Capítulo 6

Clases de música

Cuesta mucho tener siempre en cuenta que el incremento de cada ser vivo es controlado de forma constante por agentes imperceptibles y contrarios a él […]

El verano avanzaba y yo encontraba mis remansos de frescor en el río y en la penumbra del laboratorio del abuelito. Mi cuaderno progresaba a buen ritmo, con cada página llena de preguntas y alguna que otra respuesta e ilustraciones rudimentarias de distintas plantas y animales. Pero, a pesar de mi apremiante y nueva actividad, no me libraba de las clases de música.

La profesora de piano, la señorita Brown, parecía un palo flaco y seco, pero era capaz de agitar su regla con mucho brío cuando creía que nadie miraba. A veces me golpeaba los nudillos tan fuerte que mis manos rebotaban en las teclas y un acorde feo y disonante estallaba en la habitación. Me pregunto si a mi madre, sentada con su costurero al otro lado de la puerta corredera, le extrañaban esos ruidos espantosos. No sé por qué, no le hablaba de los ataques de la señorita Brown. Supongo que tenía la sensación de que algo vergonzoso por mi parte —no sé el qué— daba pie a esos atentados pedagógicos. Y es verdad que la señorita Brown no me agredía al azar: su violencia se desbordaba cuando yo me perdía en la maraña de notas que llevaba toda una semana atravesando sin equivocarme (por supuesto, que esa regla me rondara no ayudaba demasiado). Era la peor de las cobardes: me hervía la sangre pero nunca le conté nada a nadie. ¿Y por qué Harry y yo éramos los únicos que debíamos sufrir esa detestable imposición cultural? Mis otros hermanos estaban libres.

Aprendí a tocar a Stephen Foster para papá y a Vivaldi para el abuelito, que también tenía debilidad por Mozart. Se sentaba en el salón, a veces leyendo y otras con los ojos cerrados, durante el tiempo que yo tocara. Mamá era aficionada a Chopin. Y la señorita Brown, a las escalas.

Más adelante fue el ragtime de Scott Joplin, que aprendí para mí misma. A mamá le ponía los pelos de punta, pero me daba igual. Era el mejor músico que mis hermanos y yo habíamos oído nunca, con unas fantásticas cascadas de acordes y un ritmo irregular y electrizante que hacía que el público se levantara y se pusiera a bailar. Todos mis hermanos venían corriendo cuando yo empezaba con los primeros compases de El rag de la hoja de arce. Daban bandazos como locos por todo el salón y mamá temía por las pinturas de la pared. Más tarde tuvimos un gramófono y yo también pude bailar. A mis hermanos pequeños les encantaba manejar el aparato y suplicaban un turno, pero había que tener cuidado: eran un peligro con la manivela. La melodía favorita de Jim Bowie era Una gatita al teclado. Cogía de cualquier manera a uno de los atribulados gatos, lo ponía encima de las teclas y lo atraía con un trozo de jamón para que anduviese arriba y abajo. J.B. pensaba que era una broma graciosísima. Supongo que sí, si tienes cinco años. Cómo no, hacía que mamá se subiera por las paredes (y yo también, aunque nunca lo admitiría), lo que desde luego se sumaba al placer de J.B. Mamá tenía que recurrir a menudo a un par de cucharadas de su Lydia Pinkham. Sul Ross le preguntó una vez si yo también tendría que tomarlo cuando fuese una señora, y ella replicó misteriosamente: «Espero que Callie no lo necesite».

Viola cantaba en contralto Que no vuelvan los malos tiempos conmigo en la cocina, pero se negaba a escuchar a Scott Joplin.

—Es música para salvajes —señalaba con desdén, cosa que me dejaba perpleja.

Llegó el momento de que la señorita Brown presentara a sus alumnos de piano en un recital que se celebraba cada año en la Sala de los Héroes Confederados de Lockhart. Por primera vez me consideró lo bastante talentosa como para incluirme en el programa. A decir verdad, el hecho es que ya no pude escaparme otro año más. Harry había actuado seis años seguidos y decía que estaba chupado: sólo tenías que evitar mirar hacia las luces de gas del suelo, porque podían cegarte y te podías caer del escenario. Aparte, tenía que memorizar una pieza. La señorita Brown me dio una escocesa de Beethoven, cuyos acordes, curiosamente, no eran muy distintos de los de Joplin. Oh, con qué furia se agitaba esa regla. «¡Muñecas abajo, dedos arriba, tempo, tempo, tempo!». ¡Crac! Me aprendí esa pieza en un tiempo récord, y pronto ya la estaba tocando en sueños. Ni que decir tiene que llegué a odiarla. Mi mejor amiga, Lula Gates, tuvo que memorizar una el doble de larga, pero ella tocaba diez veces mejor que yo.

Mamá me hizo un vestido nuevo para la gran cita, de color blanco con encaje y varias capas de unas enaguas tiesas que picaban. No era un corsé, pero decididamente contaba como otra forma de tortura. Me quejé sin parar y me rasqué ferozmente las piernas. También estrené un par de botas de piel de color crema pálido. Tardabas siglos en abrochar los corchetes, pero una vez puestas quedaban muy bien y, aunque no lo dije, me gustaron.

La señorita Brown me enseñó a hacer una reverencia, sosteniéndome el vestido hacia los lados y doblando las rodillas.

—No, no —decía—, no te agarres la falda como una palurda. Haz como si tuvieras alas, como un ángel. Así. Y ahora te agachas. ¡Despacio! No te tires, criatura, que no eres una piedra.

Me hacía practicar varias veces hasta quedarse satisfecha. Luego tuvimos que lidiar con el tema de mi pelo. Mamá había acabado notando que parecía tenerlo más corto de lo esperado, pero le expliqué que durante el verano se me había enredado tanto con esos horribles abrojos de pinchos, que me había tenido que cortar los nudos y después quitar un poco más para igualarlo todo. Mamá entornó los ojos al oírlo, pero no dijo nada. Pidió ayuda a Viola y juntas se pasaron una hora larga cepillando y retorciendo y parlamentando como si yo ni siquiera estuviera presente. No sabía que se pudiera dedicar tanto tiempo a un peinado. Por supuesto, no podía protestar mucho porque todas sabíamos que aquello era mi castigo por haberme hecho un estropicio; además, no quedaba otra.

Entonces me embadurnaron con la loción capilar Peabody, que producía «rizos lustrosos garantizados», y me mandaron al sol a cocerme una hora más con esa repugnante grasa de color azufre en la cabeza. «¿Esto —pensé— es lo que han de soportar las señoras?».

Lo único que lo hizo soportable fue que el abuelito se apiadó de mi estado lastimoso y me trajo uno de sus libros, Flora y fauna fascinantes de las Antípodas. El dibujo del canguro mostraba a una cría asomando de la bolsa. (Pregunta para el cuaderno: ¿por qué las personas no tienen bolsas? Sería una buena forma de guardar al bebé a mano. Traté de imaginarme a mamá con J.B. en una bolsa. Respuesta: No cabríamos debajo de su corsé). Me entraron unas ganas locas de ver un canguro. Y un ornitorrinco, un mamífero de aspecto estrafalario, entre… oh, no sé, una nutria y un pato. Puesto que había tenido la suerte de ver un hipopótamo en un circo ambulante en Austin, a lo mejor mis deseos no eran tan descabellados. Evalué mis posibilidades y abrigué cierto resquicio de esperanza en mi corazón ahí sentada al sol, apestando como una cerilla gigante.

Por último me pusieron en la bañera de asiento y me echaron cubos de agua por turnos. Después me restregaron la cabeza y me ataron el pelo en tirabuzones con tiras de algodón, que me sobresalían por todas partes como un vendaje puesto con muy poca maña. Parecía una herida de guerra y desprendía olor a azufre. Era como una aparición del infierno.

El pobre Jim Bowie se echó a llorar al verme, y tuve que subírmelo al regazo y convencerlo de que no estaba mortalmente herida. Sul Ross me llamó espantapájaros hasta que lo pillé y me senté encima de él. Lamar se reía, y hasta Harry sonrió. Esa noche no dormí bien con mis bultos de trapo. Por la mañana me desperté aletargada y de mal humor. Mamá decidió que no tenía sentido rematar mi peinado antes de llegar a Lockhart, por lo que sufrí una humillación más: la de tener que ponerme un enorme sombrero arrugado encima de las tiras de algodón durante todo el camino en el carromato. Mi cabeza era gigantesca. Parecía deforme; parecía el hermano de Lula Gates, el bueno de Toddy Gates, que era deficiente mental y tenía agua en el cerebro. (Preguntas para el cuaderno: ¿de dónde venía el agua del cerebro de Toddy? ¿Acaso la señora Gates bebió mucho mientras lo llevaba dentro?). Recé por que no nos encontráramos a nadie conocido, pero después me sentí culpable por apartar la atención de Dios de las cosas serias por lo que sólo era una cuestión de vanidad, al fin y al cabo. Reconozco que me fui poniendo nerviosa a medida que nos acercábamos a Lockhart, pero Harry no dejaba de decirme que era pan comido.

Llegamos al lugar y, antes de que los caballos se hubieran detenido, salté del carromato y corrí a la puerta de atrás para no atraer a una multitud. Mamá y Viola me siguieron con un cesto lleno de horquillas, cintas y pinzas. Me aparcaron en un banco y se pusieron manos a la obra, retirándome los trapos del pelo. Había otras chicas que sufrían el mismo tipo de torturas, así que no era tan malo como me había temido. Incluso la señora Ogletree estaba acicalando al pequeño Georgie, al que había embutido en un traje de terciopelo verde tipo El pequeño lord. Éste se agitaba excitado en su banco, y sus tirabuzones como salchichas rebotaban en su cuello de batista.

Lula estaba temblando y apretaba un cubo de latón contra su pecho y parecía que fuera a ponerse mala en cualquier momento. Las gemelas exactas Hazel y Hanna Dauncey eran dos interesantes e idénticas sombras de color verde grisáceo. La visión de una angustia tan evidente en los demás me reanimó. La señorita Brown entró con un nuevo y poco favorecedor vestido verde y dio unas palmadas para reclamar nuestra atención:

—¡Niños y madres! Attention, s’il-vous-plaît.

Al instante se hizo un silencio absoluto. Nadie decía ni pío y no se oía ni una mosca, ni siquiera del agobiado Georgie. Me di cuenta de que la señorita Brown resultaba tan amenazadora para los demás alumnos como siempre lo había sido para mí. «Jo —pensé—, seguro que nos pega a todos. Puede que a Harry no, pero sí a todos los demás. Así que no soy la única. Bien».

—Dentro de diez minutos formaréis una fila —ordenó la señorita Brown—, del más pequeño al mayor, y me seguiréis para entrar en el auditorio de manera ordenada, repito, ordenada. Entonces os sentaréis en la fila de sillas del fondo del escenario hasta que os llegue el turno de tocar. Nada de hablar. Y os estaréis quietos. Y sobre todo, no quiero empujones. ¿Está claro? —Todos asentimos en silencio—. Y no olvidéis inclinaros o hacer una reverencia después de vuestra pieza. Diez minutos, madres.

Dio media vuelta y salió, proyectando la cola del vestido hacia atrás con un gesto estudiado. Viola Y mamá volvieron a echárseme encima con ganas, azotándome y sacudiéndome el pelo con cepillos y pinzas. Por fin dieron un paso atrás para admirar su obra.

—Fíjate —dijo mamá—. Estás preciosa. No te habría reconocido. Mira. —Me dio un espejo.

Yo tampoco me habría reconocido, con esa estructura tan elaborada apilada sobre mi cabeza. Encima de la frente se alzaba un empinado precipicio de cabello que luego descendía en una intrincada composición de cima puntiaguda, todo ello concentrado encima de pontones triples de cabello a lo largo de cada sien; por la parte de atrás, una cascada de rizos gordos formaba una estela espalda abajo. Remataba tal magnificencia el mayor lazo de satén rosa del mundo. Mamá y Viola parecían muy contentas. No se molestaron en pedirme mi opinión, así que no tuve que decir que me parecía… horripilante.

—¿Ves qué guapa estás? —dijo mamá.

Me llevé la mano al pelo.

—No lo toques —ordenó Viola—. Ni se te ocurra.

Recogió todos los útiles mientras mamá entablaba conversación con la señora Gates.

Yo me acerqué a Lula con sigilo y murmuré:

—Eh, Lula, ¿estás bien?

Ella me miró con sus enormes ojos color avellana y asintió, pero no pudo hablar. Noté con envidia que había escapado de una intervención capilar radical: su cabello pálido, de un rubio plateado, le caía por la espalda en dos cuidadas trenzas. Intenté sacarla de su estado de pánico. Le di un golpecito con el codo y le susurré:

—Lula, mira qué han hecho con mi pelo. Qué horror, ¿no?

Como tenía los labios sellados, respondió con una respiración larga y vibrante a través de la nariz. Me dio la sensación de que se le había olvidado cómo hablar.

—Lo harás muy bien, Lula —continué—. Has tocado esa pieza un millón de veces. Respira hondo un poco más. Y si no funciona, bueno, siempre te queda tu cubo.

Miré alrededor. Harry estaba de pie frente al espejo de una esquina, echándose pomada de lavanda y dividiéndose el pelo minuciosamente con un peine, una y otra vez. Nunca antes le había visto preocuparse tanto por su aspecto. Al ser el mayor, tocaría el último, pero tendría que sentarse en el escenario y sufrirnos a todos los demás hasta que le tocara.

La señorita Brown regresó y nuestras madres nos hicieron unas advertencias finales antes de irse corriendo. Mis últimas instrucciones me las murmuró Viola:

—No te toques el pelo. Lo digo muy en serio.

Hicimos una fila en silencio. Nadie hablaba ni empujaba y todos nos estábamos quietos. Harry me guiñó el ojo desde la cola. Lula temblaba delante de mí, de las trenzas a los dedos de los pies.

—Lula —dijo la señorita Brown—, tienes que dejar ese cubo. —Lula no se movió—. Calpurnia, cógeselo.

Le di una palmada a Lula en el hombro y dije:

—Dámelo, Lula. Ya es la hora.

Se me quedó mirando con cara de súplica. Acabé por arrancarlo de sus manos sudorosas. La señorita Brown dijo:

—Niños, hoy tenéis que mostrar vuestro mejor porte. Barbillas arriba, pechos fuera.

Abrió la puerta lateral del auditorio y marchamos tras ella hacia lo que sonaba como una fuerte lluvia sobre un techo de hojalata. Eran aplausos, y Lula se estremeció como un cervatillo asustado. Por un momento pensé que echaría a correr. Hice un rápido y complejo cálculo mental de hasta qué punto podían culparme a mí si se iba, pero la pobre Lula aguantó y permaneció en la fila.

Entonces vi a la señorita Brown flotar majestuosamente hacia arriba en cabeza de fila. ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Qué estaba ocurriendo? Tardé un segundo en recordar que había una docena más o menos de escalones para acceder al escenario, y ella los estaba subiendo.

¡Escalones! Me había olvidado de que los había. Cientos y cientos de ellos. Los había visto antes, pero no eran parte de mi práctica mental; no los había ensayado con el ojo de mi mente. Los tobillos me temblaron y me entró frío y calor a la vez. Lula se alzó delante de mí sin problema aparente. La seguí aterrada y no sé cómo logré llegar arriba sin caerme de bruces, y entonces me detuve justo a tiempo para fijarme en los focos deslumbrantes que señalaban el borde del precipicio. Fuimos a nuestras sillas y los aplausos amainaron como una tormenta pasajera.

La señorita Brown se acercó al borde del escenario e hizo una reverencia al público. Dio un pequeño discurso sobre lo magnífico de la ocasión, sobre los avances que hacía la cultura en el condado de Caldwell, oh, sí, y de cómo las mentes y los dedos más jóvenes se beneficiaban del conocimiento de los grandes compositores, y dijo que esperaba que los padres valorasen su duro trabajo para enseñarles a sus hijos a apreciar las cosas más refinadas de la vida, puesto que todavía vivíamos, al fin y al cabo, casi en el filo del Salvaje Oeste. Se sentó entre más aplausos y entonces nos levantamos, uno por uno, en distintos estados de absurda confianza o de terror paralizante.

No es necesario explicaros lo que pasó. Fue una masacre. No es necesario explicaron que Georgie se cayó de espaldas de la banqueta del piano antes de tocar una sola nota y su madre tuvo que llevárselo en brazos mientras él berreaba. O que Lula tocó de forma impecable y se empezó a encontrar mal en el instante en que acabó. O que a Hazel Dauncey le resbaló el pie del pedal en el mortal silencio de antes de empezar, con lo que el auditorio se llenó de un profundo y retumbante sprrroiiinnnnggg. O que Harry tocó bien pero sin dejar de mirar a una determinada parte del público sin ningún motivo, que yo supiera. O que yo toqué como un reloj de cuerda con dedos de madera y me olvidé de hacer la reverencia hasta que la señorita Brown me siseó.

Recuerdo poco más sobre aquel día. Me las apañé para borrarlo. Pero me acuerdo de que, en el carromato de vuelta a casa, me prometí no volver a hacerlo nunca. Se lo dije a papá y a mamá, y debí de hacerlo con una voz especial, porque al año siguiente, pese a los formidables esfuerzos de la señorita Brown, me dediqué a repartir programas igual que Lula, que quedó excluida del recital de por vida.