9

En El Guijo, Córdoba, la rutina del comandante y de Lucía era descansada. En la casa no tenían ninguna obligación, aunque ella ayudaba en aquello que su suegra se dejara ayudar, y era más bien poco. Para él la vida en el pueblo era muy sencilla, y abordaba a los lugareños de la misma manera que hacía con su madre, sin que diese la sensación de que hubiera permanecido ausente tantísimos años, con arraigo, sintiéndose de allí. Daba sus paseos, yendo a comprar, a hacer encargos, y bajando al bar a echar la partida y unos tragos. La mayoría de vecinos, al llegar el cocodrilo, se ponían la chaqueta cada día, aunque hiciera calor y no fuera domingo. Casi todo el mundo procuraba complacerlo y llevarse bien con él; todos escuchaban su perspectiva respecto a cualquier tema como si fueran verdades supremas e irrebatibles. Para Lucía, la vida allí también era fácil, aunque no tanto como la de él. A ella le costaba más amoldarse, sobre todo al principio, y aun siendo su catorceava estancia en la villa no era hasta transcurrida la primera semana cuando se la veía más o menos integrada o como poco mimetizada. Parecía que ser tan bella no la ayudara mucho en eso; como en todas partes, nadie la miraba con indiferencia, el corte de su ropa por sí solo ya la distinguía. Los hombres la deseaban desde la distancia al verla pasar, como no podía ser de otra manera, pero nadie se atrevía a perder ni un ápice de respeto. Transcurridos esos primeros días decaían las fijezas; todos, con más o menos fiebre, la acababan asimilando sin tanto pasmo. Y solo las mujeres, en voz muy bajita, se atrevían a ponerle pegas y sacarle defectos.

Todo eso me lo contará, años más tarde, un viejo en una mesa de la tasca de El Guijo, la misma en la que el comandante se sentaba orgulloso a jugar al dominó, donde tomaba las copas y daba opiniones que eran sentencias.

Una de esas noches frescas del valle cordobés, cuando la humedad flotaba y caía lenta sobre la madrugada, cuando la bruma arreciaba en el bosque y descendía acallando a las alimañas, el cocodrilo (como si viera más allá de los muros del dormitorio) soñó con una noche como la que redoblaba fuera: en sueños oyó sus pasos crujiendo el follaje entre la niebla; escuchó el quejido de la penumbra; vio sombras y sintió su mano firme antes de que sonaran dos disparos. Fue un sueño lento y sufrido que despertó sudores fríos como el cielo oscuro. Y tras el desvelo no pudo seguir durmiendo; bajó a la cocina. Su madre aún no estaba. Él mismo se hizo el café y se cortó las rebanadas de pan. Pensó mucho en sí mismo, volvieron a su mente la fatiga amarga de los abuelos del Bocachancla, la mañana anterior le habían comunicado vía telefónica (desde el cuartel y siguiendo sus instrucciones respecto a cualquier novedad relevante) el dictamen judicial que cerraba el caso, así como las decisiones y evidencias que justificaban el hecho, y que desgraciadamente ya conocía. Aparecieron en su mente los mellizos y su acné mocoso, y el muerto y su rostro azul; y en mitad de la vorágine criminal entrevió el amor que sentía por su esposa. Y sintió que ella vivía en un engaño. «Pobre Lucía, ¿qué clase de hombre es su marido?», pensó mientras miraba la talla de la virgen de Las Nieves, colgada en la pared de la cocina. Y se juzgó miserable por todos sus chanchullos; por follarse a las putas del Montevideo, por aceptar dinero de delincuentes inmorales capaces de todo. Pero nada de eso era comparable a lo que había hecho para apartar la implicación de unos asesinos; en cierto modo se sintió cómplice. Era cómplice y estaba seguro de ello. Ya lo era al tolerar y beneficiarse. Entendió que, al fin y al cabo, quisiera o no, la muerte del Bocachancla era consecuencia de su dejadez, y se supo culpable, muy culpable, sobre todo por la pena causada a aquellos pobres viejitos que ya habían perdido, tiempo atrás, una hija.

Salió a la calle, solo encontró a un vecino camino del campo, y que vio el rigor en sus ojos, el abatimiento y la culpabilidad; lo invitó a un cigarro que el comandante aceptó. Hacía años que no fumaba.

Despertó a Lucía antes de que saliera el sol, le pidió que lo acompañara a un lugar, «no muy lejos», le dijo. Ella se levantó feliz y contenta de salir a alguna parte, lejos de la piedra, de los gestos rudos y las facciones endogámicas. El soslayo del cocodrilo quedó oculto bajo la falta de luz. Lucía se aseó, tomó un café del que él mismo había preparado y trató de averiguar el destino con curiosidad natural. Pronto captó una tristeza absoluta. Se acababa de levantar la madre cuando partieron. Subieron al coche y tomaron dirección a Montoro. La carretera se desparramaba de izquierda a derecha entre campos y arboledas aisladas. Ya con la claridad de la mañana cubriendo todo el cielo, Lucía pudo confirmar su temor en forma de rostro huraño y algo desencajado.

—¿Pasa algo? —preguntó.

—No. He pasado mala noche. Pero nada que tenga que ver contigo —respondió él, pasándole la mano por el muslo en un gesto compasivo.

Ella también sentía que su relación era mucho mejor desde sus arrebatos sexuales. Y había captado que a propósito de ellos él se deshacía mucho más en elogios y arrullos, y se sentía más querida, más incluso que al principio, cuando la enamoró; hablaban sin parar, últimamente, no todo era sexo, y compartían momentos de reflexión profunda acerca de cualquier tema; y volvían a reír sin necesidad de esforzarse. También ella se sintió más mujer: mucho más allá de la belleza, se vio capaz de mantener entregado a un hombre emocionalmente tan frío, un hombre con temperamento de reptil.

—¿Adónde vamos? —solicitó aprovechando la condescendencia amorosa que él ofrecía y que por un momento pareció quebrar su rigidez.

—A un sitio al que suelo ir solo. Pero hoy quiero que vengas conmigo. Es importante para mí.

Ella se recostó sobre él, le pasó una mano sobre el torso y le apoyó la cabeza en el hombro. Se sintió muy feliz y totalmente recuperada de sus altibajos vehementes; de sus despistes involuntarios. Recordó otras estancias en El Guijo, y días en los que él salía muy temprano sin decir adónde iba, y regresaba al atardecer, y permanecía callado hasta la mañana siguiente. Cuando ella se interesaba por saber dónde había estado, él evitaba responder, y si se avenía a ello mentía. Lucía pensó muchas veces en la posibilidad de que fuera a visitar a una mujer, una antigua amante quizá; llegó hasta pensar en un hijo. Pero el hecho de acompañarlo a donde quiera que fuera, que compartiera con ella esa intimidad significaba el acercamiento total de sus piedades. Y algo ínfimo, que duró unos segundos, la hizo sentirse extraña e incómoda de algún modo, porque no podía explicar los temores y obsesiones que tanto la habían oprimido a ella. Más bien no se atrevía.

Él la rodeó con el brazo libre de la conducción y le acarició la mejilla, fue un gesto cándido, y no es que ella lo interpretara mal, más bien se dejó llevar por la felicidad, sintiéndose segura, apasionada y repleta de amor: deslizó la mano por su pecho y su vientre hasta palparle la entrepierna.

—Nunca te he hecho una mamada mientras ibas conduciendo… —le dijo levantando la cara, buscando sus ojos.

Él soltó media sonrisa ante el envite, y tampoco entendió que ella interpretara algo de forma errónea, lo asimiló como lo que fue, una locura propia de su nueva vida sexual y que tanto complacía a ambos.

—Es muy tentador, pero hoy no, de verdad. Gracias. Hoy quiero que me abraces fuerte —completó el cocodrilo con excesiva melancolía en los ojos y mucha afección en la voz. Lucía, de lado sobre su asiento, le cercó el cuello con ambos brazos y lo apretó contra sí. Lo había visto infinidad de veces hablarle a mucha gente de muy mala manera, y no podía pensarse que se tratara de la misma persona. Se sintió privilegiada por presenciar lo que sintió que era su verdadero ego.

Transitaban por la N-430, el paraje era hermoso y la atmósfera limpia. Se desviaron a una carretera estrecha, sin arcén, la cual llegado un punto se extinguió y pasó a ser una pista de tierra por la que avanzaron un par de kilómetros. El comandante aminoró y contó una hilera de álamos con hojas amarillas y troncos plateados tras los que se escuchaba un jolgorio de agua fresca corriendo con viveza. Aparcó a la sombra del árbol en el que concluyó la cuenta.

—Hemos llegado —dijo antes de apearse.

Lucía lo siguió, se cogieron de la mano y traspasaron la alameda, él unos centímetros por delante de ella y sin soltarla; bajaron un terraplén estrecho que conducía al margen de un arroyo.

—Qué bonito. Es precioso —exclamó Lucía Xerinacs, soltándole la mano y girando sobre sí misma en busca de una perspectiva global. El sol entraba colado a través del follaje de los álamos como por una celosía y centelleaba en el agua plagada de sombras y hojas que se deslizaban por la superficie. Se deleitó con el vuelo repentino de unas aves que no supo identificar. Cuando se volvió para preguntarle a él qué clase de pájaros eran, se dio cuenta de que el comandante se había alejado unos metros.

—¡Espera! —le gritó, pero él hizo caso omiso, siguió avanzando abstraído.

Ella fue detrás, y él prosiguió hasta un punto en el que dos troncos atravesaban al otro lado del arroyo, y cruzó. Lucía se agitó tratando de alcanzar a su marido, y ya en la otra orilla subieron el talud adentrándose en un bosque de encinas dispersas; ella apretó la marcha en la carrera y lo atrapó, y supo, por el rostro perdido y distante, que él no estaba mentalmente a su lado en ese momento. El cocodrilo había retrocedido en su mente; era sargento y, con capa, tricornio y carabina, pisaba el follaje y los frutos caídos, dejaba ir el peso de sus zancadas con cautela pero sin evitar que crujieran las vainas secas que plagaban el suelo y la noche no dejaba ver; avanzaba lento en mitad de ese mismo bosque envuelto por la niebla densa que flotaba llegando a todas partes. No sabía en qué punto había quedado su pareja, perseguían a un criminal huido del puesto de Montoro, iban a pie y llevaban tres kilómetros de persecución. Se detuvo a los pies de una encina, se agachó fatigado y algo temeroso. Oyó un chasquido que él no había provocado; aún no había salido el sol y la bruma no dejaba visión más allá de los tres metros; sintió una presencia al frente y vio unos ropajes negros pasar ante sí; alzó la carabina y efectuó dos disparos, sin llegar a saber por qué realizó el segundo. No lo sabrá nunca. El primer tiro impactó a un hombre, en el antebrazo, pero el segundo le entró por el cuello y le reventó la yugular. Era un gañán que acudía borracho del pueblo a los campos y que avanzaba apresurado por no llegar tarde al inicio de la jornada; tenía cuarenta y tres años y cuatro hijos. Al delincuente huido lo detuvo un control, tres días después, en Ciudad Real.

El comandante siguió andando, iba con los brazos colgando y las manos encaradas hacia atrás, cada vez con las rodillas más vencidas; dio dos pasos largos, desplomándose boca abajo a los pies de una encina; rompió a llorar como un niño, a la vez que repetía.

—Fue aquí… fue aquí… Yo lo maté…

Lucía lo vio derrumbarse y se agachó a su lado, arrullándolo y dándole consuelo, asustada sin entender qué pasaba. Lo volteó y le sostuvo la cabeza hasta que pareció más calmado. Cada año, cuando el cocodrilo retornaba al pie de aquella encina, muy cerca del arroyo de las Ánimas, entraba en un trance similar al que vivía en ese momento, y luego se quedaba allí, arrojado en el suelo, con la vista perdida durante horas, tratando de comprender por qué había efectuado el segundo disparo; «Un solo tiro habría sido un accidente», se decía, y ganaban la profundidad de su memoria los rostros de los hijos de aquel pobre desgraciado al que abatió, plantados en fila y acompasando el llanto de su madre, aquel día fatal, en el cuartel. Eso, con mayor o menor grado de dramatismo, era una expiación anual, un síntoma crónico que le recargaba la energía para ser el animal que podía llegar a ser. Pero la presencia de Lucía y el brillo del sol cerrándole los ojos, por esa vez, le dio serenidad. Le explicó a ella el suceso sin reservas, sintiéndose miserable, y puede que hacerlo le ayudara a superar el ruego. Permanecieron un rato largo tumbados, durante el que solo habló él, ella apenas intervino un par de veces para apagar el retorno de la ira y la flagelación. Pasaron unas horas, y la sed los animó a levantarse y caminar con tranquilidad hasta el coche. Condujo Lucía por voluntad propia. Él se mostró relajado y se atrevió a explicar alguna aventura amorosa de juventud en pueblos cercanos, bajo paisajes parecidos, entre la jara. Comieron en Montoro y pasaron la tarde en Córdoba. Ya había oscurecido cuando regresaron a El Guijo.

En el puerto caían los días, consumiendo el tramo final de las vacaciones de los foráneos, sobre todo de los turistas nacionales, los extranjeros se seguirían dejando ver hasta finales de mes, quizá hasta primeros de octubre. Salió Méndez de casa seguido por su perro nuevo; en los pocos días que llevaban juntos, el gallego se había percatado de que el perro no oía bien, sobre todo del oído derecho. El pescador caminaba con el animal a unos pasos detrás de los suyos, subió por el margen sur de la riera y cruzó el paso a nivel; nosotros lo vimos desde los bidones, estábamos fumando. El gallego pasó de largo sin querer mirarnos, supongo que sabedor de lo que hacíamos; puede que receloso por desconocerlo. Se internó en el cañizal y avanzó por él hasta la parte en la que estaban las cañas más altas, de las que cortó un puñado. El gallego cimentaba latas de pintura vacía y, antes de que fraguaran, les incrustaba unas argollas; esas macetas pesadas eran sumergidas cogidas a una cuerda y en el extremo del cabo que quedaba en la superficie prendía fardos de cañas que le hacían de boya y señalaban el punto en el que tenía echadas las redes. Méndez volvía a cruzar el cañizal de regreso y cargado con los juncos, caminaba lento intentando no partir ninguno, veíamos su calva avanzar entre el boscaje alto, al perro no alcanzábamos a verlo, pero sí su recorrido al agitar el cañaveral. De pronto un conejo saltó desde el interior del follaje al camino, y el samoyedo blanco tras él, entonces sí lo vimos; el conejo era gris, no muy grande, y saltó a la vía cruzándola, el perro se detuvo y levantó la cabeza siguiendo a la presa con la mirada. También el pescador levantó los ojos al escuchar el aullido férreo acercarse. Puede que fuera porque el animal quedó encarado con la oreja derecha al sur, por donde venía a toda prisa, por el retraso que acumulaba, el Talgo Pendular procedente de Alicante, sin parada en aquella estación; el chucho batió los cuartos traseros y se lanzó tras la estela del conejo justo a la vez que la locomotora partía su espacio vital a más de ciento veinte kilómetros por hora. Llorarán esa tarde las hijas de Méndez la pérdida de Luther. Maldecirán esos trenes que, a veces, se llevaban gente.

La más alta de las mañas y Sergi Romeu verán pasar ese tren desde el Volkswagen, detenidos en el paso a nivel. Sergi tendrá la sensación de que no le ha costado mucho convencer a la chica de que tener un hijo, en ese momento de su vida, supondría una ruina inmediata, además de ir a contracorriente. Y le prometerá que en quince días, antes de emprender su viaje, la acompañará a Perpiñán, a la misma clínica en la que no hacía mucho le habían hecho un raspado a su prima Montse. También la convencerá de que es mejor no hablar nada de aquello con nadie.