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«La muerte hay que mirarla cara a cara. ¡Silencio!»

Bernarda, en La casa de Bernarda Alba, de F. G. Lorca.


Al comandante le costó dormir las noches siguientes; el tema de las redadas había tocado su línea de flotación. El asunto de los disparos a Carlitos también. Los colombianos sabían que el chico andaba en tratos con el cocodrilo, y la judicial dedujo que se trataba de un ajuste de cuentas, pero nada era demostrable, por mucho que el teniente Ramírez se empeñara y anduviera preguntando por ahí por tal de demostrar los vínculos. Pero nadie quería hablar ni sabía nada, todos temían al caimán, y solo quienes se vieran acorralados osarían ir contra él. El comandante notó las vibraciones y la altivez que el teniente desprendía, algunas miradas cínicas, y por instinto supo entrever que guardaban relación con el hecho de que no se hubiera informado a su comandancia del operativo llevado a cabo en la población. Pensó en cuánto sabría Ramírez. Y volvió a pensar en el Bocachancla, y cerró los ojos de forma súbita para rememorar a su mujer, sobre todo a ella, por lo que le supondría saber que él saboteó las pruebas de un homicidio. Ya la había decepcionado suficiente, aquello y la posibilidad de ir a la cárcel eran demasiado. Una de esas noches de insomnio entró en el bar de los uruguayos, enseguida recibió el gesto que le permitía acceder a un despacho tras una cortinilla roja, y donde había estado infinidad de veces, y por esa vez esperó que fuera la última, o por lo menos la penúltima. Allí encontró a varios tipos de cara agria y cuerpo cicatrizado y que no eran desconocidos para él.

—Quiero hablarte de algo muy serio —le dijo a uno de ellos. El hombre hizo un ademán que lo dejó a solas con el cocodrilo—. Son unos mocosos, y asesinos… y unos hijos de puta. Nos traerán problemas. Si no acabamos con ellos ahora, nos arrepentiremos. Tiempo al tiempo —le dirá el comandante al jefe de los uruguayos para justificar la petición de matar a los mellizos.

El hombre, con el gesto arrugado, primero dirá que no.

—Un millón por cada pibe. O sea, dos millones —dirá después.

El comandante le pagará con cocaína.

A la mañana siguiente, Silvia atendió una llamada telefónica en su casa. Una voz masculina pronunció su nombre y apellidos con tono interrogativo.

—Sí, soy yo —respondió ella.

—La llamo de la comandancia de la Guardia Civil, unos señores nos han entregado un bolso con su documentación. Cuando quiera puede pasar a recogerlo.

Silvia salió de casa con premura. La llamada le devolvió el peso del recuerdo y la sensación de asco. Y mucho miedo por que los rumores crecieran. Se sintió muy preocupada por su marido. Y la necesidad de aplastar a Ignacio ganó forma en su conciencia, y solo imaginarlo le produjo un alivio delirante que la llevó a darle vueltas a la posibilidad. Creyó que cuanto mayor fuera el castigo más paz encontraría en infligirlo. Y pensó que cuanto mayor fuera el nuevo bulo, más relegado quedaría el que encabezaba ella. Y con mucha más frialdad que cualquier concursante del Un, dos, tres, a la hora de tomar una decisión trascendente, y después de que el bolso le fuera devuelto, pidió hablar con el comandante del cuartel. Fue recibida por él mismo en su despacho. Y allí, con el quicio cerrado por la puerta de cuarterones castellanos, Silvia empezó insinuando para acabar por afirmar que Lucía Xerinacs, la hermosa y agraciada mujer de aquel hombre, se veía con Ignacio Robles, el tío con barba de la inmobiliaria. «Si no me crees, ve esta tarde al Blau y lo verás», fueron las últimas palabras de Silvia en el despacho del cocodrilo. Ella, al salir del cuartel, bajó hacia el puerto por la izquierda de la riera, caminaba como un muerto viviente, demacrada, y con algo de torpeza. Solo la movía la irracionalidad de pensar que el comandante iba a matar a Robles. «Me gustaría hablar contigo», le dirá Silvia a Lucía, cara a cara, esa misma mañana, al pasar por la correduría. Y la citará en el Blau, a las siete, para cuando salga de trabajar. Lucía verá las ojeras, y la palidez, y se apiadará del temple abatido y desmejorado. Y accederá. También pasará Silvia por la inmobiliaria de Ignacio, y lo citará en el mismo sitio, a las siete y diez, y le avanzará que la cita no es con ella, sino con Lucía. «Ha dicho que quiere verte», le dirá. Mientras a él se le iluminará la cara por muy extraño que le parezca, por muchas dudas que se le antojen, por muy evidente que fuera la trampa, nada superará la fuerza de pensar que sea cierto.

El comandante se quedó en silencio, muy descolocado, después de que Silvia se fuera. Pensó que aquella noche había partido del Barça, primera ronda de Copa de Europa; unos días atrás él le había anticipado a su esposa que lo vería en La Casa del Mar. Y pensó en su estatus sexual, y en sus capacidades, y se quiso torturar con la idea de que su virilidad no fuera suficiente para satisfacer el nuevo fervor sexual de su mujer, o peor aún, ¿podría ser esa la causa de ese nuevo fervor? Y le sobrevino un desvanecimiento interior, y las conjuras de su cerebro empezaron a ser muchas, y las imágenes que formaban se estreñían en una masa deforme que gritaba y se movía violenta en el interior de su cabeza. No quiso acudir a casa a comer, pensó que no podría mirarla a los ojos sin comentar nada, sin sulfurarse. Temió averiguar que fuera verdad antes de producirse la cita. Pensó en la posibilidad de que se tratara de un embuste hilado por aquella pécora indecente, y deseó que así fuera, pero la desorientación y la vaga creencia de que no se tratara de una verdad le hicieron telefonear al despacho de su mujer con el pretexto de anunciar que no iría a comer, y que saldría tarde e iría directo al bar a ver el partido. Lucía respondió con naturalidad, y añadió que ella iría a tomar una cerveza con una amiga. No dijo Silvia de inicio porque el comandante solía tacharla de pueril e insensata, pero de haber preguntado él con qué amiga lo hubiera dicho sin tapujos ni dudas. Y el cocodrilo intuyó el efugio, la milésima temporal en el que las cuerdas vocales de ella dudaron al decir «una amiga», hubo un quiebro en el tono, algo casi imperceptible, pero no para el olfato de un reptil. En él aquello hundió un filo puntiagudo que le penetró el abdomen; se despidió con tanta incertidumbre que le llegó a temblar el alma en la garganta. Se desmoronó ante el encogimiento de sus facciones, un peso indescifrable le recorrió el interior, una laguna helada, un estupor estático, una aflicción suprema le desembarcó en el pecho y lo hizo prisionero.

Meses después, Almudena, mientras nos fumábamos un porro al acabar de hacer el amor, me confesó que decidió aceptar mis súplicas después de ver a Ignacio Robles con Lucía Xerinacs, en la terraza del Blau, aquella tarde. Almudena me contó que se acercó a ellos y que él la trató con desprecio, casi como si no la conociera. Y que días antes de eso la había llevado a casa en la moto y la había besado.

El comandante vio a Almudena acercarse a la mesa en la que estaba su mujer con aquel tipo, vio cómo la chica se marchaba. Y estuvo observando desde lejos a Lucía, con discreción y distancia, desde la azotea de la torre del puerto. Había demasiados metros para saber qué se decían, y para adivinar qué quería expresar cada gesto. A él, a Ignacio, lo reconoció: «Aquel hijo de puta con barba», y recordó la noche que le preguntó a Lucía acerca de quién era, y la reacción extraña que ella padeció. Y pensó en el reciente fulgor sexual, y pensó si era a raíz de verse con aquel tío; se preguntó si la habría enseñado él a chuparla así. Y en si a él se la chupaba mientras conducía. «Aquel hijo de la gran perra. Puto niño rico.» Y sintió una miseria infinita, y se le enrojecieron los ojos, y se le humedecieron los sobacos y lo poseyó un ardor incombustible, y sudor de manos, y vértigo, y ansiedad, mucha ansiedad. Lo que el comandante desconocía fue la sorpresa enorme que había supuesto para ella que Robles llegara y se sentara de manera tan directa en su mesa, y que se mostrara confiado al amparo de un aire seductor, y queriendo ser demasiado simpático. A Lucía no le gustó el trato exigente que dispensaba a los camareros. Ni el aire chulesco de vividor. Ni la prepotencia con la que hablaba. Ella se mostró amable, pero tampoco dio demasiada rienda, ni habló en exceso. Pero la suerte quiso que ni ella mencionara que había quedado con Silvia, ni que él dijera que ella le había dado el recado. Silvia no era ningún vínculo entre ambos. Lucía se ratificó en que Ignacio era un estúpido a tenor de un par de comentarios absurdos, y el encuentro con él le sirvió para entender que nunca se hubiera sentido atraída por su talante. A las siete y cuarto, y en vistas de que su amiga no aparecía, tras permanecer cinco minutos en compañía de Robles, decidió despedirse. Ignacio pagó las consumiciones y se autoinvitó a acompañarla.

—No hace falta —dijo ella.

Pero él insistió. El comandante, desde la altura, pudo ver el ademán con el que señalaron el final de la plaza y los vio desaparecer tras cruzarla. Cuando bajó a la calle los había perdido. Lucía despidió definitivamente a Ignacio en la Rambla, y pasó por casa de su madre, teniendo en cuenta que su marido había dicho que llegaría tarde, después del fútbol como pronto. Ella vio la goleada del Barça cenando con sus padres. Antes de que acabara el partido ayudó a su madre a fregar los platos. El cocodrilo ya estaba en casa cuando ella llegó. Lucía, desde el recibidor, vio su perfil inmóvil, sentado en el sofá ante el televisor encendido.

—Vaya paliza, ¿eh?… —dijo con voz cordial en alusión al fútbol. Él no se movió. Los tacones rompieron la densidad del aire—. ¿Qué miras? —preguntó apartando la vista hacia la tele, en la que una araña del tamaño de un puño devoraba un ratón. Luego se agachó a su lado y le dio un beso largo y tierno en la mejilla. La quietud y firmeza le hicieron percibir sensaciones raras; no encontró la jovialidad que esperaba tras una noche de fútbol y coñac.

—¿Qué tal con Silvia? —preguntará el cocodrilo, frío, sin mover un nervio, sumergido en el agua turbia, solo asomará el olfato para tomar la distancia y el aire necesarios para darse impulso.

Lucía sufrirá una cadena de emociones, un trance breve, de apenas dos segundos; y ese tiempo se le hará corto para elegir bien qué decir; y la confianza ganada y el nuevo amor debieron de ser suficiente para explicar sin tapujos el encuentro extraño e incómodo con Robles. Pensó en contarlo, pero le dio pereza tener que justificarse o que algo se interpretara mal, y eludió hablar acerca del chico. Todo era demasiado voluminoso para condensarlo en aquellos dos segundos que a Lucía se le hicieron cortos, y al comandante le parecieron largos en exceso para ser una pregunta tan fácil de responder.

—Ah. No sé. No ha venido. La he esperado un rato y me he ido. He cenado en casa de mis padres —dijo ella con naturalidad y sin faltar a lo ocurrido.

—¿Y qué más? Cuéntame —apeló el comandante. Él quería que le dijera la verdad, y entrevió la pereza, pero la interpretó como negligencia.

Y pasaron otros dos segundos durante los que la tensión interior de cada uno emitió ultrasonidos perceptibles por algunos animales. Los perros del barrio ladraron desde sus jardines, salieron de sus casetas de madera y buscaron la luna; los más veteranos olieron el aire y el efluvio que encontraron los hizo esconder el rabo y guarecerse de nuevo.

—Pues no sé… —contestó Lucía, lastrada por esa flojera incontenible, a la caza de dos segundos más con los que ganar el aliento y encontrar la naturaleza de sus dudas, y entender que quizá él sabe algo, que quizá la han visto y han corrido a decírselo.

Dos segundos más y hubiera explicado su encuentro con Ignacio, convencida de que no le había dado jamás un solo motivo de pensar en nada con ella, necesitó respirar ese tiempo que fue demasiado, y el segundero fue incapaz de domar todos los pensamientos enloquecidos y contradictorios que pasaron por la cabeza del guardia civil. El comandante solo permaneció inmóvil esos dos segundos, y se sintió muy traicionado. Y se le hizo eterno, dos segundos sin piedad, como las heridas que se le abrían y lo desgarraban. La imaginó follando con ese hijo de puta. E imaginó a Ignacio pensando en él y riéndose interiormente mientras ella se la chupaba al volante. Y también cupieron, en el correr de esos dos engranajes de reloj, las cavilaciones tortuosas acerca de que todo podría ser un entramado mental de Silvia, pero el pensamiento fue demasiado fugaz para arrebatar la marea de la demencia. Volvió a recordar las sensaciones de aquella noche en el restaurante, y eso le hizo pensar en que era verdad. Y tras detenerse el mundo durante ese instante, al regreso de los síntomas, ella intentó abrir la boca para hablar, pero no pudo. Él se incorporó con una rapidez sorprendente para su peso, salió de entre el agua marrón y la dentellada se tradujo en un manotazo muy violento con el revés de la mano, que sonó de forma descerrajada y dura. Ella se tambaleó y se echó las manos al labio que se le acababa de partir. Bajó los ojos, inundados por una fragosidad de destellos blancos sobre un fondo oscuro. Al levantar la mirada alcanzó a ver un puño que le impactó en el mentón izquierdo, unos nudillos que se hundieron con sequedad como un obús. Un pitido prolongado penetró sus tímpanos a la vez que perdía el suelo y no era capaz de distinguir si el trasfondo blanco que veía era la nada o el techo de su casa. Pudo parpadear sin perder la espesura nebulosa que veía. Sintió la sangre derramársele de la boca y correr por el cuello. Y también pudo pensar, al menos dos segundos más, pero no supo qué pensar. Quiso hablar, justificarse. Y transcurrido el tiempo emborronado, como su cara manchada de sangre, dolor, miedo y pena, sintió el olor del terciopelo que forra las aristas interiores de los ataúdes. Vio una confluencia de dedos gruesos corriendo en su busca. Dos manos fuertes cargadas de brutalidad que la cogieron por el pescuezo; e intentó zafarse y luchar, pero lo hizo casi inconsciente, sin arrojo ni posibilidades de vencer. La vida de Lucía Xerinacs se evacuará como un remanso entre los brazos del cocodrilo como se marcha el agua por los sumideros. Él sentirá los espasmos, el balbuceo, la resistencia de un ente vivo luchando por no dejar de ser, y aplastará el último hilo de vida cual reptil, hasta sentir que la sangre pierde temperatura. Luego la liberará a la par que observa la belleza inerte, caducada; la palidez que aleja ambos mundos. Y entonces se dará cuenta de lo que ha hecho, saldará las cuentas con su instinto. Y volverá a restar inmóvil frente a ella, quieto como un cocodrilo sin miedos. Y como tal, frío, e intuyendo la presencia de un animal de mayor fiereza y envergadura, retornará al lodo de la marisma, a sumergirse en el agua marrón, y ni siquiera las gaviotas se atreverán a emitir sonidos esa noche.

El comandante se puso de pie, cogió una toalla y arrastró con ella la sangre de la cara y la ropa de su mujer hasta asegurarse que no mancharía el suelo al tratar de arrastrarla. La prendió de los pies y estiró del cadáver hasta situarlo ante la puerta que conducía directamente al garaje. Luego giró el cuerpo y pasó a agarrarlo por las axilas, y con él descendió el tramo de escalera. Colocó una manta en el fondo del maletero del Audi 80, en el que introdujo el cuerpo de Lucía. Salió con el coche y deambuló lento, llegando a parar en la puerta de los bares que seguían abiertos y contenían las últimas conversaciones futboleras. Subió por la derecha de la riera y cambió de orilla en el puente de la vila. Bajó por la izquierda y torció en la calle Verge de Montserrat, la transitó entera hasta el final, hasta que dejó de existir el asfalto. Apagó los faros al pasar la estación y la higuera, y aculó el coche prácticamente dentro del cañizal. Sacó el cuerpo y cargó con él, pasó por delante de los bidones; caminó hasta el final de la curva y, cuando había dejado atrás las últimas hileras de cañas apostadas a pie de vía, dejó a Lucía sentada y replegada con el torso sobre las rodillas, y encarada hacia el sur. Deshizo sus pasos para volver a alcanzar el coche. Volvió a transitar lento por delante de los mismos bares por los que pasara antes, algunos ya estaban cerrando. Siguió lento y en círculos para acabar deteniendo el auto ante el portal de la casa de sus suegros.

—No sé dónde está Lucía. No ha vuelto a casa. Y no la encuentro en ninguna parte —les dijo el cocodrilo—. ¿Y a qué hora llegó? —insistió cuando la mujer apuntó la hora a la que se había ido de allí.

—Sobre las siete y media, igual un poco antes —confirmó la señora. Y las dudas y los pensamientos estruendosos le volvieron a llenar la cabeza. Se agitó por dentro y por fuera.

—Seguiré buscándola —balbuceó, poseído otra vez por el mareo y los sudores.

Salió de casa de sus suegros y volvió a subir en el coche; remontó la derecha de la riera, otra vez, hasta llegar al cuartel. Allí encontró a dos guardias jóvenes.

—Mi mujer ha desaparecido —les dijo.

Los chicos lo miraron muy sorprendidos, y tras un suspense enorme provocado por el silencio del comandante, se quedaron callados sin saber qué hacer, contagiados de parálisis. Sonó el teléfono y uno de ellos acudió. Regresó a los pocos segundos, regresó rápido, como si tuviera algo muy importante que decir, pero volvió a decaer en el mutismo al estar otra vez delante del cocodrilo.

—Un tren de mercancías ha arrollado un cuerpo en la curva de la estación —apeló el chaval con voz oscura y tono decadente, como si al pronunciar la frase hubiera sido capaz de pensar que… Quizá pensara lo mismo su compañero al oírlo. El comandante bajó la cabeza, para él solo había certidumbres—. Han enviado una ambulancia y una patrulla municipal. El personal de Renfe también va para allá —añadió el guardia tras una pausa larga.

El cocodrilo salió a la carrera y abordó el coche. Los guardias comunicaron con el Patrol que estaba de patrulla. Los chicos se mirarán con descrédito al quedarse a solas y tardarán unos minutos en volver a hablar con fluidez. Él se apeará del coche cerca del cañizal, entre la bruma de sirenas oscilantes, y verá a lo lejos el ir y venir de los pequeños haces de las linternas, y el fogonazo constante, quieto y violento del foco de la locomotora detenida. Al acercarse pedirá hablar con el maquinista.

—La vi muy tarde… Estaba justo al salir de la curva. Creo que era una mujer. Estaba sentada en la vía —narró el hombre, abatido como tantos otros conductores de aquellos trenes que a veces se llevaban gente.

Y reinaron silencios y cuchicheos, e hipótesis y quinielas. Y llantos verdaderos. Y la verdad absoluta de que no volvimos a ver pasar a Lucía Xerinacs por la plaza del pósito.

Silvia y el comandante se reencontraron en el entierro de Lucía, que fue en la iglesia del puerto, y multitudinario. Ambos se miraron varias veces en la distancia imperiosa, y entre la gente. Los dos muy protegidos por sus movimientos. Pero a pesar de las gafas de sol, sus ojos litigaron y llegaron a entender las verdades de lo que había pasado, aunque la parte de cada cual la tuvieron que inventar, porque no hablaron ni llegarían a hacerlo nunca. Y ambos, desde esa mirada opaca y cómplice, desearon creer en aquello que argumentaba en mayor medida su arrebato de maldad, los dos se mintieron a sí mismos creyendo que Lucía e Ignacio habían tenido una relación. Y todo cuanto no se habían dicho restaba y restará en el olvido de todos los que conocimos a Lucía Xerinacs, todo aquello que solo Silvia y el comandante podrían explicar. Y en ausencia de destinos mejores, todos creeremos que la hermosa Lucía se suicidó. Y ni siquiera las verduleras podrán adivinar con acierto por qué se quitó la vida. Solo Ignacio Robles engendrará dudas y remordimientos, y por eso desaparecerá. Me han dicho que vive en una playa de Centroamérica, que allí tiene un centro de buceo, y que cuando estuvo asentado se llevó al Poeta consigo, a quien allí le siguen llegando los giros monetarios desde Estados Unidos.

Silvia no se ha movido, sigue con el murciano, está cadavérica y muy dejada, él bastante gordo. Sus hijos ya son mayores. La he visto alguna noche en la acera de la Rambla, en chándal y zapatillas de andar por casa, paseando un perro pequeño que lleva el mismo peinado que ella.

La noche que Lucía se suicidó, porque eso es lo que creímos todos, yo estaba con López y Quílez, en el Corsa azul; estábamos parados en un semáforo y se detuvo a nuestro lado un Kadett GSI negro: lo conducía un tío con tatuajes y una especie de cresta muy corta; de copiloto iba un enclenque, rapado, con unas gafas de sol muy grandes para la talla de su cabeza; en el asiento de atrás iban los mellizos. El tipo de los tatuajes hizo rugir el motor desafiante, y Quílez hizo lo propio y devolvió la mirada; el semáforo se puso verde, el tatuado dejó ir el pie y salió chirriando rueda, mientras que Quílez dejó quieto el Corsa azul; nos pegamos unas risas. Esa noche los uruguayos esperaban dentro de un coche, delante del portal de los mellizos, para tirotearlos, pero los hermanos no aparecieron. El tatuado se saltó el ceda el paso del cruce de la nacional, a la altura del Circus, y un coche que venía les dio en el culo, el Kadett rotó invadiendo el carril contrario para quedar frente a un R-18, verde, que bien podía circular a ochenta kilómetros por hora; el impacto fue frontal, el ocupante del R-18 perdió la vida, igual que el de los tatuajes y el enclenque. Los mellizos la salvaron (y no saben cómo, porque de haberse bajado de aquel coche por su propio pie la hubieran perdido en el acto); uno de los hermanos salió por el parabrisas y milagrosamente solo se rompió dos huesos de un pie y un brazo. Para el otro fue peor, le quedó presa una pierna que le tuvieron que amputar, y una pequeña deficiencia en el habla, además de una cicatriz de treinta y seis puntos en la cabeza. Su incapacidad le ha procurado un empleo como bedel de un centro municipal de actividades infantiles. La alopecia deja ver toda la herida de la cabeza, se mueve lento y arrastra la pierna ortopédica; algunos niños se ríen de él, lo llaman «el lerdo», por su problema para hablar. Se consuela pensando que le podrían decir cosas peores. Piensa que él, de crío, se hubiera dicho cosas peores. Muchos días pasa por delante del centro el Pajero, a mirar a los niños que entran y salen, ya muy consumido por la edad, y mira al lerdo con la supremacía que el secreto que comparten le concede, la verdad falsificada sobre la muerte del Bocachancla. Al otro hermano le fue mejor: gracias a un contacto de los buenos tiempos entró con enchufe en la central nuclear, empezó como esporádico en las paradas de mantenimiento y acabó siendo fijo en plantilla. Tiene un BMW todoterreno y sigue bajando con frecuencia a los bares del puerto. Pero también él agacha los ojos cuando el Pajero se los busca. No sé si llegaron a cobrar los uruguayos por el intento de homicidio que no cometieron; no sé si el cocodrilo llegó a pensar que fueron ellos los responsables del accidente. El comandante también se marchó; pasó dos años de baja, eso me lo dijo un guardia que estuvo en el cuartel en aquel tiempo, y según comentó, había una orden judicial para investigarlo por lo de la droga. «Pero todo se fue al garete con el suicidio de su mujer. Los jefes no quisieron hacer sangre. Tenía una depresión muy fuerte», me dijo el guardia. «Ramírez quedó al mando del puesto; a los pocos meses ascendió a capitán», añadió. Al comandante, tras los dos años de baja, lo pasaron a la reserva, eso pude averiguarlo, pero no he encontrado a nadie que supiera nada más de él. Solo los viejos de El Guijo me comentaron que pasó por allí después de morir Mariana, la que él siempre pensó que era su madre. Y que la llevó a incinerar a Córdoba. No lo han vuelto a ver y la casa sigue cerrada, al parecer fue vendida mediante poderes a un constructor de Los Pedroches, pero ni siquiera él llegó a verse nunca con el comandante. En El Guijo no saben lo de Lucía. Tampoco yo les dije el qué. Y al parecer, la abuela del Bocachancla, su verdadera madre, se fue a vivir a Badajoz después de fallecer su marido, eso me lo dijo una vecina de la calle Colón tomando una caña en el bar Taurino.

Lo que no sé si es verdad o es un rumor, puede que un bulo, el cual obtuve de una fuente que no puedo mencionar, y que no he logrado saber si tiene algo de veraz, es que, según se dice en algunos círculos internos de la Guardia Civil, hay una autopsia hecha al cadáver de Lucía y que confirma que al morir estaba embarazada de más de dos meses. Y que el comandante, al enterarse, se suicidó. Lo cierto es que me pareció tan trágico (sobre todo por ella, por él no me importa) que, al no dar con ningún testimonio fiable o un informe forense para corroborar mínimamente la historia, no me atreví a novelarlo. Pero creo que es justo que, después de todo, se conozca el apunte, y que cada uno ubique el final de esta historia donde pueda o crea que debe.

Los colombianos de Tarragona saldrán de la cárcel y los tipos que iban al culo del mundo, también. Saldrá el asesino de Iris. Y ya no sabremos de ellos, al menos nosotros.

Me marché de aquel puerto después del hastío por la infinidad de días iguales, días enteros habitando la miseria de la repetición, días programados, días incuestionables. Huí de las vidas que no quería vivir. Observé otros horizontes y vagué por el mundo, a veces sereno, la mayoría drogado. Vagué hasta que entendí que existía la distancia inexcusable para volver. Cuando lo hice, encontré a López y Quílez, los vi bien y los abracé fuerte. Tomé un café con Almudena y nos reímos con melancolía y algo de bochorno de los tres meses de aventura que mantuvimos. Fue ella quien me dijo que el profesor Triana había fallecido. Pensé en él una mañana, al cruzar la explanada del ayuntamiento sobre la que relucía un asfalto barato pero blanquecino y muy limpio; pensé en Triana al ver pasar a la Lola Flores, con el moño cano y la boca sin pintar, y en su desarreglo fui capaz de comprender cómo habían pasado los años, y cómo estos habían torturado los recuerdos. Me dio por hablar con la gente, y costaba encontrar a alguien que no tuviera que buscar muy atrás en la memoria para acordarse de Lucía Xerinacs. Yo me crucé con sus ojos, los de Lucía, los llevaba su madre hundidos en la cara y cubiertos de pena.

Beberé muchas cervezas con Méndez hablando de aquellos años, y en cierto modo, de todas las personas con las que hablé, fue él quien más me animó a escribir esta historia. «Es una buena historia», dirá el viejo.

La decisión la tomaré un día de verano, del último verano antes de este texto: subiré a la torre del puerto y desde la azotea contemplaré ambos faros, y el mar batirse ante el afamado hotel, y las barcas bailar al son de las olas; y los ríos de gente rebosando los restaurantes y las botigas. Contemplaré el desgaste de las losas del paseo Lluís Companys, veré a los niños, vírgenes de vida, comiendo pipas, y oiré el tren pasar a su espalda sin que el sonido quebrante su aplomo ni sus risas. Y allí empezaré a ordenar mis recuerdos y las suspicacias que los testimonios me generaron. Y volveré a drogarme y escucharé «Generique» y viajaré hacia el cadalso. Y daré largos paseos hasta volver a estar allí, en aquel tiempo; los veré pasar ante mí y sentiré que fue verdad. ¡Y qué coño! ¿Por qué no iba a contarlo?, me diré. Al fin y al cabo: la vida es lo poco que nos queda de la muerte.