12
Sergi Romeu esperaba encerrado en casa a que fueran las dos en punto de la tarde para telefonear a la maña, tal y como la chica había exigido, si no quería que ella se plantara en casa de los abuelos de él y explicara todo cuanto le hervía en el interior. Y puede que si ella se lo hubiera contado a sus padres, estos le habrían aconsejado abortar, y los motivos que hubieran esgrimido no estarían demasiado lejos de los expuestos por el chico y quizá la habrían convencido de que tanto el dinero como el orgullo serían secundarios ante su felicidad y su juventud. Pero la maña solo habló con su amiga Bea.
—¿Qué has decidido? —le preguntó la muchacha a Sergi, por teléfono, con tono tajante y ansia de respuesta.
—Sí. Tendrías que venir, podemos llegar a un acuerdo.
—Pero ¿tienes claro que no contemplo ninguna opción que pase por no tener el niño? Podemos vivir separados, pero es tu hijo, eso no lo puedes obviar —apeló la chica, bastante influenciada por su amiga.
—Sí. Lo arreglaremos, pero tienes que venir —respondió él, con la voz trémula y un pavor enorme por que nada saliera como deseaba.
Y lo que deseaba era ventilar ese asunto cuanto antes, y largarse de una vez a Bangkok. Y las opciones más seguras de Sergi, si no quería que su secreto llegara al ámbito familiar, pasaban por Méndez. El gallego tenía un contacto en Perpiñán, y nada misterioso: un doctor en una clínica legal a la que ya había acompañado a otros que andaban en circunstancias similares. Y bien cierto es que a algunos los acompañó a cambio de nada, a los amigos y a los compromisos propios, pero a la prima de Sergi, como a otros de la misma calaña, les cobró treinta mil pesetas, más el tiempo que no faenara con su barca, porque a la clínica había que acudir entre semana. Y a Romeu no pensaba cobrarle ni una peseta menos. El chaval ya había apalabrado el trato con el gallego sin que la chica hubiera aceptado todavía el millón de pesetas y la quita del embarazo; aun así, quedó con el pescador que en pocos días concretarían la fecha exacta y Romeu le haría un anticipo. Al gallego le bastó saber que ella era mayor de edad para aceptar el acuerdo, y dijo que el día en cuestión le pediría el DNI antes de dejarla subir al coche.
Eso me lo contará el propio Méndez. Me contará eso y otras cosas: «Eran de Badajoz», comentará cuando hablemos de los abuelos del Bocachancla; «Estaba muy buena», cuando lo hagamos de Lucía Xerinacs; «Te iba a costar dos huevos ganarte la vida como albañil», me dirá, sin venir a cuento, mientras contempla cómo yo pasto cemento y arena. Y asentiré con una sonrisa tímida, sabedor de la ácida verdad de Méndez. Y recordaré un pasaje de Life Lessons en el que el león le dice a la musa: «El artista es artista porque no sabe hacer otra cosa». Méndez no entenderá de qué hablo.
—Que me va a costar dos huevos ganarme la vida como escritor, pero no me queda otra —aclararé.
Y esa misma noche sonará «Generique» en un programa de radio, y yo, a solas conmigo mismo, sentiré que viajo en un tren para el cadalso y saldré a la calle a perder la vista en el cielo. Y puede que allí empiece todo: al recordar una mañana de martes en la que me estaba fumando un porro con López y Quílez, en la esquina de la ferretería, y contuvimos el humo y agitamos las manos, tratando de paliar el olor del canuto al ver al comandante vestido de paisano. El cocodrilo entró en la calle Colón, lo vieron pasar por delante del bar Taurino y parar en el portal del Bocachancla.
—No están. El hombre se puso muy malo y ella pasa los días enteros con él en el hospital. Vuelve tarde y se va temprano —le dijo una vecina al oficial cuando este preguntó por los señores Ortiz, tras no encontrar respuesta en el timbre—. Pobrecitos, son muy mayores, y con lo del muchacho, pues imagínese —apuntó la mujer, con ganas de charla al reconocer al guardia civil.
Esa misma mañana, en la urba, Carlitos despertaba por el fulgor de un sol crecido que irrumpía insolente por la ventana de su habitación. Se desperezaba a solas, hacía días que no pillaba con ninguna pibita, y no por falta de oportunidades. Estaba inquieto y su vida acomodada no fluía con el caudal de tranquilidad con el que lo había hecho hasta no hacía mucho tiempo; pensó en la ruptura de su sociedad con los mellizos, y en las malas vibraciones que obtuvo en su última transacción con los colombianos de Tarragona, en la que le exigieron el pago completo del porte, además de manifestar su desconfianza debido a las presiones policiales. Carlitos cruzó los brazos por detrás de la cabeza, sobre la almohada; se quedó mirando el techo más amarillento que el del resto de la casa. Y pensó que algo no iba bien. Lo que el chaval no sabía era que podía irle peor. Esa tarde, en el bar de los uruguayos le dirán que el comandante lo andaba buscando y que lo esperaba por la noche, donde siempre, a la hora convenida de antemano para las llamadas extraordinarias.
A Lucía Xerinacs le quedaban unos días de vacaciones antes de reincorporarse a la oficina de su padre, y a excepción de una visita breve a casa de su madre, no había salido más que para ir a comprar. Aquella noche su marido ganó la calle al acabar la cena, y ella sintió que ese paseo intempestivo guardaba relación con todo el submundo que él le había confesado, y del que aseguró, con énfasis, que solo volvería a rondar con la intención de cerrar las ratoneras, y que el resto de su vida profesional lo dedicaría a obrar con buena voluntad, a razón de ley, y con el mayor sentimiento de justicia que la propia ley y Dios nuestro señor le permitieran. Y saben los cielos que tuvo pocas rachas vitales en las que pensara tanto en Dios como pensó en aquellos días. En el hospital, de mañana, el comandante se había encontrado con la mujer de la que tenía certezas que pudiera ser su madre; a ella no le dijo nada de su descubrimiento, y logró contener el equilibrio emocional al mirarla a los ojos y entender en ellos todos los lazos que los unían. También pudo ver al señor Ortiz, convaleciente de dos infartos, y en estado se semiinconsciencia. El oficial justificó su visita a la toma de conocimiento sobre la salud del hombre, y al deber del cuerpo para con las víctimas, y también apeló a la solidaridad sureña. Y de la misma manera que lo hizo en la mujer, quiso reconocerse en las facciones del viejo, y al mirarlo vio a su padre, al que puede que no lo fuera, con la boca inflada de algodón. Y creyó ver la muerte de cerca. Y sintió un cansancio muy profundo, y algo de rencor al volver a mirar a la mujer a los ojos. Se sintió abandonado por su madre, como debió de sentirse más de una vez el Bocachancla. Y en la pena del abandono decidió abandonarse él a sí mismo, y renunciar a las circunstancias y sobre todo a las casualidades. Se rindió, y dejó de sentir pena por aquellos viejos maltratados por la vida. Y quiso entender su fatiga y su soledad como una penitencia por los crímenes que eran más que pecados, y asumió la condena y la percibió sigilosa, como los silencios de su madre, la impostada, y se dio cuenta de que quizá siempre había estado perdido, en penitencia, siempre hasta hace muy poco, hasta dar con Lucía, y no cuando la encontró para casarse, catorce años atrás, sino ahora, que era cuando había hallado en ella un ideal de compañera. Una voz que opina y unos ojos que escuchan. Unos ojos preciosos. Y decidió no ver más a aquellos viejos. Creyó ser indulgente al pensar que la mujer no soportaría saber la verdad. Quiso mirarla como un hijo, pero no pudo, no vio en ella más que distancia. Y con las heridas cicatrizando, optó por cerrar esa etapa y entregarse ante su nueva vida, con Lucía y las nuevas esperanzas de ser padres.
La cita del comandante con Carlitos en el pinar, junto a la ermita, fue a las diez de la noche. El cocodrilo llegó a menos diez y se sorprendió al ver que el chaval ya estaba allí: fumaba contraído y nervioso sobre la moto, y su inquietud creció al ver acercarse al guardia. Sintió el sonido de la sangre corriendo por sus venas y cada patada del corazón le llegaba hasta la garganta. El reptil lo rodeó con supremacía militar. «Va a caer una que se va a cagar la perra. No sé si lo sabes, pero los colombianos están en las últimas, y toca salirse», habló el comandante, con tono benévolo. Y Carlitos supo a qué se refería, pero prefirió hacerse el tonto. El chico, a continuación, expuso la problemática sobre su ruptura con los mellizos y contó acerca de las nuevas aspiraciones de los hermanos, y de cómo le habían ventilado a varios clientes de los buenos. Aquello cogió por sorpresa al comandante, y más la reafirmación de que Carlitos no respondiera con el diezmo que hasta la fecha iba pasando en concepto de comisión por esas ventas. Y las palabras del chico, «y si les plantas cara, te abren la cabeza y te echan al mar», hicieron que al guardia se le volvieran a amarillear los ojos, y que ganara más conciencia sobre lo lejos que habían ido los mocosos. Y de que en un mes con él fuera su ambición había proliferado como el moho en un contenedor. «Escúchame bien, de esos hijos de puta me voy encargando. Y tú vas a hacer lo que yo te diga: te voy a conseguir un cliente que se va a quedar todo lo que quede. No vendas ni una micra de ahora en adelante, ¿me entiendes? Te están controlando, a ti y a todos.» Carlitos asintió con seguridad, aunque es muy probable que no estuviera seguro de nada. El comandante le garantizó un comprador para la droga que le quedaba y le pidió no hablar de nada con nadie para salir indemne de cualquier prueba o sospecha. «Estate al loro, te llamaré en los próximos días», le dijo el guardia civil antes de despacharlo.
La vi, a Lucía Xerinacs, bajar del Patrol de la Guardia Civil, delante de la oficina de su padre, el primer día de trabajo después de sus vacaciones, y no la vi tan guapa, la vi preocupada y desposeída de su mímica inalterable; y no estoy seguro si fue mi percepción o la influencia de los rumores que vendrían respecto a lo poco o nada feliz que ella se sentía, pero hubo otros que también la vieron y compartirán mi opinión, veinticinco años después, cuando en el puerto la gente vuelva a hablar sin reservas de Lucía Xerinacs y del comandante en jefe del cuartel de la Guardia Civil. Pero quizá esos otros que también la recuerdan desgastada hayan sucumbido a la falsificación de sus memorias, tanto o más de lo que sucumbí yo. Y posiblemente Lucía estuviera preocupada, en cierto modo, por los asuntos extraoficiales de su marido, pero más verdad es que se sentía más feliz y madura de lo que se hubiera sentido nunca. Y lo que muchos dirán no serán más que rumores.
Silvia no había vivido un despertar plácido desde que abriera los ojos la mañana que precedió a su noche loca, y puede que el primer amanecer tras aquello fuera el de menor declive. Disimulaba en casa y soportaba a sus hijos sin perder la paciencia en exceso, ni la paciencia ni el cariño, pero el recuerdo constante del desprecio sufrido le amargaba los días nada más comenzarlos. Y hubo que sumar a su desagravio una visita a su amiga Rosa, la de la tienda, en la que ninguna de las dos habló más de la cuenta, y mucho menos Silvia, pero sin terciarse demasiado ni a santo de nada apareció el nombre de Ignacio Robles, y Rosa puso mucho interés en hablar de él; y Silvia fue lo suficientemente lista como para saber que Rosa sabía; desconocía cuánto, pero estaba segura de que la verdulera sabía. La propia Silvia era culpable de haber alimentado al monstruo en otras tantísimas ocasiones, y le era familiar aquel movimiento de pestañas amuebladas que eran vocablos merecedores de ser transcritos, y de haberlo hecho se habría podido leer: «Lo sé todo». Caer en la verdad de que su aventura, o parte de ella, se había convertido en murmullo la hizo perseverar en que las consecuencias del desmadre podrían ser trágicas, y en secuela de esos miedos se vio mucho más apenada al despertar la mañana siguiente de hablar con Rosa, mucho más que de lo que se sintió al hacerlo tras la humillación recibida a manos de Ignacio. La rutina cayó como un plomo afilado que cortaba los días y cargaba las tardes de un aire fresco y salado por la calima del mar.
Y retornó la normalidad de la mano del otoño, y con ello los viajes del señor Triana, al que, otra vez, finiquitado el verano, se le veía pasar del bar a la escuela y de la escuela al bar. Y con mucha timidez volvió el Pajero a acercarse al cobertizo de los bidones. Y regresó Almudena al instituto, a concluir sus estudios superiores de administrativa, y pasó a tener todas las tardes libres; la verá Silvia hablando con Ignacio Robles, una de esas tardes ventosas, delante de la inmobiliaria, la verá otros días y sentirá algo parecido a los celos.
Fue esa misma tarde: la más alta de las mañas bajó de un Intercity en la estación de Tarragona; allí la esperaba Sergi Romeu, quien, cariñoso, agitó la mano al distinguirla en el andén, y puso el chico su mejor sonrisa y sus más nobles ademanes. La hizo venir con la premisa de pasar tres días juntos, sin malos rollos, en los que discutir su situación y entrever una salida pactada que librara al chaval de cumplir con las responsabilidades de ser padre de manera tan prematura; eso lo dejó muy claro él nada más subir ella al coche. Del aborto y su programación le hablaría más tarde, después de ofrecerle el millón que ya había juntado. Sergi había previsto que la maña pasaría dos días y dos noches en su casa, y que para el tercer día ya la habría convencido y hecho entrega del dinero, y de cara a ese tercer día concretó el viaje hasta Francia en compañía de Méndez.
Y en ese lapso comprimido de pocos días y muchas vidas cruzándolos, el comandante se esforzó por entrevistarse con los mellizos, y le costó lo suyo conseguirlo, porque los mocosos andaban precavidos e inflexibles. El guardia civil no usó, por esa vez, el bosquecillo de costumbre: a sabiendas del nuevo funcionamiento de los hermanos con sus clientes, hizo llamar a un chavalín al que entrampó con dos talegos de chocolate, y que fingió hacer un pedido dando los datos y nombres que el cocodrilo le dictó, y a lo que los hermanos respondieron con una dirección. Y en esas señas se presentó el comandante, solo y vestido con un uniforme de faena negro y sin distintivos policiales. Ya era noche cerrada de un día entre semana y sin mucho tránsito. Forzó la puerta del portal y una vez en el rellano llamó al timbre. Abrieron unos centímetros, amparados por una cadenilla de hierro que sucumbió como si fuera de papel a la patada que el cocodrilo soltó con la planta de la bota.
—¿Qué coño está pasando aquí? —profirió tras tomar el control del piso sin necesidad de elevar mucho la voz, sin sacar el arma, ni siquiera golpear ni amenazar.
Estaban los mellizos y otro tipo al que el guardia civil no conocía, un mocoso de edad pareja a la de los otros dos. Obligó a sentarse a los tres en un sofá con las manos encima de la cabeza; y el desconocido se hizo el duro y disintió la orden de posarse las palmas sobre la base del cráneo, y permaneció con ellas sobre las rodillas. Era un tipo delgado pero esculpido muscularmente, con el pelo rapado al uno, bigote fino y perilla larga; llevaba una camiseta de tirantes y tenía la dentadura negra y crujida de fumar platas de coca, y puede que un poco por la falta de higiene; lucía tatuajes mal dibujados en los hombros, relieves negruzcos que el comandante identificó como carcelarios, seguramente pinchados con una aguja de coser y trazados con el líquido derretido de la suela de un zapato; eran de un módulo penitenciario de estrato cero, y el tipo uno de esos que iban y venían del culo del mundo. Y para lo listo que parecía (o quería parecer), fue bastante imbécil de no apreciar las escamas y la baba, los ojos amarillos y rayados por una línea negra, con doble párpado y mirada carnívora. Y el descuido le costó al tipejo una hostia contundente que el reptil le dio con el dorso de la mano derecha, y el impacto del anillo con un diente hizo al mocoso sangrar por una encía.
—¡Las manos en el coco, he dicho! ¿O es que no hablas mi idioma, morito? Tienes pinta de morito, ¿sabes?, con esa barbita de mierda. Tú, hijo de puta —continuó el comandante, dirigiéndose ahora al más bajo de los mellizos—, la merca y el dinero que tengas, sácalo y tráelo aquí, todo… Con lo que debéis de tener ahí dentro os irán haciendo la cama en el talego —masculló desafiante, diciéndose a sí mismo que podría con los tres sin esfuerzo, y que eran unos mierdas. El mellizo se levantó con mucha calma—. Espabila, mamón —lo increpó el guardia civil, dándole una patada en el culo después de que se levantara.
Hubo silencio mientras el más bajo de los hermanos se ausentó. Los que permanecieron en el sofá no osaron moverse ni bajar las manos. El chaval volvió y solo traía los veinte gramos que se habían encargado por teléfono; los posó en una mesita frente al sofá.
—Pero ¿tú qué te crees, que yo soy tonto? ¿Eh, hijo de la gran puta? —explotó el comandante, a la vez que sacó la pistola, con la que le dio dos culatazos: uno en la cara y el otro en la cabeza; el chico cayó al suelo y el hombre cargó el arma—. Tú —le dijo al otro hermano—, tráelo todo…, la coca y la pasta, o le meto a este un tiro en cada rodilla… Y no es una broma, tío.
Y en menos de medio minuto, en la mesita baja frente al sofá, junto a los veinte gramos iniciales, había doscientos más, y tres millones, en billetes de mil, dos mil, cinco mil y diez mil pesetas. Y los tres tipos volvían a estar sentados con las manos sobre la cabeza.
—A ver si nos entendemos. Esto son nueve años de talego, y para el morito a lo mejor no, pero vosotros, que sería vuestra primera vez, con arrepentimiento, hipotecando el piso de vuestros padres para pagar la multa…, bien vestidos y peinados, igual sacabais una buena rebaja, pero nada menos de tres años. Sí, seamos justos, dejémoslo en tres años; o sea que yo incauto esto —señalando la droga— y os caen tres años. Y dad gracias a esas caras de bobos que tenéis, porque podrían ser cuatro. Y la pregunta es: ¿hay alguna posibilidad de conmutar esos tres años? —Silencio—. Pues sí, la hay, y no es otra que la de que yo, a cambio, me quede con esto —señalando el dinero—, así que, señores, ese es el trato.
—¿Y entonces nosotros nos podemos quedar la coca? —se atrevió a preguntar el tipejo que iba y venía del culo del mundo.
—No, chaval. Te lo voy a explicar mejor, porque veo que eres un poco tonto. La coca ya la has perdido, y te han caído tres años por ella. Aunque a ti, con la pinta que tienes, no te caerán menos de cinco, ¿los quieres cumplir?