella. Pero en este momento no puede evitar imaginar cómo sería besar esa boca, con sus labios resecos, tal vez marchitos ya, y esa pelusilla que le crece encima. ¿Incluye el matrimonio basado en el compañerismo besarse? Él baja la vista: si fuera menos educado, se estremecería.
Y ella lo ve. No es un ser celestial pero lo ve.
—Apuesto a que de niño no le gustaba que su madre lo besara —dice ella en voz baja—. ¿Me equivoco? Bajaba usted la cabeza, dejaba que ella le diera un beso en la frente y nada más, ¿verdad? Y a su padrastro holandés no le permitía nada. Quería ser un hombrecito desde el principio, un hombrecito independiente, que no le debiera nada a nadie. Hecho a sí mismo. ¿Le daban asco, su madre y su nuevo marido: su aliento, su olor, sus toqueteos y manoseos? ¿Cómo demonios esperaba que alguien como Marijana Jokić amara a un hombre con tanta aversión hacia lo físico?
—Yo no tengo aversión hacia lo físico —protesta él en tono frío. Lo que quiere añadir, pero no lo hace, es: «Mi aversión es hacia lo feo»—. ¿En qué cree que ha consistido mi vida desde lo que me pasó en Magill Road, salvo en estar aprisionado en lo físico día tras día? De mi fe en lo físico da testimonio el que no haya acabado conmigo mismo, de que siga aquí.
Pero mientras habla puede ver con claridad lo que la mujer le estaba diciendo sobre la caja de palabras. «¡Acabado conmigo mismo! —piensa—. ¡Qué artificial! ¡Qué insincero! ¡Igual que todas las confesiones que ella me empuja a hacer!». Y en ese preciso momento está pensando: «Si hubiéramos tenido solo cinco minutos más aquella tarde, si Ljuba no hubiera venido a acechar como un perrillo guardián, Marijana me habría besado. Estaba a punto, no me cabe duda, lo noté en las tripas. Se habría inclinado y me habría rozado muy suavemente el hombro con los labios. Luego todo habría ido bien. Yo la habría acercado hacia mí; ella y yo habríamos descubierto la sensación de estar acostados uno junto al otro, pecho contra pecho, abrazados, fundiendo nuestros alientos. Terreno familiar».
—¿No estaría dispuesto a admitir, Paul —la mujer sigue hablando—, que no he perdido mi buen sentido del humor desde el día en que aparecí en su puerta hasta el presente? Ni una imprecación, ni una palabra malsonante, al contrario, montones de bromas y una chispa de labia irlandesa. Dígame: ¿cree que es así como soy por naturaleza?
Él no suelta prenda. Tiene la mente en otra parte. No le importa cómo sea Elizabeth Costello por naturaleza.
—Por naturaleza soy una vieja criatura cascarrabias, Paul, y propensa a los accesos de furia más siniestros. Un poco víbora, de hecho. Si he sido una carga tan llevadera para usted es tan solo porque me he jurado a mí misma ser buena. Pero ha sido una auténtica batalla, créame. Muchas veces he tenido que contenerme para no estallar. ¿Cree que lo que le he dicho yo es lo peor que se puede decir de usted, que es usted lento como una tortuga y maniático en extremo? Hay mucho más que eso, créame. ¿Cómo se llama cuando alguien conoce lo peor de nosotros, lo peor y lo más hiriente, y en vez de soltarlo lo que hace es reprimirlo y seguir sonriéndonos y haciendo bromitas? Se llama afecto. ¿Dónde más en el mundo, en esta etapa final, va a encontrar usted afecto, feo vejestorio? Sí, yo también estoy familiarizada con esa palabra, feo. Los dos somos feos, Paul, viejos y feos. Y más que nunca nos gustaría llevar en nuestros brazos la belleza del mundo. Ese anhelo nunca muere en nosotros. Pero la belleza del mundo no nos quiere a ninguno de los dos. Así que tenemos que conformarnos con menos, con mucho menos. De hecho, tenemos que aceptar lo que se nos ofrece o pasar hambre. Así que cuando una abuelita amable se ofrece para alejarnos de nuestro entorno espantoso y de nuestros sueños imposibles, patéticos e irrealizables, tendríamos que pensarlo dos veces antes de rechazarla.
»Le doy un día, Paul, veinticuatro horas, para que se lo piense otra vez. Si se niega, si insiste en aferrarse a su presente estrategia dilatoria, entonces le enseñaré de qué soy capaz. Le enseñaré cómo puedo escupir.
Su reloj marca las 3.15. Todavía faltan tres horas para el amanecer. ¿Cómo demonios va a matar tres horas?
Hay una luz encendida en la sala de estar. Elizabeth Costello está durmiendo sentada a la mesa de la que se ha adueñado, con la cabeza acurrucada sobre los brazos encima de un montón de papeles desordenados.
Lo que él desea es dejarla totalmente en paz. Lo último que quiere es despertarla y exponerse a una nueva tanda de puyas. Ya está harto de sus puyas. La mitad del tiempo se siente como un pobre oso viejo en el Coliseo, sin saber hacia dónde girarse. La muerte por un millar de tajos.
Y sin embargo…
Y sin embargo, con suavidad, la levanta y le pone una almohada debajo de la cabeza.
En un cuento de hadas, este sería el momento en que la bruja repulsiva se convierte en una bella princesa. Pero esto no es un cuento de hadas, evidentemente.
Desde el apretón de manos exploratorio que se dieron al conocerse, él y Elizabeth Costello no han tenido contacto físico. Su cabello transmite una sensación de falta de vida, de falta de elasticidad. Y debajo de ese pelo está el cráneo, dentro del cual tienen lugar actividades de las que él preferiría no saber nada.
Si el objeto de sus cuidados fuera un niño —Ljuba, por ejemplo, o incluso el atractivo, rompecorazones y traicionero Drago—, él diría que se trata de un gesto tierno. Pero en el caso de esta mujer no es tierno. No es más que algo que un anciano hace por otro anciano que no se encuentra bien. Humanitario.
Presumiblemente, como todo el mundo, Elizabeth Costello quiere que la quieran. Y, como todo el mundo, afronta el final corroída por la sensación de que se ha perdido algo. ¿Es eso lo que está buscando en él: lo que sea que ella se ha perdido? ¿Es esa la respuesta a la pregunta recurrente de él? En ese caso, qué ridículo. ¿Cómo puede ser él la pieza que le falta a alguien, cuando ha vivido siempre ausente de su propia vida? «¡Hombre al agua!». Perdido en un mar picado frente a unas costas desconocidas.
En algún lugar en la distancia están los dos hijos de la Costello sobre los que leyó en la biblioteca, hijos sobre los que ella no habla, probablemente porque no la quieren, o no la quieren lo bastante. Presumiblemente, igual que él, ya se han hartado de las puyas de Elizabeth Costello. Él no los culpa. Si tuviera una madre así, también se mantendría a distancia.
Todo el día sola en Melbourne en una casa vacía, llegando a sus últimos días, ávida de amor, ¿y a quién acude en busca de alivio? A un hombre de otro estado, un retratista jubilado, un desconocido total, pero que también ha sufrido una desgracia y tiene la misma necesidad de amor. Si existe una explicación humana y humanitaria para la situación de ella, debe de ser esa. Casi al azar ella se ha posado sobre él, como una abeja puede posarse en una flor o una avispa sobre un gusano; y de alguna forma tan poco oscura y tan laberíntica que la mente se muestra reacia a explorarla, la necesidad de amor y la narración, es decir, el montón de papeles desordenados de la mesa, están conectadas.
Él echa un vistazo a lo que ella está escribiendo. En letras gruesas: «(EC piensa). Novelista australiana… ¡Menudo destino! ¿Qué le corre a ese hombre por las venas?». Bajo las palabras, una línea cruza la página y se marca brutalmente en el papel. Luego: «Después de la comida juegan una partida de cartas. Usar el juego para mostrar sus diferencias. Blanka gana. Una inteligencia viva, estrecha de miras. A Drago no se le dan bien las cartas: es demasiado descuidado, demasiado seguro de sí mismo. Marijana sonríe, relajada, orgullosa de sus vástagos. PR intenta usar la partida para hacerse amigo de Blanka, pero ella se mantiene distante. Su gélida desaprobación».
Una comida y una partida de cartas. PR y Blanka. ¿Acaso van a acabar siendo una familia unida, él con agua helada en las venas y los Jokić tan llenos de sangre? ¿Qué está urdiendo la Costello en esa cabeza suya tan ajetreada?
La escritora de garabatos duerme y su personaje ronda por la casa en busca de cosas que le mantengan ocupado. Podría ser una broma, salvo por el hecho de que no hay nadie para verle la gracia.
Ahora la cabeza ajetreada de la escritora de garabatos descansa sobre la almohada. De su pecho, si escucha con cuidado, sale un tenue estertor al entrar y salir el aire. Él apaga la lámpara. Parece que se está convirtiendo en una de esas personas que se queda dormida temprano y luego se despierta en plena madrugada. Ella parece ser de esa gente que se queda despierta hasta tarde, urdiendo sus fantasías hasta bien entrada la noche. ¿Cómo podrían irse a vivir juntos?