Por qué una «dinastía hispana» y por qué llamarla «Ulpio-Aelia»

Alicia Canto termina sus reflexiones justificando su propia propuesta: para ella, tras Nerva como introductor de la dinastía (una «correa de transmisión» con la legitimidad Julio-Claudía y Flavia), los seis emperadores siguientes —extemi según Aurelio Víctor— muestran entre sí, como se dijo, claras pruebas de consanguinidad y parentesco, así como nacimiento, raíces y/o poderosas conexiones con la Bética. Por ello sugiere considerar a la del siglo II d.C., con Nerva como su auctor necessarius, como una verdadera dinastía de origen hispano, abarcando desde Trajano hasta Cómodo (muerto en el año 192 d.C. como un Aeliusy dato muy relevante, aunque sea poco conocido) y para la que sugiere la nueva definición de «Ulpio-Aelia» o «de los Ulpio-Aelios», a semejanza de otras como la Julio-Claudia, la Flavia o la de los Severos.

Aporta numerosas pruebas que abonan la idea de verlos como una sola dinastía, en la que los apellidos Ulpius y, más aún, Aelius son los fundamentales, y como una de origen hispano. Para ello rescata textos de escritores antiguos como el Epitomador de Aurelio Víctor o Herodiano, que demuestran, el primero de ellos, que los emperadores que siguieron a la muerte de Domiciano (96 d.C.) fueron considerados por los propios romanos como un conjunto, y todos ellos de origen advena, esto es, externos o extranjeros de origen con respecto a Roma y a Italia. Y el segundo (Herodiano) que los propios romanos sí vieron a Cómodo (181-192 d.C.) como «un emperador de la cuarta generación», ya que era descendiente directo de Trajano, por la vía femenina, a través de Matidia II y las dos Annias Faustinas.

Canto sugiere que si los historiadores de los siglos XVI al XIX,que sentaron el corpus documental y teórico de la Historia de Roma (Lipsio, Bossuet, Le Nain de Tillemont, Montesquieu, Gibbon... ), no quisieron verlo así, e incluso omitieron o desdeñaron en sus manuales con frecuencia tales textos, en ello tuvo bastante que ver la actitud hostil de los historiadores europeos de los siglos XVIIa XIX hacia España, seguida de la ausencia en nuestro país de unos historiadores lo bastante al corriente y combativos como para no haber dejado triunfar de lleno, como pasó, toda esta panoplia de sistemas y definiciones, ninguna de las cuales reconocía la existencia de una verdadera dinastía y, menos aún, el componente hispano que predominaba en ella.

La autora del estudio, bien provisto de notas, tanto para los autores antiguos pertinentes como para los modernos más relevantes dentro de las distintas definiciones (ya que, como ella aclara, una relación detallada sería imposible por el número), concluye manifestando su especial interés en puntualizar que su trabajo (que complementa otros en la misma línea, que ella viene publicando hace años) no se inscribe en una acción ciegamente patriótica, pero tampoco admite los patriotismos que inversamente se hayan podido practicar, en el pasado o en el presente, desde otros países. Se trata de poner hechos, textos y personajes históricos, a veces claramente deformados, en su estricta dimensión, o por lo menos de abrir un debate necesario en torno a ello.

Llama por fin la atención de los modernos estudiosos de la Historia de Roma para hacer un esfuerzo crítico (que muchas veces será autocrítico) para revisar los conceptos al uso, sobre todo los de «Emperadores Buenos», «Emperadores Adoptivos» y «Emperadores Antoninos», por ser todos ellos inadecuados y antiguos, originados en los historiadores europeos del siglo XVIII y en sus prejuicios acerca de España como la más odiada potencia europea en muchos momentos, y que ni los textos literarios ni los epigráficos confirman en los términos en que suelen ser presentados y repetidos.