10
—Para mí que esta quiere algo —le decía Ignacio Robles, con disimulo, a su amigo el Poeta, mientras Silvia se acercaba a ellos.
—Pues está buena, tío.
Al Poeta le gustó Silvia, pero no tardaría en comprender que ella solo tenía ojos para el burguesito, como todas, al menos a primera vista. Por otra parte, el concepto de belleza era muy distante entre ambos hombres. El Poeta era un chico llegado a aquella playa también de adulto, pero en otro tipo de nubes, unas que arribaban todas de golpe, en primavera, al acecho de la temporada, a pringar cuatro meses en lo que sea. Las partículas que componían ese tipo de nubes eran gentes de diferente procedencia, la mayoría muchachos de entre veinte y treinta años, llegados del sur, malagueños, almerienses y murcianos, con falsos currículos y experiencias inventadas en otros lugares del Mediterráneo, lugares más punteros en los que no habían estado y que no hubieran sabido ubicar, pero los citaban clonando los recuerdos de otros, a veces de muchos, que probablemente eran recuerdos escuchados; y la puta verdad era que no habían trabajado más que en un bar Pepe, y un poco allí y un poco allá, y en todas partes habían aprendido lo peor de cuanto vieron. Y algunos, solo algunos, la colaban y conseguían cargos en comedores de restaurantes baratos, y se convertían en pequeños capataces sureños que apenas sabían escribir, pero sí mandar —mandar, no veas como mandaban—, y catalizaban su pequeña miseria como si fuera un gran logro, «con personal a cargo», aseguraban con entusiasmo y exagerando su posición cuando las colas de las cabinas de Telefónica les daban el turno para llamar al sur a transmitir su liberación. Y los hosteleros, cuando los veían usar el látigo, pensaban que su negocio estaba en buenas manos.
No hay nada peor que un negrero negro.
El Poeta llegó en una de esas nubes de origen diverso pero concentrado; por suerte para el municipio, el Poeta sabía escribir. Llegó de Málaga en un tren. Llegó de Málaga pero salió de un pueblo de poco más de quinientos habitantes. Pero el del Poeta era un caso curioso: había crecido en Ginebra, Suiza, en un piso de cien metros cuadrados con vistas al lago. Era el tercer hijo de un aristócrata inglés y directivo de banca, fruto de una relación extramatrimonial del hombre, quien tenía, aparte, cuatro hijos reconocidos, porque al Poeta su padre nunca lo reconoció, y al fallecer dejó de pagar el piso con vistas al lago, la asignación mensual que mantenía a su madre y la escuela internacional. A la madre del Poeta, después de enviudar como amante, solo le quedaron los visones y las joyas, que malvendió. Aparcó al niño en Carratraca, en casa de su madre. Y ella se largó con un tipejo, uno vulgar, un puente hacia algo mejor. Y puede que no fuera la falta de amor de madre, sino la consciencia impuesta por la sociedad acerca del lastre que el chiquillo suponía para una muchacha soltera pretendiendo vivir de los hombres. La mujer acabará viviendo en Estados Unidos, se casó con un fabricante de muelles industriales y no le fue mal, y tuvo dos hijos más. Y todos los meses mandaba cuarenta mil pesetas, pero integrar a su hijo en su nuevo estatus le resultó muy difícil de asumir, y fue pasando el tiempo y cada vez se antojó más complicado. Puede que solo fuera pereza. Puede que el remordimiento la obligara a enviar aquellas cuarenta mil pesetas, que no era mucho, pero el Poeta era listo y se administraba como podía, y si tenía que trabajar trabajaba, pero sin demasiado afán y menos esfuerzo. El Poeta conoció a Ignacio Robles en el campus de la universidad, en Barcelona. La carrera la pagó su abuela. El Poeta era abogado, pero no había ejercido ni un solo minuto en su vida. Ignacio Robles también era abogado, además de licenciado en Dirección de Empresas. En aquellos años de universitarios, al Poeta le costaba asumir económicamente el nivel de vida de Ignacio y el resto de sus amigotes; a nadie le importó demasiado que el chaval no acudiera a algunas fiestas o eventos, o no saliera a diario como ellos, aunque fuera muy gracioso e inteligente. Pero Ignacio previó una naturaleza distinta en el andaluz, un aire muy alejado de su círculo habitual, y una brillantez mental realmente merecedora de cualquier privilegio, por eso Ignacio Robles lo invitaba con frecuencia y respondía por él de forma monetaria como por un hermano. Fue el propio Ignacio quien lo incentivó a abandonar Málaga y recalar en nuestro puerto.
Ignacio Robles y el Poeta tomaban una cerveza en la terraza del Blau, Silvia los vio de lejos.
—Paso de ella, tiene los tobillos gordos…, si le sigo el rollo es porque es amiga de Lucía… Lucía… ¿Dónde la habrá escondido ese cabrón? —le dijo el burguesito a su amigo, después de comentarle que había intuido vibraciones sexuales en la conducta de Silvia, a quien ya habían mirado ambos, desde la distancia, habiendo ella sacudido la mano para saludarlos.
—Pues no está tan mal —masculló el Poeta—, pero tú siempre estás con lo mismo…, todas quieren contigo, y al final nada… —resolvió el andaluz, ya con tono tenue y sosteniendo la misma sonrisa impostada que Ignacio aguantaba propiciando dos hoyuelos en sus carrillos, por encima del recorte de la barba, y que tanto gustaban a Silvia.
Ella se acercó tratando de desprender simpatía, y puede que algo de jovialidad, y sin que se notara su intención platónica, la cual, en cierto modo ni siquiera ella estaba segura de querer llevar a cabo. A Silvia, y sin que dejara de plantearse el acercamiento, le habían surgido temores respecto a que la fantasía se convirtiera en real, pero los asimilaba como parte de la adrenalina que le ofrecía el juego; era un quiero y no quiero del que no estaba muy segura de cuánto quería y no quería; en cualquier caso, sentarse en una terraza y sentir la tensión de ese escenario era una fase del partido hasta la que estaba dispuesta a llegar.
El burguesito hizo la presentación.
—Es amiga de Lucía Xerinacs —concluyó al hacerlo.
Ignacio siempre apelaba a Lucía en sus encuentros con Silvia, con intención de saber e imaginar, y ese era un factor clave en el juego que ella no había querido interpretar de forma acertada, y lo achacaba más bien a que era el vínculo común, solo un pretexto para mirarse a los ojos y cruzar palabras que desembocaran en ellos. Lucía estaba lejos, y no le importaba lo que Ignacio buscara u obtuviera de otras. A Silvia le importaba soñar, y de momento solo quería soñarlo, solo saber que podría pasar. Al sentarse, y después de que el andaluz, y no Ignacio, le propusiera tomar algo con ellos, la chica quiso llevar la iniciativa en la charla que empezaba, y sin saber muy bien por qué, quizá para reafirmar su seguridad y no parecer tonta, decidió hablar de sí misma, y de algo que conociera bien y así resultar interesante. Optó por hablar de sus hijos, creyó que además era una buena manera de manifestar que, ante cualquier posibilidad, no aceptaría nada más que una aventura tan fugaz como pasajera.
—Los he dejado con mi madre… A ver si se portan bien… La verdad es que sí. Pero tengo unas ganas de que empiece el cole. Esta mañana se han emperrado en que querían ir a la playa, y con el viento que hacía…
El Poeta caló rápido las expectativas provocadoras de la chica, había sentido esa excitación infundida por lo que Robles representaba, más que por lo que fuera que habitara bajo su piel, y sintió lástima por ella y por sus ojos incendiados, y olió su fragancia de delirio y la capa dulce de maquillaje, y sintió el mismo aborrecimiento que le provocaba pensar en el recuerdo de su madre. La interrumpió haciendo una versión libre de un pasaje de Memoria del fuego:
—Antes, los vientos soplaban sin cesar sobre estas playas. No existía el buen tiempo ni había marea baja, ni mucho menos turistas. Y los hombres decidieron matar a los vientos —inquirió con voz rapsódica y marcando las pausas en exceso.
Silvia lo miró algo atónita, sin saber cómo interpretar la frase que acababa de oír; emitió una sonrisa leve y avergonzada, fingió su desconcierto llevándose a la boca la cerveza que le acababan de servir. El Poeta la miró con insistencia y profundidad, buscó que confesara quién era y qué la llevaba a sentarse a aquella mesa.
—Bueno, ya les queda poco —exclamó Silvia, buscando ser condescendiente y refiriéndose a los turistas, después de posar su bebida y ver fijados en ella los ojos del malagueño—. ¿Tú no eres de aquí, verdad? —preguntó ella, queriendo volver a ganar seguridad respecto al escenario, y contra la mirada afilada; pensó que la condición de foráneo retraería la actitud del chico y ensalzaría su estatus de local en el albor de la verborrea que ella misma lideraba hasta hacía unos segundos.
—Yo soy de un lugar que está lejos como un horizonte, allá quedaron árboles y cielo, y cada noche es siempre alguna ausencia y cada despertar un desencuentro —respondió el malagueño, volviendo a versionar un texto.
Silvia bajó la vista y no supo qué pensar. Aunque las palabras le parecieron preciosas, fue incapaz de reflexionar sobre ellas, no estaba segura de haber entendido el contexto de la frase, ni si era bueno o malo lo que decía. También notó un rumor sarcástico en el tono, como si aquel verso esperara una réplica que sería contestada de forma lapidaria y brillante. Ignacio sabía que lo que su amigo quería era ridiculizar a la mujer agotando su paciencia, se lo había visto hacer con otra gente: soltar frases aprendidas de libros magnánimos con el pretexto de intimidar. A Robles no le hizo gracia que su amigo se fuera a reír de ella, y no por ella en sí, sino por lo que pudiera decir Lucía si Silvia se lo contaba.
—¿Y de dónde dices que eres? —le volvió a preguntar Silvia al andaluz tras levantar la cabeza, beber y persistir en una batalla que jamás ganaría.
—Yo marcho solo con mis leones, y la certeza de ser quien soy…
—¿Cómo le va a Lucía? —medió Ignacio, a la vez que lanzaba una mirada directa a su amigo demandándole que se comportara; una mirada que recogía el reproche acerca de la capacidad intelectual de la chica en contraste con sus gilipolleces. Ella giró la vista hacia Robles y captó el rigor visual que él le arrojó al malagueño, y descifró (o más bien quiso creer) que la estaba defendiendo, y que atajaba hacia ella apelando a Lucía, no por nada, sino porque ese era el pretexto común, su manera de comunicarse.
—Bien…, en Córdoba con su marido, de vacaciones. ¿Tú no haces vacaciones? —cuestionó ella, con voluntad de adentrarse en terreno personal y buscando adrenalina.
—Sí, algo haremos, pero más adelante. Puede que a Centroamérica.
—Qué guay… Dicen que está de moda —respondió la chica, ansiosa por ser elocuente y sin estar muy segura de en qué parte del mapa empezaba y acababa Centroamérica.
Silvia tenía dos hermanos y una hermana, era la hija pequeña de un pescador catalán y de un ama de casa, también catalana, ambos hijos de los hijos de aquel puerto y aquellas playas desde tan atrás como la crónica de la existencia de las mismísimas aguas pudieran atestiguar. Sus padres vivían en Sant Pau, un conjunto de viviendas baratas que fueron entregadas a los pescadores a principios de la década de los sesenta, sitas en una zona cercada por el crecimiento de la urbe. Gran número de las noventa y ocho casas originales habían sido vendidas y derruidas, pero los padres de Silvia seguían allí, después de toda la vida trabajando era lo único que tenían. El padre de Silvia nunca fue un hombre con mucho arrojo; su familia sí lo fue tiempo atrás, si bien jamás tuvieron dinero, sí mucho arrojo, pero lo perdieron todo al acabar la guerra. El hombre siempre fue pescador, desde niño, y ganó con dignidad su sueldo, todos los días, antes de poder jubilarse. Su mujer era la hija de un hombre similar. Y su hija Silvia una chica criada para ser una mujer de su casa y su marido, como lo era su madre y lo fue su abuela. Ella estudió en la escuela pública, y el señor Triana la despachó para administrativa, pero de no ser una niña la hubiera enviado a electricidad, porque él pensó que tenía pocas luces, como las del chaval con el que se acabó casando: el hijo de unos murcianos y que también fue alumno del Bombilla, y le hizo caso, y terminó sus estudios y ejerció como técnico instalador eléctrico, y se casó y mantuvo una casa con dos retoños tiernos y gorditos. Para el criterio del profesor Triana, el electricista había alcanzado el techo de su vida, no podría haber llegado más lejos, agotó toda la expansión de sus luces. «Murcia no es Andalucía», aclaró la madre de ella más de una vez ante según quién, refiriéndose a su yerno y tratando de justificar un prejuicio o temor que ni siquiera era capaz de comprender. Silvia sentirá lo mismo hacia los moros y los negros, y tampoco sabrá por qué.
Con toda la consecuencia de ser murciano el padre de sus hijos, se atrevió a sentir supremacía local las veces que le preguntó al Poeta su procedencia, y al detectar en él un acento muy sureño, andaluz, y que ella sabía diferenciar del murciano porque su marido le había enseñado a discernir algunos matices. Quizá él también fuera víctima de prejuicios y temores, los mismos que los de su mujer y su suegra. El abuelo de Silvia solía explicar que cuando llegaron los Romeu, a principios de siglo, con una mano delante y otra detrás, todos los del puerto los miraron mal y pusieron muchas trabas. Y eso que los Romeu eran catalanes de pura cepa. En aquellos años los prejuicios y temores eran hacia otros, cuando el mundo era más pequeño, aunque el fundamento seguía siendo el mismo. A mí, la primera vez que me llamaron «charnego» (yo tenía nueve años) fueron dos niños pobres en las casas de Sant Pau.
Sergi Romeu cruzó la plaza Catalunya y pasó ante la terraza del Blau, saludó a Ignacio Robles y a Silvia, al Poeta lo miró de arriba abajo. Los tres captaron un aire turbio en su cadencia y en su manera de decir «adéu» con indiferencia. Sergi Romeu, el rey de la noche, tan pudiente como los burguesitos de Reus, pero local; de aquí, sangre de esta playa, por lo menos desde principios del siglo XX, mucho más de lo que nadie era capaz de recordar. Sergi se dirigía a casa del tiet Jaume, su rostro era una turbulencia, una mueca apretada, una úlcera, su cara era una patada en los huevos. El chaval acababa de hablar con la maña por teléfono. «La muy puta ha dejado mil mensajes en el contestador de la casa de los papás, ha llamado a casa del abuelo…, ha llamado al restaurante…, hija de puta…», le dirá Sergi a su tío, con indignación y rabia, después de comprobar que están a solas, y de arrojarse sobre el sofá, sulfurado como siempre que intentaba que algo sucediera sin querer y no se cumplía su deseo. La maña ya estaba en Zaragoza, y al marchar había aceptado la propuesta que Sergi le hizo: la de viajar a Perpiñán. Y aceptó el trato de que él lo pagaría todo a cambio de que ella nunca se lo contaría a nadie. Sergi intentó convencerla de lo mucho que le suponían a él las doscientas mil pesetas, que era más o menos lo que iba a costar el trámite más comisiones, dietas y alojamiento, y afirmó que eso era casi una vida en el sudeste de Asia. Pero a la más alta de las mañas le bastaron dos horas en Zaragoza con su amiga Bea para largarlo todo de pe a pa. La amiga de la maña no conocía a los Romeu ni el puerto ni nada de lo que oía, y le costó imaginar el lugar, pero a la familia de Sergi la adivinó como si los tuviera delante. Se quedó con lo bueno y deseó lo mejor para su amiga como si fuera para ella misma. Asimiló el embarazo como un boleto de primitiva con pleno de aciertos y trató por todos los medios de hacérselo ver. «Espero que sigamos siendo amigas», apuntó en tono jocoso como si aquella broma fuera el inicio de una merecida celebración. La maña no devolvió la mirada ni la sonrisa, le costó un poco más asemejar el contexto festivo, y puede que no lo hiciera nunca. Lo que le removió el interior de cuanto su amiga Bea le dijo fue la responsabilidad que Sergi tenía sobre el bebé. Y convencida de su legitimidad de madre telefoneó a todos los números relacionados con la familia Romeu que pudo obtener; no habló más de la cuenta con nadie, pero sí le dijo al chico, cuando consiguió tenerlo al otro lado del hilo, que pensaba tener al niño fuera como fuera; y que si él se escabullía, hablaría con su familia.
—¿Era tu novia? —le preguntó el tiet Jaume a Sergi Romeu, que seguía tirado en el centro del sofá blanco, mirando al techo.
—Bah, si las contara a todas como novias…
—No te he preguntado si has tenido muchas novias, te pregunto si esta era tu novia.
—Era un rollo y ya está.
—¿Se la presentabas a la gente como tu novia?
—No.
—¿Cómo la presentabas?
—Como una amiga.
—Vale, eso es bueno.
El tiet Jaume también era abogado, en el mundillo de los burguesitos la abogacía era equiparable al sector eléctrico de la bola de cristal del señor Triana, donde iban a parar los poco iluminados; pero no era el caso del tiet. Jaume Romeu era un abogado de tres pares de cojones, él aliviaba los asuntos y contrariedades de infinidad de burgueses con hijos licenciados en Derecho. Era el abogado de la familia Romeu, y no por vínculo familiar, sino por merecimiento y cobrando la minuta. No fue alumno del Bombilla, él cursó en La Salle, y la bola de cristal de los curas (que también la tenían) fue capaz de dilucidar que Jaume Romeu sería un triunfador que avasallaría la vida hasta vencerla. Tanto el tiet Jaume como Sergi sabían que el problema era grave, y muy grave si caía en los oídos del avi Romeu. Si el abuelo se enteraba, habría que desmentirlo hasta la muerte, y el viejo sería inflexible en cuanto a querer saber la verdad; y si por un casual tuviera la certeza de que el alegato de la chica fuera cierto, obligaría a Sergi a casarse con ella, y de no querer lo desheredaría de inmediato y sin remisión.
—¿De cuánto dinero dispones? —le preguntó Jaume a su sobrino.
—De nada… —quiso certificar el chaval con más recelo que ironía, bajando la vista del techo y mirando al tiet con aire rencoroso. Con odio. Con ganas de pegar.
—Pues, no sé, Sergi… Vende el coche…
—¿Para qué? —cortó en seco el chaval, levantando medio cuerpo, con cara de hastío y retornándole a los ojos la rojez, arrugando los párpados y la nariz como si fuese a romper a llorar.
—Pues para ofrecerle dinero.
—Hostia puta —exclamó Sergi con desidia, vencido y ladeando el cuello de arriba abajo, volviéndose a tirar en el sofá con los brazos abiertos—. Doscientas mil pelas, le puedo dar, y pagarle el aborto —sentenció con desdén.
—Es un paso, pero no es bastante… Un millón, Sergi… Un millón no es nada, pero a la gente se le abren los ojos… Y dicen: «GUAAAU, un millón…». Es una cifra mágica. Hazme caso, un millón de pesetas. Y le metes miedo, le haces saber que es un millón y lo has conseguido para ella, y que es tu mejor oferta, no va a rascar más porque todo lo que cueste más de ese millón no le va a gustar. Somos una familia poderosa y hacemos lo que necesitamos hacer cuando necesitamos hacerlo, cueste lo que cueste. Y lo suyo lo haremos, pero cuesta un millón de pesetas. Ese es el precio. Déjale claro que no vamos a consentir que vuelva a por más: si no, haremos lo que necesitemos hacer cueste lo que cueste. Déjaselo claro y dale ese millón. No la toques. No la amenaces. No la vuelvas a ver.
Silvia ya se levantaba de la mesa cuando Sergi volvió a cruzar la plaza Catalunya de vuelta. «Los perros tienen pulgas y los humanos problemas», pensó el Poeta al verlo desfilar. A la chica se le había agotado el tiempo de pausa sin hijos, debía pasar por casa de su madre. El rato de coqueteo, que había sido más de una hora, a ella se le había hecho corto, y no porque lo fuera, sino porque había tenido que compartir la velada con aquel pretencioso andaluz, algo loco y mareante. A pesar de eso, y para sí misma, calificó el encuentro con Ignacio como fructífero, y fue educada a la hora de despedirse de la presencia incómoda del malagueño, y se acercó a él para darle dos besos antes de hacer lo propio con su amado.
—Un placer —añadió, a la vez que apartó los ojos sin querer recibir réplica absurda e ininteligible. Sí recibió con inmensa sonrisa las palabras de Robles al comunicarle que estaba invitada a las dos cervezas que había consumido.
—Todos los viernes, a las ocho de la tarde, en la Taberna, recitamos poesía. Acostumbramos a pasarlo bien, él suele venir, ¿verdad, Ignacio? —comentó con placidez el Poeta.
—Sí, está muy bien —confirmó Robles.
—Lo tendré en cuenta —musitó Silvia, sin dar síntomas de euforia, ya que la invitación provenía del pesado andaluz, que era la primera vez que se dirigía a ella con coherencia, y además tampoco Robles había puesto entusiasmo al plasmar lo bien que uno lo pasaba allí.
Al irse vio a Sergi Romeu salir por la calle San Antonio camino de La Estrella. No estaban para verlo pasar las hijas de Méndez, las niñas habían acudido hasta un pinar cercano y rezaban ante un montón de arena que su padre había conformado para consolarlas, porque el cadáver del pobre Luther se había repartido en varios trozos que quedaron en la vía, y que acabarán siendo un montón de huesos entre las piedras de drenaje. Y puede que aún hoy permanezcan allí, como deben de estar los restos de algunas gentes, y no solo en las vías, también en las calles de aquel lugar del que me iré. Y cuando vuelva encontraré un paisaje distorsionado que será la quebradura de mis recuerdos. Eso encontraré, eso y mil vidas partidas en mil pedazos como si se las hubiera llevado un tren.
La tarde era nublada, y hacía mucho calor, ese calor pegajoso de septiembre, húmedo y que cría moscas como la naturaleza no cría otra cosa. Sergi Romeu agradeció el aire acondicionado al entrar en La Estrella, caminó la barra y pidió una mediana. Cuando se la sirvieron la pagó, y con ella marchó a donde estaban sentados los mellizos. Como de costumbre deslizó el dinero por la mesa.
—Dos gramos —susurró, y permaneció a la espera de que su demanda fuera atendida.
—Acábate la birra y espérame en los columpios —dijo el más bajo de los hermanos después de recoger los billetes.
Sergi volvió a fruncir el ceño, se dejó ir en la silla a la vez que miraba por la ventana. Dio un trago a la cerveza y salió a esperar.
—Te lo digo a ti, Romeu, porque eres buen cliente —le dirá el mellizo en los columpios—, pero en unos días no estaremos aquí… Hay mucha movida y la poli sabe cosas… A partir de ahora mejor nos llamas a este número, pero no para menos de cinco gramos. Y ya te digo, porque eres tú, para otros por menos de diez no nos movemos.
Los mellizos habían empezado a vender a discreción en los días que duró la investigación por la muerte del Bocachancla, y había transcurrido el tiempo suficiente como para darse cuenta de que ganaban mucho más dinero así, y que La Estrella solo era un punto más. También entrevieron que, dada la cantidad que vendían, los tratos con Carlitos estaban obsoletos. Los mellizos, en aquella primera quincena de septiembre, habían intentado contactar con los colombianos de Tarragona, pero estos, sabedores ya del rumor de una investigación judicial, y después de la muerte del chaval sin saber ellos ni cómo ni por qué, andaban recelosos. Pero los caminos al culo del mundo son muchos, y acabaron dando con una mafia de Tortosa que les servía cocaína de mejor calidad que la de Carlitos, y un diez por ciento más barata.
—Al Carlitos, que le den por el culo —le dirá un mellizo al otro.