Capítulo 25

Nochebuena

Casi preferiría creer, como los antiguos e ignorantes cosmogonistas, que las conchas fósiles nunca vivieron, sino que fueron creadas en piedra a imitación de las conchas que hoy viven en la orilla del mar.

Valoraba mucho las infrecuentes horas que pasaba con el abuelito. Y con la Navidad alzándose en el horizonte, nuestro mísero tiempo juntos disminuyó más todavía. Yo trabajaba en la cocina pegada a Viola, y creo que ella lo encontraba más enervante de lo habitual, pues tenía que cocinar y enseñarme al mismo tiempo. J.B. vino a informarse:

—Callie, ¿cuánto falta para Navidad?

—Mira, J.B, ¿ves mis dedos? —levanté la mano.

—Sí.

—Bueno, pues éste es el de hoy, éste es el de mañana y éste es el de pasado mañana, que es Navidad. ¿Lo ves?

—Sí.

—¿Lo entiendes ahora?

—Sí.

—Bien.

—Pero Callie, ¿cuánto falta para Navidad?

Pregunta para el cuaderno: ¿cuándo aprende el joven organismo humano a alcanzar una comprensión del tiempo? La zarigüeya de las cinco en punto que vive en la pared entiende el tiempo; ¿por qué J.B. no? Me está volviendo loca.

Miré esta última frase. El abuelito me había enseñado que un registro científico era el bastión de los hechos y que la opinión no contaba. Borré el comentario, contenta de haberlo escrito sólo a lápiz.

Papá y Alberto entraron por la puerta con un pino raquítico que habían encontrado bajo los robles (a la hoja perenne no le iba muy bien en nuestra parte del mundo). J.B. se puso frenético:

—¡Callie, mira, mira, nuestro árbol de Navidaaaaaaad! ¡Eso es que ya es Navidad!

Nos pasamos la tarde haciendo adornos con papeles de colores y sujetando velitas pequeñas en las ramas. Harry hizo una estrella con cartón plateado y brillante y la colocó en la cima del árbol sin necesidad de escalera, de lo bajito que era. Como toque final, pusimos cápsulas de algodón para que parecieran nieve, algo de lo que habíamos oído hablar pero que ninguno había visto.

El universo de los metodistas de Fentress se dividía entre las familias que abrían los regalos la víspera de Navidad y las que los abrían el día de Navidad. Por suerte, nosotros éramos de los vísperos. Según nuestro pastor, el señor Cornelius Barker, los regalos eran una distracción vana, cara y pagana. Sí, muy bien, pero explícales eso a siete niños. Mi madre no tuvo ningún éxito, ni tampoco el reverendo Barker, aunque hay que decir que tampoco lo intentó tanto. Venía a cenar una vez al mes, y por lo que sé era el único invitado al que el abuelito esperaba con ganas. Se tuteaban el uno al otro, se trataban de Walter y Cornelius, lo que escandalizaba a mamá, y se enzarzaban en discusiones geniales sobre el Génesis y los registros fósiles. Mamá se anotó un tanto al conseguir que el reverendo viniera a cenar a casa después del oficio de Nochebuena.

La mayor parte de la víspera de Navidad la pasamos asegurándonos de que todo el mundo estuviera bien limpio, y no era poca cosa, porque significaba calentar una cantidad inmensa de agua. Después nos reunimos en el recibidor principal para la inspección. Por una vez, no enviaron a nadie al baño a insistir con el cuello o las uñas.

La noche era fría y clara y nos arropamos con nuestros abrigos y bufandas más gruesos. Harry encerró a los perros para que no salieran brincando detrás de nosotros; después nos marchamos, todos excepto el abuelito, que se quedó a cuidar de la chimenea del salón y disfrutar de un poco de paz y tranquilidad. SanJuanna y Alberto partieron con el carromato a Nuestra Señora de Guadalupe, en Martindale. Viola se fue a su propio oficio con Todos los Hijos de Dios. A mí me hubiera gustado ir con ella, pero jamás me lo habrían permitido. Antes había pasado caminando por su iglesia y oído la música que manaba a borbotones del destartalado edificio de tablas; esos cantos ardientes y proclamas de alegría hacían que las demás iglesias parecieran vacías, en mi opinión.

Salimos con faroles y cantamos villancicos por el camino. Yo le cogía la mano a J.B. y le señalaba varias constelaciones.

—Mira, J.B., ahí están Canis Major y Canis Minor, que significa perro grande y perro pequeño.

Puso cara de concentración.

—En el cielo no hay perros, Callie.

—No son perros, son estrellas. Pero alguien pensó hace mucho tiempo que parecían perros.

—No se parecen a Áyax, ni a Matilda. Creo que te lo estás inventando. Mamá dice que no tienes que inventarte cosas.

A mí también me costaba distinguir un perro, un toro o un león en esos puntos distantes de luz. ¿Cómo se les ocurrieron a los antiguos aquellas fantasías disparatadas?

Doblamos la esquina y ahí estaba la iglesia metodista, iluminada por un millar de lámparas. Todos nos dirigimos a nuestro banco, menos Harry, que fue a ayudar a la señorita Brown con el órgano; ésta tocó con vigor, marcando las pausas con gesto teatral y pisando como enloquecida el pedal de los fuelles, mientras Harry pasaba las páginas. Cantamos Escuchad cómo cantan los ángeles del cielo y la música destensó un poco mis sentimientos por la señorita Brown. Pero sólo un poco.

Al acabar, el señor Barker se vino andando con nosotros. Sam Houston me pellizcó, retándome a gritarle mientras caminábamos detrás de los adultos, y como venganza le di un empujón al pasar por un charco. Con los zapatos mojados aprendería la lección.

Al tomar el recodo olimos el humo fragante de nuestra propia chimenea. Viola, que ya había vuelto de su oficio, nos esperaba en la puerta con el abuelito, y cuando entramos en el salón encendió las docenas de velitas del árbol de Navidad, que titilaron como luces feéricas. El fuego estaba al rojo vivo. En el aparador brillaba un cuenco de cristal tallado, lleno de un ponche de vino con azúcar y especias que olía a clavo.

Mis padres estaban a punto de darse su breve beso de Navidad, la única ocasión en que lo hacían delante de nosotros, cuando ella recordó la presencia del pastor y agachó la cabeza violentada. Papá le cogió la mano y se la besó, murmurando: «Margaret».

El pastor quiso informarse de si el abuelito ya había recibido respuesta sobre la planta. Me pareció que su interés, como el del incontenible señor Hofacket, era sincero.

—No, Cornelius, todavía no hay respuesta. —El abuelito se encendió un puro y sopló el humo educadamente hacia el techo—. No se le puede meter prisa a la ciencia. Estas cosas llevan su tiempo.

Después de una cena basada en jamón, durante la cual los niños nos pusimos cada vez más inquietos, mis padres se apiadaron de nosotros y repartieron los regalos. Pese a su filosofía sobre el tema, el señor Barker se quedó y se admiró ante la calidad de nuestro botín.

La familia en general recibió un estereoscopio, que todos los hijos debíamos compartir de forma equitativa (cosa poco probable). Venía con postales de «la gran esfinge de Egipto», «la fabulosa ciudad blanca de Chicago» o «la fascinante vida de los esquimales». Cada cual recibió una naranja gorda y brillante, un regalo poco habitual y caro durante el invierno. Yo me la guardé para luego.

A J.B. le regalaron un bonito caballo de balancín, pues el viejo estaba tan gastado que tenía la base hecha trizas. Estaba forrado con piel de vaca y tenía una cola de caballo de verdad. A Sul Ross le regalaron varios juguetes de cuerda de madera y una peonza. A Travis, un libro sobre la cría de conejos para ocio y negocio y una almohaza nueva. Yo sabía que esperaba un burro, pero pareció bastante contento. Lamar recibió un maletín de piel con un transportador de ángulos, una regla y un compás. Sam Houston, Las aventuras de Sherlock Holmes. A Harry le regalaron un traje nuevo de la mejor lana azul marino, ideal para un joven a punto de dejar su impronta en el mundo. Y, por supuesto, todos tuvieron un par de calcetines marrones, tejidos por una servidora, que mostraban distintos grados de habilidad. Los de J.B., que eran los primeros que hice, eran deformes y con bultos, pero al llegar a los hermanos mayores ya estaban pasables, y hasta logré tejer un modesto estampado de trenzas en los de papá y el abuelito. Se le dio mucha importancia a esta labor, que, aunque no era lamentable, tampoco merecía la ferviente alabanza que desató (un montaje, sospecho).

Yo le regalé a mamá una colección de flores prensadas. También recibió un par de pendientes de granate y azabache de parte de papá, al que ella correspondió con un elegante chaleco a cuadros verdes para ponerse en sus viajes de negocios a Austin.

Viola estaba ocupada en la cocina, pero había recibido antes sus regalos: tabaco y una enagua gruesa de franela roja de parte de mamá.

Al abuelito le regalaron una bonita caja de puros de un lugar llamado Cuba, en cuya etiqueta había un dibujo de colores de una mujer bailando con una falda larga de volantes; era una caja atractiva, y del tamaño perfecto para guardar tesoros personales. Yo noté que Lamar la quería, pero no se atrevía a pedírsela al abuelito.

—Adelante —le susurré—, pregúntale si te la da. No muerde.

—No te muerde a ti, querrás decir. Pero a mí igual sí.

—No seas cagueta, Lamar. —Utilicé la palabra mágica: con él siempre funcionaba.

Dio media vuelta y fue hasta el abuelito:

—Señor, ¿me da esa caja? ¿Cuando ya no la use?

El abuelito lo miró, sorprendido

—Claro que sí, esto… Travis.

Lamar pestañeó.

—Gracias, señor. —Y se escabulló otra vez a su puesto.

—¿Lo ves? —murmuré—. Es muy agradable cuando le conoces.

—Me ha llamado Travis —dijo entre dientes.

Me reí y él me fulminó con la mirada. Le dije:

—Al menos ya le has pedido la caja.

—¿Cómo es que tú no la quieres?

—Yo ya tengo dos… no, espera, tres como ésa.

—Bueno, pues que te aprovechen.

A veces, Lamar era una auténtica lata.

¿Y a mí qué me regalaron? Los pequeños me dieron una bolsa de caramelos arrugada, y los mayores, cintas nuevas para el pelo. Mis padres me regalaron un hermoso medallón de plata con mis iniciales grabadas. Y aún había otro regalo para mí: me pareció que era un libro, aún envuelto en papel marrón. Qué bien, un libro. Sería estupendo añadir otro a la pequeña biblioteca que ya acumulaba en el estante de encima de mi cama. El ejemplar era tan grueso y pesado que supe que era algún tipo de obra de consulta, un libro de texto o quizás incluso una enciclopedia. Al quitar el rígido papel, vi la palabra Ciencia impresa con florituras.

—Oh —exclamé.

¡Qué maravilla! Pero mejor aún que la realidad palpable del libro en mi mano era el afortunado hecho de que mis padres entendieran al fin qué clase de nutrientes necesitaba yo para sobrevivir. Les dediqué a ambos una sonrisa radiante. Ellos me la devolvieron y asintieron. Rasgué el papel y descubrí el título entero: La ciencia de las amas de casa.

—¡Oh!

Me lo quedé mirando, ofuscada. No entendía nada. ¿Qué podía significar? ¿Las amas de casa tenían una ciencia? La ciencia de las amas de casa, por la señora de Josiah Jarvis. No podía ser cierto. Las manos se me volvieron de plomo. Abrí el libro por el índice y leí: «Cocinar para enfermos», «Las mejores guarniciones», «Cómo quitar manchas difíciles». Contemplé esos temas deprimentes.

La conversación se extinguió y la sala quedó en silencio, salvo por el traqueteo monótono de J.B. subido a su caballito en un rincón. Todos los ojos estaban puestos en mí. Miré al abuelito, que arrugó la frente, inquieto. Y miré a mamá, que palideció y después enrojeció: estaba cometiendo el pecado de avergonzarla delante de un invitado. Puso una expresión sombría.

—¿Qué se dice, Calpurnia? —me preguntó.

¿Que qué se dice? ¿Qué iba a decir? ¿Que tenía ganas de arrojar el libro a la chimenea porque no valía más que las astillas? ¿Que deseaba gritar lo injusto que era todo? ¿Que en aquel momento podría haber actuado con violencia, que podría haberles dado un puñetazo a todos en la cara? Incluido el abuelito, sí; incluido él. Mira que animarme como lo hacía, sabiendo que para mí no habría un nuevo siglo ni una vida nueva… Mis padres habían decretado mi cadena perpetua. No habría indulto ni libertad condicional. No iba a llegar ninguna ayuda. Ni del abuelito, ni de nadie. El azote de la urticaria me escoció en el cuello.

—¿Calpurnia?

Una gran fatiga me invadió como un maremoto, ahogando mi ira. Estaba demasiado cansada para seguir luchando. Así que hice lo más duro que había hecho en mi vida: me sumergí en las profundidades de mi ser y desenterré una sonrisa aguada, y murmuré:

—Gracias.

Sólo una palabra. Una palabra artificial, surgida de mi propia boca hipócrita. Las lágrimas asomaron a mis ojos. Sentí como si me desintegrara.

En aquel instante J.B. se cayó del caballito y lanzó un berrido tremendo. Entre la confusión general, recogí mis regalos y me escabullí a mi habitación. Contemplé la oscuridad por la ventana. Minutos después vi cómo se alejaba el resplandor del farol del pastor, como una luciérnaga distante en la noche negra. Sul Ross y J.B. subían las escaleras armando escándalo y riendo. Me puse el camisón y me metí en la cama. Miré las cintas, el medallón y el libro, todo ello dispuesto sobre el tocador junto al nido de colibrí en su caja de vidrio. Cerré los ojos, demasiado agotada para dormirme llorando.