Capítulo 11

Clases de punto

La selección natural modificará la estructura del hijo en relación al padre y del padre en relación al hijo.

El sistema Lula que concebí acabó funcionando bastante bien, al menos durante unas semanas. La invité a tocar el piano en casa después de clase y nos aprendimos un par de duetos populares a petición de nuestras madres. Sabíamos que no tendríamos que tocarlos en el próximo recital. En ninguno, de hecho. Después cometí el error de invitarla a trabajar en una de nuestras tareas de bordado y mamá pudo ver cómo lo hacía. Por el amor de Dios, ¿cómo pude ser tan estúpida?

—Calpurnia —dijo mamá días después, en un tono que yo temía—, creo que es hora de que aprendas a tejer bufandas y calcetines. No hay nada como unos buenos y gruesos calcetines hechos por unas manos amorosas. Si empezamos ahora, te dará tiempo de regalar un par a cada uno de tus hermanos para Navidad, y quizá también a papá y al abuelo. ¿No te gustaría? Trae tu bolsa de tejer, que nos sentaremos en el salón.

Cuánta presión.

Suspiré y dejé la lupa. Justo estaba colocando un ejemplar particularmente hermoso de mariposa Viceroy en un cristal enmarcado para colgarlo junto a los especímenes del abuelito en la biblioteca, pero afuera llovía y un trabajo tan delicado requería luz del sol directa.

Mamá pareció complacida al sacar de su bolsa las madejas de lana con agujas clavadas de todos los tamaños. La lana era de un bonito y oscuro marrón chocolate y estaba recogida en grandes madejas. Ella se sentó con las manos alzadas como palas y yo fui desenrollando las madejas y las ovillé formando una bola. Aunque no me excitaba la perspectiva de tejer calcetines, el rítmico ir y venir de la lana resultaba hipnótico, y tuve que admitir a regañadientes que tal vez no fuese la peor forma de pasar un día de lluvia. Tal vez. A mamá también la vi tranquila y relajada con ese eterno ritual doméstico; tejer siempre parecía suavizarle las migrañas, y así no necesitaba dosis tan frecuentes de Lydia Pinkham. El clima era un poco más frío. Aunque no estaba justificado, un pequeño fuego de leños de pacana ardía en la chimenea para alimentar la ilusión de que el verano ya quedaba muy atrás. Travis entró con Jesse James y Billy el Niño. Agitó un poco de lana delante de ellos y enseguida los tuvo saltando de aquí para allá y revolcándose en la alfombra. Vino Lamar y, a petición de mamá, puso unas canciones de Schubert en el gramófono.

—Empezaremos con unos calcetines para Jim Bowie, ¿de acuerdo? —propuso mamá—. Unos pequeños y lisos; ya aprenderemos estampados más adelante. En filas de… va, pongamos cuarenta puntos, y empezaremos por la pantorrilla.

Me pasó cuatro agujas diminutas de tejer.

—¿Cuatro? —fruncí el ceño—. ¿Qué hago con cuatro?

—Tejer en un círculo perpetuo en vez de volver al final de la fila.

¡Socorro! ¡Si yo ya era bastante patosa con dos agujas! Aquello iba a ser peor de lo que creía. Mamá emitía sonidos de ánimo mientras yo componía la primera fila de mi primer calcetín. Había tantos extremos puntiagudos de agujas asomando en ángulos inesperados que era como hacer malabares con un puercoespín.

—Mira —dijo—, si te enrollas la lana en el dedo anular, así, es más fácil controlar la tensión y los puntos salen uniformes.

Procuré hacerlo tal como me decía y, la verdad, la siguiente fila me quedó mejor. Y la de después, mejor todavía. Observé que, cuando cogías cierto ritmo, los puntos fluían de la aguja de modo que ya estabas recogiendo el siguiente antes de darte cuenta.

—Ahora empieza a cerrar para que te quede más estrecho hacia el tobillo. Así, muy bien.

Despacio —sumamente despacio—, la masa de lana empezó a tomar forma en mis manos. Transcurrió la tarde y, aunque no la calificaría de divertida, no fue tan terrible como me había temido. Cuando terminó, había tejido una cosita marrón de aspecto gracioso. La sostuve en alto para inspeccionarla y decidí que parecía bastante calcetinesco. A mamá se la veía muy contenta. Dijo:

—Es igual que el primero que hice yo a tu edad.

—Bueno, pues ya está —concluí mientras recogía mi bolsa de costura—. Terminado.

—¿Cómo que terminado? ¿Adónde vas? —La miré sin comprender—. Ahora empezaremos el otro.

—¿El otro? —aullé. ¿Estaba loca? ¡Me había llevado horas hacer ése!

—Desde luego que sí, y ten la bondad de no alzar la voz de ese modo. ¿Qué va a hacer Jim Bowie con un solo calcetín?

—No lo sé —dije. Y deseé añadir: «Ni me importa. A lo mejor puede usarlo como muñeco».

—¿Y los demás chicos? ¿Y papá? ¿Y el abuelo? —preguntó.

Hice cuentas. Había seis hermanos además de papá y el abuelito, lo que en total sumaba muchos pies. Eso implicaba tejer al día siguiente, y al otro y al otro. La cabeza me dio vueltas. Vi toda mi vida dedicada a eso, vi calcetines que se extendían hasta el horizonte infinito, vi un valle abismal de tedio tejedor. Me empecé a marear.

—Por favor, mamá, déjame hacerlo mañana —supliqué en un tono lastimero—. Creo que se me ha cansado la vista.

La vi tan preocupada ante este hecho, que me di cuenta de que acababa de tocar alguna fibra. Quizá se le hiciera insoportable la idea de añadir unos anteojos a los rasgos poco prometedores de su única hija. Fue un pequeño pero útil aprendizaje, que me apunté como futuro recurso. A lo mejor también podría servirme de las migrañas.

—Está bien —cedió—, ya basta por hoy.

Recogí mi bolsa de costura y me fui de allí antes de que a mamá se le ocurriera alguna otra habilidad casera que enseñarme. Llevé la bolsa a mi cuarto y bajé corriendo al laboratorio ya oscuro, pero el abuelito no estaba ahí. Seguro que estaba recogiendo plantas. Los días lluviosos eran un buen momento para hacerlo; en cambio era imposible encontrar vida animal o insectívora, porque todos los bichos se esfumaban con la lluvia y se escondían hasta que volviera a salir el sol. Encendí una lámpara y me senté en su raído sillón de muelles para contemplar los destellos de las filas de botellas. La lluvia tamborileaba en el techo como un arrullo.

Cuando me desperté, el abuelito estaba colgando de un clavo su impermeable chorreante.

—Buenas tardes, Calpurnia. ¿Estás bien?

—Sí, señor, pero me he cansado de todo lo que he tenido que tejer hoy.

—¿Y te ha gustado?

—No es lo peor del mundo —reconocí—, pero es que tengo que trabajar un montón. Se supone que he de hacer calcetines para todos antes de Navidad, y eso es una cantidad de calcetines tremenda. Espero que le gusten lisos, porque aún no he aprendido a hacer estampados.

—Me gustan lisos. Yo tampoco aprendí nunca a hacer estampados.

—¿Sabe tejer? —pregunté asombrada.

—Oh, sí, y también zurcir. Algunos hombres de mi regimiento eran tejedores de primera. —Vio la cara que ponía y continuó—: En el campo teníamos que ser autosuficientes. Si necesitabas un calcetín nuevo, te lo hacías tú mismo. Allí no había esposas, ni hermanas, ni nietas, para el caso, que cuidaran de nosotros, y los paquetes que nos mandaban desde casa rara vez llegaban. Recuerdo que un sargento escribió a su mujer pidiéndole un nuevo par de guantes de conejo; le llegaron en pleno verano siguiente, y para entonces ya había perdido dos dedos por congelación. Pero conservaba los pulgares y se alegraba de ello. Claro que tenía un problema con los dedos vacíos de sus guantes: le impedían agarrar bien el rifle, pero los recortó por el nudillo y los cerró cosiéndolos. Aún me acuerdo del buen trabajo que hizo.

—Autosuficientes.

Lo estuve pensando un rato. Si nuestros soldados habían aprendido a tejer, si mi abuelo había aprendido, tal vez no hubiese para tanto. Me miró:

—Me imagino que tu madre espera además que aprendas a cocinar. Nosotros también cocinábamos.

—Abuelito, ¿intenta hacerme sentir mejor?

Sonrió.

—Eso creo.

—Mamá me está amenazando con enseñarme a hacer un nuevo plato cada semana. Puede que no esté tan mal, pero es que tardas horas en hacerlos y luego desaparecen en quince minutos. Después recoges la cocina y friegas la encimera y tienes que empezar otra vez sin un segundo de descanso. ¿Qué te aporta eso? ¿Cómo lo aguanta Viola?

—Es todo lo que sabe hacer —respondió él—. Y cuando algo es todo lo que sabes hacer, es fácil de aguantar. Y hay otra cosa que sabe: que su vida podría ser mucho más dura. Viola está en casa y no en el campo. Tiene tíos y tías en Bastrop recogiendo algodón con un rozón y arrastrando un largo saco.

—Papá no permitiría que se usaran rozones aquí.

—¿Sabes por qué? —preguntó el abuelito.

—No, señor.

—Porque, cuando tenía más o menos los mismos años que tú, le di la oportunidad de pasarse un día entero en el campo usando uno. Espero que les ofrezca a tus hermanos la misma experiencia.

—¿Crees que a mí me dejaría probar?

—Dudo que quiera ver a su hija ahí fuera.

—Ya. ¿Qué ha encontrado hoy?

Se sacó los anteojos del bolsillo y subió la cartera a la mesa.

—Tenemos unos buenos especímenes de sangre de drago. Los indios lo utilizaban para tratar las encías inflamadas. He visto una Oxalis violacea, pero creo que de ésa ya tenemos suficiente. Y mira, un Croton fruticulosus: nunca antes lo había visto florecido a estas alturas del año; puede que lo hayas oído con el nombre de encinilla. Intentaremos que eche raíces.

Las plantas no me resultaban ni mucho menos tan interesantes como los insectos, ni éstos tanto como los animales, pero el abuelito me había enseñado que todos ellos eran interdependientes y que había que estudiar y valorar todas las conexiones si se quería entenderlos. Así que observé esas briznas mustias que él estaba separando con el dedo y procuré aprender algo.

—¿Te acuerdas de esa algarroba peluda que encontramos hace ya tiempo? ¿La posible mutante?

Me había parecido extremadamente aburrida, pero la recordaba.

—¿Me la puedes buscar? —pidió—. Creo que aún debe de estar por aquí: no he tenido tiempo de prensarla.

Rebusqué entre tarros y envolturas y di con ella, aunque ya era un mendrugo disecado y sin ningún atractivo.

—El muntante —anuncié—. Aquí está.

—Se dice «mutante».

—¿Cómo se escribe? Y por favor, no me diga que lo busque.

—Sólo por esta vez. M—U—T A—N—T E.

—Me gusta más como lo digo yo. Muntante —repetí—. ¿Qué es? ¿Qué significa?

—Darwin lo explica con detalle. ¿Todavía no has llegado a ese capítulo?

Con él me sentía lo bastante cómoda como para admitir lo mucho que me costaba leerlo.

—Aún me estoy estudiando el capítulo sobre la selección artificial. Me lleva más tiempo del que creía: es una lectura muy densa.

—Supongo que para alguien de tu edad, sí —caviló mientras inspeccionaba el tarro. Lo abrió y le dio unos golpecitos para que la muestra cayera sobre un trozo limpio de papel secante—. Pásame la lupa, por favor. —Se tiró un minuto escudriñando el mutante y después dijo—: Humm.

Esto en sí ya era raro: mi abuelo solía hablar con frases completas.

—¿Humm?

—Vamos a mirarlo afuera.

Seguía nublado, pero la luz del exterior era mejor que la penumbra del laboratorio. Salimos y él observó largo rato la planta a través de la lupa. Yo aguardé hasta que no pude más.

—¿Qué es, abuelito?

—La verdad es que no lo sé —contestó, meditabundo. Eso era aún más raro: él siempre lo sabía todo—. Parece una hojita uncinada dependiente del nódulo principal, pero al estar tan reseco es difícil de decir. No recuerdo esto en ninguna de las descripciones, ni haberlo visto en ningún dibujo, y los tenemos excelentes en el atlas del doctor Mallon.

—¿Y eso qué significa?

—Está tan deshidratado que no sabría decirlo. Puede que sea una anomalía o puede que no sea nada. —Me miró—. O puede que hayamos encontrado una especie completamente nueva.

—¡No! —exhalé.

—Es posible. Sentémonos a beber algo y a pensar en ello.

Volvimos al laboratorio y él puso el hierbajo en el centro del mostrador y se dejó caer en el sillón, cuyos muelles retumbaron de una manera que normalmente me habría dado risa. Se quedó mirando la algarroba.

—Tengo una botella para las ocasiones especiales en esa esquina, en el estante de arriba —dijo—. ¿Me la puedes alcanzar? Buena chica.

La pesada botella de cristal verde estaba cubierta de polvo de hacía siglos. La frágil etiqueta decía: EL MEJOR BOURBON DE KENTUCKY, y mostraba un dibujo de un purasangre corveteando. El abuelito se sirvió un vaso lleno y lo engulló de un trago. Repitió el proceso y después lo llenó por tercera vez y me lo pasó a mí. Yo me estremecí al acordarme de mi primer vaso de whisky («Provoca un poco de tos»; ya lo creo). Pero estaba tan perdido en sus pensamientos que no me vio rechazarlo con un gesto. Lo cogí y lo dejé a un lado. Aguardé, ansiosa. Al cabo de mucho rato murmuró:

—Vaya, vaya. Llevo mucho tiempo esperando este día. —Alzó la vista—. Y aquí estamos.

—¿Seguro? —respondí, también con un susurro—. ¿Cómo podemos saberlo?

—Debemos encontrar un ejemplar fresco y arrancarlo enseguida. Tenemos que hacer un dibujo detallado. Señalar en el mapa el lugar preciso donde lo hayamos encontrado. Fotografiarlo para mandar la foto al Smithsonian, y más adelante tal vez un esqueje. Y después, a ver. —Respiró hondo—. ¿Quieres otra copa?

—No, gracias, abuelito, pero tómesela usted —dije, devolviéndole su vaso.

—Creo que lo haré. Sí, creo que sí. —Se tomó la copa y nos miramos el uno al otro—. Y ahora, a trabajar. Vamos a buscar uno fresco para completar nuestra documentación. Y necesitaremos otros iguales para obtener una buena muestra. ¿Dónde encontramos éste?

Cogí el tarro y miré la etiqueta. Y ahí, debajo de «muntante», donde yo siempre indicaba la localización tal como él me había enseñado… no había nada. Se me cayó el alma a los pies. Me faltó el aire. Empecé a ver borroso. Aparté la vista un segundo y les di a mis embusteros ojos la oportunidad de detener su artimaña, de que vieran lo que tenía que estar ahí. Pestañeé fuerte y miré la etiqueta de nuevo. Nada.

Con una gran fuerza de voluntad, jadeé en busca de aire y éste me entró en los pulmones de golpe.

—Calpurnia, ¿estás bien?

Resoplé como un siluro fuera del agua.

—Uh-no, uh-no, uh-no.

Se levantó.

—Lo sé, es un momento sobrecogedor. Tal vez debas sentarte un minuto. Ponte aquí —dijo, y me ofreció su sillón. Yo no lograba articular palabra. No podía decírselo—. ¿Quieres que llame a tu madre? —me preguntó, consternado.

Yo negué con la cabeza y controlé mi respiración.

—No, señor.

—¿Necesitas algo de whisky?

—¡No, señor! —grité, ahogada por el miedo.

—Tranquila, cuéntame qué te pasa.

—Es la algarroba —lloré—. No lo apunté. No está.

Cogió el tarro y lo miró.

—Oh, Calpurnia —dijo en voz baja—. Oh, Calpurnia.

Cada palabra suave era como un bofetón en mi cara. Hundí la cabeza entre mis manos.

—Lo siento mucho —sollocé—. ¡Lo encontraré, lo encontraré!

—¿Cómo ha ocurrido? —dijo él.

—Sé que me enseñó a hacerlo, lo sé. Volvíamos del río. Yo estaba pensando en la tortuga de Áyax. Pensaba en la supervivencia del más apto. —Me arranqué el pañuelo del bolsillo—. Oh, lo encontraré, se lo prometo. Por favor, no se enfade conmigo, lo encontraré.

—Sí. Por supuesto que sí —respondió con calma.

—Voy ahora mismo.

—Calpurnia, está oscureciendo.

—Pues me doy prisa —dije, y me puse en pie de un salto y agarré el tarro—. ¿Dónde hay un lápiz? Necesito un lápiz, seguro que hay alguno por aquí —farfullé.

—Basta. Esta noche ya se ha hecho tarde, tendremos que ir mañana. Siéntate y tranquilízate. Vuelve a pensar. Dices que regresábamos del río —apuntó. Yo me senté otra vez—. Cierra los ojos y obsérvalo en tu mente —me dijo.

Cerré los ojos, pero estaba demasiado abrumada para concentrarme. Haciendo un gran esfuerzo, escuché sus palabras e intenté ralentizar mi respiración.

—Estábamos utilizando el microscopio. En la ensenada.

—Lo recuerdo —confirmó el abuelito—. Respira hondo. Conserva la calma y piensa. Volvíamos de la ensenada.

—Volvíamos de la ensenada —repetí—. Exacto. Áyax había atrapado una tortuga, no lo había hecho nunca. Recuerdo que se la quité. Usted se lo llevó para que yo la soltara. Hay… hay algo más sobre Áyax, no me acuerdo de qué es.

—Seguro que lo consigues —me animó. Su voz me calmaba.

Áyax junto al muntante. El muntante y Áyax. Supe que iba por el buen camino. Uno tenía que ver con el otro, pero ¿qué? Hurgué en los senderos de mi memoria como un perro de caza en busca de un rastro perdido. Por aquí y por allá, todo eran callejones sin salida. ¿Qué había estado haciendo Áyax? Tenía la sensación de que era algo molesto, pero él siempre hacía cosas molestas a su estilo torpe y bonachón, así que eso no me servía de nada. ¿No había estado rondando a Matilda? Pero después, ¿qué?

—Oh, no me sale. Está en algún sitio aquí dentro —gimoteé, y me di un manotazo en la frente—, pero no lo encuentro.

—Me parece, Calpurnia, que tendrás que consultarlo con la almohada. Lo encontraremos. Tenemos que encontrarlo. Aunque tengamos que examinar cada cosa verde que crezca en este tramo.

Contempló sombrío el tarro del muntante. Después suspiró y, aunque no vi ningún reproche en su rostro, se me rompió el corazón. En aquel momento y lugar resolví que recorrería nuestros seis acres de rodillas con una lupa durante el tiempo que hiciera falta, si había que hacerlo. Cerramos el laboratorio y volvimos a la casa en silencio. Nunca me había sentido tan desdichada.

¿Creéis que aquella noche pude dormir? Estuve tumbada en la cama como un cadáver, incapaz de generar siquiera la energía para darme la vuelta. Pregunta para el cuaderno: ¿cómo era posible que Calpurnia Virginia Tate fuese tan estúpida? Excelente pregunta. Mi abuelo me había enseñado a apuntar la localización de cada espécimen, y yo lo había hecho justo hasta el momento —el único momento— en que realmente importaba. Otra pregunta para el cuaderno: ¿cómo podía esperar que me perdonara? «Otra pregunta excelente, Calpurnia. A lo mejor no te perdona. A lo mejor no puede soportar ni verte. En ese caso, estás perdida».

Por la mañana desperté con unas grandes ojeras oscuras y mamá me miró con cierta inquietud. Yo fui incapaz de mirar al abuelito en el desayuno.

Las clases fueron un martirio de agotamiento y tensión nerviosa. Estuve peligrosamente cerca de replicarle a la señorita Harbottle y acabar en el rincón de la vergüenza para el resto de mis días. Fue cuando me sacó a la pizarra a resolver una división larga, que hice mal. En el recreo, Lula me preguntó.

—Callie, ¿qué te pasa?

—¡Nada, Lula, estoy bien! —le chillé. Ella me dio la espalda y se fue a jugar con esa pánfila de Dovie Medlin—. Eh, Lula, perdona. Vuelve —la llamé, pero la señorita Harbottle tocó la campana.

Al final del día me arrastré hasta casa muy a la zaga de mis hermanos, que ya habían dejado de preguntarme por mi humor. Avanzaba a duras penas mientras iba pensando en Áyax. De no estar tan agotada, quizás hubiera podido concentrarme bien. Ese estúpido perro era la clave de todo. Yo le había quitado la tortuga. Nos habíamos alejado del río. Lo había tirado del collar. Porque… porque… porque tenía la nariz metida en un gran agujero.

—¡Sí! —grité, y mis hermanos se volvieron a mirarme. Yo me puse a dar saltos y a chillar—: ¡Sí! ¡El tejón, el tejón! ¡Ya sé dónde está! ¡Ya sé dónde está la algarroba! —Corrí hasta Lamar y Sam Houston y les endilgué mis libros de texto—. Llevádmelos: ¡yo me voy a buscar el muntante!

Y me metí en la maleza, en busca de una de las sendas de ciervos.

—¿Qué estás haciendo? —gritó Lamar—. ¿Qué es un muntante?

Pero yo estaba demasiado ocupada apartando los arbustos, y mi corazón palpitaba diciendo «sí, sí, sí» al correr.

La mayor madriguera de tejón que había visto nunca. Tan grande, que quise volver a investigarla mejor. El abuelito se había tropezado con la algarroba a unos metros de allí, ¿verdad? Podía encontrarla, la iba a encontrar. Tenía el mundo en mis manos. Mi abuelo volvería a ser mío.

Tres horas más tarde, en el crepúsculo inminente, sedienta y llena de ampollas y rasguños, metí el pie en dicha madriguera y casi me rompo el tobillo. De paso desperté al tejón, que reaccionó con un irritado siseo y unos golpazos desde lo hondo de su agujero. Eso me hizo sacar la pierna de allí a toda velocidad, pese al dolor.

No quedaba mucho tiempo: pronto estaría todo demasiado oscuro para ver; además, el tejón no tardaría en salir para hacer su ronda, aterrorizando a topos y taltuzas. Y era mejor no toparse con un tejón malhumorado. Cojeé unos cuantos metros más allá y pensé. «Nosotros veníamos del río. Íbamos en dirección a casa. Lo que significa que estábamos atravesando… por ahí». Salí disparada aunque renqueante, con la mirada clavada en el suelo. Y ahí, justo ahí, había una pequeña acumulación verde que podía ser algarroba. Caí de rodillas, rezando «que lo sea, tiene que serlo, por favor que lo sea». Escarbé con las uñas en el suelo endurecido, liberando la tierra para sacar las raíces en la medida de lo posible y maldiciéndome por no traer una pala y un tarro para agua.

Jadeando de ansiedad, la saqué al cabo de cinco minutos largos de trabajo. La mayor parte de la raíz estaba intacta. Me senté apoyándome en los talones, consumida e ignorando el dolor del tobillo. Habría descansado más tiempo de no ser por el indescriptible y fétido olor y los fuertes soplidos que llegaban desde unos metros detrás de mí. Me giré y vi que el tejón se me estaba acercando.

Hice una buena marca para ser una chica lisiada que llevaba un tesoro inestimable.

Viola tocó la campana en el porche de atrás cuando llegué al camino de grava. Tendría problemas por llegar tarde a cenar, sobre todo estando tan sucia. Llegar tarde a la cena era una grave ofensa en nuestra casa, pero si entraba directamente tendría que dar explicaciones y lavarme y retrasarme, y todo ello demoraría el instante crucial de poner la algarroba en agua. Me retiré bajo los árboles y rodeé la casa para ir al laboratorio, lo que se sumaba a mi tardanza y a las repercusiones que tendría que afrontar en la mesa.

El laboratorio estaba a oscuras. En el mostrador había varios tarros vacíos y una garrafa de agua potable. Llené de agua uno de los tarros y puse allí la algarroba, pensando: «Por favor, que sea la correcta. Si no, tendré que matarme. O eso o escaparme de casa». Caminé hasta la puerta de atrás mientras intentaba recordar cuánto dinero había en la caja de estaño que escondía debajo de la cama. La última vez que lo conté llevaba ahorrados veintisiete centavos para la Feria de Fentress. No iba a llegar muy lejos con eso. «Mejor que no seas pesimista, Calpurnia. Tiene que ser ésa».

Entré por la puerta de atrás justo cuando Viola sacaba el asado del horno. SanJuanna esperaba para llevarlo al comedor.

—Llegas tarde —dijo Viola—. Lávate aquí.

—Lo siento. ¿Mamá está enfadada?

—Mucho.

Bombeé agua en el fregadero de la cocina y me limpié las manos con el cepillo de uñas.

—Lo siento.

—Eso ya lo has dicho. —Me miré el delantal desgarrado y manchado de tierra—. Quítatelo. No puedes hacer nada. Entra ahí.

Me lo quité y lo colgué del gancho junto al fregadero y entré cojeando en el comedor, escondida detrás de SanJuanna y el asado. Tal vez exageré un poco mi cojera. Se interrumpió la conversación. Agaché la cabeza y murmuré «lo siento» mientras ocupaba mi sitio. Mis hermanos nos miraron con expectación a mi madre y a mí.

—Calpurnia —dijo mamá—, llegas tarde. ¿Y por qué caminas así?

—Me he caído en la madriguera más grande del mundo y creo que me he hecho algo. Siento llegar tan tarde, mamá, de verdad. He tardado siglos en volver estando tan herida y todo.

—Hablaremos después de la cena —respondió.

Mis hermanos mayores se pusieron a comer otra vez, decepcionados al ver que no habría azotes públicos, pero el más pequeño, Jim Bowie, dijo:

—Hola, Callie. Te echaba de menos, ¿dónde has estado?

—Recogiendo plantas, J.B. —dije en voz alta y eufórica. Mi madre y mi abuelo alzaron la vista—. Y entonces he pisado la madriguera de tejón. A lo mejor me he roto el tobillo.

—¿En serio? —preguntó J.B—. ¿Lo puedo ver? Nunca he visto un tobillo roto.

—Luego —musité.

Mamá volvió a centrar su atención en su plato, pero el abuelito continuó mirándome. Yo estaba a punto de desternillarme. Me volví hacia Jim Bowie y dije:

—J.B., puede que haya encontrado algo especial, una planta especial. Sí, señor. La he dejado en el laboratorio. Después te la enseño, si quieres. Mejor que no juegues así con los guisantes.

Eché un vistazo al abuelito, que todavía me observaba con gran concentración. Empezamos con la carne. Aún faltaban treinta minutos largos para la botella de oporto, pero entonces el abuelito hizo algo sin precedentes en toda la historia de las cenas: se fue antes del oporto. Se levantó de la mesa, se limpió la barba con la servilleta, le hizo una reverencia a mi madre y dijo:

—Como siempre, una cena excelente, Margaret. Os ruego que me disculpéis.

Y salió por la cocina, dejándonos a todos con la boca abierta. Oí la puerta de atrás cerrarse tras él y sus botas en las escaleras. Ninguno de nosotros había visto nunca nada igual. Mi madre se sobrepuso y me miró.

—¿Tienes algo que ver con esto? —dijo.

—No. —Mantuve los ojos fijos en mi plato.

—Alfred —dijo mamá, buscando información en papá—, ¿se encuentra bien el abuelo Walter?

—Eso creo —respondió él con aire perplejo.

Al ver una oportunidad, Jim Bowie, que seguía jugueteando con sus guisantes en vez de enfrentarse a la dura prueba de comérselos, preguntó:

—Por favor, mamá, ¿puedo dej…?

—No, no puedes. No digas tonterías.

—Pero el abuelo se ha dej…

—Ya basta, J.B.

El resto de la cena transcurrió en silencio. A mí me obligaron a quedarme en la mesa una hora entera después de que se fueran ellos y SanJuanna recogiera, por lo que me perdí la competición de luciérnagas. ¿Qué más me daba eso? Pero no poder ir al laboratorio sí que me mató. Me sorprendí retorciéndome las manos, algo de lo que sólo había leído en empalagosos relatos sentimentales. Cuando el reloj sonó, me levanté de la silla y crucé la cocina antes de que terminase de dar las horas. Viola estaba dando de comer a Idabelle, la gata de interior, mientras SanJuanna lavaba los platos.

—Oye, tú… —dijo Viola cuando salí como un vendaval por la puerta de atrás.

Una vez fuera me paré en seco. Ahí, sentado en la oscuridad mientras acariciaba a uno de los gatos de exterior, estaba el abuelito, fumándose un cigarro y contemplando el cielo. De la cocina, a mi espalda, llegaban los sonidos familiares de la vajilla. Y de la oscuridad llegaba el gorjeo de alguna extraña ave nocturna. Me quedé un momento de pie, con todo mi mundo pendiente de un hilo.

—Calpurnia —me dijo—, hace una noche preciosa. ¿Te sientas conmigo?

Y así supe que todo iba bien.