6

Eran las siete y diez de la mañana del lunes cuando el comandante ascendía ligero y diligente los cuatro escalones de acceso al cuartel; lo hacía detrás del ordenanza, a un peldaño de él, a la misma distancia que cada jornada. Era algo mecánico, una coreografía perfecta: el ordenanza disponía del tiempo justo para ascender el último escalón, abrir y aguantar la puerta, a la vez que, con tono rotundo, proclamaba: «¡Atención!», y aquella voz, aquel protocolo militar extinguido de la mayoría de cuarteles, hacía sentir bien al comandante, así debían empezar los días. Aquel aviso alertaba de la llegada del pájaro, pero no era necesario, porque aquel ritual era idéntico de lunes a viernes, durante el plazo de sesenta segundos, entre las siete y diez y las siete y once.

Aquella mañana, como de costumbre, el comandante descendió del auto tras abrirle la puerta el ordenanza, este esperó a que el oficial bajara y cerró de un portazo suave. Adelantó al comandante en el trecho de asfalto antes de acceder al vallado de setos y torretas que delimitaba la parte exterior del cuartelillo y enfiló los escalones sintiendo en el cogote el resuello apresurado del oficial. Al cruzar el tramo de asfalto, el comandante giró la cabeza poniendo atención en una moto: una PX negra, con franjas rojas en el chasis y en el sillín, mal estacionada, en la salida del parque móvil del cuartel. De su cuartel. De su parque móvil. Advertir aquel vehículo no alteró su paso ni retuvo la marcha que él y el subalterno llevaban. Accedió al edificio, caminó el pasillo con diligencia y entornó la mirada a la izquierda, hacia el despacho de atestados; sin perder el pie, le hizo un gesto al hombre que allí había. El oficial encaró su oficina a la vez que gritaba: «¿De quién es la puta moto?». Y al empujar la puerta de cuarterones castellanos, donde en letras medio borradas se leía «Comandancia», encontró al teniente Ramírez sentado a su mesa y a un hombre y una mujer de edad avanzada, de corta estatura y extremadamente escuálidos; tenían un aspecto desangelado, vestían ropas oscuras de tejido rudo, iban demasiado tapados para ser verano. El hombre llevaba chaqueta. El cocodrilo, por un instante, los miró con familiaridad, encontró en ellos el recuerdo de sus padres y de otras gentes de su pueblo; vio el desarraigo en sus ojos, y la marca del hambre, seguramente grabada durante la niñez. Estaban sentados al otro lado del tablero, atendiendo a las palabras, puede que explicaciones, que el teniente Ramírez les daba.

La pareja de ancianos estaba sumergida en una sensación de pena desbordante. La mujer, de piel muy morena, sombreada por las arrugas marcadísimas, y el pelo atado en un moño blanco y rápido; los labios de una finura extrema, y las manos pequeñas y huesudas, igual de arrugadas que la cara. El hombre no era muy diferente de ella; y cualquiera podría jurar que ambos eran centenarios. Los dos tenían los ojos negros, muy sureños, y les brillaban lastimeros, los de ella enrojecidos.

Al contemplarlos, el comandante calmó el ímpetu matutino, y puso cara de hostilidad al ver que el suboficial iba en mangas de camisa.

—Son los abuelos de José Ángel, el chico que apareció en el puerto —matizó Ramírez al sentir el vistazo frío.

El comandante hizo un gesto afirmativo moviendo la cabeza un par de veces; los había reconocido nada más verlos, había hablado con ellos cuando apareció el cadáver.

—Lo sé —aclaró.

Y no entrevió necesidad de remarcar quiénes eran, no le hizo gracia que el teniente insinuara que pudiera haberlos olvidado. Avanzó hasta el paisano y le estrechó la mano, luego tocó el hombro de la mujer con afecto y, ante el ademán que ella hizo, le pidió con amabilidad que no se levantara. Caminó hasta alcanzar su lado del escritorio, el que le correspondía por galones, el teniente entendió la gestualidad del avance y se incorporó veloz.

—La moto que hay fuera era del chico. Apareció ayer, a última hora de la tarde, en la riera de la Llosa. La encontraron unos niños jugando. Sus padres llamaron a los municipales. La grúa la dejó aquí ayer por la noche, después de irse usted —apuntó el teniente Ramírez, con pausa en cada punto, y la vivacidad militar que al comandante contentaba y solía exigir, más habiendo civiles presentes.

—Vaya a ponerse la chaqueta, y luego reparta las patrullas.

—A la orden, mi comandante —asintió Ramírez, sin llevarse la mano a la frente, pero con una mímica excesiva a la hora de cuadrarse y hacer sonar los talones de las botas. Aquello también ofendió al cocodrilo, que le lanzó una mirada virulenta que más que reprimir buscaba un halo de justificación ante los ancianos que presenciaron la escena con indiferencia y sin mirar al rostro a ninguno de los guardias.

Ramírez cerró la puerta al salir.

Los abuelos del Bocachancla tenían setenta y tres años él, y sesenta y ocho ella. El abuelo era natural de Castuera, provincia de Badajoz, pero decir que era de Castuera era mucho decir, porque nació en una chabola hecha con troncos finos, coronada con juncos y barro, en mitad de una estepa; era el cuarto hijo de un hombre que recogía y quemaba raíces y pies de árboles para hacer carbón vegetal y piedrecilla para los braseros. La abuela del Bocachancla había nacido no muy lejos de allí, en el latifundio extremeño de una familia madrileña que heredaba gañanes y sirvientas como si fueran parte de la producción agraria, con desprecio y a granel los poseían como a bestias. A los caporales no, los caporales tenían que saber leer y escribir, y montar a caballo, y sobre todo tener mala hostia, y defender lo del patrón como si fuera suyo.

La pareja se conoció una noche de feria, en Castellán de la Serena, a principios de la década de los cuarenta; él era un muchacho en el albor de la veintena y ella una adolescente. Fue en un prado y a la luz de hogueras y antorchas, a los pies de una villa tocada por una ruina indómita y musulmana. Bailaron tres piezas seguidas, dos pasodobles y una copla, que salieron de la caja sonora de un organillo venido de Mérida. Después de bailar se apartaron para sentarse bajo unas sábanas cosidas que hacían de toldo, allí un hombre servía vino y limonada. El agua no la cobraban.

Los dos bebieron agua.

Él se dirigió a ella, y le habló muy flojito, con tono de secreto, con la intimidad infinita que le habían concedido los apretones y el roce durante aquellas tres piezas que el aire expandió.

—Mañana me voy —le dijo él— a Barcelona. Tengo un primo allí y me quedaré en su casa algún tiempo.

Le dijo lo que decían todos los que huían buscando no comer cada día el mismo plato de puchero de cardos y judías negras; buscando no cenar cada noche un chusco de pan y una taza del caldo de ese mismo puchero, y que sabía absolutamente igual. Igual cada día; puchero y caldo. Y alguna paloma cazada en reposo sobre la rama agrietada de cualquier bellotero u olivo, despistada o seguramente enferma, matada de un cantazo certero, con mucho tino. «El hambre extrae de las bestias habilidades increíbles», comentó algún señorito sorprendido.

—Mañana me voy, y pasado ya no estaré aquí —le dijo el abuelo del Bocachancla a la que acabaría siendo su mujer. Ella sintió una pena enorme, sin conocerlo de nada más que de aquellos tres bailes. Sintió que se le desgarraba el alma. Y sin saber qué fuerza la empujaba a ello.

—Llévame contigo —imploró.

Y al día siguiente, antes de que despuntara el alba, estaba ella donde él le indicó que estuviera. Y a las ocho de la mañana, armados por unos pocos duros, intentaron subir a un tren en la estación del Quintillo, pero el revisor los detuvo impidiendo el ascenso de ella por la corta edad que aparentaba y por no llevar documentación. Estuvo a punto de partir el hombre, sintió el lastre que la niña iba a suponer, y llegó incluso a subir al vagón dejándola atrás, pero al recordar el baile y el calor de las mejillas ilusionadas sobre su pecho, y el compás lento al roce de las piernas, y el olor salvaje de las endorfinas sintiendo que escapaban del latifundio y su condena, y de aquella estepa árida; y la esperanza proyectada por él mismo en la cabecita soñadora; y la sonrisa que lo escuchaba atenta imaginando que todo cuanto él decía podía ser así. Y al sentir el suelo oscilar con la puesta en marcha del convoy envuelto del vapor denso que emanaba desde abajo, y el humo espeso y carbónico que caía de arriba, decidió agarrar el hatillo escaso que portaba y saltó del tren. Ella supo desde ese instante que era el hombre de su vida, que no lo abandonaría jamás. Ambos cruzarán la vía al marchar la locomotora y los vagones, ella prendida de su brazo y, para siempre, de su hombría. Y echarán a andar campo a través, sin más herramienta que la esperanza de tropezar con la suerte. Tardarán dos años en llegar a Catalunya. Y al primo no lo encontrarán nunca.

No era muy diferente el lugar que unió a los ancianos del que alumbró al comandante, y sus ojos sureños fueron capaces de entreverlo y admitirlo mientras conversaba con el matrimonio en su despacho. Sintió pena por ellos, mucha lástima, y una sorpresa patriótica cuando el hombre explicó su paso y estancia breve en El Guijo, en el valle de Los Pedroches, Córdoba, de donde era natural el cocodrilo. Pero el recuerdo de esa parada parecía no ser bueno, el tono con el que narraba la andanza decaía, y los ojos de la mujer certificaban ciertas crueldades de la vida. La pareja se desahogó con el guardia civil cuando este les preguntó por los padres del Bocachancla.

—Nunca supimos quién era el padre. A nuestra hija hace más de diez años que no la vemos, y no sabemos dónde para —certificó el viejo con un cansancio contagioso. La mujer no habló, tan solo asintió con una tristeza que aseguraba que sí, que fue de ese modo.

Los dos años de andadura depositaron a los abuelos en una chabola a orillas del Francolí, en la entrada de Tarragona, en una barraca más pequeña y frágil que la que los habría cobijado en la estepa extremeña. Acabaron junto a miles de paisanos del sur, en el margen de un río que algunos inviernos desbordaba arrastrando consigo el enjambre débil de maderas y uralitas. Ya eran matrimonio cuando llegaron: se habían casado en Albacete, donde hicieron estancia de dos meses para ganar plata con la que seguir. Pudieron contraer matrimonio tras contactar por teléfono con el alguacil de Castuera, quien a través de un familiar comunicó su paradero a la dehesa en el que los padres de ella trabajaban y residían. Recibieron una carta transcrita por un capataz de campo de la finca, y compulsada por el juzgado de Castuera, en la que el padre de ella la autorizaba a contraer matrimonio con aquel hombre. Arreglar la situación de ella les dio muchas más opciones de empleo y les posibilitó abandonar ciertas conductas clandestinas al viajar, y no caer con tanta facilidad en el abuso a manos de muchos con quienes tropezaban. Fuera como fuera, y tras un período largo en el poblado de chabolas, y otro en un piso de alquiler en Tarragona ciudad, después de algunos trabajos malos y otros peores, arribaron a este puerto como si de víctimas de un naufragio se tratara; harapientos y sin el más mínimo bien material. Ya había nacido, entonces, su hija, la mamá del Bocachancla, y el hombre encontró empleo estable como peón de albañil, en el tiempo en el que se proyectaba el agosto trimestral que trajo el turismo, cuando se construían hoteles en terrenos ganados o perdidos en manos calientes jugadas a la butifarra, cuando se construían los primeros apartamentos.

La mamá del Bocachancla fue una niña querida y bien criada, pero se la tragó la orgía de las boîtes y el aire dadivoso de finales de los setenta, y acabó al cobijo desalmado de unos niñatos de capital con mucho dinero para despilfarrar, y que la engancharon al caballo. Y que la rechazaron, no mucho después, cuando estaba tísica y llena de picores, y al poco tiempo paría el hijo de uno de ellos, a José Ángel Hidalgo Ortiz, el Bocachancla. Era él un bebé cuando su madre se largó con un pelanas a nadie sabe dónde. Ella fue apareciendo cada mucho, siempre a pedir dinero, y cada vez con un sidazo más evidente, con más batalla ganada al cuerpo, ya casi sin gestualidad ni existencia. No apostaría nada a que siga viva hoy, ni tampoco a que lo estuviera en aquel tiempo, cuando murió su hijo, pero nadie lo sabe de cierto, quizá los cielos sí lo sepan.

También pasó José Ángel por la cuerda, por los depósitos, por detrás del pabellón y por los espigones. Y todos vimos siempre en él una carga pesada, una tristeza suma y silenciosa. Era un niño muy introvertido al que le faltaba un pedazo de vida muy grande. Tenía la boca torcida, eso le puso el mote, una boca torcida y grande como la de la Lola Flores, la gitana coja que cada día cruzaba la explanada, y alguno, solo por una vez, se atrevió a bromear con la posibilidad de que fuera su madre, y el chaval introvertido respondió a pedradas, que cargaron un odio mayor que el que cualquiera de nosotros pudiera haber descargado contra las chapas de los trenes, esos trenes que a veces se llevaban gente y que se podían haber llevado a cualquiera de nosotros en un momento u otro. Así, sin más.

Sus abuelos lo criaron y educaron como pudieron, con cariño y paternalismo, intentaron hacerlo mejor de lo que lo habían hecho con su madre, pero él no tardó en juntarse con los malotes; ni en fumar porros como los fumamos nosotros; ni en comer pastis, y ajos, y en tirarle a lo que se le pusiera delante. Y quemó fases muy rápido, más que muchos otros. Y con todo junto, y un poco de rebote, fue a dar con personas de vida áspera y valores criminales congénitos, demonios llegados de fuera, gente sin escrúpulos ni miramientos, de esa que iba y venía por los raíles que conducen al culo del mundo, y no muy diferentes del tipo con el que se fue su madre. Y junto a esos tíos peligrosos y por caminos, circunstancias y necesidades muy alejadas de las que conectaron a los niños pijos de la urba con los colombianos de Tarragona acabó él en ese mismo sitio, en la misma embajada medellinense tramada en la capital de la provincia y que en asuntos de cocaína controlaba gran parte del territorio.

No fue el primer chico de esa edad que fallecía, pero la muerte del Bocachancla no se pareció a ninguna otra que se pudiera recordar. Nadie acudió a su entierro, solo sus abuelos y algún vecino. No hubo representación municipal, ni asociaciones deportivas, ni excompañeros de clase, ni siquiera hubo amigos, y nadie estuvo nunca muy seguro de que los tuviera. El comandante pensó en eso al hablar con los abuelos, y en que de haberse celebrado el entierro después de aquella conversación funesta, él sí habría acudido a la misa, aunque solo fuera por solidaridad sureña. La celebración que despidió a José Ángel Hidalgo Ortiz (inversión de los apellidos de su madre) se retrasó por causas imputables a la autopsia y otros detalles de la investigación, y se celebró en sábado. Tuvo lugar en la iglesia de la vila, porque en la del puerto se casaba la hija de un hotelero, y fue el propio mossèn del puerto el primero en decir que, hombre, no quedaba muy bien hacerlo antes de la boda, y que después no podía ser porque él estaba invitado al convite.

El Bocachancla, tras su primera entrevista en la embajada de Medellín, aprendió rápido cómo iba el tema, empezó con cincuenta gramos fiados (como empiezan todos). Pero duró poco como camello de altos vuelos, no llegó a ver las bolsas de cien. Apareció flotando en el agua la mañana siguiente a una noche de tormenta. La autopsia reveló que había muerto ahogado en el mar, tres días antes de aparecer en la bocana del puerto. Tenía un golpe contundente en un pómulo y una brecha en la cabeza, ambas lesiones producidas antes de caer al agua. Todo eso ya se lo había explicado, a los abuelos, otro guardia, uno de la judicial venido de Reus. El comandante, aquella mañana, básicamente se dedicó a darles ánimo y a hacer largas perífrasis acerca de que hay que recuperar el espíritu, y que el cuerpo y las otras policías hacían cuanto estaba en sus manos; y que no se podía descartar la posibilidad de que no se tratase de una muerte violenta, y que el muchacho podría haber tropezado en cualquier parte de la costa, caer al agua, y haber derivado hasta donde se le encontró; y que quizá eso no era mucho consuelo pero sí menos desagradable.

Lo que no explicó el guardia civil, ni este, ni aquel de la judicial venido de Reus, era que dos días después de la aparición del cuerpo un turista había encontrado su cartera, cerca de la orilla, delante de la escuela de hostelería. Aquel dato había quedado oculto por el secreto de sumario, y no por nada, sino porque todo lo encontrado —la cartera y la documentación que acreditaba la identidad del chaval, las tarjetas de discoteca y el dinero que la billetera contenía (era un hombre honrado, el turista)— estaba seco, y las analíticas demostraron que ninguno de los objetos había permanecido ni un solo segundo sumergido. Y en el punto en el que había aparecido no se daban los factores que pudieran llevar a pensar en que allí alguien se pudiera golpear y caer al agua, ni fácil ni difícilmente. No les explicó el comandante que la judicial estaba buscando indicios en aquella zona, y entrevistando a gente, ni que el hallazgo de la moto incrementaría las opciones que perseguían (eso lo pensó en ese momento). Los guardias civiles tampoco les explicaron a los viejos que la información obtenida de sus vecinos había desvelado las visitas de los colombianos de Tarragona, y la burocracia que esa información generó acabó cruzándose con una operación de la Policía Nacional contra el tráfico de drogas en la provincia, y en la que se investigaba a aquella banda latinoamericana, hecho que impedía, momentáneamente, su implicación en ese caso.

El cocodrilo no estaba al tanto de las actividades delictivas del Bocachancla, tampoco podía controlarlos a todos, en verano eran muchos los que trapicheaban. Pero al conocer los detalles empezó a temer que Carlitos o los mellizos guardaran relación con aquella historia. «Mocosos de mierda», se dijo tras despedir con amabilidad a los abuelos y verlos pasar por delante de la moto de su nieto, y mirarla con desespero y distancia, como se miran las pertenencias de un muerto. Aquella imagen turbó la conciencia del oficial, la presencia de los viejitos había turbado al cuartel entero, reinaba un silencio impropio. No se oía el tecleo de las máquinas de escribir, ningún guardia se atrevía a quebrar esa losa de pena que los ancianos dejaron. El oficial mató el tiempo repasando unos informes antes de coger el Patrol e ir a buscar a su esposa, meditando en silencio, y llegó a captar el aire enrarecido que aquel asunto cargaba, no le gustaba la aproximación de los colombianos.

A la misma hora a la que los familiares del Bocachancla salían del cuartelillo, Silvia, la amiga de Lucía, abrió los ojos. Su marido ya se había ido a trabajar. Se levantó y se puso un camisón de tirantes. Salió de la habitación y avanzó por el pasillo para asomarse al cuarto de sus hijos y comprobar que ambos seguían durmiendo. Se sentó a la mesa de la cocina a tomarse un café con leche y una tostada de mantequilla con mermelada de fresa. Luego se encendió un cigarro. Ya estaba alto el sol y se colaba a través del umbral abierto de la galería; la luz dibujaba el camino del humo y Silvia rompía la continuidad de formas caprichosas que la punta del cigarro esparcía. Presa del aburrimiento, sin labor pertinente u obligatoria hasta que las fieras de cuatro y siete años despertaran, comenzó a pensar en Lucía y en las extrañas sensaciones que había captado en ella. «Una aventura, o por lo menos ganas de ella… —se dijo a sí misma, estúpidamente entregada a su imaginación, llegándole a parecer normal—, una mujer tan guapa con un hombre tan mayor.» Y sintió un rumor nervioso, y algo de celos, algo efímero, pero celos a fin de cuentas. No conocía al chico, y le pareció tan guapo…

Silvia, al dejar a Lucía y al comandante la tarde anterior en la terraza del Blau, pasó por la calle Pau Casals, por la tienda de una tal Rosa, y le preguntó qué sabía de Ignacio Robles; y Rosa, como buena verdulera, la puso al día. «Un hombre guapo y con dinero», se dijo Silvia al establecer orden en todo el cotilleo. Ella se había casado con un electricista autónomo sin muchas luces, con el que se sentía feliz. No rompería su relación por nada del mundo, al menos de momento, tenía lo que siempre había soñado, un hombre honrado y trabajador que la amaba, y dos hijos que adoraba y la adoraban, y que le concedían el privilegio de no tener que trabajar. Y las doce horas diarias que su marido echaba costeaban el mes anual en un apartamento alquilado en Benidorm. Silvia creció viendo cada viernes el Un, dos, tres, y su vida se parecía bastante a lo que siempre había imaginado. No era una mujer demasiado ambiciosa, sí muy delirante e ilusa, tanto vital como intelectualmente. Pero una aventura con un hombre apuesto y rico…; una escapada con coartada a un hotel de lujo en la Costa Brava, desayuno con vistas desde la cama, y follar y sentirse follada… Y seguramente si se le presentara a ella la oportunidad se acabaría echando atrás, pero acariciar la sensación de saber que puede…; ver el brillo que vio en los ojos de aquel chico mientras miraba a su amiga, y sentir que la miran a ella…, eso la embriagaba. Lucía podía provocar esa mirada en cualquier hombre, feo o guapo, joven o viejo, rico o pobre, pero ¿podía ella seducir a un hombre joven, rico y guapo? Se dejó llevar por la sensación y la fantasía de enamorar a un tío así, y se fue perdiendo a través de ese apetito con tanta fuerza que brotó en su interior una especie de deseo platónico hacia ese ejemplar en concreto, hacia esa estampa finolis de economía caudalosa y barba bien recortada.

A la hora a la que los hijos de Silvia se despertaron, saltaron de la cama y salieron a la carrera por el pasillo; a eso de las diez de la mañana, Ignacio Robles aguardaba el paso de Lucía en el portal de la inmobiliaria, como todos los días; y acabó consumiendo tres cigarrillos, el burguesito, sin que la mujer asomara. Ella había decidido cambiar el itinerario, y desde entonces se apeaba del Patrol en la puerta de la oficina de su padre. Alegará una molestia en un tobillo durante aquellos primeros días, y luego esperará a que el hábito se convierta por sí solo en rutina.

Y el sol siguió explotando en la fachada marítima, y relumbrando en las cabelleras de los hijos de los turistas que brillaban como el oro nuevo. Y se sonrojaban las pieles de mujeres altas y atractivas con vestidos cortos y grandes pechos sin contener bajo telas sueltas, y que se movían liberados y libertinos al ritmo de las melenas incendiadas por el calor que mataba la segunda quincena de agosto. Y cruzaban lentos, parsimoniosos y exóticos como depredadores saciados modelos de Mercedes y de BMW, modelos que no habíamos visto nunca, ni siquiera los hijos de los dueños de los hoteles, de los restaurantes, de las barcas y de las botigas, ni los niños pijos de la urba, ellos tampoco. Y la playa grande era un amasijo de colorines chillones, una plaga de parasoles y toallas, y la misma tonalidad repetida se daba en pequeñas pelotas de goma que saltaban de pala en pala. Y chiquillos arrugados contestaban a sus madres con desdén negándose a salir del agua.

Ya había caído ese sol cuando el comandante aguardaba inquieto en el bosquecillo junto a la ermita. Esperaba en la penumbra a que llegara Carlitos el de la urba, pero aquel no era día de cobro, la presencia del mocoso era una medida excepcional. Y el chaval se retrasaba. No era la primera vez que no aparecía a su hora, y eso al guardia civil lo ponía enfermo. Estaba a punto de largarse cuando oyó petardear la moto. Carlitos apagó la luz y accedió a la pineda con la burra; se detuvo a unos metros del comandante sin bajar.

—Ven aquí, hostias. ¿Qué coño haces? Te dije a las diez, joder, no a las diez y cuarto, ni mucho menos a las diez y veinte —increpó el oficial, sin exceder el volumen de su voz pero empleando un tono rígido y cabreado—. Mocosos de mierda —farfulló.

—Mira, no me hables, no me hables…, que llevo un día que lo flipas, tronco… La Iris, que se me ha puesto tonta, con sus cuentos y sus mierdas…, y que si te han visto con esta… y que si te han visto con aquella… Pues ¿sabes qué te digo?, a tomar por culo, hombre… Ya tengo a otra, mira por dónde.

Carlitos soltó su parrafada recorriendo los pasos que había entre la moto y el comandante, a la vez que de un bolsillo sacaba un paquete de Marlboro y de él un cigarrillo. Y puede que sus pajas mentales, y la cantidad de alcohol y cocaína, que a pesar de la hora ya llevaba en el cuerpo, no le dejaran apreciar con lucidez que hablaba con un hombre de cincuenta y cuatro años, con un cocodrilo con los huevos negros de ahostiar a subnormales como él mismo. El comandante estaba en la oscuridad, el chaval podía intuir su silueta y sus movimientos con dificultad; iluminó frente a sí antes de acercar la llama a la punta del cigarro.

—No fumes aquí —le dijo el guardia civil, a la par que le soltó una hostia larga a palma abierta en el carrillo izquierdo, y que hizo volar el cigarro y el mechero.

La cara del chico se batió con fuerza, enrojeció al instante provocándole un dolor agudo y la visión de algún destello.

—Tu puta madre —profirió aturdido, llevándose la mano a la mejilla.

El comandante se abalanzó sobre él y lo redujo sin necesidad de emplearse. Carlitos cayó como un muñeco, quedó apresado por las extremidades fuertes y el cuerpo orondo. Su gesto dolorido se deshizo como la arena seca para convertirse en miedo. El guardia le colocó una rodilla reteniéndole un brazo sobre el pecho, le aguantó el otro con una mano y lo guanteó dos veces más con la derecha:

—De lo del Bocachancla, ¿qué sabes?

—Nada, lo juro. Lo que se dice por ahí…

—¿Y qué se dice? —Pam, otra hostia, esta con el nudillo en el coco y bien fuerte.

—Que lo tiraron al agua, pero no sé nada…

—¿Quién lo dice?

—No sé… Todo el mundo —Pim, otro meco con media mano en la nariz y la otra media en el ojo.

—¿Quién lo llevó hasta los colombianos?

—No sé…

—Haz memoria, cabrón… —Pam.

Brillaban en la oscuridad del bosque los ojos llorones, los dientes pulcros y forrados de babas. Carlitos se retorcía inmovilizado.

—El Chato de Trebujena, ese sabe todo lo del Bocachancla. Yo no sé más… Lo juro —escupió preso del pánico, y dejando de resistir el abrazo del caimán.

Todos los testigos, dentro del entorno cotidiano del Bocachancla, vecinos y otras personas que vivían cerca de él o que frecuentaban sus ambientes, coincidían en que era un muchacho muy callado y poco conflictivo, ninguno hubiera pensado en él el aplomo suficiente como para trapichear más allá de pillarle unos porros a un amigo, y a todos les sorprendió la presencia del Ford Orión azul en su portal, del que también todos entendieron la procedencia diplomática del vehículo y sus ocupantes. Nadie había visto por allí al Chato de Trebujena, y solo unos pocos sabían quién era. El comandante pertenecía a ese grupo de ignorantes, pero se dio una casualidad antes de que él intentara averiguarlo. A la mañana siguiente llegaba un fax del juzgado al cuartel para la colocación de una escolta a los dos guardias de la judicial que tenían orden de capturar al Chato de Trebujena, y había que acompañarlos hasta su único domicilio conocido. De todas las huellas dactilares que la policía pudo extraer de la moto del Bocachancla, que había aparecido en la riera, pocas eran aprovechables, y solo una concordaba con la identidad de un individuo que estuviera fichado, y resultó ser el Chato. El propio comandante acompañó a los guardias que escoltaron a la judicial a casa de los padres del chico, que no se encontraba allí. Fue detenido en Trebujena, en el domicilio de su abuela, y trasladado a los juzgados de Reus. El Chato vivía en lo que llamaban «el Pueblo Nuevo», una especie de barrio que quedaba por encima del cuartel de la Guardia Civil, un poblado de casas bajas donde fueron a parar todos los gitanos cuando los emancipados de la vila los echaron de las casas que les tenían alquiladas hasta entonces, para pasar a vendérselas a parejas de clase media, puede que hijos de otros emancipados, gentes con profesiones liberales y buenos sueldos, la mayoría de Barcelona, y quienes rehabilitarán los inmuebles con medidas y subvenciones municipales que jamás se hubieran concedido a una panda de gitanos. En el Pueblo Nuevo todos eran castellanoparlantes, todos. Allí aún había calles sin asfaltar y chiquillos descalzos corriendo por ellas. La juventud se juntaba en un parque infantil al que no iban niños porque los columpios estaban rotos, y los que iban se convertían de inmediato en precoces fumadores de porros. Allí, en el parque, se concentraba un grupo de diez o doce individuos de entre dieciséis y veinte años; el Chato de Trebujena estaba entre ellos, y le pasaba un poco como al Bocachancla en sus ambientes: era callado, no tonto pero sí muy quieto, con un carácter muy restringido a sociabilizar, apenas hablaba, monosílabos justos que demostraran un mínimo de su conciencia; siempre con la mirada perdida en el limbo, como si soportara una pena insoslayable. Y puede que ya fuera lo suficientemente maduro para esperar algo mejor de la vida.

Todos sabían lo de la madre del Bocachancla aunque no se hablara de ello, pero nadie, absolutamente nadie, ni en el Pueblo Nuevo, ni en la vila, ni mucho menos en el puerto o en la urba, sabía que el padre del Chato de Trebujena estaba en la cárcel de Can Brians cumpliendo una pena por triple homicidio, y por eso habían llegado ellos allí desde Trebujena, para no estar tan lejos. Los guardias civiles, al enterarse del dato, se quedaron boquiabiertos. Al Chato lo liberaron pocas horas después de comparecer en los juzgados, la policía comprobó todo lo que el chaval dijo. El Chato juró ante la jueza (porque era una jueza) que había huido a su pueblo por miedo. Que había visto la moto de su amigo, sin candar, aparcada en la puerta de La Estrella, que la vio de mañana, y por la tarde decidió cogerla para guardársela. Y que al enterarse de la muerte del Bocachancla le entró miedo y la devolvió al lugar en el que la encontró, y entonces decidió marcharse. La Guardia Civil corroboraría horas después que aquellos niños que habían atestiguado que la moto estaba en la riera realmente habían mentido un poco: la arrancaron y la condujeron a turnos hasta acabar abandonándola donde dijeron haberla encontrado. El Chato, a instancias de la presión, habló de los colombianos, que seguían sin poder ser imputables en aquella causa por la investigación que tenían encima. Al comandante le preocupaba eso, «demasiados mocosos», se dijo. No hay poder más útil que la información y aquellos imbéciles cantarían su nombre a las primeras de cambio, a la que se vieran acorralados, y más delante de inspectores con licencias extrajudiciales y percebes en los cojones de hacer interrogatorios.

El dato facilitado por el Chato respecto a la ubicación de la moto del muerto condujo a hacer preguntas en La Estrella y sus alrededores. Varios testigos vieron pasar un grupo de chicos y chicas, la noche de autos, en dirección a la playa. Esos testimonios llevaron a otros que habían visto la trifulca en la arena. Y unos pocos, solo unos pocos, habían visto puñetazos y patadas. Nadie vio a nadie tirar a alguien al agua. Y si alguien lo vio, nadie lo dijo.

Al día siguiente había seis detenidos, entre ellos los mellizos. El comandante se apresuró a tomarles declaración, antes incluso de que se personara el abogado de oficio que demandaron. Y también se aseguró en quedarse con ellos a solas durante unos minutos. El oficial era un hombre muy curtido, con muchos años de carrera (había llegado a matar a un hombre estando de servicio, muchos años atrás, en un bosque de Córdoba). Pero saben los cielos que en aquella ocasión se equivocó, porque todo hubiera sido más fácil si los hubiera encerrado en un despacho y molido a palos cagándose en sus muertos, y los hubiera escupido y pisoteado, y jurado por su propia vida que en el caso de decir nada acerca de su persona los destriparía y les haría comer a cada uno el pellejo del otro antes de echarlos a los cerdos, si hubiera hecho eso aquellos hijos de puta se habrían hecho pipí y popó. Y habrían cerrado la puta boca para siempre. Pero el comandante habló pausado, fue directo, y hubo algo de amabilidad, algo de condescendencia cómplice, similar a la que nos demostró a nosotros uno de los hermanos cuando nos pidió silencio en los recreativos.

—La cosa está difícil. Pero podéis quedaros fuera.

Los mellizos se miraron y lo miraron a él con bastante sorpresa y mucha esperanza, sus caras cuadradas y marcadas por un acné severo revitalizaron ante las palabras del cocodrilo. A ellos ni se les había pasado por la cabeza, todavía, la idea de mezclar una cosa con la otra.

Tanto los hermanos como sus acólitos declararon exactamente la misma versión de lo sucedido: que el Bocachancla fue a buscarlos a La Estrella, y que allí invitó a los hermanos a que salieran fuera, que les iba a partir la cara, y que ellos salieron y pidieron discutir el asunto más alejados, porque no querían llamar la atención. Que bajaron por el callejón que lleva a la playa; y en la arena se pelearon. Que el chaval, al verse superado, salió corriendo hacia el sur, como un cobarde —matizaron—, y que nadie lo siguió ni lo volvió a ver.

Los seis quedaron en libertad con cargos. Cuatro chicas que los acompañaban aquella noche secundaron las declaraciones. Ninguno de ellos dijo saber por qué el Bocachancla fue a buscarlos. Pero ya entonces todo el mundo sabía, incluidos los guardias civiles, que un chavalín de la vila le había encargado diez gramos de cocaína al Bocachancla para una fiesta, y que unas horas antes de verse los mellizos se los vendieron mejorándole el precio. Eso fue lo que llevó a José Ángel Hidalgo a La Estrella la noche que desapareció. También aquel chaval pasó por el cuartel. Hubo registros y mucha presión judicial. Y todo se enrocaba de mala manera, y caía; y todo cuanto se levantaba era relacionable con la droga, y eso acercaba más a los colombianos. El comandante tenía la suficiente experiencia como para saber que aquel crimen entre adolescentes por temas de narcotráfico alcanzaría revuelo social, y las investigaciones iban a ser muy severas. Sabía que la gente de la urba se acabaría derrumbando, y todo con ellos. Algunas veces pensó que su viaje de vacaciones a Córdoba, en septiembre, era de lo más adecuado; que le venía al pelo. Faltaban dos semanas. Y puede que a veces pensara que no era buen momento para ausentarse, que la cosa, sin él, se podía ir de madre.

Llevaba días sin dormir a pierna suelta, el cocodrilo. Como llevaba días sin soñar su señora.