Capítulo 2
El compás de la mañana
Las leyes que rigen la herencia son muy poco conocidas; nadie sabe por qué […] el niño, a menudo, remite en ciertos aspectos al abuelo […].
Tres días después, bajé las escaleras en silencio y salí al porche delantero muy temprano, antes de que la avalancha diaria de mis hermanos quebrara la paz matutina. Esparcí un puñado de semillas de girasol treinta pasos más allá del camino de grava para atraer a los pájaros; después me senté en las escaleras sobre un cojín viejo y raído que había rescatado de un baúl. Hice una lista en mi cuaderno de piel roja de todo lo que se movía. ¿No era eso lo que hacían los naturalistas?
Una de las semillas de girasol saltó sobre las losas de pizarra del camino principal. Qué raro. Tras una inspección, resultó ser un sapo diminuto, de medio centímetro de largo, que brincaba vigorosamente persiguiendo a un ciempiés fugitivo, el cual a su vez no era mayor que un trozo de hilo; ambos se afanaron como desesperados hasta desaparecer en la hierba. Después, una tarántula, de tamaño y vellosidad asombrosos, surcó la grava a la caza de algo más pequeño o bien perseguida por algo mayor, no habría sabido decirlo. Me di cuenta de que existían millones de pequeños dramas desarrollándose sin cesar, aunque no tenían nada de pequeños para el cazador y la presa que luchaban en la frontera entre la vida y la muerte. Yo era una simple holgazana que pasaba por allí, pero ellos se jugaban su sustento.
Entonces un colibrí dobló a toda pastilla una esquina de la casa y se sumergió en la trompeta del lirio más cercano, mustio por el calor. Al no encontrarlo de su agrado, retrocedió bruscamente y exploró el siguiente. Yo me senté a unos cuantos metros, embelesada, lo bastante cerca para oír el furioso y grave zumbido de sus alas, tan desacorde con su aspecto de joya y su actitud desenvuelta. Después de detenerse en el borde de una flor, se volvió y me vio. Planeó un segundo en el aire y se abalanzó sobre mí. Me quedé quieta; se detuvo a diez centímetros escasos de mi rostro y allí se quedó, lo juro. Sentí la minúscula ráfaga de viento de sus alas contra mi frente y, en un acto reflejo, mis ojos se cerraron con fuerza por un impulso propio. Ojalá hubiera sido capaz de mantenerlos abiertos, pero fue una reacción natural que no pude evitar. En el instante de abrirlos, el pájaro voló; era del tamaño de una pacana. Si me hubieran movido la rabia o la curiosidad —quién las podría distinguir—, lo habría aplastado perfectamente de un simple manotazo.
Una vez vi a Áyax, el mejor perro de papá, meterse en una pelea con un colibrí y salir perdiendo. El pájaro se le lanzó en picado y lo espantó, hasta que él retrocedió hacia el porche con aspecto avergonzado. (Un perro puede tener aspecto avergonzado, ¿sabéis? Éste se puso a dar vueltas y a lamerse sus partes, signo evidente de que un perro intenta ocultar sus verdaderos sentimientos).
Se abrió la puerta y el abuelito apareció en el porche con una antigua cartera de piel colgada del hombro, una red para cazar mariposas en una mano y un bastón de madera de rota en la otra.
—Buenos días, Calpurnia —dijo. Así que sabía mi nombre.
—Buenos días, abuelito.
—¿Puedo preguntarte qué tienes ahí?
Me puse en pie de un salto.
—Es mi cuaderno científico —contesté, presuntuosa—. Me lo dio Harry. Apunto todo lo que observo. Mire la lista de esta mañana.
«Observar» no era una palabra que usara mucho en mis conversaciones, pero quería demostrarle que iba en serio. Él dejó la cartera en el suelo e hizo unos interesantes ruiditos. Sacó sus anteojos y miró mi lista. Decía:
cardenales, macho y hembra
un colibrí y otros pájaros (¿?).
conejos, unos cuantos
gatos, alguno
lagarto, verde
insectos, varios
saltamontes C.V. Tate, grandes-amarillos
y pequeños-verdes (que son de la misma especie).
Se sacó los anteojos y dio unos golpecitos en la página.
—Un buen principio —afirmó.
—¿Principio? —dije, dolida—. Pensaba que ya estaba.
—¿Cuántos años tienes, Calpurnia?
—Doce —contesté. Se me quedó mirando—. Once y tres cuartos solté. Prácticamente doce, de verdad. Apenas se nota la diferencia.
—¿Y cómo te va con el señor Darwin a bordo del Beagle?
—Oh, es maravilloso. Sí, maravilloso. Por supuesto, aún no lo he leído entero. Me estoy tomando mi tiempo.
A decir verdad, había leído varias veces el primer capítulo y me parecía muy complicado. Así que había pasado directamente a la parte sobre «selección natural», pero me seguía peleando con el lenguaje. El abuelito me miró muy serio.
—El señor Darwin no escribió para un público de once años y tres cuartos-prácticamente doce. Tal vez un día de éstos podríamos hablar de sus ideas. ¿Te parecería bien?
—Sí —dije—. Sí, señor, sí.
—Voy al río a recoger especímenes. Hoy, del orden Odonata, creo. Libélulas. ¿Te gustaría acompañarme?
—Sí, por favor.
—Nos tendremos que llevar tu cuaderno.
Abrió la cartera y dentro vi unos botes de vidrio y una Guía de insectos, el paquete de su almuerzo y un frasco de plata en miniatura. Metió mi cuaderno y mi lápiz al lado. Yo recogí la red de cazar mariposas y me la colgué encima del hombro.
—¿Vamos? —dijo, y me ofreció su brazo como un caballero que llevara a una dama a cenar. Lo enlacé con el mío, pero era mucho más alto que yo y tuvimos que bajar las escaleras a empellones, así que le solté el brazo y le cogí la mano. Tenía una palma callosa y seca, y las uñas gruesas y curvadas, como una formación milagrosa de cuerno y piel. Mi abuelo pareció sorprendido y luego contento, creo, aunque no estaba del todo segura. En cualquier caso, su mano se cerró sobre la mía.
Anduvimos con mucho cuidado a través del campo salvaje hasta el río. El abuelito se paraba de vez en cuando a observar una hoja, una piedra o un montón de tierra, cosas que a mí no me parecían nada del otro mundo. Lo interesante era cómo se agachaba sobre ellas y escudriñaba cada objeto antes de extender una mano lenta y deliberada. Era cuidadoso con todo lo que tocaba: devolvía cada bicho al lugar donde lo había encontrado y volvía a colocar cada pila de tierra en su sitio. Yo me quedaba aguantando la red de mariposas, preparada y con ganas de lanzarme sobre algo.
—¿Sabes, Calpurnia, que la clase Insecta incluye al mayor número de organismos vivientes conocidos por el hombre?
—Abuelito, nadie me llama Calpurnia excepto mamá, y sólo cuando me he metido en un buen lío.
—¿Y eso por qué? Es un nombre precioso. La cuarta esposa de Plinio el joven, con la que se casó por amor, se llamaba Calpurnia, y él nos dejó algunas de las mejores cartas románticas de todos los tiempos. Y luego está el árbol de la acacia de Natal, del género Calpurnia, un útil laburno que sobre todo se encuentra en el continente africano. Y la mujer de Julio César, que Shakespeare menciona. Y podría continuar.
—Ah, eso no lo sabía.
¿Por qué nadie me había contado esas cosas? Todos mis hermanos salvo Harry llevaban nombres de orgullosos héroes tejanos, muchos de los cuales se habían dejado la piel en el Álamo. (A Harry lo bautizaron así por un tío abuelo soltero con dinero y sin herederos; algo tendrían que ver las ganas de recibir una herencia). A mí me habían puesto el nombre de la hermana mayor de mi madre. Supongo que podría haber sido peor: sus hermanas pequeñas eran Agatha, Sophronia y Vonzetta. De hecho, podría haber sido mucho peor, como la hija del gobernador Hogg, Ima. ¡Caramba, Ima Hogg[1]! ¿Os lo imagináis? Me preguntaba si su gran belleza y su enorme fortuna bastaban para protegerla de una vida de torturas. A lo mejor, si tenías dinero suficiente nadie se reía de ti nunca. Y yo, Calpurnia, que siempre había odiado mi nombre… ahora resultaba que era un nombre refinado, que era música, que era poesía. Que era… increíblemente irritante que nadie de mi familia se hubiera molestado en contarme nada de aquello.
Pues nada, que Calpurnia estaba bien.
Seguimos adelante entre árboles y maleza. A pesar de su edad y de llevar anteojos, el abuelito tenía una vista mucho más aguda que la mía. Donde yo sólo veía una hoja con moho y palos secos, él veía escarabajos camuflados, lagartos inmóviles y arañas invisibles.
—Mira ahí —me dijo—. Un Scarabaeidae, probablemente Cotinus texana. El escarabajo verde. No es habitual encontrarlo durante una sequía. Atrápalo en la red, con cuidado, ya.
Dejé caer la red y el bicho ya era mío. Él lo extrajo y lo sostuvo en la mano para que lo examináramos juntos. Medía un par de centímetros y era de un verde ordinario; en apariencia no tenía nada de excepcional. Pero cuando el abuelito le dio la vuelta, vi que por la parte de abajo era de un verde azulado lustroso y sorprendente, irisado y con toques violeta. Los colores cambiaban mientras el animal se retorcía desesperado. Me recordó al broche de caracola de mi madre, raro y precioso.
—Qué bonito.
—Está emparentado con el mismo escarabajo que los antiguos egipcios adoraban como símbolo del sol matinal y la vida después de la muerte. A veces los llevaban a modo de joyas.
—¿En serio?
Me pregunté cómo conseguías que un escarabajo se te quedara en el vestido. Me imaginé clavándole un alfiler o quizá pegamento, pero ninguna de las dos cosas parecía muy buena idea.
—Toma —dijo, y me lo tendió.
Me lo puso en la palma, y me enorgullezco de decir que no parpadeé. El escarabajo me hacía cosquillas al caminar.
—¿Nos lo quedamos, señor? —pregunté.
—Ya tengo uno en mi colección de la biblioteca. A éste lo podemos soltar.
Puse la mano en el suelo y el bicho, o mejor dicho, el Cotinus texana se bajó y se alejó despreocupado.
—¿Qué sabes del Método Científico, Calpurnia?
Por el modo en que lo dijo, supe que eran palabras que se escribían con mayúscula.
—Pues… poca cosa.
—¿Qué estás estudiando en la escuela? Porque vas a la escuela, ¿no?
—Por supuesto que voy. Aprendemos a leer, a escribir, aritmética y caligrafía. Ah, y conducta. A mí me pusieron un suficiente en postura y un insuficiente en el uso del pañuelo y el dedal. A mamá no le hizo mucha ilusión.
—Dios santo, es peor de lo que creía —exclamó. Aunque no la entendí, fue una afirmación interesante—. ¿Y no hay ciencia? ¿Ni física?
—Un día tuvimos botánica. ¿Qué es física?
—¿No has oído hablar de sir Isaac Newton? ¿O sir Francis Bacon?
—No.
Ese nombre tan ridículo me dio risa, pero algo en la expresión del abuelito me decía que estábamos tocando un asunto muy serio y que se decepcionaría si yo no me lo tomaba así.
—Y supongo que te enseñan que el mundo es plano y que hay dragones que se zampan a los barcos que se caen por el borde. —Me miró fijamente—. Tenemos muchas cosas de que hablar. Sólo espero que no sea demasiado tarde. Vamos a buscar un lugar para sentarnos.
Reanudamos nuestro camino hacia el río y hallamos sombra bajo un hospitalario árbol en la parte baja de las pacanas. Entonces me contó unas cosas increíbles. Me contó maneras de llegar a la verdad de cualquier tema, no sólo sentándote a pensar en ello como Aristóteles (un señor griego, listo pero confundido), sino saliendo a mirar con tus propios ojos; me habló de hacer hipótesis e idear experimentos, y de comprobar las cosas mediante la observación y llegar a una conclusión. Y de verificar luego la fuerza de tu conclusión una y otra vez. Me habló de la navaja de Occam, de Ptomoleo y la música de las esferas, y de que todo el mundo llevaba siglos equivocado sobre el Sol y los planetas. Me habló de Linneo y su sistema para nombrar a todos los seres vivos de la naturaleza, y de que él seguía ese sistema siempre que le ponía nombre a una nueva especie. Me habló de Copérnico y Kepler y de por qué la manzana de Newton se caía hacia abajo y no hacia arriba. De que la Luna siempre sigue un círculo alrededor de la Tierra. De la diferencia entre razonamiento deductivo e inductivo y de cómo el señor del nombre peculiar, sir Francis Bacon, dio en el clavo. El abuelito me contó que había viajado a Washington en 1888 para unirse a una nueva organización de caballeros que se autodenominaban National Geographic Society. Se organizaron en un grupo para llenar los puntos vacíos del globo, y sacar al país del lodazal de superstición y pensamiento atrasado en que se quedó atrapado tras la Guerra de Secesión. Todo eran novedades vertiginosas sobre un mundo muy alejado de los pañuelos y los dedales, que me fue revelado con paciencia bajo un árbol entre abejas amodorradas y marchitas flores silvestres.
Pasaron las horas y el sol se fue moviendo allá en lo alto (o, para ser exactos, lo hicimos nosotros aquí abajo, rotando despacio desde el día hacia la noche). Compartimos un grueso sándwich de queso con cebolla, un gran trozo de pastel de pacana y una cantimplora de agua. Luego él tomó un par de sorbos de su petaca de plata y echamos una siesta, mientras los insectos zumbaban y las sombras moteadas se desplazaban a nuestro alrededor.
Cuando nos despertamos, mojamos los pañuelos en el río para refrescarnos y nos pusimos en camino a paso de tortuga siguiendo la orilla. Respetando las instrucciones que me daba, atrapé algunos bichos raros que trepaban, volaban o nadaban y los examinamos a todos, pero sólo se quedó un insecto y lo metió en un tarro de conservas con agujeros en la tapa, que reconocí de nuestra cocina. (Viola no paraba de quejarse a mamá de que le desaparecían los tarros, y mamá echaba la culpa a mis hermanos, que, por primera vez en la historia, resultaba que eran inocentes). El tarro llevaba una pequeña etiqueta de papel pegada. Escribí con lápiz la fecha y la hora de recogida tal como me mandó, pero no supe qué poner sobre la localización.
—Piensa en dónde estamos —me aconsejó el abuelito—. ¿Lo sabrías describir de una manera concisa, para volver a encontrar este sitio si tuvieras que hacerlo?
Miré el ángulo del sol a través de los árboles y pensé en el rato que llevábamos andando.
—¿Puedo poner medio kilómetro al oeste de la casa Tate, cerca del roble con forma de horca?
Sí, era correcto. Seguimos adelante y encontramos uno de los senderos habituales de los ciervos, salpicado de excrementos. Nos sentamos y aguardamos en silencio. Una cierva de cola blanca apareció sin hacer ningún ruido; casi podía extender la mano y tocarla. ¿Cómo una criatura tan grande podía ser tan silenciosa moviéndose en el crujiente sotobosque? Volvió su largo cuello y me miró directamente, y por primera vez vi toda la inocencia de una mirada. Sus profundos ojos castaños eran enormes, y su expresión, suave y tierna. Sus grandes orejas se agitaban en todas direcciones, independientes la una de la otra. Cuando les dio un rayo de luz del sol, se volvieron de un rosa luminoso debido a la sangre que corría por ellas. Me pareció la criatura más preciosa que había visto, hasta que, segundos después, su cervatillo moteado se dejó ver. Oh, ese cervatillo me llegó al corazón, con su dulce rostro convexo, sus patas absurdamente frágiles y su pelaje todavía difuso. Deseé estrecharlo en mis brazos y protegerlo de un inevitable futuro de coyotes, hambre y cazadores. ¿Cómo era capaz la gente de dispararle a una belleza como ésa? Entonces el cervatillo hizo algo milagroso: plegó las patas delanteras, después las traseras y se tumbó en el suelo… ¡donde desapareció! Las manchas blancas repartidas por su lomo marrón se camuflaban tan bien en la luz moteada que en cuestión de un segundo ya sólo se veía el sotobosque.
El abuelito y yo nos quedamos inmóviles cinco minutos largos y luego, con cuidado, recogimos nuestras cosas y nos fuimos. Seguimos el río hasta que las sombras se alargaron; entonces cruzamos en arco la maleza rumbo a casa. Durante la vuelta, él divisó el objeto más delicado del mundo salvaje: un nido de colibrí, frágil y tejido con destreza, más pequeño que una huevera.
—¡Qué suerte tan extraordinaria! —exclamó el abuelito—. Acuérdate de esto, Calpurnia. Puede que no vuelvas a ver otro en toda tu vida.
Aquel nido era una construcción intrincadísima, como algo fabricado por las hadas de mis cuentos infantiles. Estuve a punto de decirlo en voz alta, pero me detuve a tiempo: los miembros de la comunidad científica no decían esas cosas.
—¿Cómo podemos llevárnoslo a casa? —pregunté. Me daba miedo tocarlo.
—De momento lo meteremos en un tarro. En la biblioteca tengo una caja de vidrio del tamaño adecuado. Puedes exponerlo en tu habitación. Sería una pena esconderlo en un cajón.
La biblioteca era hasta tal punto territorio del abuelito, que ni mis padres iban mucho por allí. SanJuanna tenía permiso para quitar el polvo una vez cada tres meses. El abuelito solía cerrarla con llave, pero lo que no sabía era que, en las pocas ocasiones en que no había adultos por allí, a veces mis hermanos se alzaban unos a otros para mirar por el montante. Hubo un día que el segundo por arriba, Sam Houston, pudo echar un largo vistazo al libro de fotos de campos de batalla de Mathew Brady y nos describió sin aliento a los caballos masacrados que yacían en el barro y a los muertos descalzos con la mirada vacía y fija en el cielo.
Llegamos a casa hacia las cinco de la tarde. Jim Bowie y Áyax salieron corriendo a saludarnos en cuanto nos vieron por el camino de grava.
—Te has metido en un lío, Callie —resopló J.B—. Mamá está hecha una furia. —Ignoró al abuelito—. Dice que te has saltado las prácticas de piano de hoy.
Era cierto. Habíamos reanudado las clases y supe que tendría que recuperar esas prácticas, además de media hora adicional como castigo. Eran las normas, pero no me importó: el día había valido la pena. Habría valido mil horas extra de piano.
Entramos en casa y el abuelito guardó el nido de colibrí en una cajita de vidrio y me lo dio. Después de entretenerme un momento en la biblioteca, dejé al abuelo y fui a defender mi caso ante mamá, pero fue en vano.
Me las arreglé para concentrar mi castigo de piano antes de la cena y toqué con el corazón ligero y con espíritu brioso y seguro, aunque esté mal decirlo. Esa noche me acosté agotada y llena de júbilo, con el nido de colibrí en su bonita caja sobre el tocador, junto a mis horquillas y cintas para el pelo.
Una semana después, éste era el aspecto de mi lista matutina:
6.15, claro y despejado, vientos del sur
8 conejos (7 comunes y 1 tipo liebre)
1 mofeta (joven, con pinta de perdida)
1 zarigüeya (muesca en la oreja izquierda)
5 gatos (3 nuestros, 2 salvajes)
1 serpiente (de las de hierba, inofensiva)
1 lagarto (verde, del mismo color de las hojas de lirio de día, muy difícil de ver)
2 halcones de cola roja
1 zopilote
3 sapos
2 colibríes (¿Trufas?)
Odonata, Hymenoptera y Arachnidae variados y no contados
Se lo enseñé al abuelito, que asintió para dar su aprobación. Es asombroso lo que uno puede ver cuando se sienta a mirar.