13
Al día siguiente, Marijana no aparece. Tampoco viene el viernes. Las sombras que él pensaba que se habían ido para siempre regresan. Telefonea a casa de los Jokić y le sale un contestador con una voz femenina que no es la de Marijana (¿de quién es?, ¿de la otra hija?).
—Soy Paul Rayment, para Marijana —dice—. ¿Puede llamarme?
Ella no le llama.
Se sienta a escribir una carta. «Querida Marijana —escribe—. Temo que me haya interpretado mal». Borra el «me» y añade detrás «lo que le quería decir». Pero ¿qué quería decirle que ella ha malinterpretado? «Cuando la conocí —escribe empezando un párrafo nuevo—, yo estaba destrozado». Lo cual no es cierto. Puede que tuviera la rodilla destrozada, y puede que sus perspectivas también lo estuvieran, pero él no lo estaba. Si supiera con qué palabra describir su estado cuando conoció a Marijana, sabría también lo que quería decir entonces, y lo que quiere decir hoy. Borra «destrozado». Pero ¿qué puede poner en su lugar?
Mientras está titubeando, suena el timbre. Su corazón da un salto. Después de todo, ¿no hará falta encontrar la palabra problemática ni escribir la carta problemática?
—¿Señor Rayment? —dice la voz del interfono—. Soy Elizabeth Costello. ¿Puedo hablar con usted?
Elizabeth Costello, sea quien sea, se toma su tiempo para subir las escaleras. Para cuando llega a la puerta, está jadeando: una mujer en la sesentena, diría él, más cerca de los setenta que de los sesenta, con un vestido de seda floreado y un poco escotado por detrás, que revela unos hombros poco atractivos, pecosos y algo carnosos.
—Tengo mal el corazón —dice la mujer, abanicándose—. Es un impedimento casi tan grande —se detiene para recuperar el aliento— como una pierna mala.
Viniendo de una desconocida, el comentario le parece poco apropiado, indecoroso.
Él la invita a pasar y le ofrece asiento. Ella acepta un vaso de agua.
—Pensaba decirle que vengo de la Biblioteca Estatal —dice ella—. Iba a presentarme como una de las voluntarias de la biblioteca que venía para evaluar la magnitud de su donación, sus dimensiones para poder planificar. Más tarde revelaría quién soy de verdad.
—¿No es usted de la biblioteca?
—No. Eso era una mentirijilla.
—Entonces usted es…
Ella echa un vistazo a la sala de estar con lo que parece ser aprobación.
—Me llamo Elizabeth Costello —dice ella—. Como ya he mencionado.
—Ah, ¿es usted esa Elizabeth Costello? Lo siento, estaba despistado. Perdóneme.
—No hay nada que perdonar. —Ella se levanta con esfuerzo de las profundidades del sofá—. ¿Vamos al grano? Nunca he hecho esto antes, señor Rayment. ¿Quiere darme su mano?
Él se queda un momento confuso. ¿Darle la mano? Ella tiende su mano derecha y él se la toma. Por un instante la mano femenina regordeta y más bien fría descansa en la suya, que él percibe con desagrado que ha adoptado ese matiz lívido de cuando ha estado demasiado tiempo inactivo.
—Bien… —dice ella—. Soy un poco incrédula, como santo Tomás, ya lo ve. —Y como él parece perplejo, añade—: Me refiero a que quiero explorar por mí misma qué clase de ser es usted. Quiero estar segura —continúa ella, y ahora realmente él no puede seguirla— de que nuestros dos cuerpos no se van a atravesar. Ingenuo, por supuesto. Ninguno de nosotros es un fantasma, ¿por qué había de pensar algo así? ¿Procedemos?
Ella vuelve a sentarse pesadamente, endereza la espalda y empieza a recitar.
—«El impacto le alcanza por la derecha, brusco y sorprendente y doloroso, como una descarga eléctrica, y le hace salir disparado de la bicicleta. “¡Tranquilo!”, se dice a sí mismo mientras vuela por los aires», etcétera.
Ella hace una pausa y examina el rostro de él, como para medir el efecto que está causando.
—¿Sabe usted lo que me pregunté cuando oí estas palabras por primera vez, señor Rayment? Me pregunté: «¿Para qué necesito a este hombre?». ¿Por qué no dejarlo tranquilo, que siga deslizándose tranquilamente en su bicicleta sin percatarse de que Wayne Bright o Blight, llamémoslo Blight, se acerca a todo gas por detrás para arruinarle la vida y mandarlo primero al hospital y luego a este apartamento con sus poco convenientes escaleras? ¿Quién es Paul Rayment para mí?
«¿Quién es esta loca que he dejado entrar en mi casa? ¿Cómo voy a librarme de ella?».
—¿Y cuál es la respuesta a su pregunta? —responde con cautela—. ¿Quién soy yo para usted?
—Usted vino a mí —dice ella—. En cierto sentido no tengo control sobre lo que viene a mí. Usted vino, junto con la palidez y la espalda encorvada y las muletas y el apartamento al que se aferra con tanta terquedad y la colección de fotografías y todo lo demás. También con Miroslav Jokić, el refugiado croata (sí, ese es su nombre, Miroslav, sus amigos lo llaman Mel), y el incipiente afecto que siente hacia su mujer.
—No es incipiente.
—Sí que lo es. A quien va y le suelta sus sentimientos, en vez de guardárselos para usted, aunque no tiene ni idea, y usted sabe que no tiene ni idea, de cuáles serán las consecuencias. Reflexione, Paul. ¿De verdad tiene intención de seducir a su empleada para que abandone a su familia y venga a vivir con usted? ¿Cree usted que va a hacerla feliz? Sus hijos se sentirán furiosos y confusos; dejarán de hablarle; ella estará tumbada en la cama todo el día, sollozando inconsolable. ¿Le gustaría eso a usted? ¿O acaso tiene otros planes? ¿Está planeando que Mel se adentre en el mar y desaparezca, dejando a su mujer y a sus hijos con usted?
»Vuelvo a mi primera pregunta. ¿Quién es usted, Paul Rayment, y qué tienen sus inclinaciones amorosas que las hacen tan especiales? ¿Supone usted que es el único hombre que en sus últimos años, en el ocaso, diría yo, cree haber encontrado lo que no había conocido nunca antes, el amor verdadero? A patadas, señor Rayment, historias así las hay a patadas. Va a tener que ofrecer algo mejor.
Elizabeth Costello: está empezando a recordar quién es. Una vez intentó leer un libro suyo, una novela, pero la dejó a medias, no consiguió atrapar su atención. De vez en cuando ha visto artículos suyos en la prensa, sobre ecología o derechos de los animales, pero se los salta porque los temas no le interesan. Hace un tiempo (ahora está escarbando en su memoria) fue famosa por algo, pero eso parece haber pasado, o tal vez no fue más que otra tormenta mediática. Pelo gris; tez también gris, y según ella, con el corazón mal. Jadeando. ¡Y aquí está sermoneándole, diciéndole cómo tiene que llevar su vida!
—¿Qué preferiría que le ofreciera? —dice él—. ¿Qué historia me haría digno de su atención?
—¿Cómo lo voy a saber? Piense en algo.
¡Menuda idiota! Tendría que echarla de casa.
—¡Empuje! —lo apremia ella.
¿Empuje? ¿Que empuje qué? «¡Empuje!» es lo que se les dice a las mujeres que están de parto.
—Empuje, libérese de su envoltura mortal —dice ella—. Magill Road, el auténtico pórtico a la morada de los muertos: ¿cómo se sintió mientras volaba por los aires? ¿Pasó su vida entera ante sus ojos? ¿Qué le pareció, en retrospectiva, la vida que estaba a punto de dejar?
¿Es eso cierto? ¿Estuvo a punto de morir? Está claro que debe de haber una distinción entre correr el riesgo de morir y estar en el umbral de la muerte. ¿Posee esta mujer alguna información oculta que él desconoce? Mientras volaba aquel día por los aires pensaba… ¿en qué? En que no se había sentido tan libre desde que era niño, cuando saltaba sin miedo de los árboles, una vez incluso desde un tejado. Y luego el grito ahogado al chocar con la carretera, el aliento que lo abandonaba de golpe. ¿Acaso un grito ahogado puede interpretarse como un último pensamiento, una última palabra?
—Me sentí triste —dice—. Mi vida me pareció frívola. Qué desperdicio, pensé.
—Triste. Vuela por el aire sin ninguna dificultad, este joven intrépido en su trapecio volador, y se siente triste. Su vida, vista en retrospectiva, le parece frívola. ¿Qué más?
¿Qué más? Nada más. ¿Qué está intentando sonsacarle la mujer?
Pero la mujer parece haber perdido todo interés en su pregunta.
—Lo siento, de repente no me encuentro bien —dice, balbuceando, luchando por ponerse de pie. Y, en efecto, se ha puesto blanca como el papel.
—¿Quiere acostarse? Tengo una cama en el estudio. ¿Puedo hacerle una taza de té?
Ella agita una mano.
—No es más que un mareo, del calor, de subir las escaleras, de quién sabe qué. Sí, gracias, me tumbaré un momento.
Hace ademán de apartar los cojines del sofá.
—Déjeme ayudarla.
Él se levanta y, apoyándose en una muleta, la coge del brazo. «El cojo guiando al cojo», piensa. Nota pegajosa la piel de la mujer.
La cama del estudio es, de hecho, bastante cómoda. Él hace lo que puede para quitar los trastos de encima. Ella se quita los zapatos y se tumba. A través de sus medias él percibe las venillas azuladas de sus pantorrillas, bastante maltrechas.
—No se preocupe por mí —dice ella, tapándose los ojos con un brazo—. ¿No es eso lo que decimos los invitados no bienvenidos? Usted haga lo que tenga que hacer, como si yo no estuviera.
—La dejaré descansar —responde él—. Cuando se encuentre mejor, llamaré a un taxi.
—No, no, no —dice ella—. No será así, me temo. Me quedaré un poco más con usted.
—Creo que no.
—Oh, sí, señor Rayment, me temo que sí. Voy a estar con usted durante el futuro inmediato. —Ella levanta el brazo con que se ha estado cubriendo los ojos y él ve que sonríe levemente—. Anímese —dice ella—. No es el fin del mundo.
Media hora más tarde, él vuelve a asomarse. Está dormida. La parte inferior de su dentadura postiza sobresale un poco y del fondo de su garganta sale un crujido leve, como de grava al ser removida. A él no le suena nada saludable.
Intenta seguir con el libro que está leyendo, pero no se puede concentrar. Mira por la ventana, taciturno.
Se oye una tos. Ella está de pie en el umbral, con los pies descalzos enfundados en sus medias.
—¿Tiene aspirinas? —dice ella.
—En el baño, en el armario, encontrará paracetamol. Es lo único que tengo.
—No me ponga mala cara, señor Rayment —dice ella—. Yo no he pedido esto más que usted.
—¿No ha pedido el qué? —No puede refrenar la irritación de su voz.
—No lo he pedido a usted. No he pedido pasar una tarde tan agradable en este siniestro apartamento suyo.
—¡Pues váyase! Salga del apartamento, si tanto la ofende. Sigo sin tener ni idea de por qué ha venido. ¿Qué quiere?
—Usted vino a mí. Usted…
—¿Yo fui a usted? ¡Usted vino a mí!
—Chsss… no grite, los vecinos van a pensar que me está pegando. —Se apoltrona en una silla—. Lo siento. Me estoy entrometiendo. Estoy molestando, lo sé. Usted vino a mí, eso es lo único que puedo decir. Usted me ocurrió a mí… un hombre con una pierna mala y sin futuro y con una pasión inapropiada. Ahí es donde todo empezó. No tengo ni idea de cómo continuar. ¿Tiene alguna propuesta?
Él no dice nada.
—Tal vez no comprenda usted el sentido, señor Rayment, de seguir las intuiciones, pero eso es lo que yo hago. Así es como he construido mi vida: siguiendo intuiciones, incluyendo aquellas que al principio no puedo entender. Sobre todo, aquellas que al principio no puedo entender.
Siguiendo intuiciones: ¿qué significa eso, concretamente? ¿Cómo puede tener intuiciones sobre un perfecto desconocido, alguien a quien no ha visto en la vida?
—Ha sacado usted mi nombre de la guía telefónica —dice él—. Solo está probando suerte. No tiene ni idea de quién soy en realidad.
Ella cabecea.
—Ojalá fuera así de sencillo —dice ella, en voz tan baja que él apenas capta sus palabras.
El sol se está poniendo. Se quedan callados y, como un viejo matrimonio que declara una tregua, permanecen un rato sentados escuchando el ulular vespertino de las aves en los árboles.
—Ha mencionado usted a los Jokić —dice él por fin—. ¿Qué sabe usted de ellos?
—Marijana Jokić, la mujer que cuida de usted, es una persona culta. ¿No se lo ha dicho? Pasó dos años en el Instituto de Arte de Dubrovnik y obtuvo un diploma en restauración. Su marido también trabajaba en el instituto. Allí fue donde se conocieron. Él era técnico, especialista en tecnología antigua. Por ejemplo, consiguió montar las piezas de un pato mecánico que se habían pasado doscientos años oxidándose en el sótano del instituto. Ahora hace cuac como un pato normal, camina y pone huevos. Es una de las piezas más importantes de la colección. Pero por desgracia, sus aptitudes no son necesarias en Australia. Aquí no hay patos mecánicos. Por eso trabaja en la planta de montaje de coches.
»¿Qué más puedo decirle que le sea de utilidad? Marijana nació en Zadar, es una chica de ciudad y no sabría distinguir la cara del trasero de un burro. Y es casta. En todos sus años de matrimonio nunca ha sido infiel. Nunca ha caído en la tentación.
—Yo no la estoy tentando.
—Entiendo. Como ha dicho usted, tan solo quiere colmarla con su amor. Quiere dar. Pero ser amado tiene un precio, a menos que seamos totalmente inconscientes. Marijana no va a pagar ese precio. Ya ha estado antes en esta situación, con pacientes que se enamoran de ella, que no lo pueden evitar o eso dicen. A ella le resulta tedioso. «Ahora voy a tener que encontrar otro trabajo»: eso es lo que piensa para sus adentros. ¿Me he expresado con claridad?
Él guarda silencio.
—Está usted cautivado por algo, ¿verdad? —dice ella—. Hay alguna cualidad en ella que lo atrae. Tal como yo lo veo, esa cualidad es su plenitud, la plenitud de la fruta en su espléndida madurez. Déjeme que le sugiera por qué Marijana produce esa impresión, a usted y también a otros hombres. Está plena porque es amada, tan amada como se puede esperar ser amada en este mundo. No querrá usted oír los detalles, así que no se los daré. Pero la razón de que los niños también causen esa impresión en usted, el muchacho y la pequeña, es que han crecido inundados de amor. Están a gusto en el mundo. Para ellos es un buen lugar.
—Y sin embargo…
—Sí, y sin embargo el chico lleva el estigma de la muerte. Los dos lo vemos. Demasiado atractivo. Demasiado luminoso.
—Da hasta ganas de llorar.
Los dos están cada vez más sombríos, más sombríos y amodorrados. Él intenta despejarse.
—En el congelador quedan los últimos canelones de Marijana, con ricotta y espinacas —dice él—. ¿Le apetecen? Después no sé qué piensa hacer. Si quiere quedarse a pasar la noche, de acuerdo, pero nada más. Por la mañana tendrá que irse.
Despacio pero con firmeza, Elizabeth Costello niega con la cabeza.
—Me temo que no es posible, Paul. Le guste o no, voy a quedarme una temporada con usted. Seré una invitada modélica, se lo prometo. No colgaré mi ropa interior en el baño. No le estorbaré. Apenas como. La mayor parte del tiempo no se dará cuenta de que estoy aquí. Solamente le daré un toquecito en el hombro de vez en cuando, en el derecho o en el izquierdo, para que no se descarríe.
—¿Y por qué tengo yo que aguantarlo? ¿Y si me niego?
—Tiene que aguantarlo. No es usted quien decide.