22
La carta para Marijana está dirigida a la atención de la señora Lidija Karadžić, de Elizabeth Norte. Espera que solo haya una familia Karadžić en Elizabeth Norte; y espera haber puesto bien los diacríticos.
La respuesta de Marijana llega dos días más tarde, no en forma de carta —tampoco esperaba ninguna, puede imaginarse lo mucho que le costaría a ella escribir en inglés—, sino de llamada telefónica.
—Siento no ir a verle, señor Rayment —dice ella—. Pero tenemos un montón de problemas. Blanka, ¿conoce a Blanka? Se ha metido en problemas.
Y le cuenta una larga historia sobre una cadena de plata, una cadena que ni siquiera es de plata auténtica, que se puede comprar por un dólar cincuenta en el mercado chino, y que un tendero, un judío, acusa a Blanka de haber robado, pero Blanka no la ha robado, es una amiga de ella quien la ha robado y se la ha dado a ella, y ella quería devolverla pero no ha tenido tiempo; y el judío dice que la cadena que no es de plata auténtica vale cuarenta y nueve con noventa y cinco y quiere llevarla a juicio, al tribunal de menores. Así que ahora Blanka se niega a comer, se niega a ir a la escuela, aunque solo falta una semana para los exámenes, y se pasa el día entero en su cuarto salvo ayer por la tarde, en que se puso su mejor ropa y salió sin querer decir adónde. Y Mel no sabe qué hacer y ella no sabe qué hacer. Así pues, ¿no conocerá él, Paul Rayment, a alguien con quien pueda hablar sobre Blanka, alguien que a su vez pueda hablar con el judío y hacer que retire la acusación?
—¿Cómo sabe que es judío, Marijana? —pregunta.
—Vale, es judío, no es judío, no importa.
—Tal vez yo soy judío. ¿Está segura de que no soy judío?
—Vale, olvídelo. Se me ha escapado. No es nada. No quiere hablar usted conmigo, pues dígalo y se acaba.
—Claro que quiero hablar. Claro que quiero ayudar. ¿Para qué estoy en este mundo si no es para ayudar? Deme los detalles. Dígame cuándo y dónde ha pasado todo ese asunto de la cadena de plata. Y cuénteme más cosas de la amiga de Blanka, la que estaba con ella en la tienda.
—Lo tengo aquí. La tienda es Happenstance —ella deletrea la palabra—, en Rundle Mall, y el encargado se llama señor Matthews.
—¿Y cuándo pasó este asunto con Happenstance?
—El viernes. El viernes por la tarde.
—¿Y su amiga?
—Blanka no quiere decir cómo se llama su amiga. Puede que Tracy. No lo sé.
—A ver qué puedo hacer, Marijana. No soy la mejor persona para esta clase de cosas, pero veré qué puedo hacer. ¿Dónde puedo localizarla?
—Puede llamarme, tiene mi número.
—¿Llamarla a casa? Pensé que estaba alojada en casa de su cuñada. Le escribí una carta allí. ¿No recibió mi carta?
Se produce un largo silencio.
—Todo es acabado —dice Marijana finalmente—. Puede llamarme.
Lo que Marijana quiere es un hombre influyente, y él no es un hombre influyente, ni siquiera está seguro de aprobar el fenómeno de los hombres influyentes. Pero así debe de ser como funcionan las cosas en Croacia, de manera que por el bien de Marijana y de su infeliz hija, que seguramente a estas alturas ya debe de haber aprendido la lección —es decir, ser más cuidadosa cuando roba cosas—, está dispuesto a intentarlo. ¿Se equivoca Marijana, después de todo, al creer que un hombre con un apellido refinado como Rayment y con una casa confortable en una zona eminentemente acomodada de la ciudad y con dinero para regalar puede conseguir cosas que quedan fuera del alcance de un mecánico de coches con un apellido extraño como Jokić?
—¿El señor Matthews? —dice él.
—Sí.
—¿Puedo hablar con usted en privado?
Happenstance —que vende lo que se denomina «trapitos»— no es, sin embargo, la clase de establecimiento donde uno puede hablar en privado. Debe de medir, como mucho, cinco metros cuadrados. Hay percheros atiborrados de ropa, un mostrador y una caja registradora, música machacona que viene de arriba y eso es todo. Así que lo que viene a decirle al señor Matthews tiene que decírselo en público.
—Una chica fue detenida aquí por hurto —dice—. El viernes pasado. Blanka Jokić. ¿Recuerda usted el caso?
El señor Matthews, que puede ser judío o no, y que hasta el momento ha sido totalmente afable, se pone visiblemente rígido. El señor Matthews está en la veintena. Es alto y delgado. Tiene unas cejas anchas y oscuras y el pelo rubio oxigenado y de punta.
—Me llamo Paul Rayment —continúa él—. Soy amigo de la familia Jokić. ¿Puedo decirle algo sobre Blanka?
El chaval —¿qué otra cosa es sino un chaval?— asiente con cautela.
—Blanka no ha hecho nunca nada parecido. Desde el viernes pasado está sufriendo un auténtico suplicio, se tortura a sí misma. Se avergüenza de lo que hizo. No se atreve a dejarse ver en público. Me arriesgaría a decir que ha aprendido la lección. Es solo una niña; no creo que se consiguiera nada bueno iniciando un procedimiento criminal contra ella. Así que he venido a hacer una propuesta. Quiero pagar el artículo que se llevó, que según creo, era una cadena de plata que cuesta cincuenta dólares.
—Cuarenta y nueve con noventa y cinco.
—Si aceptan retirar los cargos, estoy dispuesto también a comprar artículos por valor de, digamos, quinientos dólares. En señal de buena voluntad. Y todo completamente legítimo.
El joven señor Matthews cabecea.
—Es política de la empresa —dice—. Todos los años perdemos un cinco por ciento del volumen de ventas, en todas las sucursales, por culpa de los robos. Tenemos que transmitirles un mensaje a todos los ladrones: si nos robáis, os llevaremos a juicio. Con todo el peso de la ley. Tolerancia cero. Es nuestra política. Lo siento.
—Pierden un cinco por ciento, pero lo cargan en el precio de los productos. No es una crítica, solo estoy señalando un hecho. Tienen una política con respecto a los ladrones. Me parece justo. Pero Blanka no es una ladrona. No es más que una niña que piensa como piensan los niños, de forma estúpida. Cree que la mala suerte solo afecta a los demás, que nunca la afectará a ella. Bueno, pues ahora ya sabe que a ella también le pueden pasar cosas malas. Si querían ustedes enseñarle una lección, ya se la han enseñado. No la olvidará. No volverá a robar, no vale la pena, la ha hecho demasiado desgraciada. Así que volvamos a mi oferta. Usted hace una llamada telefónica y retira los cargos; yo pago la cadena y además hago compras por valor de quinientos dólares, aquí y ahora.
El señor Matthews titubea visiblemente.
—Seiscientos dólares. Aquí tiene mi tarjeta. A la policía no le gusta llevar estos casos a juicio. Tienen cosas mejores en que perder el tiempo.
—No es una decisión que yo pueda tomar, digamos, unilateralmente. Hablaré con el encargado.
—El encargado es usted.
—Yo soy el encargado de esta tienda. Tenemos un encargado de área. Hablaré con él. Pero no puedo prometerle nada. Como le digo, la política de la empresa es llevar a juicio. Es la única forma que tenemos de transmitir el mensaje de que vamos en serio.
—Hable con su encargado de área ahora. Llámelo. Esperaré.
—El señor DeVito está fuera de la ciudad. Volverá el lunes.
—Puede que el señor DeVito esté fuera de la ciudad, pero se puede contactar con él. Hágale una llamada. Solucione este asunto.
El joven señor Matthews se retira al otro lado del mostrador, le da la espalda y saca su teléfono móvil. Al joven señor Matthews le están estropeando el día, y además lo está haciendo un lisiado. No es que él sea un bravucón por naturaleza, pero buscar puntos débiles en el joven y después presionarlo y exprimirlo no le ha resultado una experiencia desagradable. Blanka Jokić: Matthews tardará en olvidar ese nombre.
La ayudante, una chica con un horrendo maquillaje blanco y labios violeta, los ha estado observando disimuladamente. Él le hace una señal para que se acerque:
—Ayúdeme a elegir algunas cosas —dice—. Lo último de lo último. Para una chica de catorce años.
Un amigo de la familia. Así es como él se presenta en Happenstance y así es como Happenstance lo ve: como un caballero anciano con una minusvalía que Dios sabe por qué razón decide velar por el bienestar de una chica con un nombre extraño. Y es cierto. Él es en realidad ese caballero anciano, ese benefactor de buen corazón. Es cierto, pero no es toda la verdad. Si brega con las multitudes del Rundle Mall, si negocia y embauca y compra cosas que no necesita, no es, o no es solo, por una muchacha a la que no ha visto en su vida.
¿Qué debe de parecerle a Marijana esa voluntad de dar con que él la persigue tan enconadamente? ¿Ha tenido algún otro cliente como él, otros viejos seniles que la adoraban? «Usted debe de saberlo. Las mujeres siempre se dan cuenta. La quiero». Cómo debieron de crisparle e irritarle: palabras de amor procedentes de un objeto de mera atención médica. Irritante pero, en última instancia, no grave. La fantasía, afanándose por emerger a la superficie, de un hombre encerrado demasiado tiempo a solas; un encaprichamiento; nada real.
¿Qué haría falta para que Marijana lo viera como algo real? ¿Y qué es algo real? ¿El deseo físico? ¿La intimidad sexual? Desde hace un tiempo ya han intimado, él y Marijana, más tiempo del que duran algunos matrimonios, de principio a fin. Pero toda la intimidad, toda la desnudez y toda la indefensión han venido siempre del mismo lado. Tráfico en un solo sentido; ningún intercambio; ni siquiera un beso; ni un besito en la mejilla. ¡Dos ex europeos!
—¿Se encuentra bien? —dice una voz.
Él está mirando a los ojos, los ojos perfectamente amables, de una joven con uniforme azul. Una agente de policía.
—Sí, ¿por qué no iba a estarlo?
Ella mira al hombre que tiene al lado, otro agente.
—¿Dónde vive?
—En Adelaida Norte. En Coniston Terrace.
—¿Y cómo va a volver a casa?
—Caminaré hasta la calle Pulteney y allí cogeré un taxi. ¿Hay algún problema con eso?
—No. Ningún problema.
Se cuelga de un brazo las bolsas de Happenstance, agarra sus muletas y se aparta del contenedor de basura en el que está apoyado. Sin decir palabra, con la cabeza bien alta, se abre paso entre la multitud.