Capítulo 23
La Feria de Fentress
Qué fugaces son los deseos y esfuerzos del hombre. Qué breve es su tiempo. Y por tanto, qué pobres serán sus frutos, comparados con los que acumula la naturaleza.
No me quedó otra. La señorita Harbottle presentó una moción para que todas las niñas del colegio llevásemos nuestras labores a la feria, y mamá la secundó. Así que mamá y Viola subieron a mi cuarto a examinar los distintos proyectos que expuse sobre mi cama. Había tres pares de calcetines de lana marrón para mis hermanos, una chaqueta de ganchillo para bebé para dársela a los pobres y un cuello de puntilla desigual, tirando a torpe por el lado por el que había empezado y un poco más esmerado por donde había acabado. También tenía un pésimo trozo de edredón, tan rudimentario que parecía hecho por Toddy Gates, el hermano alelado de Lula. Mamá se estremeció y lo pasó por alto, y ella y Viola parlamentaron y chasquearon la lengua ante las demás piezas. Entre grandes suspiros, eligieron el cuello de puntilla.
Mamá caviló distraídamente mientras lo envolvía con papel:
—No sé si habrá que poner el apellido. —Alzó la mirada y vio nuestras caras de escándalo, y enseguida dijo—: Sí, por supuesto que sí.
Pensándolo bien, el anonimato parecía una buena idea.
—¿Crees que podría participar de forma anónima? —le pregunté—. A mí ya me vendría bien.
Mamá se ruborizó y dijo:
—No seas tonta. Haberlo pensado mientras lo hacías, jovencita. Por supuesto que llevará tu apellido, es decir, el nuestro.
Aun así, la vi pensativa. Pero qué más da si le preguntó a la señorita Harbottle si sería posible o no; la cuestión es que mi nombre aparecería estampado en mi obra. Sabía que me lo tenía merecido.
A los chicos no les habían obligado a participar en nada, pero Travis presentó voluntariamente su conejo de angora, Bunny. Era una criatura enorme, dócil y esponjosa de color blanco, a la que Travis peinaba de forma regular para entregar su sedoso pelaje al hilandero local, que a su vez se lo devolvía a mi madre en forma de la lana más suave del mundo. A Travis se le pasó por la cabeza inscribir a un ternero en la categoría de añojos; menos mal que Harry tuvo la sensatez de explicarle lo que ocurría inevitablemente con los ejemplares ganadores en las divisiones de ganado. Después de esto Travis nos volvió locos, a nosotros y a los organizadores de la feria, comprobando una y otra vez como un obseso que Bunny estuviera inscrito en la competición por el pelaje y no por la carne.
Sam Houston había tallado un retrato reconocible del presidente McKinley en madera de pacana, que requería un trabajo laborioso, y la presentó en la categoría de talla juvenil.
Salvo por mi patética participación, el día prometía ser fantástico, en especial porque todos teníamos algo de dinero en el bolsillo, ahorrado de trabajar en la limpiadora. A mí todavía me quedaban quince centavos de cuando hice de niñera durante la cosecha, aun habiendo contratado a Sul Ross. Pensé en gastarme una parte en una nueva bebida de la que nos habían hablado a todos: la Coca-Cola.
El día amaneció despejado y, aunque sólo debíamos desplazarnos un kilómetro hasta el otro extremo del pueblo, la familia entera, incluido el abuelito, se apiñó en el carromato largo. Travis llevaba a Bunny en el regazo, dentro de una jaula de alambre, y sus mechones blancos flotaban a la luz del sol como nubes diminutas. Aparcamos entre una variopinta colección de carros, calesas y carromatos, dispuestos sin orden ni concierto en el terreno anexo a las numerosas carpas.
Mamá nos dio unas últimas instrucciones antes de que nos dispersáramos. Travis llevó a Bunny a la carpa de animales pequeños, y yo me dirigí hacia artesanía doméstica con mi aportación bien envuelta en papel marrón para que nadie la viera. Crucé el pasillo de los pasteles, en un entoldado provisto de muchas tiras matamoscas. Además de los pasteles, varias muchachas del condado habían preparado almuerzos de picnic, y quien ofreciera más por un almuerzo podía sentarse con la chica a disfrutar de su compañía y compartir las delicias de su cesta. Todo el dinero recaudado se destinaba al departamento de bomberos voluntarios. Supongo que era la versión agreste de una presentación en sociedad.
Yo me apresuré a entregar mi aportación para ir a dar una vuelta. Los de la Odd Fellows’Band ya resoplaban, bombeando un surtido constante de alegres valses y marchas que se oían por todo el terreno. Vi a mis hermanos desperdigados entre la multitud, y a algunos amigos de colegio. Vi a Sam Houston ganar un silbato en el lanzamiento de anillas, y más tarde vi un silbato exactamente igual en manos de Lula, aunque ésta parecía cogerlo sin ganas y sin prestarle mucha atención.
Pasé por un pabellón con un letrero en la entrada: HOFACKET, GRANDES FOTOGRAFÍAS PARA GRANDES OCASIONES, y ahí estaba el fotógrafo en persona, que había montado un tenderete para hacer negocio con los visitantes de la feria, vestidos con su ropa buena y con dinero contante y sonante en el bolsillo. Menos mal que estaba demasiado ocupado haciendo posar a una pareja como para reparar en mí: me había mandado otra carta preguntando si sabíamos algo de la planta, y otra más antes de que hubiera podido contestarle la anterior, y aquello ya empezaba a ser una lata. Qué deprisa había podido el pesimismo con toda la emoción de la correspondencia científica.
Luego me dirigí a la carpa de artesanía doméstica, que olía a apetitosos productos horneados. El alcalde Axelrod se subió con un megáfono al estrado frontal y empezó a llamar a los ganadores, empezando por las categorías de principiantes. Pasamos por los panes, los panes de fantasía, los pasteles de fruta y los pasteles de otros tipos, y entonces fuimos a por las labores. Consultó su lista y anunció:
—¡En el tercer puesto de puntilla en categoría principiantes, la señorita Calpurnia Virginia Tate!
¿Qué? ¿Cómo?
—Calpurnia Tate, ¿dónde estás? ¡Sube aquí! —gritó.
Pasmada, me abrí paso entre los espectadores y subí al estrado. Hubo un leve aplauso en la multitud, así como una ovación encendida y vigorosa desde la parte de atrás de la carpa, que sólo podía venir de unos cuantos de mis hermanos. El señor Axelrod me colgó la cinta blanca del vestido. Mamá no estaba para verlo.
—¡En el segundo puesto, la señorita Dovie Medlin!
Dovie subió con sonrisa de tonta y se puso a mi lado mientras el alcalde le colgaba la cinta roja. Soltó una risita y la admiró. Me alivió mucho que no ganara, pues ya rozaba lo insoportable. Casi creí que se iba a volver para sacarme la lengua, porque era de ésas.
—Damas y caballeros, niños y niñas, el primer puesto de puntilla en categoría principiantes es para… ¡la señorita Lula Gates! ¡Demos un fuerte aplauso a la señorita Lula Gates!
Lula subió. Yo quería que se pusiera a mi lado, pero la colocaron al lado de Dovie mientras le colgaban la cinta azul. Yo aún estaba aturdida y bajé la vista hacia los rostros que nos miraban, intentando encontrar a mi familia. ¿Cómo había ganado un premio? Mis puntillas no eran nada del otro mundo. Tras una última sarta de aplausos, bajé a trompicones del estrado y recibí palmaditas en la espalda y palabras de felicitación.
—Bien hecho, Lula —dije como buena perdedora, sobre todo en un concurso que no tenía absolutamente ninguna oportunidad de ganar—. Te mereces el primer premio: tu puntilla es la mejor.
—¿Y tú cómo lo vas a saber? —dijo Dovie al pasarnos de largo.
Le habría dado un puñetazo, pero había demasiados testigos.
—Gracias, Callie —contestó Lula con gentileza—. Seguro que tú también te merecías un premio.
—Pues no, ése es el problema —afirmé.
Y así era, aunque probablemente mamá se iba a desmayar de la alegría en cuanto lo supiera. La señora Gates se nos acercó, sonrojada de placer.
—Vaya, chicas, sin duda es una gran ocasión.
—Hola, señora Gates —la saludé—. Lula ha hecho un buen trabajo, se merecía ganar.
—Gracias, Calpurnia. Seguro que tú también.
—No sé… —respondí, vacilante—. ¿Ha visto mi labor, señora? ¿Quiere ir a ver los demás trabajos?
—Nos encantaría, pero no podemos: Lula también se ha inscrito en punto y en bordado.
Les deseé suerte y me dirigí a las mesas de exposición y empujé al gentío para llegar a la de puntillas. Cada trabajo estaba colgado en un recuadro de terciopelo negro para mostrar mejor las filigranas. Las de adultos eran delicadas obras de arte, cuellos y tapetes muy trabajados y finos como telarañas. Al lado había las pocas —muy pocas— piezas de principiantes. Me acerqué más y vi expuesto mi cuello desigual, con un fondo negro que mostraba bien claro cada punto suelto de hilo blanco. Y mi nombre, mi nombre completo, bellamente estampado en una tarjeta que decía a todo el mundo quién había creado esa birria.
Examiné los trabajos con recelo. Sí señor, había tres. Aunque sabía muy bien que no era buena haciendo puntilla, no era agradable ver este hecho confirmado por extraños. Adiós a mi futuro en el mundo de la puntilla, pensé con acritud. No tenía ninguna intención de seguir ese camino concreto, por supuesto, pero ahora que otros me habían dicho que no podía, me sentía extrañamente desdichada. Y si no podía dedicarme a la ciencia ni tampoco a la artesanía doméstica, ¿qué quedaba? ¿Dónde estaba mi lugar en el mundo? Era algo demasiado grande y aterrador para considerarlo. Me consolé con las palabras del abuelito sobre el registro de fósiles y el Libro del Génesis: lo importante es entender una cosa, no que te guste. Que te guste no es necesario para entenderla. Que te guste no cuenta.
Salí de la carpa con mi esplendorosa medalla. ¿Me la debía quitar? Si no tenía que importarme la labor, el premio tampoco. Me llevé la mano a la cinta, pero no supe qué hacer. El cerebro me decía claramente: «quítatela», y mi mano respondía bien alto: «no». Y así me fui, con la mano en la cinta y atascada en mi ambivalencia, hacia la carpa de refrigerios: me regalaría un vaso de Coca-Cola mientras pensaba qué hacer con mi premio. Estaba lista para la «bebida deliciosa y refrescante». Las cuestiones éticas siempre son muy cansadas.
Una larga cola de gente esperaba para probar el nuevo invento. Se me cayó el alma a los pies cuando el señor Grassel se puso detrás de mí.
—Hola, Callie —me saludó muy jovial—. Veo que llevas una medalla. ¿Me la dejas mirar?
Hizo como si fuese a tocarla, pero yo me encogí y me aparté de él.
—Es por hacer puntilla —dije en tono aburrido—. Señor.
—¿Cómo está tu familia?
—Bien.
Travis apareció luciendo una cinta azul, contento por primera vez en mucho tiempo. Vino a enseñármela y yo lo agarré de brazo y lo atraje a la cola conmigo.
—Déjame ver tu medalla, chico —le dijo el señor Grassel—. ¿Por qué es? «Mejor conejo de angora». Se gana un dinero considerable con la angora, hijo. Empiezas pronto, ¿eh?
—Gracias, señor —respondió Travis con cara de sorpresa—, pero Bunny es mi mascota: no lo puedo vender. Es el conejo más grande y con más pelo que he tenido nunca.
—No hay necesidad de venderlo —señaló el señor Grassel—. Puedes ponerlo de semental y cobrar por hacer que críe.
Travis pareció intrigado. Él se dedicaba sobre todo a los gatos, y nadie le había sugerido nunca que pudiese ganar dinero haciendo criar a Jesse James o a Bat Masterson.
—¿Y no tienes que vender el conejo? —preguntó.
—No, Travis —contestó el señor Grassel—. Alguien te alquila a Bunny por una hora y lo junta con su coneja para que tengan bebés.
—¿Y después te lo devuelven?
—Claro que sí.
—¿Y te dan dinero?
—Precisamente. En metálico.
—Jo, nunca lo había pensado. ¿Y cree que a Bunny no le importaría?
—Oh —dijo el señor Grassel, y guiñó el ojo con una tímida sonrisa—, seguro que a Bunny le gustaría mucho. Iría a trabajar de lo más animado. —Se rió con disimulo.
Travis se puso pensativo y vi que un universo nuevo se abría ante él, mientras avanzábamos muy poco a poco hacia el mostrador.
Le di la espalda al señor Grassel y fingí interesarme en el letrero rojo y blanco colgado en lo alto, y él acabó entablando conversación con la gente que tenía detrás y nos dejó tranquilos. Cuando nos llegó el turno a mi hermano y a mí, cada uno pagó sus cinco centavos por una Coca-Cola. Con cuidado, nos llevamos nuestras bebidas burbujeantes afuera. Travis levantó la suya para beber y dijo:
—¡Oh, pica!
Yo alcé la mía y noté las burbujas bailando contra mis labios; le di un sorbo y la sentí arder en mi garganta, cortante y dulce y distinta a todo lo que había probado. ¿Cómo podías volver a beber leche o agua después de eso? Ambos lo engullimos con avaricia y corrimos directos a la carpa para volver a la cola. Esta vez compramos dos vasos cada uno, con lo que nos gastamos todo el dinero, pero nos los bebimos más despacio, mientras veíamos ascender las burbujas y los hacíamos durar. Nos sentimos extraordinariamente vitales y extremadamente refrescados, diría yo. Travis soltó un eructo apoteósico y nos dio una risa incontrolable.
—¡Como te oiga mamá! —dije.
—¡Uy, no! —Sluurp—. ¡Qué va! —Sluuuuurp.
Lula y la señorita Gates pasaron por allí, y mi amiga llevaba tantas medallas que parecía un árbol de Navidad con patas. Travis y ella se saludaron y él la siguió. Ya no me importaba haber quedado la tercera de tres principiantes en puntillas. ¿Qué más daba? Me pregunté dónde estaría el abuelito mientras acotaba mi dudoso derecho a la celebridad en la elaboración de encajes. Lamar pasó en busca de Lula.
—Lamar —le dije—, ¿has visto al abuelito?
—La última vez estaba en la carpa de maquinaria. Creo que se ha pasado el día ahí. Está después del ganado. Oye, Callie, ¿me prestas cinco centavos?
—No tengo ni uno.
Me miró con aire de sospecha.
—¿Y el dinero del premio?
Me reí.
—¡El dinero del premio! ¡Ésta sí que es buena! ¡Si sólo me han dado esta cinta!
—¿Y para qué sirve una cinta? ¿Por qué te ríes así? ¿Por qué no te dan algo de dinero en vez de eso? Lo necesito para el tiro al blanco, yo nunca tengo.
—Ganaste un montón en la limpiadora, ¿qué has hecho con él?
—Nada —contestó taciturno.
—Te lo has gastado en la tienda, ¿no? En esos caramelos de un centavo.
No obtuve respuesta. Lo dejé refunfuñando sobre el estado de su economía y fui hacia la tienda de maquinaria. Cómo no, ahí es donde estaba el abuelito. Tendría que habérseme ocurrido: el ganado y el algodón ya no tenían ningún atractivo para él. A medida que me acercaba, el tabaco volvía el aire más denso. Auténticas nubes de humo salían flotando por la puerta de la carpa y se filtraban por las costuras. Había tantos hombres fumando en el interior que parecía que estuviera en llamas.
Tosiendo, entré y me abrí paso entre la muchedumbre de hombres y chicos, apiñados con gran excitación alrededor de lo último en arados y trilladoras. Pero el mayor puñado de curiosos y admiradores se arremolinaba en torno a algo que había al fondo de la carpa. Mientras empujaba para llegar allí, recitando un mecánico «perdone» entre la ruidosa aglomeración, me topé con Harry, que escoltaba a Fern Spitty y le abría un pasillo para que ella avanzara en aquel desmadre.
—¡Harry! —grité—. ¿Has visto al abuelito?
—Está ahí, al lado de eso. No se ha movido en todo el día.
—¿Qué es eso? —chillé.
—¡Un automóvil!
—¡Ah!
Fern y yo nos dijimos hola y adiós moviendo los labios y gesticulando y él se la llevó. Me di cuenta de que iba cogida del brazo de Harry.
Aquello estaba absolutamente abarrotado. Tardé otros cinco minutos en llegar y creí me asfixiaba con todos esos puros y pipas, pero al menos estaba cerca del suelo, donde el aire era un poco más fresco. Imposible ver la cima de la carpa, pues las volutas de humo lo oscurecían todo. Al final, justo cuando pensaba que me iba a desmayar, me abrí paso entre el último corro de espectadores y ahí estaba, en toda su deslumbrante gloria, algo nunca visto hasta entonces: un carruaje sin caballos.
¿Cómo describirlo? Parecía la velocidad encarnada, como si su perfil lo hubiera esculpido el viento. Estaban los accesorios de metal reluciente, el faldón de gráciles curvas y el asiento de cuero negro almohadillado. Y estaba mi propio abuelo sentado en él, escudriñando atentamente el volante como hipnotizado. A su lado había sentado un señor alto, que le gritaba al oído y hacía gestos señalándole los mandos. Resulta que era el propietario, y el abuelito le estaba ofreciendo dinero ahí mismo por la máquina —el doble de lo que había pagado él, después el triple y después el quíntuplo—, pero el señor alto no vendía a ningún precio. Logré subir junto al automóvil y tiré del abrigo del abuelito mientras el propietario gritaba: «¡Lo siento, no está en venta!» y se bajaba de la máquina.
Cuando el abuelito me vio, le dijo algo más al señor y me señaló a mí. Yo no oía lo que decía, pero le estaba contando nuestro parentesco y al cabo de un segundo el señor alto me alzó y me puso en el asiento junto a mi abuelo. Cosa que a la multitud le gustó, como quedó claro por la sonora ovación que me dedicó y que llevó el estruendo a un nivel increíble. Por un momento el ruido me aturdió, y sólo pude pensar en que las pantorrillas se me pegaban al cuero y tenía que bajarme el vestido más allá de las rodillas. Pero al cabo de un segundo alguien me levantó en volandas y me devolvió al suelo. El abuelito se bajó por el otro lado y el señor alto les asintió a otros dos curiosos, que se apresuraron a ocupar nuestros puestos. Nadie condujo esa cosa; ya era una experiencia abrumadora sentarse en ella, verla y tocarla y estar en su presencia, aunque estuviese parada.
El abuelito me cogió de la mano e iniciamos nuestra lucha por volver a la entrada. El ruido, el humo y la presión de la gente me hicieron sentir mareada y débil. Pensé: «Bueno, al final voy a ver cómo es desmayarse, pero si lo hago aquí tendré que hacerlo de pie, porque no hay donde caerse. Y sería toda una primicia». En el instante en que creí que no podía más, irrumpimos en el exterior y respiramos aire fresco.
—Ha intentado comprar la máquina, ¿verdad? —resoplé.
—No la vende a ningún precio, y no lo culpo —dijo—. Tenemos que volver a casa: tengo que escribir… no, telefonear a la fábrica de Duryea, en Massachusetts, y encargar uno. Motor de combustión interna. ¡Piénsalo! ¡La potencia de cuatro caballos!
—No me encuentro muy bien —respondí—. Creo que descansaré un rato. Vaya tirando.
El abuelito me observó y dijo:
—Estás colorada. ¿Seguro que todo va bien?
—No pasa nada, es el humo —contesté sin energía mientras el mundo se oscurecía y yo caía hacia atrás.
Los desmayos. Un tema que siempre me había intrigado. Las heroínas de los libros se desmayaban mucho: se balanceaban con elegancia y caían en un sofá acolchado y bien a mano, o en los oportunos brazos de un preocupado pretendiente. Esas heroínas siempre eran esbeltas y conseguían aterrizar en posturas gráciles y reposadas, y volvían en sí con sólo pasarles por la nariz un frasco de sales ornamentado.
Yo, en cambio, caí como un toro derribado y tuve suerte de aterrizar en la hierba y no abrirme la cabeza. Y si me recuperé no fue gracias a los vahos de las sales, sino a medio cubo de agua fría que me arrojaron a la cara. Abrí los ojos y miré el cielo. Un corro de rostros me observaba. «Qué cielo tan azul —pensé—. Y mira, ahí hay una nube parecida al pelaje de Bunny, ¿y por qué toda mi familia me mira de esta manera, y cuál de mis estúpidos hermanos me está tirando agua?».
—Bicho, bicho, ¿me oyes?
La voz de Harry me llegó desde muy lejos. Localicé su cara, que por algún extraño motivo era ondulante, y le dije con voz ronca:
—Claro que sí, Harry. —A su lado vi a Fern Spitty, que vibraba de una forma curiosa y cuyo enorme sombrero me tapaba buena parte del horizonte. Y aunque ya la había visto una docena de veces, la saludé, soñolienta—: Hola. Encantada de conocerte.
Con esto me gané otro medio cubo de agua en la cara. Vale, ya tenía suficiente. Me incorporé y me sacudí el agua del rostro como un perro empapado, y contemplé el corro a mi alrededor. El abuelito me cogió la muñeca para buscarme el pulso.
—Calpurnia, ¿a qué orden pertenece la araña que comúnmente se conoce como zancuda? —me preguntó.
—Al de los Opiliones.
—Muy bien —dijo—. Creo que ya está mejor.
—Paren de echarme agua —le pedí al corro en general.
Junto al abuelito estaban Travis y Sam Houston. No vi ningún cubo por allí; seguro que uno de los dos lo escondía detrás de la espalda. Luego, cómo no, se montó una gran tangana cuando me pusieron en pie, me quitaron la hierba, me dieron limonada y me metieron en una calesa prestada para llevarme a casa. No estaba lejos, pero no me dejaron ir caminando. Y como no encontraron a mamá ni a papá, me llevó Harry y Fern Spitty nos acompañó.
El aire fresco que me dio en la cara mientras trotábamos a buen paso camino de casa me hizo sentir muchísimo mejor. Al principio agradecí las atenciones, pero a medida que me reanimé enseguida me resultaron opresivas.
Viola nos recibió en la puerta, me echó un vistazo y dijo:
—Ay señor, ¿y ahora qué, señorito Harry?
No me pareció que hubiera necesidad de adoptar ese tono, en especial delante de una visita.
—No es nada, Viola —dije con gran dignidad—. Sólo me he desmayado. No hace falta que te preocupes por mí.
—Se encuentra bien, Viola —confirmó Harry—. En la carpa había mucho humo y hacía mucho calor. Vamos a sentarnos. Señorita Spitty, ¿le apetece una taza de té? ¿O tal vez una limonada fría?
Y como la señorita Spitty opinó que una taza de té sería deliciosa, Viola se fue a prepararla. Nos sentamos en el salón y nos miramos la una a la otra. Examiné bien su rostro y encontré su expresión absolutamente carente de ese matiz avaricioso que había mostrado Minerva Goodacre. La señorita Spitty tenía el pelo de un rubio frambuesa, que desde luego no estaba de moda, pero a mí me parecía un color bonito. Tenía la piel rosa claro y los ojos azul pálido, y aunque en conjunto daba una impresión de palidez y fragilidad, su mirada alerta y sus rasgos expresivos la salvaban de parecer insípida. Comparada con la odiosa Minerva Goodacre, salía bien parada. A lo mejor tendría que acabar concediéndole mi aprobación. Seguro que eso aliviaría mucho a todo el mundo. Me sonrió y yo le sonreí a ella. El reloj hacía tictac en la repisa de la chimenea.
Viola entró con una bandeja de la mejor porcelana, la dejó en la mesa y me miró.
—Señorita Calpurnia —dijo.
—¿Qué?
—Creo que es hora de que te vayas a descansar, después de desmayarte y todo.
—Me encuentro bien.
—Creo —repitió— que es hora de que te vayas a descansar.
—Me apetece un poco de té —respondí.
—Creo que es hora. Ya. Vamos.
—Oh.
—Te subiré el té a la habitación —dijo.
—Vale.
Otra vez me echaban. Aun así, la idea de acurrucarme con La isla del tesoro y un paño frío no estaba tan mal. Dejé el salón con acompañamiento de un incitante entrechocar de la vajilla y un leve tintineo de cucharillas y subí las escaleras. SanJuanna me trajo una jarra de agua fresca y una toalla limpia. Viola llegó después trayendo una bandeja con la segunda mejor porcelana, como ofrenda de paz por haberme desterrado.
—Ten cuidado con esta bandeja —me avisó—. Si rompes algo…
—No hace falta que me lo digas.
Dejó la bandeja e inspeccionó la medalla, que yo había dejado en el tocador.
—Te han dado un premio —comentó—. ¿Cómo ha sido?
—¿Tú que crees? —respondí con mal humor.
—¿Todos los jueces eran ciegos?
—Ja, ja.
—Ya lo tengo: sólo participabais tres.
—Sí.
—Mmm. Pero eso no tienes por qué contárselo a la gente. En fin, no desportilles nada.
Cerró la puerta al irse. Admiré el gracioso dibujo de flores doradas y rosas en la translúcida porcelana fina y pensé que, al fin y al cabo, algunos aderezos de la civilización no eran tan malos. Bebí té y volví a mi compañía de esa tarde: loros, piratas y el mar.