11

Será en un bar de striptease, en Londres, algunos años después, y sonará una canción, «Generique», me aclarará una disc-jockey negra. Y sentiré que así sonaron aquellos tiempos, que esas fueron las notas de aquel verano tenue y acalorado que entonó la textura que se escucha en los ascensores para el cadalso. Y en ese instante, en el que me reconoceré en el pasado, aún no sabré nada acerca de querer escribir esta historia ni que necesitaré hacerlo, pero sí empezaré a tener claro su recuerdo, inamovible desde ese día como un acúfeno instalado en mis oídos, como una cadena de estridencias desviadas. Veré con claridad algunas incertidumbres que fueron el principio de la nada, como aquella canción hermética; como los quejidos imploradores de cualquier animal asustado; como el tono en la palabra tibia de los sabios, el mismo con el que me hablaron los viejos de El Guijo cuando me contaron que aquella noche se oyó el aullido de un lobo no muy lejos del pueblo.

Lucía se quedó viendo la televisión, su suegra se acostó nada más acabar de fregar los platos, la propia Lucía secó y guardó la loza en el armario. El comandante salió a la puerta de casa. Se movía una noche fresca de nubes moradas y retorcidas que cimbraban al antojo del aire apareciendo por detrás de las lomas más altas y gaseando la llanura como cerchas que construyen el firmamento. El comandante regresó al interior y se puso la chaqueta, le anunció a su mujer la intención de bajar por la calle hasta la tasca y tomar un carajillo de coñac, «y puede que una copita si la charla se presta», matizó.

El respeto hacia el cocodrilo era sumo y unánime, al menos en el pueblo, pero en los campos lindantes, cerca del río, había una familia de ganaderos de talla pequeña, granjeros de cerdos que jamás pasaron hambre pero nunca tuvieron dinero. Y la matriarca de esa casa quiso, en su día, casar a su hija mayor con el comandante, y no fue por galones porque de aquella él todavía era sargento, pero al parecer ya era suficiente, tanto como no lo fue la muchacha para el cocodrilo, que la rechazó tras un festejo breve. La explotación porcina era un matriarcado no por acopio cultural, sino porque el patriarca (o quien debería serlo) era un borrachín despreocupado, y la señora una teniente coronel que vio en el guardia civil un director de operaciones ideal para su pequeño negocio; la mujer ofreció un capital similar al que el guardia podía ganar incluso ascendiendo, y añadió patrimonio, pero al entonces sargento no le tentó en absoluto la idea de ser criador de cerdos ni le motivó el perfil enclenque y sumiso de la chica, dispuesta a casarse con quien fuera que escogiera su madre. Y por todo eso y nada más, en la explotación porcina se incubó un fervor de desprecio hacia el comandante, nada punible con las leyes de los hombres, nada fuera de la convivencia establecida, pero sí algo de intolerancia visual, y algunos dimes y diretes siempre recitados en ausencia de alguna de las partes.

Él enfiló la calle con las manos en los bolsillos del pantalón; los faldones de la chaqueta desabrochada le caían hacia delante, caminaba con elegancia y supremacía, con la cabeza alta y el paso decidido, con el recuerdo vivo de sus tiempos de mocedad y la satisfacción de no haber entorpecido su progreso y retornar cada año para la demostración de que sigue siendo una masa endurecida de colmillos y escamas, y lo más importante: hecho a sí mismo, autoconvencido y autoconvertido en un triunfador, mucho más que cualquier criador de cerdos, que era lo máximo de cuanto aquellas tierras remotas le habían propuesto. Mientras avanzaba galante, camino de la tasca, llegó a pensar en eso como por arte casual, y la realidad quiso que desde aquella noche no volviera a ser el mismo hombre. Rebasó la que fuera la casa de su tía y se aproximó a la puerta de la tasca. No era tarde todavía y mucho menos para ser viernes; la luz era la de siempre y se escapaba por el umbral y por el escaparate, y corría por la acera. Pero no se escuchaba el rumor de voces de costumbre, ni el sonido de las fichas sobre la mesa, ni el cantar del doble seis en la salida, ni el rebote de las monedas en los pases. Solo se oía una palabra que hilaba otras muchas con dificultad ebria. Solo se oía eso y el silencio de los que escuchaban. El comandante, sin saber cómo (quizá en ejercicio de formación profesional), alcanzó a reconocer la voz del hombre que podría haber sido su suegro, la del borrachín que podría haber sido el patriarca de una explotación porcina pero era lo que quería su señora; y seguía tan borrachín o más que nunca a pesar de su avanzada edad, y cuando la boya del hígado le llegaba a la garganta y le cubría por completo la vista y la razón, era su mujer quien hablaba por su boca. El cocodrilo se detuvo en la acera sin entrar en el haz de luz que la puerta lanzaba. Y al poner atención se reconoció en el contexto de las palabras.

—Ponerle música cuando pasa, es lo que os falta… Sois un hatajo de lameculos… Decirle las verdades, eso es lo que hay que hacer, ya veréis como así se le bajan los humos… Nos ha jodido, paseándose con esa puta… A saber de dónde la ha sacado… Muy fina y muy educada, todo lo que tú quieras, pero una puta al fin y al cabo… —El comandante alcanzó a reconocerse como objetivo de aquel embuste calumnioso, y pensó en entrar y humillar al viejo hasta que retirara lo que había dicho. Y pensó incluso en pegarle si no lo hacía. Y puede que fueran los años del hombre o la borrachera que llevaba, el caso es que el cocodrilo dudó y permaneció quieto; y la indecisión hizo que el viejo tuviera tiempo de dar otro trago de anís y siguiera largando sin que nadie le tapara la boca ni le dijera que todo cuanto decía era mentira, ni siquiera el comandante, oculto en la sombra, se atrevió—. Decirle las verdades, eso es lo que hay que hacer… Contadle que es un bastardo. Contadle cómo la Mariana y su marido engañaron a sus padres, ¡a los de verdad!… Y cómo les quitaron lo único que tenían, ¡un hijo!... Contadle cómo los amenazaron con denunciarlos, a sus padres verdaderos… Pobre gente, ella era una cría, coño… Contádselo y se le bajarán los humos, seguro.

El cocodrilo dio un paso atrás, estaba aturdido y extraviado. Retrocedió con el zumbido de aquellas sentencias punzándole los oídos. Lo que más le dolió fue el silencio del resto, la omisión de responder. Dio otro paso a la zaga y se trastabilló en el bordillo sin llegar a perder la verticalidad. Y acabó volteándose y desandando los pasos dados hasta la tasca, y volvió a rebasar la que fuera la casa de su tía, y por un instante pensó en que no era su tía; y levantó la vista al cielo para mirar descreído cómo el halo de nubes moradas, que las lomas más altas escupían, clareaban despojadas de opacidad al bordear la luna encendida que hizo cantar al lobo que algunos oyeron cerca del pueblo. Y sin saber por qué (puede que también fuera en respuesta vocacional) recordó la conversación mantenida con los abuelos del Bocachancla, en su despacho de la comandancia, y el periplo migratorio que el hombre narró, y la sensación de casualidad tras la mención de una estancia en Los Pedroches, por temas de salud, y la vista más gacha, si cabía, que la mujer de manos huesudas y moño rápido expresó en ese momento del relato. Recordó la mirada apartada de aquellos ojos sureños, negros, muy negros como los suyos, y que sintió ya en aquel entonces que podían ser los ojos de su madre, y en ese instante un escalofrío le decía que lo eran. Y cuadró las fechas, y se golpeó la frente con el interior de los puños, y cayó de rodillas, y pensó que sí, que podría ser así. Y tuvo la visión de su padre muerto y el pensamiento de que ya no era su padre, y quizá no lo hubiera sido nunca. Y se hinchó de pánico. Y rompió a llorar. Y lloró como un niño sin madre. Lo vio una vecina tras el anonimato del cristal, el visillo y la reja. Lo vio arrodillado en la calle y percibió el contorno desdichado de su estampa que refulgía, por la chaqueta de tejido claro, rompiendo la negrura del asfalto.

Era viernes noche, y Silvia, después de mucha duda, decidió salir de casa, y lo hizo a expensas de mentirle al murciano y perderse el inicio de la nueva temporada del Un, dos, tres. El Poeta había dicho a partir de las nueve. Ella cerró la puerta tras de sí a las nueve y veinte. Al electricista le dijo que se trataba de una festividad de fin de vacaciones con unas amigas que se marchaban al día siguiente, y que él no reconoció aunque no dijo nada, fingió hacerlo pensando en que si ella regresaba lo suficientemente tarde, a él le daría tiempo de ver la sesión de cine erótico y que siempre empezaba antes de que hubiera acabado el Un, dos, tres.

La chica entró en la taberna cuando el recital alcanzaba los veinticinco minutos de duración; la élite poética local era escrupulosa con el horario, y sus actos desprendían tal solemnidad que ella desentonaba sobremanera, ya que su aspecto era más apropiado para un bar de salsa que para un evento literario solemne. Más cierto era que también desentonaba Ignacio Robles entre la audiencia, que permanecía callada y atenta a un poema de don Ramón Oteo, y que decía: «Como si fuera un niño me atraen los objetos, las maderas pintadas, los árboles macizos, el gran recogimiento de las noches oscuras, el contemplar absorto los secretos rincones o el quedarme observando con la luz del arrobo la dorada esbeltez de los torsos desnudos…».

Silvia pudo ver a Robles sentado en la barra y se acercó a él, lo hizo con todo el rigor silencioso que el ambiente demandaba, pero no pudo evitar el chirrido de las patas metálicas del taburete que desplazó con intención de sentarse; la perturbación acarreó una docena de miradas molestas que olieron de inmediato el carácter inusual de su presencia. Ella enrojeció y durante unos minutos se sintió muy desplazada, hasta que el poema concluyó: «Y puedo como un niño llorar en la penumbra de las estancias tristes que ignoran los mayores por todo lo que pierden mis cansados sentidos, lo que fueron presencias fugitivas al cabo de lo que tú y yo somos, objetos solamente». Se abrió un rumor tras un aplauso y entonces Ignacio la saludó; fue efusivo en sus gestos, hecho que ayudó a la chica a perder la vergüenza por el percance.

—Yo vengo por mi amigo. Pero la verdad es que muchas veces es un tostón —le susurró él muy cerca del oído, con tono jocoso y aire cercano. A ella la puso nerviosa el aliento en la oreja y se le respingó la piel con el roce ligero de la barba en la parte trasera de la mejilla. Y trató de recordar aunque solo fuera un verso del poema que acababa de oír, aunque solo fuera uno con el que parecer interesante, y puede que sorprender. Y recordó algo dibujado por la humedad, y la madera opaca y una cintura tibia; pero fue incapaz de ligarlo, y muy consciente de que aquellos elementos sin el orden del verso que los contenía no eran nada y que no sabría ubicarlos, ni mucho menos completarlos. Aun así, no desistió de querer demostrar algo de inquietud intelectual delante de Ignacio.

—Pues no te creas. A mí me ha gustado. Era muy profundo —le dirá ella, queriendo resultar más cultivada de lo que realmente era. Silvia creerá encontrarse en el inicio de la partida, pero en pocas horas, al mirar atrás, perderá de vista los horizontes del tablero.

—¿Qué tomas? —preguntará él, viendo su búsqueda de emociones y entendiendo el juego mucho más allá de lo que lo hacía ella. Y pensando en que si no hay nada mejor, bueno será.

—Knockando con agua —responderá Silvia, imitando el porte y las palabras de su marido cuando la saca a tomar algo en Benidorm, donde no los conocen y creen llegar a ser lo que no son.

Robles la repasará de arriba abajo como si tuviera grupa, como si estuviera a punto de comprar una bestia. Y seguramente, y en ese momento, Silvia pudo suponer que no iba a pasar nada, que era demasiado pronto para cualquier cosa que implicara la humedad dibujada a la que se habían referido los versos de Ramón Oteo. Y cabe la posibilidad de que Ignacio no se observara en la rutina curiosa de ese niño en busca de poseer objetos. Y el programa continuó, y recitó el Poeta. Y el acto fue clausurado con la misma solemnidad con la que dio inicio. Y para entonces todos ya habían olvidado la estridencia global que la chica suponía, e integrada en el grupo siguió bebiendo sin mucha responsabilidad. Y fueron todos juntos a tapear a un bar cercano, poetas y público, sin distancias y con bastante acercamiento. Y paulatinamente, la hora acabó levantando a muchos, se marcharon los maestros, y los que se quedaron fueron a tomar algo a otra parte. Y el tiempo nuevo que siguió levantó a otros cuantos; y no pasarían demasiadas horas hasta que Silvia perdió la lucidez y el bolso, y se vio en el asiento trasero de un coche con los labios impregnados de la saliva de Robles, y la mano de este ya entre sus piernas. Iba muy borracha, pero su cabeza era capaz de urdir un reflejo de sí misma mientras se dejaba tocar y lamer. Y ponía más desenfreno del que la poseía, ya que la abrigaba la sensación de que el fervor de sus entrañas no era todo lo potente que había imaginado cuando anhelaba que pasase lo que estaba pasando. Cavilaba que aquellas no eran las circunstancias que soñara en su día: no estaban en una habitación con vistas al mar bravo de L’Estartit, entre sábanas de miel y flores, no. No estaban en su sueño ni ella se sentía como una reina. Notó que el aliento de Ignacio sabía demasiado a alcohol, y el excesivo olor a sexo cuando él se desabrochó los pantalones dejando ir su erección. Le resultó muy áspero el tacto de la tapicería gris sobre la que retozaban. El interior de aquel coche olía a tabaco; las ventanillas quedaban enteladas por su propio jadeo. Ella levantó la vista y observó sombras pasar tras los cristales opacos por el vaho; quiso entender dónde se encontraba y la manera en la que había ido a parar allí, tan lejos de sus sueños. Y sintió el peso del Knockando, y del vino y del mundo entero sobre su conciencia; y la invadió una sensación opresora en la frente efecto de las caladas dadas a los cigarros mojados en cocaína de los que había fumado sin estar muy segura de nada. Cerró los ojos en busca de extraer todo el deseo que le pudiera quedar, pensó en la distancia que mediaba entre la fantasía y su verdad al acecho del arrebato sexual descontrolado que aproximaría ambos abismos. Se estaba acomodando física y mentalmente cuando las manos de Ignacio la tomaron por las caderas y la voltearon con brusquedad, quedándole el vestido remangado debajo del pecho, y el roce de la tapicería raspándole el vientre. Él le estiró de las bragas arrugándoselas en las pantorrillas, y ella pudo sentir la presión del volumen de Robles al dejarse caer sobre su espalda. Él también iba muy bebido y le costaba enhebrar sus empujones, por ello engarzó un brazo por la parte delantera de los muslos de Silvia y tiró hacia arriba, obligándola a sentir la friega del asiento en las rodillas. Ella se dejó hacer con incomodidad, y pasaron pocos segundos hasta que se produjo la penetración que, tras dos envestidas, fue completa y acercaba el final de la experiencia. Se esforzó intentando que el resto del coito, durara lo que durara, fuera satisfactorio, aunque esperaba que no durara demasiado. Ansiaba ser llevada por la corriente del ir y venir de sus posaderas; y volvió a abrir la vista para levantarla repasando el interior oscuro de la puerta y el cristal entelado, y la sorprendieron unas manos y un rostro que se adhería a ellas por la parte exterior del coche, y se intranquilizó. Y soltó un grito de pánico al ver que se abría la puerta y que se colaba un jolgorio de gente, y la orla perfilada del Poeta con los pantalones desabrochados y la polla en la mano, intentándosela meter a ella en la boca.

—Chúpamela —le dijo el malagueño, cogiéndola por la cabeza. Silvia se quedó muy parada, e Ignacio se empezó a reír a su espalda, a carcajadas; a boca llena.

—Hijo de puta —reaccionó ella, dándole un empujón al Poeta y estirando la mano para agarrar el tirador de la puerta y volver a cerrar—. Sois unos hijos de puta —dijo tras hacerlo. Y trató de moverse, plena de humillación, queriendo extraer el pene de Robles de su interior.

—¡Espera! —ordenó él, poniéndole la mano con fuerza en el lomo y obligándola a posar el vientre sobre el asiento otra vez.

Ella quedó inmóvil, y él cargó con ímpetu una ráfaga de empujones; tras los más fuertes, ella notó cómo extraía la polla y después de un jadeo ansioso se derramaba sobre sus nalgas y su espalda; sintió el fluido tibio, espeso y largo abarrotado de mucha testosterona. Él liberó la presión, y luego le arrastró el prepucio por los muslos limpiándose los últimos hilos de semen que le brotaban; se incorporó en el poco espacio que la chica permitía antes de subirse el calzón y los pantalones.

—No tardes en salir. Tengo que devolver las llaves del coche —dijo Robles antes de abrir y apearse para soltar un portazo que dejó a Silvia absolutamente sola, quieta, con la mejilla posada en el tacto rugoso, áspero y gris del asiento de un Kadett GSI negro, y de medio lado, con el charco de esperma enfriándose en la raya de la espalda.

Agitó la mano por el suelo y el asiento delantero buscando su bolso y un clínex para limpiarse; al no encontrar el bolso recordó no llevarlo al subir al coche. En la guantera lateral de una puerta dio con un trapo de felpa. No pudo evitar mancharse la ropa ni desprenderse del tacto reseco en la cintura y en los muslos. Al recuperar la verticalidad le sobrevino un mareo profundo, y el vascular de la borrachera le impulsó una arcada con la que vomitó entre los dos asientos delanteros. Expelió un litro de líquido marrón, y se salpicó las manos y las rodillas; sintió asco de volver a coger el trapo y deslizó las extremidades por la tapicería que agrupaba el hedor de su locura. Y se vio invadida por un calor horroroso, y un vacío profundo, un destierro que le evocó de golpe toda su estupidez. La dislocación de sus sentidos acercó el jolgorio que había fuera, los cristales se fueron desempañando y se dio cuenta de que el coche estaba aparcado frente al Hilario’s, un bar de bocadillos al que la gente acudía al cerrar las discotecas. Vio próxima la claridad del nuevo día y se dio cuenta de que se encontraba demasiado lejos de casa como para llegar andando, y no recordaba dónde estaba su bolso. Desarropada, empezó a llorar; fue un llanto breve paliado con restos de dignidad. Se volvió a frotar las manos en el asiento, se armó de valor y mesura, se arregló el vestido y bajó del coche. Ya en la calle la poseyó mucho más miedo del que pudo esperar, aun así nadie reparó en ella, la gente pajareaba sin miramiento ni cordura entrando y saliendo del bar, voceando y al amparo del alcohol y la droga. Caminó entre todos ellos como si levitara, y en ella coexistían dos mitades de una misma mujer: una ultrajada al arrastre de su propia despreocupación, y otra sumida en un somnífero potente del que debía despertar, pero no podía hacerlo allí, debía volver a su vida antes de aplastar la pesadilla.

Puede haber pocas cosas peores que una fantasía hecha realidad.

Silvia vio a Ignacio en la terraza del bar y caminó hacia él. Durante el trayecto se le acercó el Poeta.

—Tía, perdona por lo de antes —le dijo el malagueño; ella lo ignoró y siguió caminando.

Al estar a unos metros de Robles, él marchó detrás del más alto de los mellizos. Silvia alcanzó a Ignacio cuando ambos hombres estaban conversando; la chica quiso insistir en hablar, pero él fue demasiado tajante para el poco ánimo que a ella le quedaba.

—¡Que te esperes! —le dijo Ignacio con todo el desdén de burguesito impertinente y caprichoso, como si no hubiera existido un antes entre ellos.

La chica presenció, a unos metros de distancia, toda la conversación que Robles y el mellizo mantuvieron, y en la que el camello le explicó al burgués el nuevo funcionamiento, y le pidió que no se preocupara, que estaba haciendo una colecta y que en veinte minutos su hermano vendría con coca para todos.

—¿De qué va esta tía? —le dijo el mellizo a Ignacio, incómodo ante la persistencia visual de la chica, invadida por una rojez creciente, a punto de estallar.

—He perdido el bolso.

—Pues yo qué sé…

—Llévame a casa.

—Ahora no puedo moverme de aquí. Si te esperas un rato...

—Pues déjame dos mil pelas, para un taxi…

—Hostias —se lamentó Ignacio, contando que solo tenía cinco mil pesetas y eran para la causa del mellizo—. Es que no puedo… —concretó. Los ojos de Silvia se volatilizaron y Robles pudo verlos reventar durante unas milésimas de segundo antes de volver a apartarle la mirada y entender que la chavala iba a montarle una escena—. Vale, vale… ¡Poeta, déjame dos mil pelas!, luego te las doy —le gritó Ignacio al universo de la terraza.

Silvia entró en casa tiritando y muy aturdida, bebió agua directamente del grifo del lavabo y sufrió un par de arcadas más en las que no expulsó nada. Se miró en el espejo y se vio los párpados hinchados; vio toda su expresión, que era un batiburrillo de desesperanza y maquillaje fuera de sitio; y volvió a notar el reseque en su espalda, pero no tuvo voluntad para ducharse, ni siquiera para llorar. Hizo un esfuerzo al ponerse un camisón y se metió en la cama con sigilo.

—Hueles mucho a alcohol —le dirá su marido.

—He bebido bastante. No me encuentro bien.

—¿Qué tal ha ido? —preguntará el murciano, pero ya no habrá respuesta. Silvia caerá en un silencio que terminará por dejarla dormida, a salvo de despertar dentro de la que había sido su vida hasta entonces.

Esa misma mañana, en el valle de Los Pedroches, el comandante le comentará a su mujer la decisión de adelantar el regreso, lo hará dentro de un declive emocional muy fuerte, y encontrará en ella toda la predisposición a escuchar y comprender dentro del nuevo orden de su relación, y la agradecerá sobre manera, pero aplazará las explicaciones para el viaje, para el tiempo muerto al volante. Encontrará en Lucía la única persona en la que confiar y se sentirá afortunado por ello, llegando a lamentar haber tardado tantos años en hacerlo con plenitud. Sentirá una felicidad eterna junto a ella. Eterna e inquebrantable. Para su madre solo tendrá reservas, y alguna pregunta que invitará a justificarse a la mujer, quien lo hará con solvencia sin alterar su conducta, pero sí palpará el recelo del que se temerá lo peor tanto del tono como de los componentes que formarán las dudas. Aun con eso, solo hubo silencio entre madre e hijo, lo que hubo siempre; silencio antinatural, como el relleno de la boca del que dijo ser su padre en el día del velatorio, y que pudiera ser que no lo fue jamás. Los silencios distanciados de la vieja eran como ese relleno que hacía pensar que todo se trataba de un atrezo capaz de tapar verdades. El cocodrilo pensó que no era casualidad el no tener hermanos, y que sus padres, los impostados, le habían cargado incluso la responsabilidad de la extirpación de la matriz de la mujer, «que fue al nacer él», le dijeron. Pero seguramente no fue así, y el borrachín tuviera razón, y esa mujer no fuera su madre de verdad. Y pensó en que pudiera ser muy azaroso ser hijo natural de aquellos ancianos que lloraban pérdidas sin remedio. «¿Y si así fuera? ¿Qué clase de hombre sería si aun dudándolo no se atreviera a enfrentarse a esa mentira?» Se sintió miserable y hasta acusó un alto grado de culpabilidad por no haberse dado cuenta antes: trataba de redimirse pensando que, de haberlo sabido todo en el momento oportuno, podría haber ahorrado el sufrimiento de la que pudiera ser su madre verdadera, una mujer que había perdido una hija y un nieto, y quizá lo había perdido también a él hacía cincuenta y cuatro años.

El comandante y su mujer partieron dos días después, y en esos dos días él hizo algunas averiguaciones sobre las palabras del criador de cerdos, y todo fueron certezas; en confianza y discreción alguien le aportó pruebas y testimonio que para él constataron el hecho de que el Bocachancla era su sobrino y los abuelos de este sus padres. Le dieron fechas, procedencias y nombres. Se despidió de la que hasta entonces había sido su madre con más frialdad de la habitual. El cocodrilo no regresará al pueblo en los años siguientes, lo hará mucho tiempo después, y solo una vez más, será tras morir Mariana, la que siempre dijo ser su madre. Él habló con Lucía de forma extensa y global durante el viaje de vuelta; con el volante entre las manos y la vista al frente, sin atreverse a mirarla en demasiadas ocasiones, rememoró verdades horribles acerca de sí mismo, cosas que nunca le había explicado a nadie, aunque de su asunto familiar no le dijo nada. Ella escuchó penas y tormentos que se remontaban más de treinta años, y barbaridades y abusos cometidos ya en convivencia con ella, narraciones que le erizaron la piel y la hicieron sentir mal. El reptil llegó a confesar infidelidades, a la vez que entró en una especie de trance derivado en una sensación de arrepentimiento enorme; un jadeo lacrimoso parapetado en su interior y que evidenciaba el peso de conciencia, y que lo llevaba a repetirse una y otra vez lo mala persona que había llegado a ser. La autoinculpación fue tanta que la propia Lucía se sumergió en ella y se apiadó de él, y sintió su amor y toda la confianza que le delegaba con aquellas revelaciones atragantadas de escarmiento. La mirada se le languideció cuando el cocodrilo, ya más recuperado, le manifestó su enorme deseo de ser padre por encima de cualquier cosa y serlo junto a ella, por supuesto, y que de no ser posible biológicamente tomaría las medidas que fueran necesarias. Para Lucía se abrió una ventana de ilusión, y lo hizo en ese instante; hasta entonces la posibilidad era algo secundario que llevaban conversando durante años, y que el hecho de que no sucediera lo relegaba quizá por el propio sentimiento de culpabilidad de cada uno respecto a ello. Pero a partir de aquel momento se convirtió en el sentido de su relación. Y de manera súbita, Lucía asumió que ese sueño, sumado a la figura de su marido, era su vida. Su única vida.