Capítulo 21

El imperativo de la reproducción

La selección puede aplicarse a la familia igual que al individuo, y puede que así alcance el fin que desea.

Cómo no, a Harry lo invitaron pronto a cenar con Fern Spitty, aunque no fue una invitación descarada: le pidieron que fuese a casa de los Gates, pero mira por dónde, la prima Fern estaba de visita esa noche. Hacía pocos meses del desastre con Minerva Goodacre, pero el corazón roto de Harry ya parecía curado. Fern se acababa de presentar como debutante en Lockhart, por lo que era el momento de ponerse en serio con lo de buscar solteros. Lockhart no era ni mucho menos tan grande como Austin, pero aquel año, por primera vez, había cinco comerciantes bastante prósperos que se vieron obligados (sin duda por sus esposas) a declarar casaderas a sus hijas. En otras palabras, que ya estaban en el mercado. Mamá lo leyó en el Lockhart Post y en su mirada se reflejó una chispa, una chispa que no me gustaba, pues sabía que tenía algo que ver con su única hija.

Harry rescató los ungüentos y las pomadas. Se limpió las botas de montar hasta el punto de que podías verte reflejado en ellas, se cepilló el traje y salió a cenar. Supuse que estaba irresistible, yendo tan elegante.

Al día siguiente Lula me explicó que, después de la cena, Harry y Fern se sentaron en el balancín del porche, en la oscuridad, durante media hora larga y sin otra compañía que los mosquitos.

—¿Hicieron manitas?

No estaba segura al cien por cien de lo que eso implicaba, pero esperaba que Lula sí.

—¿Si hicieron qué? —preguntó.

—¿Se dijeron requiebros?

—¿Eh? ¿Qué es un requiebro?

—Da igual. ¿Él le cogió la mano? —quise saber.

—No lo vi.

Me aventuré un poco más:

—¿La besó?

—¿Cómo? —exclamó Lula—. ¡Oh, Callie, si apenas se conocen!

—Bueno, ya lo sé, Lula, pero la gente se besa, ¿sabes? Sólo me preguntaba si lo viste, nada más.

Se puso colorada y los puntitos de sudor le llenaron el puente de su nariz. (Pregunta para el cuaderno: ¿Por qué a Lula le suda así la nariz? No le pasa a nadie más). Se arrancó el pañuelo del bolsillo y se dio unos toques una y otra vez y dijo:

—¿Cómo puedes preguntarme una cosa así?

—Porque se trata de mi hermano e intento figurarme si se va a largar para casarse con Fern. Es tu prima y eso nos emparentaría, ¿no? Eso creo, aunque no sé muy bien cómo.

No tenía intención de interferir en el noviazgo de Harry: ya había aprendido la lección. Pero si otra persona podía recopilar información y hacérmela llegar…

—Lula —continué—, ¿alguna vez piensas en casarte?

—Supongo. Como todo el mundo.

—Una vez casada, tienes que permitir que tu marido te bese. Y tú le has de besar a él.

—No —respondió.

—Sí —asentí, como si yo lo supiera todo sobre los besos entre maridos y esposas—. Es lo que hacen cuando están juntos.

—¿Es obligatorio?

—Oh, ya lo creo. Es la ley.

—Nunca he oído hablar de esa ley —dijo con desconfianza.

—Es verdad, es la ley de Texas. Y ya que hablamos del tema, ¿sabías que a unos cuantos de mis hermanos les gustas? —Mientras este dato tan interesante salía de mi boca, recordé la promesa que les había hecho a los tres—. ¡Jolines, no tenía que decírtelo!

Lula pareció impactada por mi lenguaje.

—¡Callie, no se dicen palabrotas!

—Perdón —dije—. Se supone que es un secreto. Olvídate de lo que he dicho.

Después de dudar, me preguntó:

—¿Cuál es?

—¿Cuál es qué?

—Ya sabes… al que le gusto.

—Adivina. Yo no te lo voy a decir —le contesté. Pero estaba harta de guardarles sus secretos. ¿Por qué no podía saberlo Lula?—. Bueno, va, son Lamar, Sam Houston y Travis.

—Cielo santo —dijo mientras se ponía como un tomate.

—Puedes elegir. ¿Cuál te gusta más?

—No… no lo sé.

—Bueno, ¿te quedarías con alguno? Yo en tu lugar, no estaría segura. ¿Cuál te parece el más guapo? A mí Harry, por supuesto, pero él no cuenta.

Volvió a ruborizarse y afirmó:

—Todos son unos chicos apuestos.

—Sí, Lula, ¿pero te gusta alguno?

—Todos son muy simpáticos.

—Ya, ya, ¿pero te gusta alguno? —En vez de contestar, se limitó a secarse las perlas de sudor con cara de sofoco. Continué—: Yo que tú, elegiría a Travis. Es el más bueno de todos. A lo mejor no estaría tan mal besarle. Los besos deben de tener algo, si no, la gente no se los daría, ¿no crees?

Lula se puso pensativa:

—No sé si a mi madre y a mi padre les gusta. Es decir, no recuerdo haberles visto besarse.

Yo había visto a mis padres besarse en Nochebuena, y una vez vi a mi padre rodear a mi madre por la cintura y atraerla hacia sí en el extremo oscuro del pasillo, de camino a su habitación. Y viviendo en una granja con pollos, cerdos, vacas y gatos siempre veías nacer camadas, por lo que a cierta edad se te ocurría preguntarte de dónde salía tanta vida. Había visto aparearse a los perros, y una noche me tropecé con dos gatos en la oscuridad y vi lo nunca visto. Los gatos se sorprendieron tanto como yo.

Lula me dijo algo que no entendí.

—¿Qué? —le pregunté.

Ella apartó la mirada.

—Entonces… ¿le gusto a Travis?

—Sí. Píllalo, Lula: es el mejor de todos.

—Pero es muy joven. Al fin y al cabo yo tengo doce años y él sólo once, ¿no?

—Pues… sí. —En realidad tenía diez, pero no iba a cargarme la tierna campaña de su primer amor—. Recuerda, Lula: yo no te he dicho nada. No se te escapará, ¿verdad?

Me hizo el más profundo doble juramento de hermanas de sangre. Yo deseaba sellarlo con saliva, pero habría sido demasiado para ella.

Esa noche acorralé a Harry mientras escribía una carta.

—Hola, bicho —me dijo con aire ausente.

—Harry, ¿alguna vez has besado a una chica?

Pareció asombrado.

—¿Por qué lo preguntas?

—Me preguntaba cómo es, nada más.

—Besé a una chica una vez —respondió con una sonrisa—, y es muy agradable.

—¿Por qué?

—Porque sí. Tendrás que esperar para saberlo.

—¿A quién besaste? —quise saber.

—No puedo decírtelo, Callie: no es propio de caballeros.

—¿Por qué no? A mí sí me lo puedes decir: sé guardar un secreto. —O tal vez no, pensé—. ¿Besaste a Minerva Goodacre?

—No, no fue ella. Pero una vez me dejó que la cogiera de la mano.

—¿Eso también fue agradable?

—Mucho. Terriblemente. Y ahora vete.

—¿Por qué fue agradable?

—Eres una pesada. Déjame en paz —contestó, pero sonrió ante algún recuerdo placentero.

—¿Suspiras por ella, Harry? ¿Sufres?

Mientras la horrible Goodacre estuviera fuera de nuestras vidas, se podía consentir cierto grado de suspiro y sufrimiento, como estricto ejercicio romántico.

—Supongo que durante un tiempo, sí.

—¿Pero ya no?

—No, ya no. ¿Puedes hacer el favor de marcharte? —Me disponía a salir cuando me llamó—: Espera. ¿A qué viene tanto interés? —Me miró con picardía—. ¿Hay algún chico del que no nos has hablado? ¿Tu primer pretendiente?

—No, no, no. —Me salió una risa como si hiciera gárgaras—. No.

—¿Y por qué no? Un día te perderé por algún príncipe encantador que te ofrezca un zapato de cristal, Callie.

—No digas eso —repliqué, y corrí hacia él y le eché los brazos al cuello. Tuve ganas de llorar sin motivo—. ¿Por qué tienes que casarte? ¿Por qué tengo que casarme yo? ¿Por qué no nos quedamos todos aquí en casa?

—No pasa nada, bicho. Algún día querrás tener tu propia familia.

—La gente siempre me dice «algún día», ya estoy harta —farfullé pegada a su chaleco.

—A mí también me lo decían.

—¿A ti también?

—¿Verdad que da rabia? Se lo dicen a todo el mundo, y aquí estoy yo diciéndotelo a ti. ¿A ver ese pelo? Vas muy despeinada.

—Harry —dije, escogiendo mis palabras con cuidado mientras él me toqueteaba la cinta—, ¿piensas… piensas que podría ser maestra?

—¿Maestra? ¿Es lo que quieres? —preguntó él, y me volvió a hacer el lazo.

No lo era, pero aún no podía contar lo que quería de verdad.

—¿Piensas que podría hacerlo, Harry?

—Sí, creo que sí. ¿Se lo has comentado a mamá y papá?

Ignoré la pregunta y añadí:

—¿Piensas que podría ser…? Ay, no sé, ¿operadora telefónica?

—Seguro que en eso también serías buena, si los brazos te crecen lo suficiente. Un momento, que te arreglo la cinta. Ya está.

—Harry, ¿piensas que podría ser… —me detuve y, cuando volví a hablar, lo hice en un tono deliberadamente natural—… científica?

—¿Científica? —Se echó atrás—. Eso ya es un poco exagerado, ¿no te parece? —Fijé la vista en él. Mi pregunta y su respuesta eran demasiado importantes para apartar la mirada—. Ah, ya lo entiendo… Esto es por el abuelo, ¿no? Te está animando, ¿verdad? A lo mejor no deberías pasar tanto tiempo con él. En serio, Callie: eso es muy exagerado.

—¿Por qué? —pregunté directamente—. ¿Por qué es tan exagerado?

—Porque no conozco a ninguna mujer científica, ¿y tú? ¿Cómo vivirías? ¿Dónde trabajarías? Mira, algún día te casarás, tendrás montones de niños y te olvidarás de todo esto. ¿No quieres tener tu propia casa?

—Yo ya tengo una casa propia.

—Ya sabes a qué me refiero.

Me alejé un paso de él y dije:

—Harry, si yo quisiera ser científica, ¿me ayudarías?

Puso cara de escepticismo.

—¿Ayudarte cómo?

—No lo sé muy bien —contesté, pues no tenía ningún plan—. Tú ayúdame si lo necesito.

—No sé qué decirte, bicho. —Al ver la expresión de mi rostro, añadió—: No digo que no. Sólo que no entiendo de qué va esto.

—Si fuese importante para mí…

—Siempre haré lo que pueda por ti, Callie, ya lo sabes. Aunque no te lo mereces después de irle a mamá con lo de la señorita Goodacre. Y ahora, vete: tengo que acabar esta carta.

Me aferré a su cambio de tema con alivio.

—¿Es una carta de amor?

—A ti qué te importa.

—¿Es para Fern Spitty?

—Fuera.

No había obtenido una promesa de ayuda por su parte, pero tampoco me la había negado. Consideré que la conversación había quedado en tablas. Ahora ya sabía que finalmente era el momento de dirigirme al abuelito. Lula y Harry habían sido meros ensayos. Lo había estado aplazando, pero ya era la hora.

Besé la cabeza gacha de Harry y salí al porche, donde los demás se habían reunido para ver la primera luciérnaga. El tiempo refrescaba y la cantidad de insectos disminuía: pronto habría terminado su temporada, y ya tocaba, porque la medalla del Premio Luciérnaga de Fentress estaba mugrienta y gastada.

El abuelito estaba sentado en una mecedora de mimbre en el extremo opuesto del porche. Me alegró ver que se había colocado a cierta distancia. Saqué cuaderno y lápiz y me senté en una silla a su lado. La punta de su puro se iluminaba al aspirarlo, como si fuese una luciérnaga gorda y roja, y casi pensé que los insectos que quedaban lo iban a rodear para transmitirle con luces sus intenciones románticas. (Pregunta para el cuaderno: ¿alguna luciérnaga habrá confundido un puro con otro miembro de su especie? Sería un error doloroso… y letal). Guardamos silencio hasta que dijo:

—¿Pretendes infligirle una herida mortal a esta silla, Calpurnia? —Bajé la vista y me di cuenta de que estaba haciendo un agujero en el mimbre con mi lápiz—. Últimamente no te veo mucho —comentó.

—Porque me están entrenando para ser cocinera. O esposa, creo.

—Ya. Y todos hemos disfrutado de los frutos de tu esfuerzo.

—No hace falta que lo diga —respondí con tristeza.

Continuamos en silencio; noté un mosquito invisible cebándose con mi tobillo, lo que venía a sumarse a mi desgracia general. No lo vi hasta que me picó varias veces y con su glotonería se transformó en una gota voladora y visible de mi propia sangre. Se instaló en el porche junto a mi pie y lo aplasté. Intentó volar, pero estaba demasiado congestionado para escapar. Lo pillé con un borde del zapato y un chorro diminuto de mi sangre se estrelló en la pintura gris del porche. Pensé en ello. Por lo visto, lo bueno en exceso también puede matarte, según dicta la sabiduría popular. Ahí estaba esa mancha como prueba. El mosquito había triunfado en cuanto a conseguir alimento, pero había fracasado en cuanto a vivir hasta una edad avanzada y expirar pacíficamente mientras dormía, rodeado de sus numerosos y apenados nietos. Así pues, ¿era apto o inepto? Aunque tal vez no importara, según lo que fuese a decirme el abuelito. ¿Conmutaría mi condena perpetua a la monotonía doméstica?

En el otro extremo del porche, Travis divisó la primera luciérnaga y reclamó la medalla. Me aclaré la garganta:

—Abuelito… —Pero flaqueé.

—¿Qué, Calpurnia?

—Las chicas… las chicas también pueden ser científicas. —Ambos fingimos no notar el temblor en mi voz—. ¿Verdad?

Dio una larga calada a su puro y le asestó unos golpecitos para hacer caer la ceniza.

—¿Se lo has preguntado a tu madre? ¿O a tu padre?

—¿Cómo? No, claro que no. ¿Por qué iba a hacerlo?

—Porque tal vez tengan algo que decir al respecto. ¿No se te ha pasado por la cabeza?

—Oh —contesté con amargura—, ya sé lo que tienen que decir. ¿Por qué cree que ya no salgo nunca de la cocina? Por eso se lo pregunto a usted.

—Entiendo. ¿Te acuerdas de hace unos meses, cuando nos sentamos junto al río y hablamos de Copérnico y Newton?

—Sí.

¿Cómo iba a olvidarlo?

—¿No hablamos del elemento químico de la señora Curie? ¿De la lechuza de la señora Maxwell? ¿Del pterodáctilo de la señorita Anning? ¿De su ictiosaurio?

—No.

—¿De las ecuaciones de la señorita Kovalevsky? ¿De los viajes a las islas Sandwich de la señorita Bird?

—No.

—Cuánta ignorancia —murmuró, y los ojos me escocieron al instante: ¿yo era una chica ignorante? Pero continuó—: Por favor, disculpa mi ignorancia, Calpurnia. Me pusiste al corriente del primitivo estado de tu educación pública, y yo debería haber pensado que te quedarías en la inopia en ciertos temas de ciencia. Deja que te hable de esas mujeres.

Absorbí cuanto me decía como una esponja viviente. Fue una información electrizante. Pero había algo en su voz: cierta duda o reserva que no había oído antes. Nos interrumpió mamá cuando vino a buscarnos para que nos acostáramos. Parecía que últimamente todas mis charlas con el abuelo acababan interrumpidas. Parecía que últimamente ya no había tiempo.

Mis hermanos y yo cancelamos por unanimidad el Premio Luciérnaga de Fentress de la hora de acostarse, declarando la temporada de 1899 oficialmente terminada.

De hecho, la luciérnaga que vio Travis fue la única de la noche. Aunque sabía que regresarían al año siguiente, me dio la sensación de que se extinguía una especie. Qué triste ser el último de tu clase y lanzar un destello en la oscuridad, solo, a la nada. Pero yo no estaba sola. Acababa de saber que ahí fuera había otras de mi clase.