13

Silvia volvió a ver a Almudena hablando con Ignacio en la puerta de la inmobiliaria Robles, y no pudo contener el impulso de espiar desde la distancia; percibió el coqueteo entre ambos. Almudena ya se iba, y Silvia, al observar la despedida, y puede que por despecho, arrancó a andar hacia el establecimiento de Ignacio. Él, al verla acercarse, demoró con intención su quehacer quedándose en la puerta a la espera, se mostró pusilánime, ya que las pupilas de ambos habían coincidido, y a él le pareció demasiado grosero ignorarla, que era lo que en realidad le hubiera gustado hacer. Se miraron con melancolía, sintiéndose culpables por la misma frialdad etérea que sus ojos desprendieron: en los de ella habitaba más rencor, y en los de él era mayor la cobardía. A Silvia la invadió una sensación temerosa a la vez que algo de placidez, como si volver a sentirlo cerca le debilitara el espíritu y el embrujo perdurara, y existiera la posibilidad de poseerlo de nuevo, de asumir el error como un receso, y vuelta a empezar. Para Ignacio, en su instinto y en ese momento, solo concurría pesadez, un nudo incómodo pleno de piedad y sensaciones mezquinas. Pero esos pálpitos flotaron durante poco tiempo. La dignidad más sórdida hizo añicos el espacio que se fue comprimiendo aplastado por los pasos seguros de ella. Y revoloteó la triste verdad de cada uno, y como cetreros experimentados controlaron el escalofrío y se exigieron indiferencia. Los separaba un mismo espejo que devolvía un desasosiego similar. Ella era presa del pánico por la ignorancia sobre lo discreto que él pudiera haber sido respecto a comentar su desliz. A Ignacio Robles le carcomía la parte baja del estómago el miedo de pensar en cómo habría interpretado ella lo sucedido. «¿Sería capaz de contárselo a alguien?», se preguntaba inquieto, inmóvil ante el advenimiento. Robles era consciente de que la relación sexual mantenida con Silvia había sido algo atípica; su conciencia burguesita era capaz de admitirse un esqueje sádico, y aceptar un halo de abuso, y que por otro lado (en esa misma conciencia) su temple caprichoso se justificaba sin complejos, y hacía responsable a la bebida y la farlopa. «Pero ¿qué pensaría cualquiera si era ella quien lo explicaba, si se malinterpretaba lo que había pasado? ¿Qué pensaría Lucía, si se enterara?», se cuestionó el tipo, impasible, y sin ser muy capaz de adivinar por dónde iba a salir ella, que seguía avanzando impermeabilizada por una pátina de seriedad mucho más gruesa que la que él pretendía aparentar. Y Silvia pudo contemplar esas inquietudes, y la percepción la hizo sentirse emocionalmente superior a él en ese momento, y creyó estar contemplándolo desde arriba; palpó la falta de impulso tras los ojos brillosos, que por primera vez veía asustados, y hasta la barba parecía ser menos lustrosa, peor recortada. Vio en él la incertidumbre que su seguridad provocaba, y se dio cuenta de que hasta entonces lo había enfrentado con evidente sentimiento platónico, y que él había actuado en consecuencia. Entonces supo y tomó razón de que siempre había permanecido bajo la suela de sus zapatos de cuarenta mil pesetas, de donde solo salió para ser follada y desparramada por la espalda. Sintió un vacío sinuoso e inacabable, un vértigo estomacal profundo y el desplome de los músculos. Se asimiló más tonta de lo que realmente era. Y puede que lo fácil para ella hubiera sido romper a llorar, quizá eso hubiera ablandado el callo cardíaco de Ignacio Robles. Puede que todo hubiera sido diferente sin aquella tarde, pero eso valdría decirlo de cualquier instante. Del mismo modo que Silvia pudo ver en los ojos de Ignacio, él lo hizo en los de ella. Y en ellos quiso ver que era una pájara como tantas, que no significaba nada que no hubieran significado otras muchas con anterioridad, pero Ignacio Robles también pudo sentir que esa pájara estaba más herida que ninguna de cuantas hubiera visto jamás. Y puede que lo más humano, por parte de él, hubiera sido afrontarla con humildad, y mostrarse avergonzado por el abuso y tratar de ganar un perdón o, por lo menos, el consuelo interior del intento. Pero la vanidad y sobre todo el miedo a que ella se hubiera sentido forzada y fuera capaz de manifestarlo, o incluso denunciarlo, le hicieron henchirse. Y estuvo Ignacio lo bastante lúcido como para pensar que de querer denunciarlo ya lo habría hecho. Y pensó que, quizá, podría querer dinero por no hacerlo. Y lo único que tuvo claro su alma caprichosa fue que ella venía demasiado altiva, que traía los ojos enrojecidos y, fueran cuales fueran sus intenciones, no le iba a permitir cantarle la caña en mitad de la calle, en la puerta de su casa. «Ni a ella ni a nadie», se dijeron sus cojones burgueses. Pero Ignacio Robles, que era un tío discreto (y hábil para la persuasión emocional), quiso intimidarla de una manera sutil, sin que hubiera palabras altas ni aspavientos. Esperó a tenerla bastante cerca para desplazarse unos metros por la acera, lo que provocó un detenimiento en el impulso certero que ella llevaba. Silvia se vio obligada a abordarlo por la espalda en lugar de cara a cara. Él la tentó con la vista antes de que ella llegara a gesticular.

—No veas la que liaste. Menuda vomitona, tía. ¿Cómo no se te ocurrió bajarte del coche?… No veas la peste que echaba. Me ha costado tres mil duros limpiarle la tapicería al colega… Pero descuida, de ti no he dicho nada.

Las palabras de Ignacio condujeron el tiempo a donde él quería. Silvia se vio sorprendida. No esperaba aquel reproche, y mucho menos el tono que parecía justificar todo lo demás. «Que le den por el culo a la tapicería de tu amigo», se dijo en silencio. Pero fue el cinismo que entrevió en el apunte que él hizo respecto a no haber dicho nada de ella: el tono fue diferente. Y supuso que sí lo había hecho, y que quizá no fuera contándolo por ahí, pero a alguien se lo había dicho. Y se desarmó anímicamente. Sabía cómo iban los rumores en aquel puerto. Y volvió a su estómago el barranco profundo y vacío al sentir lo que aquel mismo barranco de decepción podía significar si se manifestaba en su marido, el murciano. Su faz se marchitó para convertirse en un embrollo de asco. Y la petulancia defensiva que la figura de Ignacio emanaba ahondó en la herida abierta. Ella bajó la vista, solo fue capaz de musitar «gracias» y abandonarse y mezclarse con el aire y el olor del salitre al empezar a caminar calle arriba.

—Recuerdos a Lucía —le dijo Robles al verle la espalda.

Fue un comentario inocuo y banal, y que él lanzó sin pensar, como lo había lanzado la mayoría de veces que se vieron, queriendo dar un espacio de normalidad con el fin de que eso encauzara el olvido. Pero el desvelo hizo que ella, mientras andaba, pensara en que había estado contemplando a Ignacio del mismo modo que él contemplaba a Lucía la primera vez que lo vio. Y entendió que Ignacio nunca la miraría a ella así, y pensó que a Lucía nunca la hubiera tratado de aquella manera, ni metido en aquel coche. Y volvió a sentir algo parecido a los celos. Y asco, mucho asco hacia Ignacio.

Dos días enteros habrá consumido ya Sergi Romeu aquella noche. Él y la maña estaban en el piso esquinero de la calle Roger de Llúria, con vistas al puerto. Fuera, el viento soplaba y batía rachas que eran como cuchillos penetrando en el agua. Los barcos se agitaban en los amarres, tintineaban los tensores metálicos de los mástiles en una maraña sonora y eterna de ruiditos. Los camareros arrastraban las sillas al recoger las terrazas antes de repartir el zotal por las esquinas. Sobre el horizonte flotaba la luz de posición de algún velero fondeado y el intervalo sombrío entre los relumbres de uno y otro faro. Sergi había agotado las horas con la chica sin atreverse a plantear lo importante. La rutina en esos dos días había sido tan serena y divertida que de haber estado Bea, la amiga de la maña, hubiera llegado a pensar que le iba a pedir matrimonio. Habían matado el tiempo yendo a comer y a cenar, aquí y allá, a tomar algo y a pasear. Se acostaron juntos un par de veces. Pero a la muchacha le quedaba muy claro que él no quería tener un hijo, y ella, ante la amabilidad y el cariño, no se atrevió a pedir las cosas más nítidas, y ganó esperanza desde el silencio. Sergi estaba al tanto de que ella no temía nada de su intención, y ni siquiera exigía saberla, y también había prorrogado el momento de explicar su plan. En cuarenta y ocho horas apenas habían dedicado cuarenta minutos a hablar de eso.

Yo estaba con López esa noche, nos habían echado de uno de los bares, del último en cerrar, y pasó ante nosotros Ramón Sangenís, el amigo de Sergi Romeu; me giré para mirarlo marchar ligero con las manos en los bolsillos de una chaqueta fina y entallada. Vi cómo el aire le agitaba el flequillo. Vi cómo torcía en Roger de Llúria y cómo llamaba al interfono.

El timbrazo sobresaltó a la maña, que miró a Sergi con asombro. Él esperaba que para esas horas ya la habría convencido en lo del aborto, y había quedado con Sangenís en que este pasaría por si algo iba mal y había que intimidarla, «meterle un poco de miedo», le definió Sergi a su amigo al proponerle el plan. Aunque insistió en que el millón lo aliviaría todo, y que su visita era por si acaso. Pero en silencio pensó que quizá el miedo podía hacer más valioso el dinero. Él se levantó y contestó al timbre.

—Tenemos que hablar —le dijo a la chica al mismo tiempo que apagaba el televisor.

Ella se inquietó y se incorporó quedando en un rincón del sofá.

—¿Qué pasa? —inquirió ante el cambio de actitud de él, que no paraba de moverse yendo del salón al recibidor, y retornando impaciente a la espera de abrirle a su amigo la puerta del piso—. ¿Quién viene? —volvió a preguntar ella, más amedrentada por el mutismo repentino.

Oyó las bisagras, y unos pasos sonoros acercaron a ambos hombres, que entraron en la sala en silencio. Sergi se sentó junto a ella, Sangenís apartó una silla y también tomó asiento. Sergi Romeu pareció ganar color e iniciativa.

—Mira… te lo voy a dejar claro —le dijo—, no puedes tenerlo. Lo siento, tía, no es una decisión que puedas tomar por tu cuenta. Y no pienso dejar que lo tengas. Mi familia es muy poderosa, ya lo sabes, y cuento con su apoyo para lo que haga falta. —Ella lo miraba incrédula y recogida en un ovillo, arrinconada en un extremo del sofá, con la boca semiabierta—. Y no sé si has entendido lo que te he dicho…, mi oferta, para ayudarte a decidir. —Sergi se levantó y prendió un bolso de mano—. Aparte de pagar todos los gastos médicos, eso ya te lo dije la otra vez… Es en un sitio legal, en Francia, de verdad, algo serio… Pero mi oferta es un millón de pesetas, aquí y ahora —le dijo sacando del bolso un sobre grande que contenía cuatro fardos de billetes que dejó en el sofá.

Hubo silencio durante algunos segundos. Sergi la miraba a ella. Ella miraba al suelo. Y Ramón Sangenís no quería mirar a nadie.

—¿Y has esperado a que venga tu amigo para decirme esto?

—Tía, es un millón, es todo lo que tengo. Cógelo.

—Eres un mierda, Sergi. No se trata de pasta... Lo voy a tener.

—Coge el millón, no seas tonta…, si no…

—¿Si no qué, eh, Sergi? ¿Si no qué? ¿A eso ha venido tu amigo?

La más alta de las mañas se levantó y encaró a Romeu pecho a pecho, y desde su misma altura; «¿Si no qué?», repitió varias veces. Sergi se agobió, las cosas no salían como él quería; apretó la mandíbula y la comisura de su boca se cerró en un arco que reflejaba la rabieta colérica que estaba a punto de empezar, solo la madre de Sergi Romeu conocía la anchura que podía tomar cualquier discusión cuando ese gesto asqueado le transformaba la cara.

—Cállate, puta —le dijo agarrándola del pelo hasta vencerle las rodillas.

—¡Sergi! —aclamó asustado Sangenís.

—Va, Ramón, no me vengas con hostias. Ya te dije lo que había… Y es más, si la matas y la tiras al mar te puedes quedar el millón.

Sangenís tragó saliva. Dudó si su amigo hablaba en serio o todo aquello formaba parte del plan que le había explicado y que consistía en asustarla. Se quedó quieto. Ella alcanzó un vaso y se lo estalló en la cara a Sergi. El cristal se quebró y le abrió una brecha entre la oreja y el ojo. La sangre brotó rápida, roja y brillante. Y el estupor permitió a la maña correr hasta introducirse en el lavabo, cerrar y echar el pestillo. Se arrojó al suelo y escuchó las voces lejanas gritando: «¡Hija de puta! ¡La voy a matar!». Y los pasos pesados se acercaron, y los puños y las uñas golpearon la puerta, y las puntas y las plantas de los pies. Y más gritos; gritos cercanos entre golpe y golpe. Y furia y rabia, e insultos desaforados que amenazaban tirar abajo el tabique si fuera necesario. Y una pausa. Y los pasos que van y vienen. Y de inmediato vuelven a estar ahí los gritos y los golpes. Y de pronto, entre el miedo, un golpe seco. Dos golpes secos. Y el tercero rompió el cerrojo y abrió la puerta. Y la maña gritó dos veces hasta quedarse muda al ver el hacha de cocina que había tumbado su resistencia, y la sangre roja y brillante del propio Romeu corriendo por su ropa cara emanando de entre el ojo y la oreja. Y ella sintió un pavor horrible, y pensó que la iban a matar. Y el peso de la vejiga fue tan insoportable que relajó las piernas y el estómago, y creyó orinarse encima. Sergi se quedó quieto y callado, igual que Ramón Sangenís, que se asomó tras la parálisis de su amigo; ambos acontecieron perplejos al reguero sanguinolento de plasma tiznado y mate. El decaimiento y el silencio hicieron consciente a la muchacha de que no era orín lo que se derramaba por la cara interna de sus muslos, sino sangre oscura y sin brillo, sangre que hablaba por sí sola. ¿Cuánta parte de aquella sangre que descendía por la entrepierna de la chica era del propio Sergi?, ¿y hasta qué punto finiquitaba aquel reguero los problemas? Lo de la sangre, quién sabe, pero lo del problema quedaba claro desde ya, al menos para Romeu. Sergi y Ramón se ausentaron en silencio, nadie habló en el tiempo siguiente. Sangenís hizo el ademán de irse, pero su amigo, con miradas y algún cuchicheo, le exigió quedarse. Ella se limpió las piernas y el sexo rápidamente, e improvisó un tampón con papel higiénico. Salió del baño cubierta con una toalla y se encerró en una habitación, se puso una falda larga y recogió su equipaje. Llevaba una maleta negra, pequeña, con ruedas. Caminó por el pasillo, pasando sin mirar hacia la puerta derruida y el suelo del baño enrojecido. Entró en el salón con los ojos gachos, muy bajos, amparada por el silencio y la impasibilidad que se esparcía y condensaba el aire a través de sus cuerpos hasta hacerlo sudor. Puso la vista en el sofá, buscando el sobre que contenía el millón de pesetas, pero no lo vio; su mirada escudriñó también la mesa vacía. La recorrió la duda y el shock, el miedo y el pudor, mucho pudor. Sus pupilas no se atrevieron a buscar el millón en las de Sergi. Tuvo claro que ya no poseía nada de valor para él. ¿De qué iba a acusarlo, de haber roto una puerta? Lo siguiente que miró la maña fue el suelo antes de salir del piso esquinero con vistas al puerto de Sergi Romeu. Y puede que en otras circunstancias hubiera peleado por algo, pero no le quedaba pundonor; sabía, quizá mejor que él incluso, que Romeu no le daría ni un céntimo, su viaje a Asia iba antes que nada. Durmió en un hotel barato en Tarragona la noche antes de volver a Zaragoza, en tren. Tuvo pérdidas leves durante tres días en los que usó tampones con normalidad, no sintió dolor físico ni la examinó ningún médico. Nunca sabrá si el Predictor falló y era su ciclo natural de ovulación o si fue realmente un aborto. Pero no pensará mucho en eso, llegará a olvidarlo.

—Yo estuve allí, esperando a las seis de la mañana como dijimos. Y estuve como una hora. Y luego me marché. Fui al puerto, saqué la barca y tiré para la mar. Al cabo de un par de días me lo crucé, pero él iba con gente, y no le iba a decir nada allí en medio. Lo miré así, abriendo los brazos, como diciendo: ¿qué? Y él hizo un gesto con la cabeza. Y yo entendí que me quedaba el anticipo y que ellos sabrían. Y así debió de ser, porque nadie me dijo nunca nada. Lo he visto muchas veces, pero nunca nos saludamos. Con su abuelo sí que tuve más relación; y te digo una cosa: ese era el más hijo de puta de todos —me explicó Méndez, contándome sobre el plantón de Romeu.

Vi al resto de las mañas en otros veranos, pero a la más alta no la volví a ver. Sí vi a Ramón Sangenís y nos tomamos dos copas, no hace mucho. Habló con buen recuerdo de aquellos años, a pesar de todo. Y habló con mucha nostalgia de su viaje por Asia con Sergi Romeu. A él es fácil verlo en la terraza del restaurante organizando las reservas, escoltado por la nube de sureños que se agitan a su alrededor rendidos a sus órdenes constantes, y cuyo acatamiento reafirma la libertad ganada por su familia durante años. Durante un siglo. A veces algún cliente le pregunta por la cicatriz que tiene entre el ojo y la oreja, y él sonríe y dice que fue un accidente de pesca, de joven, en una de las barcas de su abuelo.

El comandante contactó con Carlitos, lo citó en la playa del Moro esa misma noche. Le pidió que llevara consigo todo lo que tuviera. El chico acudió temeroso, bajó el barranco y entró en la zona rocosa de la playa. La luna brillaba reflejada en el mar y refulgía sobre las hojas altas de las moreras ya amarillas. Se apeó de la moto y se internó a pie en el cámping abandonado llevando consigo la mochila con la cocaína, como le había dicho el comandante. Llevaba días pensando que aquella opción brindada por el guardia civil era una suerte para él, que estaba cansado y asqueado, y que no era por plata. Y que a sus viejos era fácil torearlos si retomaba los estudios. Y que la cresta de la ola no era para tanto, que las mejores fiestas se las había pegado en chanclas y por cuatro duros. Que tenía la vida resuelta, y que era un gilipollas si seguía complicándosela. Pensaba en eso Carlitos mientras avanzaba por el bosque de moreras. Pensó que hacía frío y que quizá debía haber cogido una chaqueta, cuando sintió un puñetazo en la nuca que lo hizo caer de morros. No tuvo tiempo de lamentarse y ya había recibido una patada en los riñones.

—Te estoy apuntando con una pistola. No me mires. Pega la cara al suelo —le ordenó una voz que no reconoció.

Sintió cómo esa presencia estiraba de la mochila. Y puede que por un momento dudara en resistirse, pero no lo hizo, ni el gesto siquiera. Carlitos tenía la mejilla izquierda posada en la tierra fría, olió la humedad y temió que la superficie arenosa le entrara en el ojo. No se movió, solo flexionó los brazos lo justo para que la bolsa le fuera desprendida.

—Cuenta hasta cien, en voz alta y sin moverte. Al llegar a cien te levantas y vuelves por donde has venido. Empieza a contar ahora.

—Uno, dos, tres…

Carlitos hizo lo que se le dijo. La voz sonó amable y habló despacio. Él no osó girarse, y su propia voz al contar no le permitió alcanzar a oír ningún ruido, solo el de unos pasos al marchar y pocos segundos después el de un motor que arrancaba a un centenar de metros. Carlitos, por el sonido y sin dejar de soltar números en voz alta, supo descifrar que era un coche de gasolina, pero no quiso saber más. Le acababan de birlar toda la coca, y era capaz de imaginar que se trataba de una maniobra orquestada por el comandante. Y no le dio importancia, le sentó hasta bien que los colombianos le hubieran cobrado el porte íntegro. Dio el dinero por perdido, pero se sintió fuera, a salvo. Y volvió a casa ligero, sin lastres emocionales ni policiales, y que como no pensaba pillar más no tenía nada que temer, de nada ni de nadie, como si al arrancarle la mochila se llevaran toda la pesadez que contenía. Durmió tranquilo esa noche, y lo hizo desde una hora bien temprana, inusual en él. El hombre que le robó la cocaína cruzó el bosque de moreras y subió en el Audi 80 del cocodrilo. Se apeó a la entrada de un camino cerca de la ermita después de cobrar doscientas mil pesetas en efectivo. También el comandante durmió tranquilo y rezó antes de hacerlo, aunque al despertar puede que pensara que no tenía motivos para lo uno y que debía poner más atención en lo otro. Aquella noche, mientras él dormía se llevó a cabo una operación conjunta de la Guardia Civil y la Policía Nacional en la que se desarticuló una red de tráfico de drogas y que abarcó varios municipios, incluido nuestro puerto. Pero la comandancia del cocodrilo no tuvo conocimiento de la operación, y no por defecto rutinario, sino por una serie de entrevistas y declaraciones entre el teniente Ramírez y unos agentes judiciales, y en las que el guardia había manifestado algunas sospechas hacia el comandante en jefe de la casa cuartel en la que él servía. Por suerte para el cocodrilo, el juzgado había desestimado su imputación por falta de pruebas fehacientes. La redada masiva incautó muchos kilos de droga, armas de fuego, dinero, coches y otras propiedades. Varias personas fueron detenidas, entre ellas seis miembros de la banda de los colombianos.

Carlitos desayunará a la mañana siguiente con sus padres, un Cola Cao con cereales; y su padre le dará la noticia que habrá escuchado en la radio, a primera hora de la mañana. Atenderá quieto y perplejo; y su madre intervendrá con frivolidad como si su hijo sintiera la misma distancia con el asunto que ella. Carlitos saldrá a pasear al perro después del desayuno. Doblará la esquina y el animal se detendrá a marcar un muro. Carlitos verá entrar una moto en la calle, una Honda roja, ambos ocupantes con casco y chupa negra. El paquete le disparará a Carlitos dos veces, una le dará en la muñeca y la otra en el estómago. Permanecerá diez minutos tendido en la acera hasta que su padre escuche al perro ladrar tras la verja y lo siga hasta la esquina. Carlitos despertará en el hospital y salvará la vida. Hablará con la policía, lo hará varias veces, pero no dirá nada en absoluto. Nada de nada. Abrirá una tienda de telefonía móvil y una inmobiliaria, otra, pero será después, cuando lleve mucho tiempo cerrada la inmobiliaria de los Robles.

Años más tarde, en mi primera novela, mencionaré las redadas que se produjeron aquella madrugada. «Allò de la droga que van trobar… Tot allò és veritat», me dirá el profesor de Historia Jaume Borràs, tomando un café en el bar Plaça. Bien cierto es que lo era. Seguro que fue así. Seguro que no estábamos tan lejos del culo del mundo.

Y vi pasar las gaviotas tierra adentro, y durante unos días pareció que el verano estaba ya muy lejos. Y con la influencia del tiempo desprecié uno de los envites de Maruja, me cansé de ella y la desatendí con soberbia como si yo fuera el terrateniente y ella la muerta de hambre. Y ese día le perdí el miedo a ser pobre. Y poseído por un nuevo instinto, abordé a Almudena y le imploré una cita, un paseo, lo que fuera. Y solo prometí pasión. Y fui rechazado. Pero la negativa dejó ver una sonrisa agradecidísima, y un entornado de ojos acompañado de una mueca dulce, y dos besos con las comisuras próximas, y el olor a vainilla de su cuello. Y se giró tras cruzar la calle, y dejó un reguero de pétalos que escapaban de su melena y que me condujeron a la esperanza.