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El despertador sonaba cada mañana, de lunes a viernes, a las seis y cuarenta, en la habitación de matrimonio de la casa del comandante y de Lucía Xerinacs. Era él el primero en levantarse y dirigirse hacia el baño, a orinar, una meada tan larga como ordinaria, para después meterse en la ducha. Era algo mecánico, y en ello invertía diez minutos prácticamente clavados. Cuando salía, Lucía ya se había incorporado, acudido a la cocina y preparado una cafetera. Él, al salir del baño, retornaba a la habitación a desvestir el galán en el que aguardaba el uniforme recién salido de la funda, con la camisa planchada la tarde anterior. Los calzoncillos y los calcetines los cogía de un cajón, también planchados. Ya ataviado, se sentaba en el borde de la cama y sacaba lustre a los zapatos con una esponja seca, ligeramente untada en betún.
El cocodrilo se colocaba la chaquetilla todos los días, aunque hiciese calor. Al comandante, ya de bien joven, le enseñaron que los hombres decentes que no llevaban chaqueta, hiciera el tiempo que hiciera, eran libertinos o maricones, o ambas cosas si es que se podían discernir en su mentalidad, porque para él todos los libertinos tenían algo de maricones, y todos los maricones eran libertinos, y por lo tanto no eran hombres decentes, ni siquiera hombres. Y por hombres decentes no tomaba en cuenta a ninguno de los tipos con los que cada día se cruzaba. Lo cierto era que en verano muy pocos hombres llevaban chaqueta, y la simbología franquista que al comandante le había sido inculcada era difícil de interpretar en los tiempos que corrían. Fuera como fuera, el cocodrilo tenía buen concepto de muy poca gente, fueran hombres o mujeres.
Salía del cuarto vestido, entallado y petulante. Bebía el café cortado con una gota de leche y en él mojaba dos rebanadas del pan sobrante de la cena. Al acabar, miraba el reloj y chiscaba la lengua, abría la boca dejando ir una especie de soplido que quería dar a entender satisfacción, y lo era, pero no porque el café fuera excepcional, ni porque su hermosísima mujer estuviera a punto de despedirlo con un beso dulce, sino porque se cumplía el horario previsto, un día más.
A las siete y cinco de cada mañana, de lunes a viernes, salía de casa el cocodrilo. Su ordenanza lo esperaba en un 4L, y a las siete y diez, si no había contratiempos, entraría en el cuartel: y todo el mundo se levantaría para cuadrarse a su paso. Eso era así cada mañana, de lunes a viernes. Y lo que más satisfacía al comandante era ver que se cumplía la rutina que él había impuesto. Hasta ese momento nada era muy complicado, ya que todo dependía de su círculo más íntimo. A partir de ahí, los días solían desarreglarse, siempre sucedía algo imprevisto de mayor o menor grado, pero por lo general nada que no se pudiera delegar.
Se ausentaba del cuartel a las nueve de la mañana, si todo iba bien. Cogía un Patrol y prescindía de su ordenanza. Y pasaba por casa, a las nueve y cinco, a recoger a su mujer, con la que iba a almorzar al bar de la gasolinera. Cada mañana se zampaba un bocadillo de ibérico, puede que algún día de manchego, con pan con tomate y aceite del pueblo, dos copas de vino y un carajillo de Terry. Zumo de naranja, café con leche y cruasán para la señora. Y a las diez menos cinco ya había pagado y ambos cruzaban el parking, él con un palillo en la boca. A las diez en punto dejaba a Lucía en la esquina de la calle Sant Pere. Algunos fines de semana a él le tocaba trabajar, pero los sábados y domingos no se aplicaba mucho, iba solo a almorzar a la gasolinera y en ello invertía más de dos horas largas durante las que pasaba casi todo el tiempo hablando de fútbol.
La familia Xerinacs no era del puerto, ni siquiera del pueblo. Llegaron cuando Lucía era muy pequeña; si bien ella sí se sentía del lugar, y cierto era que había vivido más de veinticinco años allí, nadie la consideraba oriunda, ni los que lo eran ni los que no. Al ser tan guapa nadie la miraba con indiferencia, y quizá de haber tenido el estatus de local, o familia en el pueblo, alguien hubiera sido capaz de defenderla de muchas habladurías que ella no llegaba a oír y que no fueron en absoluto ciertas.
Los Xerinacs habían montado una pequeña sucursal franquicia de una conocida empresa de seguros. Llegaron de Lleida con una pena atroz, la de perder un niño, el hermano pequeño de Lucía, a la edad de tres años, y que murió a consecuencia de una enfermedad pulmonar. Llegaron a este puerto para empezar de cero. Y no los miraron con buenos ojos al principio, era fácil interpretar que venían a romper la guitarra de algunas pequeñas corredurías que no contaban con el capital y las posibilidades de la empresa representada por el señor Xerinacs, pero al final esa grandeza fue lo que primó. El dinero lo era todo, y ahorrarlo una virtud que no gozaba cualquiera. Poco a poco, Xerinacs fue copando letras del hogar, de coches, de barcos, de hoteles, de todo tipo de locales y comunidades de apartamentos, seguros de accidente y de vida. Y por cada una de esas letras percibía una pequeña comisión. Y así, letra a letra, fue gestando un patrimonio.
Nadie entendía cómo Lucía había accedido a casarse con el comandante, ya era algo asumido, pero cuanto más tiempo pasaba más extraño se hacía para quien se lo cuestionara. Alguna amiga se había atrevido a preguntárselo en osada confianza, con cautela, y ella respondió de forma tópica, buscando ese universo común al que acuden las mujeres casadas con hombres que no se corresponden con su valía o belleza; Lucía alegó que la hacía reír, y que la enamoró sin más, ciegamente, con locura. Y recordaba con melancolía cómo la rondó, y lo pesado que se hacía para sus amigas. También sus padres asumieron con recelo el consorcio entre su única hija y el entonces capitán de la Guardia Civil, «y además andaluz… y tan mayor para ella». Pero nunca fue el señor Xerinacs alma de ir contracorriente, se limitó a preguntarle si estaba segura de ello, y una sola afirmación de la chica bastó. Tampoco el hombre acostumbraba a gastar chaqueta en verano; el comandante lo toleraba en él y achacaba el descuido a su ascendencia campesina.
Lucía no tuvo demasiadas amigas de verdad en sus años de escuela e instituto; si bien fue una chica muy popular, dada su belleza, siempre actuó con discreción y sumo recato. Sus profesores la recordarán como a una alumna muy válida y aplicada, con un nivel intelectual alto para conseguir cualquier meta formativa que se hubiera propuesto. Por persistencia paterna gozaba de sensibilidad curiosa y afición por la lectura, lo que la convertía en una persona de inteligencia activa y buen nivel de conversación. Pero nada de eso fue aliciente ni impidió que dejara el instituto antes de acabar el COU para casarse con el oficial de la Guardia Civil. Hasta entonces solo había conocido un amante, nada serio, un romance banal que duró pocos meses, con un muchacho de un pueblo cercano. Que ese chico viviera lejos aliviaba el ánimo enrarecido que su existencia provocaba en el cocodrilo. Llevaban catorce años casados y vivían en un pareado en Vilafortuny. Podían disponer de la mejor vivienda de la casa cuartel, pero el oficial quiso alejar su intimidad, ya había decidido que se quedaría en aquel puerto para siempre, más habiéndose casado con una mujer de allí. Pagó la entrada del pareado con sus ahorros y el resto lo liquidó con lo que les fue sangrando a los uruguayos, poco más de quince millones en ocho años. No tenían hijos, siendo los dos aptos para ello, unas pruebas médicas lo atestiguaron. Uno de los sueños no cumplidos del comandante era tener un hijo varón al que inculcarle valores de su ética particular, realizarse como hombre y animal, extenderse a sí mismo a través de alguien que le permitiera perfeccionarse, corregir cadencias y carencias importantes. Y como colofón enseñarle a jugar a fútbol.
Existía bastante distancia cultural entre el oficial y los lugareños, en muchos aspectos no se sentía integrado entre los catalanes, pero la pasión por el F. C. Barcelona lo hermanaba a la mayoría, al menos una vez a la semana. Los días de partido grande bajaba vestido de paisano a la Casa del Mar y allí se fundía con todos. Y estiraba el pie a la caza de cualquier balón que raseara cerca de puerta. Y desde una banqueta de la barra metía la cabeza en los centros al corazón del área. Y todo él era júbilo cuando la bola caía en la red ajena. Y golpeaba el tablero cuando lo hacía en la propia. Se comía el orgullo cuando no había suerte y echaba la culpa al árbitro. Aplaudía el hombro y la espalda de todo aquel que cantara con pasión un gol del Barça, fuera conocido o desconocido, llevara chaqueta o no.
El guardia civil, cuando se casó, pensó que su señora no debía trabajar, pero Lucía era demasiado joven, dieciocho años justitos, demasiado niña para quedarse en casa haciendo coladas. Demasiado cría para cualquier cosa al lado de aquel hombre. Pasó el primer año anclada en el hogar, ya que al cocodrilo no le gustaba ninguna de sus amistades pueriles, y mucho menos la idea de seguir yendo al instituto o a la universidad a rodearse de jovenzuelos de hormonas deschaquetadas desbordando libertinaje. Pero el desencanto por la vida marital amenazó los pensamientos de él al verla sumergida en un aburrimiento impropio de su edad; y como pasaban los meses y no quedaba embarazada, él mismo le sugirió emplearse en la oficina de su padre. El señor Xerinacs no necesitaba otra secretaria, pero tras una conversación seria con su yerno aceptó hacerle un hueco a su hija, quien catorce años más tarde sería una pieza fundamental en el funcionamiento de la agencia.
Hubo tres noches y dos días de tormenta prácticamente continua, y la que cayó el primer lunes de agosto desde primera hora de la mañana fue de una violencia inusual; y por ello no pudo Ignacio ver a Lucía, ya que su marido la dejó en la puerta de la aseguradora cada una de aquellas mañanas.
El martes amaneció radiante, con un cielo despejado y limpio. El mar estaba muy revuelto, con el agua marrón y la espuma gris, se había fijado en ello Ignacio de camino a la oficina, y también vio pasar a las gaviotas en busca de comida tierra adentro. Ignacio salía del apartamento veraniego de sus padres en el Pino Redondo y acudía a trabajar en una Vespa rescatada de sus tiempos de Quadrophenia. Observó algo de revuelo en el puerto, mucha gente apelotonada, pero no le dio importancia. Conducía casi al ralentí mirando al cielo raso y claro por fin. Eran las nueve y ya pensaba en que en una hora, bajo el sol magnífico ya flotando bastante por encima del horizonte, sí podría contemplar a Lucía, verla caminar y oler el perfume con el que llenaba la calle. Pensaba en decirle algo, algo simpático, algo que pudiera detenerla y fijar sus pupilas y los mares que contenían. Pasada esa hora, fumaba impaciente y girándose cada veinte segundos buscando el reloj de pared que había sobre la cabeza de la empleada eterna; pasaban cuatro minutos de las diez y el Patrol de la Benemérita aún no había asomado por la esquina, cosa rara, pero solo eran cuatro minutos. Ignacio acabó el cigarrillo y encendió otro. A las diez y veinte se dio por vencido y volvió a su mesa, junto a la contable. Lo que Ignacio Robles desconocía era que el comandante no había acudido a recoger a su esposa para ir a almorzar, por lo que difícilmente la podía dejar en la esquina.
Estaban de veda las barcas de arrastre, no así los pequeños barcos de redes, pero no todos salieron aquella mañana, solo los que lo hicieron antes de las seis y cuarenta. A esa misma hora, la misma a la que estaba sonando el despertador del cocodrilo, un cuerpo inerte flotaba en el agua revuelta y entraba en el puerto, arrastrado por el oleaje leve junto a algas y otros restos de la marejada. Lo descubrieron dos pescadores que salían en una embarcación pequeña, lo retuvieron con el gancho del barco, no se atrevieron a sacarlo. Estaba boca abajo, tenía algunas ropas rotas y se le veía parte de la espalda; estaba completamente azul e iba descalzo del pie derecho. Los pescadores llamaron por radio a Marinería y desde allí se comunicó el suceso a los municipales y al cuartel de la Guardia Civil.
—A sus órdenes, mi comandante —dijo el ordenanza, como cada mañana al acceder el oficial al 4L—. Nos esperan en el puerto, señor. Ha aparecido un muerto flotando —apuntó tras el saludo.
El oficial lo miró con asombro a la vez que asintió con la cabeza, algo consternado por la noticia. Ya habían sacado el cuerpo cuando llegaron. Allí había una ambulancia con dos enfermeros, tres municipales y dos parejas de guardia civiles, además de un montón de curiosos y algunos turistas que volvían en autobús de las discotecas tardías y que, según bajaban, se iban apiñando ante la escena. Los guardias civiles no sabían muy bien qué hacer, ni los municipales tampoco, aquel era un hecho excepcional. Llevaba la voz cantante un teniente, quien trataba de disolver a los curiosos y, acompañado por un subalterno, quería trazar un perímetro con un rollo de cinta que nadie sabía con claridad dónde fijar; lo hicieron del parachoques de la ambulancia al del SEAT Ibiza de la Municipal. El cuerpo lo habían dejado en la atarazana y yacía totalmente cubierto por una manta térmica de la ambulancia. El teniente se acercó al comandante al verlo bajar del coche, colocarse la gorrilla y avanzar.
—A la orden, mi comandante —saludó con rigor el teniente Ramírez. El oficial se limitó a agitar la cabeza un par de veces rápidas mediadas por un pestañeo—. Es un chico joven. Uno de los pescadores lo ha identificado como el Bocachancla: José Ángel Hidalgo, con residencia en la calle Colón; estuvo detenido en el cuartel, hará año y medio, por una agresión en el pueblo. ¿Lo recuerda? —prosiguió Ramírez. El cocodrilo asintió—. Sus abuelos denunciaron su desaparición el domingo a primera hora, cuando usted estaba almorzando. Estamos esperando a la judicial.
Al comandante le molestó el matiz respecto a su almuerzo, pero no le dio importancia, no en ese momento.
—Está bien —apuntó, y avanzó entre la gente hasta alcanzar los pies del cadáver, lo rodeó y se agachó a su lado.
Descubrió el cuerpo apartando la manta, observó la cara inflada y azul, los ojos fuera de órbita; la camiseta rasgada; le faltaba la bamba derecha. Apartó la vista pronto, se quitó la gorrilla y se pasó la manga por la frente y la calva. El cocodrilo era un hombre con mala sombra pero muy respetuoso con las leyes de Dios. Se santiguó después de volver a tapar el cadáver del Bocachancla. Luego se levantó. Era un tío muy rollizo.
—A tomar por culo de aquí —gritó, haciendo un aspaviento, con violencia, y caminando hacia los curiosos—. ¡Ramírez! —volvió a gritar.
—A la orden, señor.
—Que se largue toda esta gente.
—Con el debido respeto, llevamos un rato intentándolo, pero no es fácil.
—Como si hay que liarse a tiros. ¡Que se vayan!