Capítulo 9
Petey
Se sabe que hay particularidades del gusano de seda que han aparecido en la correspondiente fase de oruga o capullo.
A medida que el verano avanzaba, dedicaba cada vez más tiempo a estudiar ciencia y menos a practicar piano. Esto resultó poco práctico a largo plazo, pues por cada práctica que me saltaba tenía que recuperar el tiempo perdido y compensarlo con media hora extra. El sábado, después de tocar dos horas enteras (¡!) me escapé con mi cuaderno y llamé a la puerta de la biblioteca.
—Adelante, si no hay más remedio —gritó el abuelito. Estaba examinando unas láminas del Atlas de la vida microscópica de estanque—. ¿Ya has terminado con tus obligaciones culturales de hoy? —me preguntó sin alzar la vista, y comprendí que, con los montantes abiertos, sin duda me había oído aporrear el piano en el salón, al otro extremo del pasillo—. A mí me gusta la Música acuática. Espero que no te canses tanto de estudiar que lo dejes de lado para el resto de tu vida. Es el gran peligro de practicar demasiado piano. Espero que Margaret lo entienda.
—Mamá dice que mañana puedo volver a hacer media hora. ¡Oh! —exclamé, al ver las láminas por encima de su hombro—. Es lo que yo dibujé, ¿verdad? —Abrí mi cuaderno por la página de las ilustraciones que hice de las criaturas microscópicas del río. Mi maza medieval se parecía a la del libro—. «Volvox» —leí—. Es un Volvox. ¿Se dice así?
—Correcto. Una clase muy satisfactoria; confieso que siento debilidad por ella entre todos los Chlorophyta.
—Mire —dije—, aquí hay otro.
Mis dibujos eran buenos. Me sentí satisfecha de mí misma.
—Sigue y cataloga cada uno de ellos en tu libro —indicó el abuelito—, y apunta la página del atlas para que puedas volver a encontrarlo.
Me decidí por la tinta en vez del lápiz, lo que me hacía poner más nerviosa, aunque al final sólo hice un borrón pequeñísimo. Entonces pregunté:
—Abuelito, ¿con qué alimento a Petey?
—¿Quién?
—Petey, la oruga.
—Calpurnia, ¿he de darte la respuesta masticada como si fueras un bebé? Seguro que puedes averiguarlo tú sola. Piensa en ello: ¿recuerdas dónde la encontramos? ¿En qué tipo de árbol estaba viviendo?
—Ah —dije, y salí en busca de la misma clase de hojas de las que sacamos a Petey.
Tenía sentido: las orugas se dedican básicamente a comer, así que no sería natural encontrarlo holgazaneando en algo que no le gustara. Petey se enroscó en forma de coma peluda cuando metí las hojas en su tarro. Sustituí su flaca ramita por otra más grande y con formas, para que hiciera ejercicio y se divirtiera si tenía necesidad. Coloqué su tarro en mi tocador, entre el nido de colibrí y un cuenco con renacuajos que estaba estudiando. Aquello empezaba a estar abarrotado. Media hora después, cuando volví a mirar, Petey estaba masticando su follaje y parecía bastante contento, aunque uno nunca puede estar seguro cuando se trata de una oruga.
Volví a observarlo media hora más tarde: estaba inmóvil, tendido cuán largo era sobre su rama. Parecía dormido. Al menos, esperaba que sólo fuera eso. Miré a ver si tenía ojos y si estaban cerrados. Sus dos extremos tenían el mismo aspecto, pero al inspeccionarlo con una lupa encontré dos puntos negros y brillantes hundidos en el pelo, en una punta. Debían de ser sus ojos, ¿no? Por lo visto, no tenía párpados. Pregunta para el cuaderno: ¿por qué las orugas no tienen párpados? Uno pensaría que les hacen falta, pasándose todo el día al sol como hacen.
Travis lo inspeccionó a la mañana siguiente y sacó un tema curioso que yo no había tenido en cuenta:
—¿Por qué le has puesto Petey? ¿Cómo sabes que es chico? —dijo.
—Pues no lo sé —reconocí—. A lo mejor lo averiguamos cuando salga del capullo. Tampoco sé qué clase de mariposa va a ser.
Más preguntas para el cuaderno: ¿Tienen machos y hembras las orugas? ¿O se convierten en machos o hembras mientras duermen en sus capullos? El abuelito me había hablado de la avispa, que podía optar por ser macho o hembra en su fase larvaria. Una idea interesante. Me preguntaba por qué los niños humanos no tienen esta opción en su fase de larvas, pongamos hasta los cinco años. Con todo lo que había visto de las vidas de chicos y chicas, yo elegiría ser una larva chico, seguro.
A mamá le desagradaba la presencia de Petey, pero lo toleraba porque al final se convertiría en algo hermoso. Mamá anhelaba belleza en su vida. Colaboraba con la Orquesta de Cámara de Lockhart y una vez al año nos llevaba a todos al ballet en Austin. Tardábamos todo el día en llegar en tren y pasábamos la noche en el hotel Driskill, donde tomábamos batido con helado en la fuente y el té de la tarde en la sala de cristal.
Todos los meses, mamá devoraba las revistas que le llegaban por correo (El magacín femenino y McCall’s). De ellas sacaba ideas para diseñar, cortar y coser flores con las que después adornaba la sala. Aunque en primavera tenía campos llenos de flores silvestres, a ésas no les hacía caso. A veces yo recogía unas cuantas y las ponía en una jarra al lado de mi cama. Eran bonitas, pero sólo duraban uno o dos días. Luego, más que ponerse mustias, desaparecían. Y te quedabas con una jarra llena de agua maloliente.
A Petey le traía sin cuidado el mundo a su alrededor; de hecho, le traía sin cuidado todo excepto los fajos de hojas que le llevaba. Comía y dormía, comía y dormía, y entre una cosa y otra expulsaba diminutas y compactas bolas verdes por su extremo posterior. Esto implicaba dedicar parte del día a limpiar sus dependencias. Yo no había contado con ello y enseguida me cansé, pero me decía a mí misma que todo valdría la pena cuando Petey se convirtiera en una espléndida mariposa. Se estaba poniendo increíblemente gordo, igual que una salchicha. Un día le llevé un tipo equivocado de planta y se enfurruñó y no se la comió. A punto estuve de deshacerme de él por todos los problemas que me daba. Además, no era una mascota muy entretenida. Cuando se lo comenté al abuelito, me reprendió diciendo:
—Recuerda, Calpurnia, que Petey no es tu mascota. Es una criatura del orden natural de las cosas. Aunque es más fácil encontrar interesantes a los animales de órdenes superiores, y yo mismo debo confesarme culpable de esta debilidad, eso no significa que podamos dejar de lado el estudio de los inferiores. Hacerlo indicaría falta de determinación y una erudición muy superficial.
Así que, en nombre de la Ciencia, estuve limpiando cacas de oruga. Entonces Petey dejó de alimentarse sin motivo aparente. Comprobé su forraje y era de la clase correcta, pero no le interesaba. Pensé: «Oruga malcriada y cascarrabias, debería arrojarte al césped. Ya verás cuando te encuentres con un pájaro: entonces sabrás lo que es bueno, señorito».
Para mi sorpresa, cuando me desperté a la mañana siguiente vi que tenía su capullo muy avanzado. Así que a fin de cuentas no había estado de morros, sino que descansaba y se preparaba para su tarea. Qué cerca había estado de tirar a una oruga inocente.
Se pasó el día echando chorros de hilo fino y gris por su extremo frontal, creo, y muy ocupado enredándose por aquí y por allá, creando un desordenado capullo con trocitos de hilo que asomaban de vez en cuando. Parecía un trabajo chapucero. Petey no tejía mejor que yo, y eso me despertaba cierta simpatía. Poco a poco se encerró en su cápsula como una oruga de Edgar Allan Poe.
—Buenas noches, Petey. Que duermas bien —me despedí.
Él se removió y se instaló de forma definitiva en su cárcel autofabricada. El capullo permaneció inmóvil dos semanas enteras, mientras Petey llevaba a cabo la lenta y mágica empresa de transformar su cuerpo durante el sueño. Aquello era algo maravilloso y misterioso, pero también un poco desagradable si lo pensabas muy bien. Me hacía pensar en la vida y en la muerte.
Yo nunca había visto a una persona muerta. Lo más parecido era un daguerrotipo que había en la biblioteca y que mostraba a mi tío Crawford Steele, muerto a los tres años de difteria, envuelto en encaje blanco. Se veía algo de blanco en sus ojos hundidos, por lo que sabías que no es que estuviera dormido, sino que algo no iba bien. Fui a preguntarle a Harry:
—Harry, ¿has visto a un muerto alguna vez?
—¿Por qué lo preguntas? —replicó.
—Por saberlo.
—¿Cómo es que sales con estas cosas? A veces me asustas.
—¿Que yo te asusto? —La idea de asustar al mayor y más fuerte de mis hermanos me dio risa—. Es que pienso en Petey cambiando su cuerpo y eso me hace pensar en las cosas vivas, lo que me hace pensar en las cosas muertas. Cuando haya otro funeral en el pueblo, ¿me llevarás?
—Callie Vee…
—No es nada asqueroso. Es interés científico. A mí me parece que Backy Medlin ya está muy decrépito. ¿Cuántos años dirías que tiene?
—¿Por qué no sales a la calle y le inspeccionas la dentadura?
—Muy bueno, Harry, pero no creo que la tenga a estas alturas. ¿Piensas que se irá pronto?
Yo pasaba por delante de Backy Medlin cada día, al ir y al volver de la escuela. Se sentaba con los demás viejales en la galería de la limpiadora y todos se mecían y se escupían y se interrumpían mientras contaban historias de la guerra, y se sujetaban el brazo unos a otros para decir que no, que aquello no había ocurrido así, sino asá, etcétera. (Backy venía de «tabaco», y este hombre debía su nombre a las cantidades prodigiosas que tomaba de tabaco de mascar y a su mala puntería con la escupidera. Escupía con frecuencia, al tuntún y con todas sus fuerzas, así que había que andarse con mucho cuidado por la repugnante lluvia de color marrón que caía constantemente a su alrededor). Ya nadie prestaba la menor atención a esos ancianos. A veces hasta se cansaban de cotorrear y se dedicaban al dominó; jugaban con unas viejas fichas talladas, cuyos puntos estaban tan gastados después de un millón de manos que casi eran indescifrables. Las fichas emitían un sonido agradable y de vez en cuando alguno de los viejos exclamaba: «¡Ja!», y entonces sabías que había hecho una jugada magistral.
—¿Qué, me llevarás al funeral de Backy? —insistí.
—De verdad, Callie, que no es un tema agradable —me dijo.
—No es que desee que se muera; sólo tengo curiosidad. El abuelito dice que una mente curiosa es un per… perc…
—¿Prerrequisito?
—Sí, eso, para la comprensión científica del universo.
—Bien. ¿Pero ya has terminado tus prácticas de piano? Mañana viene la señorita Brown.
—Ya pareces mamá. No, aún no he practicado, y sí, lo haré. Harry, ¿cuántos años nos quedan de clases? Yo empiezo a cansarme, ¿tú no? ¿Por qué no lo hacen los demás? Yo tengo cosas mejores que hacer.
—Querrás decir que el abuelo y tú tenéis cosas mejores que hacer.
—Bueno, sí.
—Ya te pregunté una vez y no me contestaste: ¿de qué hablas con él?
—Caramba, Harry, hay muchas cosas de qué hablar. De bichos y serpientes, gatos y coyotes, de árboles y mariposas y colibríes, de nubes, del clima y del viento… Están los osos y las nutrias, aunque cada vez es más difícil encontrarlos por aquí. Están los barcos balleneros, o…
—Está bien.
—Los Mares del Sur y el Gran Cañón. Los planetas y las estrellas.
—Que sí, que sí.
—Los principios de la destilación… Ya sabes que intenta convertir pacanas en licor, ¿no? No le va muy bien, pero no le digas que te lo he dicho, ¿vale?
—Claro —respondió Harry.
—Están las leyes de Newton, los prismas y los microscopios, el…
—He dicho que vale.
—La gravedad, la fricción, las lentes, los prismas…
—Ya me hago una idea.
—La cadena alimentaria, el ciclo de la lluvia, el orden natural… Harry, ¿adónde vas? Hay renacuajos y sapos, lagartos y ranas… No te vayas. Hay unas cosas que se llaman microbios, los gérmenes, ya sabes. Los he visto por el microscopio. Las mariposas y las orugas, lo que nos lleva a Petey, no nos olvidemos de él. ¿Harry?
Por la mañana me despertó un ruidito de «cric-crac» como el que hace un ratón en la pared, sólo que venía del tarro de Petey. Estaba demasiado oscuro para ver, por lo que descorrí la cortina y puse el tarro en la repisa de la ventana. Su capullo cabeceaba de aquí para allá. A medida que la habitación se iba iluminando, se sacudió y mordisqueó y, o no vio mi cara pegada a su tarro, o le dio igual. Al fin hizo un buen agujero en un extremo del capullo y lo que antes había sido Petey asomó despacio con un poderoso esfuerzo.
Y ahí, en vez de la criatura preciosa y brillante que me había imaginado, se agazapaba una mariposa de aspecto raro y cuerpo grueso con unas alas húmedas y plegadísimas. Se sacudió para intentar estirarse. También pude ver que ya no era Petey. Tendría que buscarle otro nombre, algo que reflejara su tan esperado esplendor, algo como… Flor, ya que vivía de néctar, o tal vez Zafiro, o Rubí, según el color final de sus alas. La dejé a lo suyo y bajé a desayunar. Ya en la mesa, anuncié:
—Petey ha salido del cascarón. Ahora se está secando las alas.
—Oh, qué maravilla —exclamó mamá—. ¿De qué color es?
—Todavía no lo sé, mamá. Aún está todo arrugado. Pero desde luego, necesita un nuevo nombre ahora que ya no es Petey la Oruga.
—Niños —dijo mamá—, ¿alguna sugerencia?
Sul Ross, el de siete años, declaró:
—Tendríamos que llamarlo… tendríamos que llamarlo… —buscó la palabra—… Mariposa.
—Es muy bonito, cielo —opinó mamá.
—O Bella —propuso Harry—, por su belleza.
—Muy bonito, Harry. ¿Más sugerencias?
—Tal vez prefiráis esperar a ver qué aspecto tiene primero —propuso el abuelito.
Me pareció una intervención curiosa, pero si alguien conocía a las mariposas ése era el abuelito, así que supuse que lo que decía respondía a algún motivo.
—Sí —convine—, veamos cómo es antes de bautizarlo, aunque Bella es buena idea. —Como Sul Ross pareció alicaído, añadí—: Y Mariposa también, Sully. A lo mejor lo llamo Bella la Mariposa.
—¿Es él o ella, Callie? —preguntó Travis.
—Ni idea —repuse, y ataqué las tortas.
—Haced el favor de no hablar con la boca llena —dijo mamá.
Después del desayuno corrí a mi habitación, con mis tres hermanos pequeños pisándome los talones mientras discutían qué nombre poner a nuestro nuevo protegido. Y ahí, en toda su gloria, estaba Petey, o Bella, extendido en su ramita con las enormes alas llenando el tarro. Era inmenso, era pálido, era peludo por todas partes… Era la polilla más grande del mundo.
—Pues es una mariposa muy graciosa —dijo Sul Ross—. ¿Qué tiene de malo?
—No es una mariposa, Sully —replicó Travis—: es una polilla. Callie, ¿tú sabías que sería una polilla?
—Pues… —dije, desconcertada ante su tamaño— la verdad es que no.
—Caramba, yo nunca había visto una tan gorda —contestó Travis.
—Ni yo. Es un poco asquerosa —opinó Sul Ross—. ¿No creéis?
—Mmmm…
Realmente era un poco asquerosa, pero yo no lo habría reconocido jamás. No tenía ni idea de que las polillas pudieran alcanzar esas dimensiones. Y ésa sólo acababa de nacer.
—¿Qué vas a hacer con ella? —quiso saber Travis.
—La estudiaré, por supuesto —dije, preguntándome qué narices iba a hacer con ese monstruo.
—Ah, vale. ¿Y qué vas a estudiar?
—Pues su… pues los hábitos alimenticios y cosas así. Los hábitos de apareamiento. Eso, sí: el territorio, la envergadura y esas cosas.
—¿Tendrás que tocarla? —preguntó Sul Ross—. A mí no me gustaría tener que tocarla.
—Puede que aún no. Es una recién nacida, necesita tiempo para acostumbrarse a las cosas.
—Será mejor que busques pronto un tarro más grande, Callie, o éste va a reventar.
—No creo que crezca más. —Era imposible.
—Igual tienes que dejarle volar por tu habitación —propuso Travis.
Ni en broma.
—Aaaaaj —exclamó Sul Ross, y dio un paso atrás—. Tengo que irme.
—Y yo, es hora de ir al colegio. —Travis también se marchó.
—¡Eh! —los llamé—. Volved. ¡No voy a soltarla!
¿Y ahora qué? Petey o Bella o lo que fuera eso revoloteaba en su tarro con un ruido seco, ominoso y morboso. Me preparé para el colegio intentando no mirarlo y estremeciéndome cada vez que se agitaba. Me daba cuenta de que tendría que soltarlo, pero no quería pensar en ello; pasé casi todas las horas de clase procurando no hacerlo.
Cuando llegué a casa, me demoré en el piso de abajo e hice unas prácticas extra de piano, tras lo cual mamá me ordenó que subiera a cambiarme el delantal. Me arrastré hasta mi cuarto y sufrí un espasmo repentino de ansiedad al poner la mano en el picaporte: ¿y si había salido? ¿Apreté bien la tapa después de abrirla la última vez? ¿Y si volaba suelto por la habitación? Pero me sobrepuse: «Calpurnia Virginia Tate, no seas ridícula. ¿Eres una científica o no? Sólo es una polilla».
Muy bien. Lo hice. Me asomé por la puerta y ahí estaba, encogido en su tarro, demasiado grande hasta para darse la vuelta. Al agitarse batía las alas contra el cristal.
—Petey —dije—. ¿Qué voy a hacer contigo? Necesito averiguar de qué especie eres. Y tengo que encontrarte una casa mayor.
Cogí de mi estante la Taxonomía del mundo de los insectos del abuelito y busqué el orden de los lepidópteros. Por su color y su tamaño absurdo, debía de ser algún tipo de Saturniidae. Distinguir entre las dos opciones más probables significaba examinar las alas del espécimen extendidas, pero en el tarro no había espacio suficiente. No había nada que hacer: o le buscaba una casa mayor o lo soltaba. Lo observé durante un rato. No era tan feo una vez te acostumbrabas a su tamaño estrafalario. Tenía unas lindas antenas como plumas. Yo lo había llevado a esa situación: estaba atrapado en un tarro por mi causa; ahora no podía hacer como si no existiera.
—Está bien, Petey, le haremos una visita al abuelito a ver qué nos dice.
Cogí el tarro con los brazos extendidos y mientras bajé con él las escaleras no dejó de vibrar. En el recibidor me crucé con Harry, que echó un vistazo a Petey y dijo:
—Santo Dios, ¿eso es tu mariposa? Parece un albatros.
—Ja, ja —repliqué.
—¿Sabías que se convertiría en esto?
—Claro que sí —dije, como si nada.
Harry me miró y dijo:
—Déjame verlo. Está hecho un campeón, ¿eh? Si las polillas participaran en la Feria de Fentress, ganarías de calle.
Una idea interesante. Junto a las clasificaciones de cerdos y las confituras caseras, una categoría para las polillas. Lo que me llevó de forma natural a acordarme de la competición de mascotas infantiles de la feria. Los críos llegaban con sus gatos y perros y periquitos: un puñado de mascotas normales y aburridas. ¿Por qué no algo más interesante, como por ejemplo una polilla gigante?
—Oye, Harry, ¿crees que podría meter a Petey en la muestra de mascotas?
—No es una gran mascota, Callie Vee —respondió él, riéndose.
—¿Y qué? Dovie Medlin se presentó el año pasado con su pez naranja, Burbujas, que tampoco era una gran mascota. No tienen que hacer trucos ni nada, sólo deben estar ahí y los jueces pasan a mirarlos. Seguro que él conseguiría puntos extra por ser diferente, ¿no te parece?
—Supongo, pero faltan meses —dijo—. ¿Cómo piensas mantenerlo vivo? No puedes guardarlo en ese tarro.
—Claro que no. Intento pensar en algún sitio para él. ¿Cuánto viven las polillas, por cierto?
—No lo sé, la naturalista eres tú —me contestó—. Supongo que unas cuantas semanas.
Mamá salió de la cocina y se detuvo de golpe, contemplando el tarro de Petey sin podérselo creer.
—¿Qué es esa cosa que llevas ahí, Calpurnia? —preguntó, alzando la voz.
Yo suspiré.
—Es Petey, mamá. O puedes llamarlo Bella, si lo prefieres —añadí con falsa alegría, como si un nombre bonito pudiera cubrir de algún modo su fealdad.
Cuando Petey se tensó bruscamente, mi madre dio un paso atrás. No podía apartar la vista de él.
—¿Qué le ha pasado a tu… bonita mariposa?
—Que resulta que era más bien una polilla, ya ves —respondí, y sostuve el tarro para mostrárselo. Ella retrocedió otro paso.
—Quiero que saques esto de aquí. ¡Una polilla, por el amor de Dios! ¡Imagínate lo que haría algo de ese tamaño con las prendas de lana!
Me había olvidado de que ella y SanJuanna tenían declarada una guerra permanente a las hordas de pequeñas polillas marrones que intentaban apropiarse de nuestras mantas y ropa de invierno, y de que sus armas insignificantes, como las virutas de cedro o el aceite de lavanda, no eran rival para el impulso continuo de la naturaleza.
—Éste no come lana, mamá —le contesté—. Al menos, eso creo. Puede que sólo coma néctar o que no coma nada de nada, depende de la especie. Algunas no se alimentan en toda su fase adulta. Aún no lo he averiguado.
Mamá alzó las manos.
—No sueltes esa cosa por aquí bajo ninguna circunstancia. La quiero fuera de la casa. ¿Me has oído?
—Sí, mamá.
Se llevó una mano a la sien, dio media vuelta y subió las escaleras. Harry comentó:
—Qué pena: me hubiera gustado verlo en la muestra de mascotas. ¡Pasen, amigos, vengan a ver a Calpurnia Virginia Tate y su polilla gigantesca!
—Muy gracioso. Vale, tendré que soltarlo, pero antes se lo he de enseñar al abuelito.
Fui a buscarlo a la biblioteca, pero no estaba allí. Podía salir por la puerta principal y dar un largo rodeo hasta el laboratorio posterior o bien atajar por la cocina y enfrentarme a más caras de asco y más explicaciones. Me metí el tarro debajo del brazo y pasé por la cocina. Viola me lanzó una mirada y dijo:
—¿Qué llevas ahí?
—Oh, nada —contesté mientras salía deprisa por la puerta de atrás.
Petey se agitó en su tarro. Deseé que se estuviera quieto. Me había acostumbrado a su aspecto, pero ese ruido… tenía algo de sombrío y primigenio. Me ponía los pelos del brazo de punta.
Encontré al abuelito encorvado sobre su libro de registros.
—Hola, abuelito, mire lo que tengo. —Le enseñé el tarro.
—Vaya, vaya, sin duda se trata de un espécimen notable. Nunca he visto uno de estas proporciones. ¿Has identificado la familia?
—Diría que es un Saturniidae, o un Sphingidae, tal vez —dije, orgullosa de mi pronunciación.
—¿Qué piensas hacer con él?
—Pensaba inscribirlo en la muestra de mascotas de la feria, pero Harry no cree que vaya a vivir tanto, y usted siempre me dice que no es una mascota. Y mamá lo quiere fuera de casa. O sea que a lo mejor puedo matarlo y quedármelo para mi colección. O lo puedo soltar.
El abuelito me miró. Ambos miramos a Petey, embutido en su tarro.
—Es un bello ejemplar —opinó el abuelito—. Puede que no vuelvas a ver otro igual.
—Lo sé. —Fruncí el ceño—. Ya me avisó de que no le pusiera nombre. Pero yo lo he criado hasta ahora. Me parece que no puedo matarlo.
Al ponerse el sol, cuando nos reunimos en el césped a esperar la primera luciérnaga, mis hermanos se quedaron en el porche mientras yo ponía el tarro de Petey en el suelo. El abuelito me observaba desde una mecedora y tomaba sorbos de bourbon de una botella. Destapé el tarro y retrocedí. Durante un minuto, Petey se quedó acurrucado sin moverse. Luego se arrastró hasta el borde del tarro y emergió de su capullo de cristal. Mientras se tambaleaba sobre la hierba, Áyax llegó trotando por un lado de la casa. Petey extendió sus alas de par en par. Un poco tarde, vi por el rabillo de ojo que el perro venía a la carga con las orejas al viento, emocionado ante la perspectiva de algo nuevo que perseguir. Petey palpitó débilmente en el aire y se posó medio metro más allá para descansar, con Áyax acercándose deprisa. Ese perro iba a zamparse a mi mejor espécimen, a mi proyecto de ciencia, a mi Petey. La furia se desató en mí. ¡Estúpido animal! Corrí hacia él y grité «¡Áyax!» tan fuerte, que yo misma me asusté. ¿Quién hubiera dicho que tenía tan mal genio? Las palomas de los árboles echaron a volar y Áyax vaciló. Quise agarrarle del collar, pero él saltó de lado creyendo que se trataba de un nuevo juego. Volvió a lanzarse y Petey se volvió a elevar, esta vez a la altura del pecho, y revoloteó como una torpe gallina probando sus alas.
—¡No! —chillé.
Esta vez Áyax reconoció la palabra. Atónito, me miró con Petey entre sus garras delanteras. Se lo decía en broma, ¿no? Su trabajo era cazar cosas voladoras, ¿no? Yo ya estaba corriendo hacia el perro cuando Petey, con un poderoso esfuerzo, se lanzó al aire y en medio segundo pasó de ser un desgarbado morador de los suelos a ser otra cosa, una criatura del viento, un ciudadano del aire.
Lo observé asombrada. Parecía que Petey hubiera volado toda su vida. Áyax se enfurruñó y tiró de su collar, y yo lo solté: ya nadie podría pillar a esa polilla.
—¡Uau! —exclamaron mis hermanos.
—Bien hecho, Callie.
—Creí que esa polilla ya estaba muerta.
El abuelito alzó sus gafas a modo de saludo mientras Petey desaparecía en la maleza.
Aquella noche me quedé sentada en el porche principal mientras oscurecía, aplazando cuanto pudiera el momento de acostarme, hasta que ya sólo veía el lirio blanco más cercano en el camino de entrada. Brillaba en la oscuridad como una pálida estrella en miniatura que hubiera caído a la tierra. Fue entonces cuando algo pasó zumbando a mi lado para ir directo hacia los lirios, donde montó un jaleo revolcándose en una flor tras otra. Sonaba como un colibrí, pero no podía verlo. ¿Los colibríes volaban de noche? ¿Sería un murciélago comedor de néctar? No lo sabía, y aunque nunca podría estar segura, decidí que tenía que ser Petey. Al menos, eso me dije. Prefería un final feliz.