5
Muchas tardes salían de la autopista un Peugeot 405 amarillo y un Subaru Impreza azul, ambos con matrícula de Castellón. Y pasaban rápido por delante del polígono. Los veían pasar los chavalines que lijaban en el portalón de la carpintería. Los dueños de aquellos vehículos que volaban hasta el cruce de la nacional y torcían a la derecha regentaban un club de prostitución y andaban en tratos con los uruguayos. A esos tipos los tirotearán años después, será de madrugada, cerca de la playa de los Suizos. Y la plata, el club y los coches los heredará una brasileña, la mujer de uno de ellos y sobrina de un comisario de São Paulo. Los pistoleros que harán el trabajo ya estarán volando rumbo a Sudamérica cuando la policía encuentre los cuerpos acribillados. Eso me lo contó una puta deslenguada, no hace tanto; me lo contó susurrando pero sin tapujos en la misma barra del bar de los uruguayos.
Era media tarde del martes cuando llegamos a los recreativos, y allí estaban los mellizos; nos miraron mal nada más traspasar la puerta. No nos molestaron, ni siquiera nos dirigieron la palabra al llegar. Dejaron que ocupáramos un futbolín. Todo el mundo hablaba de lo del Bocachancla. Todo el mundo menos nosotros. Los mellizos se acercaron pasados unos minutos, se acercaron lentos, musitando algo entre ellos: puede que mascaran cómo y qué querían transmitir: «De lo del otro día, ni mu. ¿Queda claro?», dijo el más alto de ellos. Habló flojo y despacio. Esbozó una mueca bonachona al tiempo que ambigua. Y todos sentimos algo de miedo mientras afirmábamos con gestualidad. A la vez, y sin decirnos nada, nos dimos cuenta de que empleó un tono benévolo, quería intimidarnos pero no que nos cagáramos encima. Tardamos unos días en volver a La Estrella, puede que fuera miedo, pero cuando lo hicimos se nos recibió con amabilidad inusitada. Nos vieron pasar las hijas de Méndez a la vuelta. Vieron pasar también a su padre: iba el gallego camino del puerto, aunque no a trabajar, seguramente iba a ver a una querida. El caso es que al pasar por la línea de barcas vio a un hombre joven de unos veintitantos años parado ante su barca y observándola. Sostenía una carpeta y unos folios en los que hacía anotaciones constantes, y daba pasos largos en varias direcciones.
—Que coneix l’amo d’aquesta barca? —preguntó el tipo al ver a Méndez. El gallego lo entendió. Hacía años que entendía bien el catalán, pero se hizo el tonto.
—¿Qué? —preguntó.
—¿Que si conoce al dueño de esta barca?
—Sí. Soy yo. ¿Qué pasa? —farfulló.
—Mire, me llamo Albert, soy de la Comissió de comprobació i registre d’embarcacions de la Generalitat de Catalunya. Le hemos enviado una carta. —El gallego negó con la cabeza—. Señor Méndez, ¿no? —preguntó el chico, después de mirar sus papeles.
El pescador asintió por esta vez sin mucha decisión, al tiempo que clavaba una mirada profunda y amenazante con la esperanza de que se dejara de hostias y se largara de allí. Pero eso no sucedió.
—¿Me enseña la documentación del barco, si es tan amable, por favor?
El gallego torció el gesto un instante, luego reaccionó y saltó a bordo. El empleado de la Generalitat aprovechó la acción y también abordó la barca, y siguió tomando medidas ya con una cinta métrica. El pescador salió del puente con una carpeta de cartulina azul y mala cara, la abrió y desbarató un montón de papeles tratando de generar confusión, pero el funcionario caló a la primera el pliegue que requería.
—Esto es —dijo arrebatándole las hojas que demandaba—. Pues no. Nuestro registro está bien, pero no puede ser —apuntó el chico.
—¿A qué te refieres? ¿Qué hostias pasa ahora? A ver…
—Pues que esta no es la barca.
—¿Cómo? ¿Cuál?
—Pues la suya… La suya tiene al menos tres metros más de eslora y casi dos de manga… No es la misma barca.
—¿Cómo no va a ser…? Si siempre lo fue, carallo. Tú no estás bien, chaval.
—No, no lo es. La suya es más grande.
—¿Cómo? Pues mejor para mí, hombre.
—Pero ¿no entiende? Que esta barca no se corresponde… Vamos a ver: en los papeles dice que fue construida en San Antonio O Grove, en el año 1934, con unas medidas de…
—Pero, hombre —interrumpió el gallego—. No me jodas, hombre… En San Antonio O Grove, en el 34. Mi madre… Lo mediría un viejo hasta el culo de orujo… Igual lo midió con un palo. Vete a saber… Pero el barco es el mismo… Mira, no me joder con hostias, ¿eh?… No me joder… Mecagüenlaputa… No me joder…, que me puedo cagar en Dios bendito, si hace falta…
El tipo lo miró extrañado, y Méndez se dio cuenta de que lo había hecho dudar.
—No se altere, hombre. A ver… ¿Quiere decir que es un error? Se me hace raro, la verdad —aclaró el chico.
—Tú verás… No hay otra… Mira, la barca es la que pone ahí, eso te lo puedo jurar por lo que quieras. Que esté mal medida es otra cosa… Pero digo yo que habrá alguna forma de poner todo esto en orden, carallo… Que se equivocaron, o lo que sea, porque a mí me va la vida en esto, chaval…, y tiene que ser un fallo de lo que sea…, que es lo que es, porque la barca es la misma, eso tenlo por seguro, hombre.
—Bueno… Se puede poner como una rectificación, siempre que se tratara de un error…
—Pues claro. Anda, rectifica ahí lo que es…, lo pones y ya está. Yo quiero que esté todo como dice la ley, ¿entiendes?
—Bueno, habrá que tramitar una documentación nueva, claro…
—¿Y cuánto me va a costar eso?, porque oye…
—Pues…, tratándose de un error, solo el gasto burocrático. Unas trescientas pesetas.
—Pues nada, hijo, yo lo que sea... Yo con lo que diga la ley, todo en orden, que si no luego hay problemas.
Méndez acompañó al tipo hasta el coche y lo despidió con mucha dulzura, ya no existía la mirada penetrante que pretendía acobardarlo, sino un destello que quería parecer muy humano, unos ojos lánguidos como de animal abandonado. El pescador borró el velo lacrimoso y retornó a la barca a guardar la documentación. Al volver a la peana del puerto, halló ante sí a un perro de talla media, un samoyedo de pelaje blanco y sucio que lo miraba con el mismo candor afectivo con el que él había mirado al funcionario de la Generalitat. El gallego le hizo un mimo y un par de gracias antes de marchar y retomar su destino. El perro lo siguió hasta el final del embarcadero y luego se sentó; Méndez se giró un par de veces para mirarlo y oteó alrededor pensando de quién podía ser. Allí seguía el perro a la vuelta del gallego, cuando ya había caído la tarde. El animal levantó la cabeza y siguió el recorrido del pescador, que no se detuvo, ya que llegaba con mucho más retraso de lo que había advertido en casa. Captó el chucho una fragancia dulce y fresca, un aroma a mango y menta que se desparramaba por el cuello y los brazos del hombre y que no era sino el efluvio de su amante. A la mañana siguiente, cuando iba a faenar, el perro seguía allí, y a partir de entonces se convirtió en el perro de Méndez. Se pondrían contentas sus hijas, aquella tarde, al ver regresar a su padre con el animal, al que pusieron el nombre de Luther.
A pocos metros del puerto, con el sol ya oculto tras los edificios, en la plaza Catalunya, Lucía Xerinacs tomaba una caña de cerveza con una amiga. Hacía tiempo mientras esperaba a que llegara su marido; habían quedado en cenar fuera esa noche.
Ignacio Robles apareció en la plaza, desembocando desde la calle Consolat de Mar, pasó por delante de la zapatería en la que trabajaba Almudena y le miró los muslos mientras la chica estaba subida en un taburete atrapando las cajas altas de una estantería; Ignacio se había fijado en ella otras veces. Almudena había perdido el fulgor infantil, ya era una mujer. Robles se dirigía a comprar tabaco. Lucía estaba sentada en la terraza del Blau y lo vio pasar casi ante ella; no le dijo nada, ni a él ni a su amiga, pero lo siguió con los ojos, entre la gente, hasta que atravesó el umbral del estanco. La fijeza visual fue tan intensa que la amiga, mientras le hablaba, se volvió intentando adivinar qué atrapaba su atención. Al perderlo de vista, Lucía retornó los ojos a la cháchara y ninguna de las dos dio importancia a la distracción. Y continuaron hablando con normalidad. El parlamento divagaba banal y falto de sustancia entre todos los quehaceres que implicaban los dos hijos de la amiga de Lucía, que se llamaba Silvia. Ignacio no la vio al pasar, y fue extraño, porque no había nadie en la plaza que no se hubiera fijado en ella. Se oía un cotorreo revoloteando; cientos de conversaciones tan banales o más que la que las dos amigas mantenían. Palabras arrastradas por la necesidad de decir algo, cuando la mayoría preferirían estar en silencio mientras el calor perdía intensidad. Y muchos y muchas, en aquella plaza, se preguntaron en silencio, para sí mismos y a la vez que mantenían aquellas charlas insulsas, quién era aquella rubia despampanante con aspecto de princesa, esa suerte de Margaux Hemingway. Algunos creían que les sonaba de la tele, o que era modelo de alta costura, o la amante de un naviero ruso, o todas las cosas a la vez. Pero ninguno que no la conociera habría apostado nunca, ni cinco duros, a que se trataba de la esposa del comandante en jefe del cuartel de la Guardia Civil.
Lucía escuchaba con una mezcla de melancolía y aburrimiento cómo su amiga le contaba anécdotas de los niños: algunas travesuras, momentos de histeria y acumulación de estridencia, e instantes de ternura conmovedora; nada que no hubiera oído antes en boca de otras personas. Silvia era una de esas madres explicando batallitas cotidianas con un halo de felicidad en torno a la cabeza, con una sonrisa grande, y litros y litros de baba desparramándose por su barbilla y reluciendo en su pecho. Lucía atendía con muestras de expectación, más de la que en realidad tenía por cada historieta que le era transmitida con todo lujo de detalles y matices. Y sí, sí se manifestaba en ella el deseo de ser madre, pero afloraba en otro contexto, y en otras circunstancias, y casi siempre a solas, en una sordina dispersada por sondas inaudibles, un rumor vago en la parte baja de las sienes, algo parecido a ganas de amar pero con la distensión de no saber el qué; la falta de algo sutil y efímero como el recuerdo de un despiste sin importancia, como algo que sencillamente no pasó.
Lucía Xerinacs miró un par de veces el reloj, algo cansada de explicaciones más propias de la nanny de un barrio noble de Londres que de la mujer de un electricista. Miraba la hora comprobando que su marido se retrasaba, y eso daba a entender que algo había dilatado la rutina del cocodrilo. La abundancia de gente en la plaza y la cantidad de personas que se amontonaban en el mostrador del estanco hicieron que Lucía olvidara por completo la presencia cercana de Ignacio. Él la vio nada más salir a la calle, esa vez sí. Estaba allí, radiante e invocadora, con el pelo sedoso que le caía por los dos lados del rostro, coronado por las lagunas azules, la rectitud perfecta del tabique que desembocaba en una nariz redonda, de la dimensión exacta para los pómulos que ascendían ligeros cuando sonreía. La vio Ignacio, y caminó hacia ella con decisión, con ganas de traspasar el primer hielo de cuantos tuviera que romper. Y aunque decidió ser cauto cuando echó a andar, sí que pensó ser lo suficientemente sublime como para que ella pudiera dar alguna señal de qué buscaba en realidad: ¿qué quería? ¿Hasta dónde estaba dispuesta a llegar?
Ella no se percató del momento en que él salió del estanco, ni cuando arrancó a caminar en su dirección. Lo recibió visualmente a un par de metros de la mesa y vio tal ímpetu en su cara que la de ella quedó con gesto de pasmo, con la boca a medio cerrar y con una frase por concluir.
—Buenas tardes, Lucía. Soy Ignacio Robles, de la inmobiliaria. Nos hemos visto alguna vez, y he querido pasar a saludarte —profirió el tipo, con un aire de otro tiempo y menos chulería de la que en él era usual a la hora de dirigirse a cualquier mujer.
A Silvia no la miró, y eso no fue extraño para ella, como no lo hubiera sido para nadie estando Lucía en la misma mesa. Pero sí sintió Silvia una mano fina de barniz cubriendo los dos mares que su amiga tenía en la cara, vio cómo juntaba los labios y pasaba la lengua entre ellos, con inquietud interior y cierta parálisis física, sin dejar de mirar fijamente al hombre. A él, el silencio corto que se produjo lo puso nervioso. Fue breve, ese silencio, pero a Silvia le bastó para observar un brillo parecido al de los ojos de Lucía en la mirada de aquel tío, quien le resultó sumamente atractivo. «Eres una guarrona y estás colada por él…», se dijo Silvia a sí misma. Pero no habló, calló atenta a los síntomas, esperando a que cualquiera de ellos se manifestara de alguna manera. Fue Lucía quien rompió el mutismo que acercaba conversaciones de otras mesas.
—Hola. Encantada —alegó, estirando la mano sin levantarse.
Ignacio la tomó con euforia y mucho cuidado, como si recogiera una escultura de charol. Con entusiasmo, deslizó los dedos unos milímetros, frotando la piel con sus yemas de manera leve, casi imperceptible, y luego agitó la suya, prendida a la de ella, un par de veces, de abajo arriba, y la soltó, también con cautela. Lucía sufrió un estremecimiento que respingó el bello rubio de sus brazos. Esa cadena de movimientos estremecidos fue llevada a cabo por ambos sin dejar de mirarse a los ojos. Y en ella, Silvia pudo ver cuanto quiso, y seguramente vio mucho más de lo que habría querido ver otra persona.
Una tos se agitó tras el vacío que había en el aire, la tensión era tan alta que ninguno vio aproximarse al comandante, ya vestido de paisano y con el poco pelo que le quedaba todavía húmedo. Respaldó la carraspera con un «Buenas tardes» y agitó la cabeza en señal de reverencia buscando los ojos de su esposa, y luego repasó la figura estilizada de Ignacio Robles: «Hola», le dijo el comandante. A Silvia ni la miró, ella observó toda la escena desde fuera, sin ser capaz de analizar nada de lo que había pasado. Lo haría después, y a solas.
—Soy Ignacio Robles. Mucho gusto, señor.
Ambos hombres se estrecharon la mano rígidamente. El oficial lo miró como solía mirar a los hombres que no conocía y no llevaban chaqueta. Ignacio sintió turbación ante la estampa del cocodrilo, que era más alto, más grande y más gordo, y tenía los brazos fuertes, y unos ojos negros, sureños, muy profundos. El chico apenas aguantó la mirada unas décimas de segundo. Luego se despidió de forma global y mucho más desinflado que cuando llegó. De todo eso también se dio cuenta la amiga, de eso y de las vibraciones temerosas que Lucía desprendió mientras los dos hombres compartieron su espacio visual. Silvia se despidió a los pocos minutos de desaparecer Ignacio, se excusó alegando lo tarde que era, y dijo algo acerca de sus hijos. Pero no se fue directa para casa, antes pasó a ver a otra amiga, intrigadísima por saber quién era aquel chico tan apuesto y guapo de barba perfectamente recortada.
El comandante acabó la caña que había pedido al sentarse, se sintió bien por la bajada de la temperatura; controló muchas de las miradas furtivas que algunos hombres arrojaban sobre su señora, pero no les dio importancia, también él estaba acostumbrado a eso.
Horas más tarde se encontrarán sentados en la terraza del Temps, ya habrán tomado café y él disfrutará de un whisky con hielo. Estarán alejados del tumulto, con las olas rizándose a pocos metros de ellos. Y él le preguntará a Lucía: «¿Quién era aquel hombre de barba?». Lo preguntará de manera leal, sin celos ni ganas de investigar, simplemente se habrá acordado en ese momento.
Habían pasado la cena hablando del viaje a Córdoba, en septiembre, como cada año. Él no había parado de dictar, de encadenar quehaceres y mandatos como si fueran las siete y diez de la mañana y acabara de entrar en la comandancia. Ella lo miraba embelesada, con los brazos cruzados sobre el mantel. Lo miraba con placidez y cariño. Lucía estaba habituada a que él lo organizara todo e hiciera cumplir sus cuadrantes, había algo de comodidad en ello, la relajación de no tener que pensar y la ausencia de responsabilidad ante cualquier determinación mal elegida. Solo tenía que cumplir con eficiencia lo que le fuera encomendado, y lo cierto era que el oficial nunca fue demasiado estricto ni la cargaba de mandados, con ella era mucho más indulgente de lo que era con el resto de personas. Hacía años que insistía en contratar a una mujer para que limpiara en casa a diario, y planchara, e hiciera todo lo que hubiera que hacer; y no porque Lucía no llegara a cumplir sus expectativas domésticas, que lo hacía con creces, sino para que ella gozara de tiempo para no hacer nada; y que pudiera ejercer mando sobre alguien y así expresar su liberación, como los venidos a más; cierto es que él no era muy diferente de ellos. Lucía Xerinacs siempre había rechazado la idea de tener una empleada fija metida cada día en casa. Sí aceptó que una señora acudiera cada jueves y limpiara los cristales, y sacudiera las alfombras, y sacara el polvo, y rascara la grasa de la cocina. Y no sería justo para con Lucía no comentar que en incontables ocasiones se remangó y ayudó a la mujer tratándola con toda la dignidad con la que se trata a un compañero. Esa mujer me habló de Lucía con suma ternura, no quiso que le pagara el café que tomó cuando nos vimos y me pidió por favor que no escribiera su nombre.
Ella lo miraba con ternura mientras él daba sorbos muy cortos del vaso de whisky con hielo, lo miraba con el aplomo de los años compartidos, entendiendo sus cavilaciones y cada decisión tomada. La noche era negra, sin luna, y las estrellas brillaban con fuerza. Los violinistas del restaurante danzaban entre las mesas y sus músicas alejaban el murmullo del resto de clientes. Lucía había estado atenta en todo momento a la programación que su marido exponía, había compartido y secundado todos sus motivos, y concluido algún apunte: pequeños matices que él había descuidado, como hubiera hecho un buen ordenanza. Lo miraba con devoción, con respeto y amor; claro que sí, con amor verdadero. Y no había vuelto a pensar, en absoluto, en Ignacio Robles; no lo había hecho hasta que el comandante preguntó por él. No hubo malicia interrogativa en sus palabras, pero sí encontró el guardia civil síntomas de atoramiento en ella: las facciones preciosas parecieron arrugarse y la boca se le cerró en un movimiento lento, y necesitó tragar saliva; y sus ojos perdieron brillo, la parte negra creció sobre la azul; y necesitó mover los brazos y las manos llenas de calambres; y sintió un vahído en el vientre, un vértigo sofocante que solo empujaba silencio. El cocodrilo notó todo eso: «¿Te encuentras bien?», preguntó, con amabilidad, preocupado. Y sí que corrió por su córtex un instinto celoso, y más que instinto, una intriga por la reacción, la misma o parecida a la que había visto miles de veces en muchos hombres, mujeres y niños a los que había efectuado preguntas incómodas. Pero de la misma manera inconsciente decidió no querer dudar, y el estímulo pasó de largo como un rayo instintivo, sin permitir que él se detuviera a pensar si realmente el desagravio fisiológico era una casualidad respecto a la pregunta.
Lucía aprovechó la inquietud por su estado y la segunda interpelación: «No —respondió—, me ha dado un mareo». Vació la copa de agua que había ante ella. Se echó la mano al pecho y hundió la barbilla en el cuello, suspirando un par de veces. Se pasó los índices por los ojos y las palmas por la cara. Se disculpó antes de levantarse y acudir al baño. Ya en soledad, se sentó en el váter, volvió a respirar afligida y el vértigo no resuelto la llevó a soltar unas lágrimas que descendieron silentes por su hermosura. Y se preguntó por qué lloraba, y sintió miedo, y mucha incertidumbre por no saber por qué lloraba, ni qué le pasaba desde aquel maldito desvelo. «Solo fue un sueño», se dijo. Salió a una antesala en la que había un lavamanos con toallas violetas de algodón rizado, húmedas y calientes que olían a lavanda, enrolladas en una pirámide junto a un cuenco de jaboncillos embolsados. Se lavó la cara y se miró en el espejo, se advirtió un tono lechoso en el rostro y el cuello, se miró unos segundos y se maldijo a sí misma por haberse dejado llevar en una fantasía incubada sin intención, y por haberse permitido coquetear como lo había hecho. Se sintió culpable. Se armó de valor y se dijo que amaba a su marido, que no quería otra cosa que no fuera estar con él. Se palmeó la cara con las manos mojadas, y se habría arrancado la cabellera si eso le hubiera garantizado extraer a Ignacio de su mente. Salió del baño tan pálida como cuando entró; caminó con pausa entre las mesas y vio al dueño del restaurante hablando con su marido. Vio el platillo con la factura y las tres monedas de cien pesetas que el comandante había dejado de propina. Llegó a la mesa y el oficial se levantó interesándose por su estado; también el restaurador se preocupó.
—No ha sido nada, solo un mareo —alegó ella con una sonrisa forzada.
De camino al coche prendió el brazo del comandante.
—Ya estoy mejor —le dijo, deteniéndose y pasando a agarrarlo por las solapas de la chaqueta; se puso de puntillas frente a él—: ¿No tienes calor? Ah, ya, eres un hombre decente —sonrió.
Luego se besaron. Fue un beso largo con mucha más intención que fogosidad, un beso que enlazó con otro sin que el aire atravesara sus bocas, besos muy mojados y continuos en los que ella atrapó todo el aroma del whisky que encontró en el paladar del cocodrilo. Él la abrazó y corrió las manos grandes por su espalda, la engarzó con sus brazos recios y vividos, la apretó y le palpó el culo, tentando el pedazo de mujer que poseía, y lo hizo con emoción; aunque no sin extrañeza. Hacía mucho que no se besaban de aquella manera. Se sintió aliviado, a gusto por la proximidad del viaje. Y quiso olvidar por un rato, durante lo que quedara de noche, la rutina y las horas. Y se arrastró por el éxtasis húmedo que envolvía su lengua ante la cadencia de las olas que seguían rizándose cerca de ellos. Lucía buscaba que la incandescencia sexual la alejara de lo que no deseaba. Deseaba eso y ninguna otra cosa.
Ya en casa, en el dormitorio, y prácticamente nada más llegar, ella volvería a buscar intenciones capaces de arrastrar impulsos fogosos. Se lanzó de rodillas antes de desvestirse, se arrojó ante el comandante y su desconcierto, le desabrochó los pantalones y atrapó su pene con la boca, y lo puso duro; puso pasión y deseo al hacerlo; lo cercó con labios y lengua y lo agitó con una multiplicación del ansia inundada con la que se habían besado antes. Le comió la polla como no se la había comido nunca. Él jadeó exaltado y algo tenso. Sorprendido. Sus escamas se erizaron y rugió su interior saliéndole de la garganta. Y abrió lo ojos, y ella lo estaba mirando desbocada, y él volvió a cerrar la vista alentado de placer. Parpadeó emitiendo sonidos guturales y arrugados, y giró la cabeza y atisbó la habitación: la cómoda de nogal con patas labradas y espejo brumoso en el que observó el reflejo de la cabeza de su mujer, y se vio a sí mismo entrando y saliendo de su boca, y vio la lengua que lo había besado circuncidar su prepucio y descender hasta arrastrarse por todos los pliegues del escroto. El comandante miró a su alrededor y vio el cuadro de la virgen del Pilar con el lema «El honor es mi divisa», y el retrato de su madre junto a su primer tricornio y la estampita de santa Ana. Y el rosario de roble. Y la placa conmemorativa por los veinticinco años de servicio. Y nada de lo que lo rodeaba, ni el cristo redentor, ni el uniforme sobre el galán le hicieron sentirse sucio, aunque aquel no fuera el sexo que estaba acostumbrado a mantener en la intimidad de su dormitorio. Ese tipo de relaciones solía tenerlas en otro lugar. Con Lucía, hasta esa fecha, siempre conservó un tono pulcro y pudoroso, sin demasiadas babas ni palabras extremadamente morbosas. Se la chupó aquella noche su mujer mucho mejor que ninguna de las putas del bar de los uruguayos los días de cobro. Y nunca pensó que eso pudiera ser así.
—Quítate la chaqueta y fóllame —le dijo Lucía, después de subirse el vestido.
A la misma hora y envueltos por un rumor de grillos similar, en la urba también tenía sexo Carlitos con su nueva novia, y lo hacía con algo de violencia, como si se fuera a acabar el mundo. La envestía con fuerza, como si no fuera a hacerlo más, que sí que lo haría pero por poco tiempo. Aunque eso aún no lo sabía la chica. Ella se llamaba Iris, tenía la cabellera castaña, aclarada por el sol, y le descendían desde la raíz unos tirabuzones de una redondez perfecta, una duplicación de rizos en cada mechón se le desencadenaban esponjosos como cascadas hasta los hombros llenos de pecas y sonrojados. Tenía los ojos azules, muy claros, casi grises. Se agitaban los rizos y los pechos de Iris con los empujones de su amante. Estaba tumbada boca arriba y hacía pocos minutos que había alcanzado la culminación, de hecho era la segunda vez, y no se veía con fuerzas para una tercera; deseaba que Carlitos terminara cuanto antes para sacárselo de encima y tirarle a las dos rayas gigantes que había sobre el escritorio y que él había dejado preparadas «para después de follar», eso es lo que dijo.
Iris se distrajo contemplando la habitación, el dormitorio más grande de un chaletazo de ochenta millones de pesetas sin incluir el precio de la parcela; piscina, garaje para cinco coches y trescientos metros cuadrados de jardín. Observó con distancia la librería lacada en color crema y que abarcaba de suelo a techo y que contenía cantidad de libros de los que ella tuvo la sensación de que Carlitos había leído muy pocos; repasó las chorradas ordenadas con cuidado, seguramente durante años: el banderín del Real Madrid junto al póster de Butragueño; los caballeros del zodíaco perfectamente armados y conservados, expuestos al lado de una colección de miniaturas de Ferrari; el globo terráqueo con relieves enchufado para hacer luz ambiente; las entradas del concierto de Extremoduro clavadas en un corcho con chinchetas, y las pegatinas de No Fear, Lonsdale y Garibaldi. La tele conectada a la consola último modelo; el equipo de música forrado también con pegatinas: Front 242, Florida, Level, Chocolate, todas pegadas con orden y detalle, con cuidado y creatividad, con la disposición y el rigor que tenían todas las cosas desplegadas en aquella casa. Iris, cuando no tenía a Carlitos envistiendo sobre ella, abría los armarios para aspirar el olor a suavizante de las toneladas de ropa bien ordenada con mimo por una chacha nicaragüense. Cuando Carlitos se ausentaba del cuarto para ir al lavabo o iba a la cocina a buscar cerveza, ella se dejaba ir por los pasillos a admirar el espacio iluminado por una luz natural que entraba a borbotones por ventanales y tragaluces estratégicos y que regaba el buen gusto de los cuadros, del mobiliario con macetas de porcelana y tallos de un verde inmaculado. Ella se asomaba sigilosa por la segunda planta y entreabría las puertas del salón para mirar los sofás de piel y la chimenea, y la mesa de caoba trabajada con encastes de raíz de cerezo y nácar, las sillas a juego acolchadas con una tela de raso blanco roto, como el tono de las paredes; y la lámpara de bronce con lágrimas de cristal y doce bombillas, rodeada por una moldura de escayola con el mismo relieve que las cornisas de los muebles altos.
Iris era de Reus, pero no era una burguesita ni mucho menos; ni siquiera llegó en una nube, seguramente la recogieron en el parking de cualquier discoteca. Era de un barrio periférico, de un barrio sin muchas aspiraciones, de un reducto de casas pequeñas y oscuras, que no olían a vainilla ni a campos cantábricos; la casa de Iris olía a humedad y a coliflor hervida. Pasarán unos días hasta que Carlitos la deje por otra, pasarán unos días y algunos polvos más; algunos gramos y un par de fiestas.
Iris provenía de la periferia de la periferia, de un arrabal de extrarradio con nombre de santo y que no era más que un eufemismo urbanita; un tampón burocrático. Se trataba de un semillero de paro y brumas grises reafirmadas por las chimeneas de la petroquímica, las cercas ferroviarias y el cinturón interurbano. Ahí creció la chica, en un reducto marginal de gente sin raza, traficantes y delincuentes. Un lugar en el que había tipos con nombres como el Morgan y el Cápsula, y que abandonaban los coches robados en las pistas de baloncesto, y que atracaban comercios y farmacias. A veces entraban en el barrio a toda prisa y dejaban el coche de turno en mitad de la plaza para salir por piernas, y segundos después irrumpían varios coches patrulla derrapando con las sirenas encendidas y empezaban a pedirle la documentación a todo el mundo. Y algunas mujeres, en esa misma plaza y después de marcharse la policía, retornaban para seguir vendiendo caballo como si nada, como seguían los chavales su partido de fútbol. Ahí creció la nueva novia de Carlitos, y puede que ella no fuera camino del culo del mundo, puede que fuera la única que estuviera de vuelta.
Pasarán años y tiempo, y esa misma chica, Iris, tendrá problemas de adicciones (si es que no los tenía entonces); tendrá problemas y se prostituirá. Esa chica, Iris, pasados unos años, aparecerá dentro de un contenedor, parcialmente mutilada y calcinada. A Iris la asesinará un hombre, un hijo de la gran puta. Será en un piso, en la periferia de su Reus natal, no muy lejos del barrio que la vio crecer. Su asesino intentará descuartizar y quemar el cadáver. Y acabará en la cárcel, como los tipos que iban al culo del mundo. Y como los colombianos de Tarragona. Eso no me lo contó nadie, lo leí en el diario, años después, tomándome una cerveza en el bar del Monti. Me quedé helado cuando me dijeron que era ella, Iris, la que una vez fue la nueva novia de Carlitos.