8

«Hay episodios de nuestra vida dictados por una discreta ley que se nos escapa.»

Enrique Vila-Matas, en Doctor Pasavento


Los primeros días de septiembre fueron lánguidos y encapotados, el otoño se hacía próximo con un mistral que apagaba la humedad y batía mechones de pelo sobre la cara de la más alta de las mañas, que descansaba su cabeza alargada en el regazo de Sergi Romeu, el hijo pequeño de un restaurante, y de una barca, y de media docena de locales, y otros tantos apartamentos arrendados. Las castas no tenían padres ni madres, tenían casa y apellidos, y de puertas para fuera lo demás daba igual, y de puertas para dentro también había clases, y Sergi estaba en el tercer escalafón, «el dels cosins de la part de l’avi Romeu», y por encima de él estaban su padre y los hermanos de este. Y sobre todos ellos y del resto del clan estaba l’avi Romeu.

La maña volteó la cabeza y miró al chico a los ojos, con mucha profundidad. «Estoy embarazada», le dijo. Habló con indiferencia, como si lo supiera desde hacía mucho tiempo, antes incluso de conocerse. Estaban en una roca larga y plana detrás del faro rojo, encarados hacia la costa, contemplando el perfilado de las casas y la torre; el efecto de los mástiles, al moverse con el aire, provocaba la sensación de que las construcciones vibraban. Y es muy probable que fuera el estremecimiento del cuerpo de ella, al empezar a temblar después de decir lo que había dicho, lo que provocara aquella sensación oscilante en las pupilas del jovencito Sergi Romeu, que de aquella contaba diecinueve años.

A la maña tan solo le quedaba una semana en aquel puerto, tenía dieciocho añitos y quería estudiar Periodismo. Era bastante pija, pero no de cuna, tonterías estilísticas copiadas de revistas leídas en peluquerías de moda. Acreedora de la comfort class total desde que papá fuera nombrado supervisor de planta. Pero no siempre fue así, hasta los ocho años fue a la escuela pública, y la primera tele en color la compraron en el 86. Nada que ver con Sergi, quien el día que nació su abuelo le abrió una cuenta corriente con cincuenta mil pesetas. Sergi Romeu tenía un Volkswagen Golf, rojo, descapotable, regalo de su padre al sacarse el permiso de conducir. Y el abuelo había puesto a su nombre un piso con vistas al puerto en la esquina de la calle Roger de Llúria. Tenía previsto un viaje de seis meses por el sudeste de Asia, partía a finales de octubre, ya había pagado los billetes; se iba con Ramón Sangenís, su mejor amigo.

La maña tenía la costumbre de anotar y llevar cuenta de los días que faltaban para lo que fuera: para volver a Zaragoza; para empezar las clases; para su cumpleaños y el de su amiga Bea; para el concierto de Ramazzotti en Zaragoza…; para que le viniera la regla… Y vaya, en ese apunte llevaba una semana de desvarío, solo una semana, aun así se había acercado a una farmacia a comprar un Predictor.

—Solo es una falta. Esos chismes a veces fallan —dirá Sergi, incorporándose y escupiendo al agua, sin querer mirarla a la cara, desencajado y enrarecido.

—No lo creo —dirá ella.

Y en un fogonazo dio comienzo la campaña de las elecciones municipales. Esa madrugada, a las cero, cero horas, se habían echado a la calle operarios voluntariosos al servicio de cada partido con camioncillos y escaleras a la caza del lugar más visible para sus pancartas. Los más rezagados vieron pasar, a las seis de la mañana, al comandante y a Lucía Xerinacs, en el Audi 80 blanco, cuando salían al encuentro de sus vacaciones.

Aquel primero de septiembre, los arrabales amanecieron coronados por cientos de carteles en los que brillaban millares de ojos y medias sonrisas, alzadas, colgando de farolas y señales. Banderolas con siglas replicadas en calles y avenidas. Yo caminaba con aire reaccionario y la mirada en ninguna parte, igual que la de esas caras de campaña electoral montadas en bocas a medio cerrar escenificando una promesa eterna, perpetuamente incumplida. Juramentos de un mañana que no llegaba nunca, como pasaba en mis propias promesas. Volví a poner atención en mi camino (no había reparado por dónde andaba). Y de pronto vi una bruma rubia que salía de un comercio, una estela leonada que sonreía en la distancia; vi una dentadura blanca y perfecta de esmaltes redondos y unidos; y dos ojos verdes ampliados por unas lentes cosidas a una montura; un cuello largo; una figura fina de caderas redondas dentro de un pantaloncito corto marrón, de cintura baja; una camiseta de tirantes anchos, negra, ceñida a un vientre liso, de avispa, y que dejaba ver dos hombros moldeados y blancos; y las piernas largas y limpias; Almudena gastaba unas zapatillas Victoria sin cordones compradas en la misma zapatería en la que era dependienta. Yo bajaba la calle dudando qué hacer con mi vida, y recogí en la distancia el fervor de su sonrisa pulcra y desbordada que salía de entre la blancura de su boca y me llamaba con la fuerza que las sirenas debieron de llamar a los marineros extraviados. El cielo acartonado de nubes proyectaba un efecto invernadero, hacía demasiado calor; por los balcones se escapaban los bostezos de sobremesa y el enésimo silbido ciclista de la enésima reposición de aquel Verano azul. El sol me alcanzaba la nuca y las tribulaciones. Futuros efímeros e imposibles cruzaron fugaces mis sueños más despiertos, chorros de vida se me escapaban por los poros a la vez que pasaban los días. Y para esa generación, mi generación, era la hora de la verdad, había que tirar la niñez a la basura y con ella se fueron los sueños mientras el diablo llamaba a filas.

La sonrisa de Almudena me evitó pensar en nada, avancé hacia ella con cadencia y ganas de alcanzarla. Ganas de verla de cerca con detenimiento, mirarla como en otros veranos, con cercanía. Habíamos coincidido alguna vez, pero todo fugaz, cruces en la calle en los que se la llevaba la prisa, y en ninguno de ellos había mostrado aquella incandescencia con la que centelleaba su cara, más hermosa cuanto más me acercaba. Busqué sus ojos, ya nítidos para mí, y me di cuenta de que su vista pasaba sobre mi hombro y se perdía más allá. Me abstraje tanto que no alcancé a escuchar el rechinar de la Vespa de Ignacio Robles, que me adelantó como en un esprint maratoniano, y pareció que él iba muy despacio, y que yo iba muy deprisa. Me adelantó con garbo, llegando a torcer el manillar al hacerlo, y cuando lo hubo hecho no quedó duda alguna de que la señal, esa apertura de boca envolvente y aclamadora, era solo para él. Detuvo la moto al llegar hasta ella, sin parar el motor tiró un pie al suelo y le habló con elegancia, con su barba perfectamente recortada, con su camisa de cuadros Burberry y su bermuda O’Neill, con las gafas de sol sobre el pelo brillante, y con toda la altivez que le daban las treinta mil pesetas que llevaba en la cartera. Cuando llegué a ellos, él le decía: «Te veo esta noche en el puerto», y ella se desvaneció con un gesto de encanto y volvió a esbozar una sonrisa espléndida como una niña abriendo un regalo, asentía entusiasmada y plena de candor. Él sintió mi presencia y me miró desde la barrera que le añadía la moto, expresó excesiva supremacía varonil, como si supiera que me había adelantado, como si yo hubiera perdido realmente una carrera y su mirada quisiera recordar que, a su lado, yo era un niño. Después dio gas y se fue en un acelerón sonoro y vertiginoso a la vez que se bajaba las gafas. Lo reconocí, lo había visto en La Estrella, en la mesa de los mellizos, siendo más exacto. Sabía que era un burgués con adicciones. Aun con eso le pregunté a Almudena:

—¿Quién es ese? —le dije. Ella me miró con suspense.

—Ignacio Robles… —resolvió, abriendo los brazos, haciéndose la interesante y dando por hecho que el tipo era de lo más popular.

Quise desviar la charla, encauzarla lejos del papagayo, pensé que lo de ese tío era pasajero, sobre todo para él, y Almudena se daría cuenta más pronto que tarde. Pero una voz la llamó.

—Nena —regurgitó desde la trastienda un quejido tabernario.

Y ella acudió con premura. Me dijo adiós, pero sin llegar a mirarme. Sin tenerme muy en cuenta.

Aquella noche bajé a los bares del puerto y la vi, a Almudena, en la misma mesa que Ignacio Robles, sentada a su lado. Había otros burguesitos con ellos: el Poeta, alguna chica que yo no conocía y unos pijos del pueblo. En otra mesa estaban las mañas, las cuatro, con tres hijos de emancipados. La maña más alta flotaba abstraída, aparte, mirando constantemente el final de la calle esperando ver aparecer a Sergi Romeu. Se mordía las uñas y bebía ginebra como si la vida le fuera en ello; le había mentido a todo el mundo que le preguntaba por él, y seguían haciéndolo tíos y tías que entraban y salían, que se sentaban y se levantaban.

—Ahora viene —les decía ella con los labios fruncidos y una ligera inclinación de cuello, pero lo cierto era que no tenía ni idea de dónde estaba Sergi.

Me encontré con Quílez y López. Estuvimos bebiendo. Los mellizos llegaron después de que cerraran La Estrella y también ocuparon una mesa. Pasé por delante de donde se encontraba Almudena, busqué sus ojos, pero seguía sin mirarme, permanecía atenta a la cháchara desbordada de una pija que le explicaba la esquiada del invierno anterior en los Alpes: «¿No sabes esquiar?», cuestionaba como si fuera algo imposible de concebir; un ser humano que no supiera esquiar no entraba en su cabecita emperifollada. Fue al pasar ante esa mesa, vi los paquetes de Marlboro sobre el tablero junto a las llaves de los coches, los copazos sudorosos y la calderilla despreciada; el metal precioso agitándose en forma de relojes, las cadenas, la ropa de textura magnífica, suave. Y la seguridad de cada gesto. Una burbuja los acogía y era inaccesible para los demás; se movían y reían con ralea demostrando que estaban dentro de otra realidad. Los vi de cerca y al alejarme de su mesa y acercarme a la de los mellizos encontré la mirada de Maruja, que estaba posada en un ambiente similar, y desde la distancia me lanzó una negación que invitaba a que no me acercara; no era la primera vez que daba a entender que la gentuza con la que se encontraba eran amigos de la familia.

Antes de sentarme con los hermanos, vi pasar la Derbi del profesor Triana con él encima, su panza botaba con la misma cadencia de los neumáticos al pasar por los saltarines del paso de cebra. La visión del Bombilla me acercó sus sentencias dictadas con desprecio años atrás: «Sois murciélagos y caminaréis de noche. No tenéis futuro». Y allí me vi a mí mismo en la mesa de los mellizos pagando diez mil pesetas por un gramo mal pesado. Ellos, los hermanos, me miraron con recelo, con sus caras largas y picudas, pálidas como retratos de Zurbarán. Pusieron sus ojos y su vanidad sobre mí con la confianza que les había conferido ser impunes ante un asesinato. Con la prepotencia que les daba tener al comandante de su lado. En aquel momento no me di cuenta, pero creo que fue entonces cuando empezaron a pensar en desbancar a Carlitos. Volví a pasar por delante de Almudena, la pija de Reus había cambiado de vivencia, le explicaba su voluntariado de quince días en Oaxaca: «Es la experiencia más hermosa de mi vida —comentaba—, ¿de verdad no conoces México?».

Vi mucha distancia entre mí mismo y el resto de personas, me sentí incapaz de introducirme en ninguna de aquellas burbujas fabricadas a medida; eran personajes ensayados en la intimidad de su fortuna; sacos de huesos y miedos, frustraciones y complejos ocultados con apariencias. Y un único dios: el dinero. Y quise escupirles a todos, y subirme a lo más alto y ponerme a mear. Quise que pasara un tren y se los llevara.

Cuando nos fuimos, llegaba Carlitos, en la moto, con una nueva novia de paquete. Terminamos lejos, en un suburbio cutre y degradado, con un litro de cubalibre cada uno. Y acabamos pillando otro gramo, peor pesado e igual de caro, en cualquier discoteca. Y vimos salir el sol desde una pineda ante el bramido del mar que se descomponía en una nube de destellos dorados y olas limpias y espumosas que rompían con fuerza contra el acantilado. El verano acababa un poco cada día. Y con los párpados encogidos ante el primer fulgor matutino, la última raya de coca aún en la garganta y el alcohol fermentado en el paladar, volví a pensar en el profesor Triana y en qué me esperaba. ¿Qué había proyectado para mí su bola de cristal? ¿Qué me ofrecían aquel pueblo y aquella sociedad de mierda?

El profesor Triana, al terminar el octavo curso, recomendaba a algunos alumnos no cursar bachillerato y matricularse en formación profesional; aunque hubieran aprobado todas las asignaturas y pudieran hacerlo. «Y de repetir octavo, ni hablar»; no quería volver a ver a ningún patán. Era una recomendación, pero él se llegaba a reunir con los padres para convencerlos de ello, de que sus hijos eran unos inútiles que ni siquiera podían aspirar a dejar de serlo. Y el último día de clase de octavo curso repartía las notas con despotismo. A los buenos no les decía nada, no era un hombre de elogios. A los mediocres y a los ineptos los condenaba desde el encerado: a las chicas las sentenciaba a administrativo; a los chicos con pocas luces los remitía a electricidad; y a los negados y descoyuntados sociales a automoción; la escuela de hostelería no se la recomendaba a nadie, porque, en sus propias palabras: «Para acabar de camareros ya podían empezar ahora». Y ahí terminaba el repertorio del Bombilla, porque no existían más opciones que no costaran dinero. Habían pasado los años y me vi en aquella pineda con López y Quílez, llevaba viéndome toda la noche, y me encontré con el bachiller sin acabar, sin dinero y sin porvenir; sin un papá supermán, ni opciones de soñar. Sin futuro, convertido en un murciélago habitando una noche eterna, como sucedía en las profecías del gordo.

Pasarán veinte años y el pueblo será el cementerio de cientos de miles de camareros llenos de vicios; de mecánicos estrellados en carreteras secundarias; de eléctricos sin luces; y de auxiliares administrativas reconvertidas en cualquier cosa.

Lejos del mar, bajo ese mismo cielo que yo miraba, y sin que allí llegara todavía la textura matinal del primer rayo de sol, bajo otros árboles y otras nubes, abría los ojos el comandante, en el dormitorio de invitados de la casa de su madre, en El Guijo, en el valle de Los Pedroches, Córdoba. Puede que los recuerdos lo desvelaran; puede que fuera el aire seco; el retorno al halo impregnado de oxígeno y verdura que le concedió la vida; el cantar temprano del gallo más valiente de la aldea. Puede que fuera el cansancio del viaje, el descenso hacia el sur de su niñez, hacia el lugar del que salió joven y temerario. Puede que fuera el regreso a aquellas tierras que hacía treinta y tantos años vieron partir a otro quinto con un billete de tren recibido por correo; una salida esperada; un adiós recitado con anhelos. No volvería a su casa hasta pasado el tiempo, hasta que un recado cayera en el hilo telefónico de una casa cuartel, en un pueblo de León, y a través del que se le comunicara la muerte de su padre. Ya era guardia civil entonces, ya era cabo primero de la Benemérita la primera vez que volvió al pueblo; ya había roto la cáscara y salido de entre su propia miasma el cocodrilo que siempre llevó dentro. Ya se había reinventado a sí mismo el día que entró en el cuarto y vio a su padre escuálido y blanco, con un traje nuevo y barato; le habían llenado la boca de algodón para evitar que la labiada superior descendiera adherida a las encías huecas. El pelo más largo de lo normal, ya se había retraído la piel, y daba la sensación de tener también las uñas demasiado largas. El viejo empezaba a resecarse y las moscas a girar en torno a él. El cachorro de cocodrilo pensó que aquel hombre no era su padre.

Esperaron a que llegara el muchacho, el cabo primero de la Guardia Civil y que antes de eso se había reenganchado en el ejército, «para comer a diario», les diría con una sonrisa vanidosa a los campesinos en la tasca del pueblo.

Esperaron a que llegara y por la tarde lo enterraron.

La aglutinación de casas sobre tierras volcánicas, aquella belleza de paraje celestial del que el comandante, en su día, huyó temiendo que fuera peor que el infierno, no quedaba muy lejos de donde tuvo lugar el primer encuentro entre los abuelos del Bocachancla, a un centenar de kilómetros. Pensó en ellos al levantarse al amanecer y subir la persiana con cuidado, sin hacer ruido. Aún era azul oscuro el color de la lejanía. Al pensar en ellos y en el chico ahogado, vilmente asesinado por una panda de mocosos, recordó que había soñado con la muerte de manera abstracta, como algo que se acerca y se aleja y no hay remedio para contener el remanso ni a la ida ni a la venida; pensó en los muertos que había visto en su vida, la mayoría por accidente y suicidio. Y la brisa helada que corría despedida desde las sierras cercanas le azuzó la camisa del pijama y los pelos del pecho. Esa brisa ganó intensidad haciendo pasar rápido unas nubes bajas que nadaban entelando los tonos anaranjados que el horizonte había empezado a escupir; y el primer latigazo de luz solar salió de la distancia, cabalgó como las ventanas de un vagón en mitad de la noche y entró en la habitación sin cuidado, casi sin querer, como cae la primera gota de cualquier día lluvioso. El sol primerizo iluminó la efigie de Lucía, arrojada en la cama de espaldas a él; la sábana le tapaba medio cuerpo de cintura para abajo, su cadera redonda era un globo blanco, y sus hombros desnudos un atadero de huesos pulcros rodeados de piel inmaculada al arrullo de su pelo amarillento y brillante como la mañana que empezaba. Él caminó hacia ella junto al calor tenue, que crecía por segundos. Olvidó sus sueños y sus miedos. Olió el aroma del sexo, todavía latente al levantar la sábana de algodón, sintió la humedad aún no evaporada de la noche anterior al estirarse detrás de su mujer y abrazarla cogiéndola por los pechos. Lucía se estremeció por el aire leve de la mañana y estiró la tela hasta taparse los hombros. Él le besó la espalda. «Buenos días», le susurró con cariño. Pensó en la nueva intensidad sexual que habían adquirido sus encuentros en las últimas semanas; en el deseo incontenible de ella; y en la manera de sentir cada instante de cada coito; se sintió a gusto y atractivo, capaz de dominar sexualmente a una hembra como Lucía; y entonces se dio cuenta de que siempre había estado inseguro respecto a eso, le había pasado con otras mujeres, siempre se había sentido poco facultado para ser un gran amante. Pero por primera vez tuvo la solvencia mental de reconocérselo a sí mismo, ahora que sentía que sí lo era.

—¿Qué hora es? —preguntó ella, somnolienta, arrastrando las sílabas con los ojos cerrados.

—Muy temprano —le dijo él, dándole un beso en la mejilla, antes de reincorporarse y hurgar en la maleta para extraer un chándal verde, de la Guardia Civil, y bajar a la cocina en busca de su madre.

El primer regreso al hogar lo hizo como cabo primero, ahora ya era comandante. Y lo cierto era que el respeto lo ganó en la primera visita, pero más cierto si cabe fue que, cada año, cuando el Audi 80 blanco entraba por la calle Santa Ana y se detenía ante la última casa y se abría la puerta del coche, era como si de él bajara un teniente coronel, con sus tres estrellas y sus veinte cruces. Con sus ojos de hierro. De hierro negro.

Ya estaba su madre en la cocina cuando él entró, le dio los buenos días y ella se los devolvió. Apenas se miraron. La mujer puso un cazo al fuego y vertió café recién hecho en una taza que luego cortó con una gota de leche hirviendo; lo puso en la mesa donde él aguardaba sentado en una silla de enea, la de toda la vida. Ella serró dos rebanadas de la sobra del pan de la noche anterior. Luego se sentó del otro lado de la mesa, callada, después de hacer las cosas como si nunca hubiera dejado de hacerlas, como si fuera ayer la última vez que le sirviera el desayuno.

A setecientos kilómetros de allí, en nuestro puerto, por las calles que el comandante creía suyas y la distancia no le dejaba controlar, caminaba apresurada la más alta de las mañas con una angustia ulcerosa prendida del estómago y que le colgaba de los párpados feas ojeras moradas. Caminaba veloz sin querer mirar a nadie que le preguntara qué le sucedía, o peor aún, ¿dónde estaba Sergi? La vimos pasar desde el Corsa azul de Quílez, cuando transitábamos lentos, sin haber dormido; «Tiene un polvo, la cabrona», dirá la voz ebria de López, en la parte trasera del coche, hundiendo las palmas de las manos en la tapicería y estirando el cuello y la espalda para verla mejor.

La más alta de las mañas venía de casa de Ramón Sangenís, donde la madre de este le comunicó que Ramón no había dormido allí, que probara en casa de Sergi Romeu, por donde había pasado antes sin obtener respuesta. Vagaba en círculos, no tenía rumbo, esperaba verlos en cualquier bar tomando whiskys todavía, con la boca revirada por el éxtasis y las pupilas gordas, derrapando entre risas. Pero no los veía; los vio a todos menos a ellos. No se atrevió a pararse ante nadie, no preguntó, oteaba recelosa en cada bar, y al comprobar que no estaban emprendía la marcha. Ya había llegado a la segunda línea cuando la vimos pasar; iba escrutando los bares más cutres. En la calle Valencia, el fulgor de un motor se le acercó por la espalda, la adelantó un destello rojizo con capota negra, la sobrepasó y frenó de golpe: chirriaron las cuatro ruedas; la ventanilla del copiloto del Golf de Sergi se bajó: «Sube», le dijo. Habló con sequedad y tras hacerlo echó la vista al frente, esperando la sensación amortiguada del peso de ella cayendo sobre el asiento y el correspondiente portazo cargado de furia y desdén, de rencor y vergüenza; al oírlo salió disparado hacia la Rambla. Atravesaron los puentes de la riera con un sol virgen a la espalda; Romeu conducía en silencio y volvió a frenar con brusquedad en la puerta de La Estrella. Lanzó sus ojos y la cara seria, pero los mellizos no estaban, era demasiado pronto para nada, llegarían horas después, hasta ella le hubiera podido anticipar eso; aun así, paró allí. Y se volvió a poner en marcha y a la trágala, lanzando el coche en cada curva; salió en dirección a la playa de los Suizos, y la dejó atrás, cruzó el tramo sin asfaltar con hierbas altas a cada lado, apretó el acelerador, levantando polvo hasta volver a pisar asfalto; zigzagueó entre las calles de la urba, y frenó súbitamente al llegar a la puerta de la casa de Carlitos; «Espérame aquí», le dijo a la chica antes de bajar del coche y acercar la oreja al garaje de donde se escapaba música, un bajo y una caja se repetían eternos bajo una melodía clásica. Sergi golpeó la puerta y le abrieron. Entró para tardar diez minutos en salir, el tiempo de hacerse una clencha y fumarse un cigarro mojado. Mientras, ella lo esperaba fuera. Al volver él al coche, la maña cogió un pañuelo de papel de la guantera y se secó el llanto, lo hizo lenta y con excesiva parafernalia al sonarse, para que no quedara ninguna duda de su desconsuelo. Romeu la miró con algo de ternura, pero a ella le pareció una mirada indolente, llena de aversión, como si solo fuera culpa suya. Ninguno de los dos habló. El coche volvió a ponerse en marcha, esta vez con más calma; siguieron callejeando hasta salir por el sur de la urbanización; pasaron el barranco y bajaron a la playa del Moro. Él se hizo otra raya y otro cigarro. Ella no quiso. Alcanzaron la arena, que albergaba el inicio de una jornada calurosa y brillaba ambarina y desierta, solo unos alemanes allegados de algún chalé cercano descansaban lejos de ellos completamente desnudos. Se sentaron a la sombra de la última hilera de pinos con el cámping abandonado a la espalda; la lobreguez y la humedad de las moreras les propiciaba frescor en las nucas. A la maña le ardían los ojos, y él le rodeó los hombros con un brazo, trayéndosela y aclocando ella la barbilla en su pecho. Se podía ver la luna levitando velada y casi transparente por encima del sol.

—No puede ser —dijo él con tono amable, como si no hubiera pasado nada, como si fuera un pormenor.

—Lo sé. No puede ser… —corroboró ella.

A esas horas, la abuela del Bocachancla salía de casa, lo hacía con demasiado atropello para su edad, acompañaba a los enfermeros que se llevaban a su marido en una camilla escaleras abajo, después de haber sufrido un infarto severo de miocardio. Los vecinos la vieron subir en la parte trasera de la ambulancia, se asomaron todos a balcones y ventanas; se agolparon a mirar una docena de curiosos en la puerta del bar Taurino.