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Ignacio Robles fumaba ansioso sin demasiadas esperanzas ya de ver pasar a Lucía por delante de su puerta. Salía con más frecuencia fingiendo visitas que no tenía, y pasaba con cierta regularidad por delante de la aseguradora del señor Xerinacs; una de ellas Lucía reparó en su presencia buscándola visualmente tras la cristalera, pero lo ignoró de inmediato. Ignacio volvió a pasar, en diferentes horas y días, también por el Blau, pero en ninguna la encontró. Empezó a sospechar que había un antes y un después de aquel apretón dado al comandante. Tocadas las once, se disponía a salir, tenía una visita en pocos minutos, una real y muy necesaria, ya que las aspiraciones de papá para con la agencia inmobiliaria empezaban a distar mucho de lo expuesto sobre el papel. Y puede que el fervor por las chicas, y la adicción por la cocaína, lo estuvieran despistando. Ignacio, tras la visita, se acercará a Reus, a buscar droga; la cosa estará parada en el pueblo, habrá que desplazarse, y los mellizos estarán unos días sin pasar por La Estrella.

Ignacio Robles estaba ya en la calle cuando vio a una mujer acercarse; dos chiquillos revoloteaban en torno a ella, él desvió la atención, y la mujer, al estar a su altura, exclamó: «Ey… Hola». Era Silvia, detenida ante él simulando un encuentro casual, pero no era la primera vez que pasaba por allí con intención de tropezar; y preferiría haberlo hecho yendo sola, sin la posibilidad de que los niños se portaran mal y la dejaran en evidencia. Ella soñaba con una aventura burguesa, no con un idilio cualquiera, con un cualquiera no habría querido soñar. Idealizaba algo fugaz y de apego espiritual más que amoroso o explícitamente sexual; y con poder vivir, aunque fuera por dos días, como una reina. No estaba segura de cuánto hacía que comenzó a especular con que ese era el momento, y no porque llegara con madurez mental a él, sino porque en breve pasaría a otro tipo de madurez, una física e irreversible. Se sentía guapa, había logrado sacudirse, por fin, los kilos de más que le habían dejado los embarazos, pero en su interior hallaba la realidad de que le quedaba poco tiempo para ser capaz de seducir a un tío como Ignacio. Y puede que lo eligiera a él porque lo vio predispuesto a tener una relación con una mujer casada. Ignacio no reconoció a Silvia al primer instante, tuvo que brotar de su boca el nombre de Lucía para que él pudiera ubicarla. Saludó afable, hizo un par de fiestas simpáticas a los niños y excusó su prisa antes de subirse en la Vespa y desaparecer. A Silvia le pareció haber sentido buen karma para ser el primer encuentro, y su divagación la llevó a levitar, y se sintió bien al pensar que dentro de poco empezarían las clases, y los niños no estarían incordiando, y la ausencia de Lucía durante un mes haría que Ignacio Robles la mirara, y pensó que ese sería su momento, que entonces, cuando la marea turística perdiera intensidad y hubiera menos distracciones, podría acercarse más a sus sueños de ser princesa, aunque fuera por un ratito. Soñaba Silvia con una aventura de lujo, como soñamos todos. Como la tuvimos todos.

A mí me besaba Maruja en los espigones, en aquellos últimos días de agosto; y me conducía al apartamento de su familia, uno de tantos. Maruja era la heredera de un imperio, otra de muchas. Una de esas arrastradas por las nubes que llegaban de Reus. Era una puritana adoctrinada con el sermón del Opus que cada domingo comía en Can Bosch, pagaba papá; y por unas horas se olvidaba de la plebe, y perdía la memoria de cómo empujaba sin miedo a los braguetazos que arruinan prestigios centenarios. Empujaba arrancándose los años de represión con cada gemido; se despojaba de todos los avemarías, y de los latigazos morales de la doctrina y que acompañaban a los malos pensamientos, los cuales, en su mundo, muy lejos del mío, solo pagaban la pena con giros económicos remitidos a Torreciudad. Solo así se ganaban las súplicas. A Maruja la dejé marchar, y tuve suerte de hacerlo. Abrí las manos y con ellas la jaula que formaban; y se fue suave y escurridiza como una lisa. Tuve suerte de ser un libertino sin chaqueta, y no un aspirante a mercenario con personal a cargo sobre el que demostrar mi liberación. Fui afortunado de no haber querido morir con ella y aceptar la muerte que encontraré en mi destino, y asumir lo poco de vida que me ofrezca. De morir allí, en sus brazos, en vez de donde acabaré muriendo, no podría narrar aquellos años; y de hacerlo los recordaría de otra manera.

Corrían descontrolados los hijos de Silvia por el paseo Marítimo. Igual que corrían en la playa otros niños entre las toallas, salpicando arena sin miramientos. Y en las porterías, un muchachito de la periferia de Barcelona pedía que le chutaran más fuerte. Y volaba ágil y diestro. Y sacaba manos imposibles de la misma escuadra. Manos cambiadas que llegaban a todo. Pasarán los años y ese chico jugará en el Barça, será el portero titular y ganará tres copas de Europa. Y en el mismo escenario, insertada en el mismo paisaje, una moza de catorce años, una pueblerina arrancada del seno materno y de la escuela, entrará a trabajar en el afamado hotel, aquel en el que el dueño se quedaba las propinas. La muchacha entrará a trabajar de tata, a cuidar a los hijos de los señores; y además hará habitaciones y preparará desayunos desde bien temprano, antes de que los niños se levanten. Y subirá a atenderlos cuando despierten. Y fregará platos en el restaurante mientras los niños duerman la siesta. Y les dará de merendar, los entretendrá y sacará a pasear; los duchará y les dará la cena; los meterá en la cama y rezará para que se duerman pronto y así descansar un cuarto de hora antes de echar un rato, de diez a doce, en recepción, hasta que llegue el recepcionista de la noche. Catorce años, ni uno más. Y ella se sentirá privilegiada, dirá que es como uno de la familia, que se sienta a su mesa y son amables con ella. De eso la convencerán, y le pagarán sesenta mil pesetas mensuales y brutas, de las que faltará descontar la comida y el hospedaje. Así son los buenos, sumisos y leales.

Los mellizos tardaron unos días más en volver a sus escenarios. La cosa dejó de ser tan evidente y todo el mundo se dio cuenta, y lo cierto es que la mayoría de los tratos empezaron a cerrarse en los columpios que había frente al bar, y solo en horas tardías; se acabaron los chances en el interior del local. El padre de los chicos era zapatero y replicaba llaves, un tío discreto y formal, según se informó el guardia civil antes de disponer el punto de fuga que los libraría de toda sospecha. Fue en el bosquecillo junto a la ermita donde los mellizos, bajo severas amenazas, confesaron y explicaron que el Bocachancla fue arrojado al mar. Porque sí, fue arrojado al mar, no se cayó. Según le explicaron los hermanos al guardia, fue uno de los zoquetes, el más corpulento, puede que aquel que oímos gritar «Mátalo», quien golpeó al Bocachancla con una piedra en la cabeza, quedando el chaval inconsciente, y después lo transportó en brazos hasta el último espigón, desde donde lo arrojó al agua. El comandante, al escuchar el relato, se quedó helado, y no supo qué había de cierto en lo que aquellos cabrones decían. «Menudos hijosdeputa», pensó. Y sintió un pánico horrible de hasta dónde podían llegar los mocosos. El asesinato solo se hubiera consentido a los uruguayos del bar Montevideo, y les hubiera costado un ojo de la cara. Vio que aquello iba demasiado lejos, pero ya no podía echar marcha atrás. Se apiadó de los chicos y sobre todo de sí mismo cuando estos se fueron. Estuvo más de media hora rezando, agazapado en la tiniebla del pinar; rogando clemencia, con la vista fija en los muros alejados de la ermita, demandándole compasión a la mismísima virgen del Camino.

Y el tiempo nos arrojó la espesura de una niebla infinita. Y las artes afloraron invisibles, y pequeñas luminarias se esparcían tras la bruma densa y negra. Y el cine y los libros nos acercaron pequeños milagros; eternidades comprimidas; y la obra del viejo chiflado de dientes sudorosos. Descubrimos paraísos de sensibilidad; lienzos plasmando legados póstumos que alentaban las ganas de vivir. Y pudimos tomar partido. Y elegimos la violencia del estancamiento. Elegimos quedarnos quietos para que todo siguiera igual. Será el porvenir quien nos encuentre y nos agrave con cargas rutinarias e inmerecidas, vidas grises y turbias, simples y aburridas. Y a pesar de la decepción de mis recuerdos y de la pena con la que rememoro aquellos años, me siento afortunado porque creo que fue entonces cuando sentí que era diferente de todo lo que me rodeó. Creo que fue entonces cuando vendí mi alma a la suerte y decidí ser artista.

Y por la carretera pasó el comandante, aquel lunes a primera hora, vestido de paisano, al volante de su coche particular. Su mujer fue a trabajar andando, porque a las diez de la mañana el cocodrilo estaba en Tarragona, en la zapatería Casas, concretamente. Le señaló a la dependienta las zapatillas que quería y que estaban expuestas en el escaparate. Pidió un cuarenta y dos aunque él gastaba un cuarenta y cuatro; desestimó probárselas cuando lo invitaron a ello, alegó que eran para regalar, y como si de tal propósito se tratara se las envolvieron con papel coloreado, lazo y pegatina. El comandante compró unas Nike Court Royal, como las que llevaba el Bocachancla la noche que desapareció, y de las que solo portaba una la mañana que lo encontraron.

Las bolsas de las orugas abarrotaban las pinedas, eran estalactitas veraniegas empolladas al sonido de las cigarras, unísono y constante. Los trenes se abrían paso apartando el aire caliente y rompiendo el pueblo en dos. Hacía calor. El cocodrilo vio una maraña de bicis en la higuera, detrás de la estación. Iba solo. Aparcó y bajó del Patrol. Caminó por el cañizal como si estuviera siendo atraído por imanes, en su mente flotaba la certeza de que andaba hacia lo que necesitaba. Dejó atrás las cañas y llegó a la parte baja de los depósitos, dio una patada fuerte a la puerta del cobertizo; el estruendo reveló la presencia de cuatro niños de doce años. Cuatro miradas frías e intrigadas, dos pares de almas expectantes cubiertos de zozobra placentera ante la estampa del Pajero, que se agitaba la polla crecida en la mano delante de ellos. Los niños quedaron muy quietos y pálidos, entornaron la vista a la vez que el corazón les asomaba por la boca.

—¡A tomar por culo de aquí! —gritó el guardia, apartándose del umbral para que los chiquillos salieran escopeteados.

También hizo el ademán el Pajero, pero la figura grande y redonda volvió a cubrir el sol que se colaba por el quicio. El oficial movió la cabeza negando; sus ojos chispeaban y media sonrisa escapó con tedio de su boca después de chiscar la lengua en el paladar. Satisfacción. Caminó a su alrededor hasta que volvió a tenerlo de frente, y apretó la mandíbula como si fuera a escupir. Y escupió. Volvió los ojos al hombre.

—¡Sácatela! —le dijo. El Pajero se quedó parado y bajó la mirada—. ¡Que te la saques, coño! —gritó—. ¡Mierda, que eres un mierda! Puto maricón…, no mereces vivir.

El Pajero volvió a extraer el pene, que le asomaba, ya flácido, por encima del pantalón. Tiritaba, y aunque no le faltaba el miedo, lo que más llenaba sus ojos y sacudía su cuerpo era una vergüenza atroz. Levantó la cabeza enfocando con las pupilas trémulas al guardia civil.

—¿Sabes lo que te podría llegar a pasar por esto? En la cárcel hay muchas pollas, ¿sabes?

El Pajero dio testimonio pocos días después acerca de haber visto al Bocachancla, solo, en el último espigón, al pasar él por el paseo, una hora después de la hora a la que los testigos aseguraron que se produjo la pelea en la playa. El Pajero afirmó que el chico se comportaba de forma extraña, que parecía hablar solo y corría por las rocas dando saltos en arrebatos repentinos y enloquecidos. Tras esa evidencia, agentes de la Guardia Civil volvieron a inspeccionar el espigón, hallando la bamba derecha del muerto convenientemente manchada y con rozaduras, nada que ver con las bambas brillantes que yo vi. El comandante quemó la zapatilla izquierda, así como los envoltorios de colores, la caja, los tickets y la bolsa de la zapatería Casas. La investigación, a tenor del nuevo testimonio y de la aparición de la prueba, determinará que el chico, tras la pelea, acudió al último espigón sin compañía, y que una vez allí, ya fuera de manera involuntaria o no, cayó al agua sin que mediara la intervención de segundas o terceras personas. La jueza cerrará el caso. Pero para entonces, el comandante y su señora ya estarán de vacaciones.