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Ya eran amigas, la nueva novia de Carlitos y las novias de los mellizos. Fue otro de esos días en los que el de la urba pasó a cobrar y, sin saber bien cómo, los seis acabaron comiendo paella en el Gatell. Y también estaban allí Ignacio Robles y su amigo el Poeta.
—Es que me pone malo —le decía Ignacio entre tenedoradas de arroz y tragos de Vega Sicilia—. No… No me ha dicho nada, pero es cómo me mira.
—Pero está casada.
—Ya. Con ese gordo.
—Hombre… Lo de gordo es lo de menos… Es guardia civil, Ignacio… —susurró el Poeta, viendo como su amigo buscaba coincidir visualmente con Lucía, que también comía en el Gatell ese día, con el comandante, unas mesas más allá de la que ocupaban ellos.
Nadie, ni siquiera Lucía Xerinacs, podía decir que su marido no la quería, ni que no la amara, ni que no la cuidara. Que se había dejado, eso sí. Que estaba más gordo y calvo que nunca, también. Los hombros siempre los tuvo peludos, los hombros y la espalda. Y no siempre fue comandante, antes era capitán, cuando se casaron. Y antes de conocerse fue teniente. Y subteniente. Y sargento. Y cabo primero en los montes de León. El comandante era un chusquero veintidós años mayor que su mujer, y ya no podía ascender más porque carecía de lo requerido. Tenía cincuenta y cuatro primaveras, larga hoja de servicios y un uniforme de gala azul marino. Y uno de alta gala con pechera roja, botones dorados y ribetes, y que no tiene cualquier guardia civil. El comandante era todo un cocodrilo.
Buscaba Ignacio encontrar los ojos azul océano de Lucía, encontrarlos una vez más, porque ya habían topado con los suyos en diversas ocasiones a lo largo de la comida. Y cuando no daba con ellos se deleitaba en el poco de escote que dejaba ver su blusa, en sus labios perfilados, en su cutis tenue y sus formas agraciadas. Ella sentía cómo también otros hombres, de cuantos había en el comedor, la buscaban, algunos con descaro, pero las miradas de Ignacio habían sido las únicas en encontrar respuesta; y la verdad era que lo hacía de manera involuntaria, como tropezar siempre con el mismo peldaño, algo que flota y se ve, y aun así se hace insalvable. Y más cierto es que Lucía estaba incómoda al entremezclar los fogonazos constantes del burguesito con los pensamientos derivados de su sueño, pero pensaba que a él no podía reprochárselo, no hacía nada que los otros no hicieran. Y todo quedó en esa rutina asumida, esa suerte inacabable de miradas a las que ya estaba demasiado acostumbrada.
El comandante, por su parte, buscaba los ojos de Carlitos. El cocodrilo estaba escandalizado por las risotadas sin control que se esparcían desde la boca de las novias de los mellizos y de la nueva novia del propio Carlitos. Ya los caló al entrar y no le hizo ninguna gracia compartir comedor, hábitos y domingo con aquellos desgraciados. En la sala había gentes de procedencia tan dudosa como diversa, y alguna que otra personalidad del mundillo del empresariado local. Además de las nubes llegadas de Reus, había industriales de toda talla. Mucho patrón de PYME de pueblos cercanos; los dueños de los veleros; los vendedores de bronceado; matrimonios vizcaínos en busca de las fotos de las postales; y guiris acaudalados a los que no se la daban en los chiringuitos de calamares y sangría. Los camareros desfilaban con arroces y fideos, bandejas con ostras, lenguados y otros mariscos; mucha rodaja de limón aséptico, agua con gas y vinos buenos y malos, pero todos caros.
Las chicas, en la mesa de Carlitos, no eran capaces de contener el derrape de su borrachera y hablaban a viva voz, y gritaban cada dos o tres minutos, y después de cada chillido eran predecible las consiguientes carcajadas a bocas llenas, risas estruendosas (roncas las de ellos y agudas las de ellas), todas cargadas de cocaína y falta de modales, y que no solo molestaban al comandante; pero a él le ponían las escamas de punta más que a nadie, como se las puso que Carlitos, al pasar hacia al lavabo, le guiñara un ojo y le lanzara una sonrisa, la misma sonrisa socarrona que esbozaba cuando le pasaba el montante de cada mes en la penumbra del bosquecillo que quedaba junto a la ermita. Esa sonrisa pretenciosa nunca le gustó al cocodrilo, él siempre se mostraba serio en sus encuentros. Pensó en lo mucho que le gustaría cruzarle la cara de un hostión, agarrarlo de la patilla y darle dos patadas en el culo. También pensó en que no necesitaría justificarse ante nadie por ello, pero se resignó de hacerlo en público. Solo Lucía pudo ver la cara de asco y la contención ulcerosa.
Ignacio Robles no sabía que ella había soñado con él, pero adivinaba algo especial, por ello iba en su búsqueda a cada instante, y la terquedad hacía que la adicción por aquellos ojos marítimos fuera mucho mayor de lo que hubiera podido ser hacia otros más terrenales. Ignacio también era una de esas almas consentidas que siempre lo consiguieron todo sin querer. Robles llegó en una nube burguesa de las venidas de Reus y que aterrizaban en coche largo. Le gustó el pueblo, y sobre todo el puerto. Pronto hizo amistades y se instaló en un apartamento en el Pino Redondo, propiedad de su familia. Y cuando después de dos carreras universitarias, una vuelta al mundo y treinta años recién cumplidos decidió dejarse la barba y lucirla bien recortada no quiso entrar en la gerencia de la empresa familiar de envase y distribución de frutos secos y otros productos alimenticios. Pero no renunció al préstamo a fondo perdido que su padre le hizo, a eso no. También fue decisión plenamente suya dedicarse al negocio de la inmobiliaria e instalarse en el puerto, en un local en la calle Sant Pere que él eligió y que papá pagó al contado, y en el que, de toda la vida antes de ser la inmobiliaria de los Robles, hubo una tienda de pesca salada y bebidas frías. Ignacio llevaba pocos meses como intermediario de pisos y apartamentos, todavía no tenía carteras gruesas, ni de oferta ni de demanda, y pasaba muchas horas en la oficina (convenientemente remodelada), al lado de una contable vieja e inmortal, canosa y arrugada, empleada eterna de la familia Robles e impuesta por su padre, quien al comprar el local y cederlo sin renta alguna había pasado a tomar el control del negocio, y su hijo a ser un empleado más, otro de los cientos que tenía en la planta envasadora de Reus y en las decenas de sociedades de las que era accionista mayoritario.
Ignacio pasaba muchas horas en la oficina de la calle Sant Pere, muchas más de las que él quisiera, pero desde hacía unas semanas no se le pasaba por la cabeza concertar ninguna entrevista ni visita a las diez de la mañana, de cada mañana, de lunes a viernes, a la hora a la que el comandante en jefe de la Guardia Civil paraba el Patrol en la esquina y dejaba a su señora: y ese animal hermoso avanzaba con una elegancia innata y cruzaba por delante del escaparate de la inmobiliaria Robles y, con disimulo, fingía mirar las fotos de los pisos con sus precios marcados en rojo, siempre a la baja. Pero lo que la mujer miraba era la apariencia agradable rodeada por la barba cuidada de Ignacio, que la esperaba fumando todas las mañanas. Él la contemplaba con la delicadeza con la que se vislumbra una obra de arte, y la veía pasar y admiraba su pecho y el rebote salvaje en cada zancada, y su cara de ángel con perfil misericorde y magnífico, y que daba paso a su culo alto y duro que bamboleaba sobre sus caderas como las campanas de la iglesia de San Pedro los días de procesión. Y la veía alejarse hasta perder su visión por el chaflán, camino del pósito, como cada mañana. Y después de desaparecer, flotaba en el aire durante algunos segundos un aroma de jazmín y agua de limones.
Lucía pasaba por allí todos los días, y fue capaz de entrever en los ojitos de Ignacio el mismo deseo que en la gran mayoría de las miradas que cada día le lanzaban, igual que era capaz de distinguir la envidia en otras muchas. Es posible que fuera una consecuencia de la costumbre, y cierto también que ya le había pasado otras veces: responder de manera agradable a una ojeada de admiración, e incluso a algún piropo, y no querer ver ninguna condescendencia sexual al hacerlo. Para Lucía, que la miraran era algo tan normal que llegaba a ser extraña la vez que ella viera algo malo en ello si se producía dentro de un contexto respetuoso. Y cuando concedió el primer escarceo visual con Ignacio no esperaba alentar ninguna posibilidad. Tampoco hubo ninguna intención de coqueteo la segunda vez que ella regaló un vistazo rápido y media sonrisa agradecida. Y ni siquiera estaba segura de si hubo algo, más allá de simpatía, al tercer golpe de vista. Pero nada volvió a ser igual entre aquellos ojos después del sueño que ella tuvo con él. De eso estaba segura.
A veces las gaviotas remontaban varios kilómetros tierra adentro y solía ser presagio de tormentas. Y como un elemento premonitorio, circularon los colombianos de Tarragona por la calle Colón, los vieron pasar en un Ford Orión azul oscuro; eran tres tipos grandes y fuertes, con tatuajes de esos que escapan por cuellos y mangas de las camisetas, morenos de pelo y piel, de esos que van con la música a todas partes y que huelen a masa de hacer arepas. Los vieron pasar por delante del bar Taurino y parar delante del portal del Bocachancla; dos de ellos subieron y el que conducía esperó abajo, aparcado en doble fila.
Tuvo el Bombilla de alumno al Bocachancla, y previó en él las estrías que acabarían cruzando la línea vital de su mano izquierda, y vio marcas tan profundas que jamás se atrevió a ordenarle nada, ni un apunte, ni un deber, ni mucho menos favores tercermundistas. No era muy listo, el Bocachancla, eso lo sabía el Bombilla, como sé yo que no está bien hablar de los muertos.
Explotaba el sol en la fachada marítima, refulgían las persianas verdes y se derretían los geranios. En el paseo Lluís Companys había otras niñas llenando el suelo de cáscara de pipas, y otros niños jugando al balón en los que hasta ayer fueron nuestros bancos. Nosotros andábamos estrenando una nueva vida, seguramente era la vida abandonada de otros y que empezaba en los espigones y terminaba muchas noches en la playa de los Suizos, a donde acudíamos al ponerse el sol. Íbamos a venderles chocolate a unos adolescentes gorditos y sonrojados, que vestían ropas caras y hablaban en alemán, criajos con nacionalidad suiza y casas de revista, a los que les vendíamos jarna cruda y dura que cobrábamos a mil pesetas el gramo. Y los muy capullos no solo nos pagaban, sino que nos invitaban a cerveza y a otras bebidas buenas y dulces, de colores llamativos, cócteles que entraban como el agua y embriagaban en exceso. Éramos jóvenes, en aquellos años, y nos aprovechamos de que nadie hubiera reparado en el mercado que aquellos palurdos helvéticos ofrecían. Para nosotros fue un encuentro casual. Y nadie lo sabía o a nadie le importaba, ni a los mellizos, ni al comandante, ni a los niños pijos de la urba.
Una de esas noches, a la vuelta, vimos a los mellizos discutir con el Bocachancla delante de la Escuela de Hostelería. El Bocachancla iba solo, los mellizos no. Discutían en la arena: los hermanos lo habían llevado hasta allí a base de pequeños empujones, y en la grada de hormigón a la altura del paseo estaban sus acólitos, pendones y zoquetes, basura recogida en el parking de cualquier discoteca y que disfrutaban de la humillación como garrulos viendo a monos pegarse en un zoológico. Pasamos por detrás de los que miraban, pegaditos a la valla de la escuela, sin demostrar demasiada atención a nada de lo que pudiera estar pasando. El Bocachancla llevaba unas Court Royal, brillaba el logo de Nike en azul sobre la bamba blanca. Brillaban de nuevas que eran. Eso lo recuerdo bien. Se giró y nos vio uno de los mellizos, nos vio desde la arena. Noté cómo mis ojos coincidían con los suyos y sentí miedo. No sé qué temí, porque tampoco sabía qué pasaba. No quise escuchar, aunque había mucho ruido: era medianoche, hacia viento y las olas se agitaban fuertes y altas muy cerca de la orilla, proyectando un bucle sonoro inacabable. Algunas voces despuntaban sobre el estruendo. Algunos chillidos y mucha tensión. Un tío, desde la grada, gritó: «Mátalo», mientras los demás alentaban a más o menos lo mismo, entre risas y burlas. El Bocachancla trataba de decir algo, eso también lo recuerdo, seguro que intentaba un pretexto entre empujón y empujón, su gestualidad lo daba a entender. Pero el paso ligero, las olas altas, el cielo atormentado, la mirada del mellizo y la distancia no nos dejaron escucharlo. Puede que no quisiéramos. Y aunque nadie dijo nada, a todos nos quedó muy claro que el Bocachancla estaba en apuros.