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Todos los veranos fueron muy parecidos aunque a nosotros nos resultaran cambiantes. Todos empezaban con la feria, seguían con San Pedro y el Carmen, para acabar en las fiestas de la virgen del Camino. Luego vendría el olor amargo del prensado de la oliva, y con él el frío y el mal tiempo. Y en todos aquellos veranos fuimos perdiendo inocencia y tomando decisiones que a muchos nos empujaron a saltar al vacío de la vida, y tratar de caer de pie, o lo más de pie posible.

Uno de esos veranos, Almudena empezó a trabajar en una zapatería.

Hacían cola los chavales en los recreativos El Luque para entrar a jugar al futbolín —el que pierde sale—. Ya era verano, otra vez, y ya hacían cola en la barra de La Estrella, a plena luz del día, gentes de todas las edades, llegados de muchas partes, para sentarse a la mesa de los mellizos y, en un escarceo por debajo del tablero, pillar un gramo o dos… o los que hicieran falta. Aquel verano, los mellizos empezaron a vender también pastillas, suministradas, cómo no, por Carlitos el de la urba. Y el comandante en jefe ya recibía su diezmo de lo que se vendía en La Estrella. Y puede que fuera casualidad, y seguramente no lo sea, pero con aquellas primeras remesas de éxtasis llegaron nuevas mareas a nuestras latitudes, llegaron tipejos que estaban de paso, camino del culo del mundo, y con ellos nuevas sustancias, mil mierdas capaces de hacer volar, e infinitamente más baratas que la cocaína.

Y hubo trifulcas en los parkings de discotecas lejanas, muy lejanas. Y pelotazos inolvidables que no se pueden recordar. Y malos rollos, muy malos rollos. Y bajones inaguantables. Y mucho mono para algunos; y mucha fiesta para otros. Y si se acababa lo que fuera, iban a por más, aunque estuvieran en el culo del mundo. En todas partes había lo mismo. En el culo del mundo también había un disc-jockey, una barra y un camello, seguro. Seguro que fue así.

Los tipejos de paso acabarán dejando crímenes y algún hijo ilegítimo. Acabarán en la cárcel, como los colombianos de Tarragona. Pero eso será mucho después de aquellos años. También me lo contó Ricard, pocos meses antes de morir.

Apretaba el calor y nadie sabía que el zagal almeriense que cuidaba un afamado hotel, mientras permanecía cerrado en invierno, se duchaba con agua fría porque el dueño del hotel pensaba que una bombona de butano para un solo tío era mucho gasto. Y el chaval era tan pusilánime que no solo no protestaba, sino que aun con la injusticia que pudiera suponer ni siquiera era capaz de comprar él la bombona. Supongo que por eso era fijo todo el año. Fieles y quietos, esos son los buenos. El dueño del hotel se quedaba las propinas. Lo saben los cielos, como lo saben todos los que trabajaron allí.

Almudena, por su horario en la zapatería, ya no frecuentaba el paseo Lluís Companys. Y las mañas, por fin, conocieron a los hijos de los dueños de los hoteles, de los restaurantes, de las barcas y de las botigas, y ya no volvieron a pasar por la segunda línea. Alguna vez las vimos, y a mí me siguieron pareciendo igual de vulgares cuando nos saludaron, sin afán, una noche en un bar del puerto.

Y las chicas de nuestro entorno empezaron a dejar de hablar de tipos de otros barrios y otras ciudades, y a ausentarse del paseo para ir a otras zonas con esos mismos muchachos de los que tanto habían hablado. Y dejamos, poco a poco, de jugar a la pelota, igual que dejamos de echar partidas de ajedrez en el taller de bicicletas del Palazón. Y empezamos a frecuentar el café de la Bohème y otros bares para los que no teníamos edad. Y dejamos de fumar tabaco a escondidas. Y empezamos a fumar porros en los aledaños de la estación. Y seguimos apedreando trenes, y al Pajero también lo apedreábamos cuando lo veíamos, en él descargábamos el odio que no se había llevado el convoy metálico. Al verlo nos desquitábamos el asco que sentíamos hacia nosotros mismos. Sobre el Pajero y sobre aquellos trenes que se llevaban a los suicidas.

Aún éramos jóvenes en aquellos años. Y así de jóvenes nos vimos haciendo cola, una tarde cualquiera, en la barra de La Estrella. Ya habían entrado las barcas cuando nos vieron pasar las hijas de Méndez. También vieron pasar a su padre, que iba en dirección contraria a la nuestra. Méndez era un pescador gallego con muy mala hostia, eso lo sabía cualquiera que se lo hubiera echado a la cara. Aquella tarde iba al despacho del señor Romeu, un abogado valiente hijo de una familia importante, para el que la cuñada del pescador había hecho labores de limpieza, y transcurridas varias semanas el abogado seguía sin abonar la cantidad pactada; es más: había expulsado de malas maneras a la mujer cuando esta había acudido a reclamar la deuda. El gallego entró erguido en el edificio y desoyó a la secretaria, que lo siguió recelosa hasta la misma puerta del despacho.

—Gilda Portas, ¿la conoces?

—¿Quién es usted?

—¿La conoces o no?

—Sí. ¿Qué pasa?

—Que le vas a pagar todo lo que le debes, ¿me oíste, fillodeputa? Le vas a pagar hasta la última peseta o te mato —amenazó el gallego, besándose la cruz que conformaban los dedos índice y pulgar de su mano derecha.

—Pero ¿qué coño se ha creído usted? Le voy a meter un contencioso que se va a cagar —alegó el letrado.

—Escúchame bien, fillodeputa. Los muertos no meten contencioso ninguno, ¿me oíste?... —Y esa sentencia (bien cierta), en los labios ácidos y crueles del pescador, bastó para que su cuñada cobrara cuanto le debían escasas horas después de la reclamación.

Esa misma noche, desde una terraza del puerto, vimos pasar a Lucía Xerinacs; su belleza descomunal invitó a girarse a todos los hombres. Provocó a su paso una cadena de retortijones en las vértebras de cientos de soñadores que imploraron un vendaval que le levantara la falda antes de perderse por la calle Drassanes. Pero aquella noche no hacía viento, solo pasaba, de tanto en cuando, una brisa leve.

Nada hubiera sido igual para Lucía Xerinacs sin aquella noche de julio. Aunque las cosas, a veces, caen por propia flojedad, se desmoronan ventiladas a merced de carencias, escaseces que empezaron a existir antes de poder ser interpretadas como lo que eran. Quistes que crecen sin síntoma doloroso, solo molestias ínfimas parecidas al cansancio. Pero las necesidades del sentimiento no se curan con Nolotil.

Era una noche de julio sofocante, como lo había sido la anterior y lo sería la siguiente. Una noche con luna gris y grande, clara y redonda, una luna que se fue alejando y perdiendo volumen pero no magnitud, ni mucho menos magnetismo. Y que hasta altas horas de la madrugada arrastraría consigo un celaje bajo de tonos azulosos, además de sensaciones lunáticas arrancadas de las alcobas terrestres. Se oyeron aullidos en sueños irrelevantes y ronquidos sudorosos. Suspiros quietos y otros sonidos igual de nocturnos.

La persiana quedaba en vilo, a una cuarta de metro por encima de la parte baja de la ventana, que abierta dejaba entrar una brisa pacificadora que, si bien no aliviaba el calor por la falta de intensidad, sí se dejaba notar en pequeñas rachas que acariciaban el cuerpo, tumbado boca arriba, de Lucía Xerinacs. El soplo se colaba en la habitación y llegaba a ella, pasaba por las plantas de sus pies y se canalizaba entre sus espinillas, se abría paso entre sus muslos e impactaba y subía por la tela fina que le tapaba el pubis para esparcirse por su vientre, llegando roto y difuminado a sus pechos.

Lucía estaba dormida, debía de hacer dos horas largas desde que se quedara, dos horas desde que perdiera de vista el fulgor de la última farola de la calle que, a diferencia del aire, sí entraba de manera constante e inamovible por la misma ventana. Y puede que los factores ambientales sean algo que trascienda de manera importante sobre los sueños, pero solo son efectos que alteran y manifiestan la fuerza de los deseos. Paisajes de un destino que desplaza menos de lo que pesa, y por ello se hunde.

Otra de esas rachas la cubrió de arriba abajo, fue una de las bocanadas más fuertes y continuas de cuantas entrarían en las siguientes horas. Ella, sin consciencia, volteó hasta quedar boca abajo y desplazó los brazos posicionándolos a ambos lados de la cabeza, posando la mejilla sobre la almohada, buscando frescura. El aire pasó a correr por sus pantorrillas y a remontar sus nalgas; avanzó por su espalda y terminó paliando la humedad de la nuca, bajo la madeja de pelo rubio. Lucía Xerinacs se introdujo en una nueva dimensión somnífera, otro paso noctámbulo más allá de la corteza cerebral donde confluyen las circunstancias y la falta de ellas, donde apremia la irracionalidad. Y donde todo es posible. La siguiente cadena de imágenes que la somnolencia quiso hilvanar fue más próxima a sus deseos carnales de lo que ella hubiera sido capaz de admitirse a sí misma de haber estado despierta, y de encontrar una explicación al fervor que en ella provocaba, desde hacía días, quizá semanas, un hombre alto, delgado y moreno, de barba perfectamente recortada. Y las vibraciones de la química extrajeron síntomas sumergidos, voces acalladas que, de encontrase despierta y antes de aquel sueño, habrían mutado con sencillez en ganas de dar un paseo, o compartir conversación bajo un parasol de chiringuito con refresco y cigarrillos; nada sexual, pero sí cierta atracción. Lucía tuvo siete sueños aquella noche de julio. Siete sueños de los que, a la mañana siguiente, solo recordaría el tercero.

Las capacidades imaginativas la llevaron a sentir y creer ver. Y a palpar en su piel, y en su interior, y notar sobre su espalda, mientras dormía, la presencia y el tacto de aquel hombre. Sintió unas manos despegándole las nalgas, forzándolas hasta despegar también los labios de su sexo y acariciarlos con ambos dedos pulgares. Notó el tacto buscando estremecerla; e incubó una tensión sexual inmensa, un cúmulo de lívido titánico. Probablemente, si las condiciones climatológicas hubieran sido otras, y si la persiana hubiera estado bajada y no hubiera entrado la luz, y otros tantos factores que poco tienen que ver con los deseos ocultos hubieran derivado de manera diferente, Lucía, en sueños, habría alcanzado el orgasmo, pero despertó antes de llegar. Y fue la visualización de sus sensaciones lo que le regurgitó el sabor del deseo y la tensión sexual no resuelta. Fue al sentirse una pavesa transformada en polvo y humo flotando sobre una hoguera alta, tan alta como ella. Y sintió miedo, y pánico, y duda. Fue al recordar al amante de sus sueños, al sentir la presencia de Ignacio Robles sobre ella, cuando se incomodó. De no haber recordado Lucía que era ese hombre, nada hubiera sido igual a lo que acabó siendo. Se escandalizó al pensar que se volverían a ver dentro de poco, al día siguiente. Sabía que para entonces no habría olvidado el desvelo ni sus causas. En el descubrimiento de su capricho oculto subyacía la certeza de que la atracción quizá no era novedosa; era algo enterrado y que brotaba como una flor de verano que busca su sitio lejos del sol del mediodía; eran las primeras horas de un capullo al amparo de la brisa, bajo el conjuro de la luna gris y la luz de la última farola de la calle. Mientras Lucía pensaba en eso, a su lado, a una distancia similar a la que el final de la persiana levitaba sobre la parte baja del ventanal, a una cuarta de metro, más o menos, el cuerpo voluminoso de su marido, el comandante en jefe del cuartel de la Guardia Civil, giró noventa grados a la izquierda, poniéndose de costado, hacia ella, y dejando momentáneamente de roncar.

Dormía a pierna suelta, el comandante, mientras Lucía, su mujer, soñaba con Ignacio Robles.