Capítulo 7

Harry se echa novia

Razas domésticas de la misma especie […] tienen a menudo un carácter algo monstruoso […]. A menudo difieren en grado extremo en alguna parte.

Poco después del recital de piano, el peligro entró en nuestras vidas y acechó a la familia.

En cierto modo me daba cuenta de que Harry se casaría algún día y tendría su propia familia, pero calculé que para eso faltaban décadas, como mínimo. Al fin y al cabo, Harry ya tenía una familia, que éramos nosotros. Y especialmente yo. Su bicho.

En los días posteriores a la debacle de Lockhart estuvo muy raro. Se quedaba observando el vacío con una expresión de bobo en la cara que daba ganas de pegarle una bofetada. No contestaba cuando le hablaban; de hecho apenas parecía presente. Yo no tenía ni idea de qué estaba pasando, pero aquél no era mi querido y espabilado Harry. No: era una versión diluida y aguada de él. Lo abordé en el porche y dije:

—Harry.

—¿Mmm?

—¡Harry! ¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo? ¿Por qué estás así?

—Mmm —dijo, y sonrió.

—¿Te encuentras bien? ¿Quieres ir al médico?

—No te preocupes por mí. No pasa nada. De hecho, me siento genial —respondió.

—¿Entonces qué es?

Sonrió de forma misteriosa y se sacó una manoseada carte de visite del bolsillo. Era una de esas tarjetas nuevas con retrato fotográfico incluido. («El colmo de la vulgaridad», según mamá).

Y allí estaba ella. Una mujer joven (desde luego ya no era una niña) de ojos grandes y protuberantes; elegante boca fruncida y pequeña; cuello largo y esbelto como el tallo de una planta; y tal cantidad de pelo concentrado en lo alto que parecía una borla de diente de león antes de que el viento la decapitara.

—¿Verdad que es un bombón? —dijo, con una voz congestionada que no le había oído nunca y que odié al instante.

A ella también la odié al instante, pues veía claramente lo que era: una arpía, una bruja encorvada, una devoradora de carne de hermanos adorados. La destructora de la felicidad de mi familia. De mi felicidad. Me quedé mirando esa aparición.

—¿Un bombón? —repliqué, mareada.

Mi hermano se evaporaba ante mis ojos y yo debía encontrar el modo de detener esa temible abducción. Mis pensamientos se dispersaron en todas direcciones como soldados indisciplinados ante su primer fuego, y me llevó un rato poner orden. Pero antes de mi primera escaramuza, necesitaba información.

—¿Dónde la has conocido, Harry? —pregunté, con la inocencia de una espía.

Durante un segundo, sus ojos dejaron de estar vidriosos y titubeó. Capté cierta vena tierna, pero no comprendía su alcance.

—Pues, esto… la otra noche me pasé por la cena que daban en los terrenos de la pradera de Lea. Me vieron en la carretera y me invitaron un rato.

Ya. Pero había dos iglesias en la pradera de Lea: la Baptista, que era aceptable, y la Iglesia Independiente de la pradera de Lea, que no lo era. A éstos los llamaban saltadores y mucha gente los consideraba de lo peor, incluidos mis padres, ambos metodistas convencidos. (El abuelito afirmaba que ya había tenido suficientes sermones para toda una vida y que ahora prefería pasarse las mañanas de domingo recorriendo los campos. El reverendo Barker, que disfrutaba de la compañía del abuelito, parecía tomárselo bien. Sólo mamá se avergonzaba). Y aunque mamá había recibido a saltadores en casa un par de veces, tendía a tacharlos a todos, con razón o sin ella, de encantadores de serpientes, convulsionistas, babeadores y otros ejemplos marginales de las sectas de catetos.

Una parte de mi mente, que hasta ese momento yo no sabía que existía, se impuso y llamó al orden como un gran general. Preparé mis armas, inspeccioné el terreno y seleccioné mi objetivo. Podía ver la batalla ante mí en el espacio y en el tiempo. Era el gran general Stonewall. ¡Era el general Lee en persona!

—¿La iglesia Baptista, Harry? —pregunté, dulce como un pastel.

—No. —Vaciló—. La Iglesia Independiente de la pradera de Lea.

Me inundó un alivio dichoso: el enemigo ya era mío.

—Oh, Harry —dije, toda preocupación fraternal—. ¿Es una saltadora?

—Sí, ¿y qué? —replicó él con terquedad—. Y no los llames así. Se llaman independientes.

—¿Se lo has contado a mamá y a papá? —dije.

—Pues… no.

Se le veía tenso. Mi primer asalto había surtido efecto. Entonces miró la fotografía y se quedó atontando otra vez.

—¿Cuántos años tiene? —pregunté, sin aflojar—. Parece como mayor.

—No lo es —respondió él, indignado—. Sólo hace cinco años que se presentó en sociedad.

Sumé cinco a dieciocho, la edad típica de las presentaciones, y me salió el resultado que tenía que salir.

—Veintitrés —exclamé, horrorizada (y secretamente entusiasmada)—. Es prácticamente una solterona. Además, tú sólo tienes diecisiete.

—¿Y eso qué más da?

Me quitó la tarjeta de la mano y se fue resoplando.

En la cena, Harry comentó que a lo mejor enganchaba a Ulises a la calesa y lo sacaba para que hiciera ejercicio.

—¿Por qué no lo montas? —quiso saber papá—. No necesitas la calesa.

—Ya hace tiempo que no le ponemos el arnés. Le irá bien —contestó Harry.

Era el momento de disparar mi próximo cañonazo. En voz alta, dije:

—¿Vas a verla a ella?

A toda la mesa le pareció una pregunta interesante y se hizo el silencio. Todos salvo el abuelito dejaron de comer y observaron a Harry con interés, incluidos los chicos, que eran demasiado pequeños para entender lo que pasaba. Mamá giró la cabeza para mirarme primero a mí y después a Harry. El abuelito continuó ocupándose plácidamente de su bistec.

Harry se sonrojó y me miró dándome a entender que ya arreglaría cuentas conmigo. Nunca me había mirado así antes, con una mirada en la que había algo parecido al odio. El miedo se apoderó de mí. Me empezó a picar todo.

—¿Qué habláis? —dijo mamá.

El cuchillo del abuelito chirrió contra el plato. Se secó el bigote con la gran servilleta de lino blanco que le caía pecho abajo y se dirigió con gentileza a su única nuera:

—Margaret, Margaret… es «de qué habláis», no «qué habláis». Como verbo intransitivo, «hablar» necesita un complemento con «de», por ejemplo. Seguro que a estas alturas ya lo sabes. —Se fijó en ella y continuó—: ¿Cuántos años tienes, Margaret? Calculo que estarás cerca de los treinta. Lo bastante mayor para hacerlo mejor, diría yo —señaló, y volvió a centrar la atención en su cena. Mi madre, que tenía cuarenta y uno, lo ignoró.

—¿Harry? —dijo, y lo taladró con la mirada.

El picor avanzaba por toda mi piel convirtiéndose en ronchas rosas que escocían. El futuro de nuestra familia pendía de un hilo.

—Habrá una chica, una joven dama, en el picnic de la pradera de Lea de esta noche y me gustaría llevarla a dar un paseo —tartamudeó Harry—. Uno muy corto.

—¿Y quién es exactamente esa joven dama? —replicó mamá con voz gélida—. ¿La conocemos? ¿Conocemos a los suyos?

—Se llama Minerva Goodacre. Su familia vive en Austin. Está pasando este mes con su tío y su tía en la pradera de Lea.

—¿Y sus tíos son…? —continuó mamá.

El hilo se tensaba.

—El reverendo y la señora Goodacre —respondió Harry.

—¿Te refieres al reverendo Goodacre de la Iglesia Independiente de la pradera de Lea?

El hilo crujía y se deshilachaba.

—Sí —admitió Harry, y se puso más colorado. Se apartó de la mesa y salió disparado de la habitación, diciendo ya de espaldas con falsa voz despreocupada—: Estupendo, pues. No llegaré tarde.

Papá miró a mamá y preguntó:

—¿De qué iba todo esto?

Mamá reparó en que los demás estábamos ahí sentados con la boca abierta y soltó:

—Qué obtuso eres a veces, Alfred. Ya lo discutiremos luego.

Sul Ross, que estaba sentado a mi lado y era muy rápido para su edad, se puso a canturrear:

—Harry tiene una chica, Harry tiene una chi…

Llegados a este punto, mamá parecía a punto de estallar. Susurré:

—Cállate, Sully. —Y le di un codazo brutal en las costillas bajas.

El abuelito nos pilló a todos por sorpresa cuando dijo:

—Y ya era hora: ese muchacho empezaba a preocuparme. ¿Qué hay de postre?

Algo curioso en él era que nunca sabías si estaba presente o no.

Esa cena no se acababa nunca. No sé qué había de postre, pero a mí me sabía a cenizas. Cuando SanJuanna vino a quitar la mesa, mamá dijo:

—Podéis iros todos. Excepto Calpurnia.

Los demás salieron en tropel mientras yo me encogía en mi asiento. Papá se encendió un puro y se sirvió un vaso de oporto más largo de lo normal. Mamá, que tenía aspecto de necesitar uno desesperadamente, se frotó las sienes.

—A ver, Calpurnia —empezó—, ¿qué sabes tú de esa… esa… joven dama?

Pensé en cómo me había mirado Harry.

—Nada, mamá —dije, tocando a retirada y evacuando a mis tropas lo más rápido posible.

—Vamos, vamos. Seguro que Harry te ha contado algo.

—Yo no sé nada —repetí.

—Ya basta, Calpurnia. ¿Cómo has sabido de ella? ¿Y qué te pasa en la cara? Estás llena de manchas.

—Harry me ha enseñado su tarjeta de visita, eso es todo —dije.

—¿Su tarjeta? —Mamá alzó la voz—. ¿Tiene tarjeta? ¿Cuántos años tiene?

—No lo sé —contesté.

Mamá miró a papá y dijo:

—Alfred, tiene tarjeta.

Mi padre pareció interesado, pero no alarmado. Era evidente que la importancia de este hecho se le escapaba. Mi madre se levantó y empezó a pasearse.

—Tiene edad suficiente para tener tarjeta, y mi hijo la ha estado visitando sin decírnoslo. La ha estado cortejando y ni siquiera la hemos conocido. Es una salta… es una independiente, Alfred. —Mamá se volvió hacia mí—. Es una independiente, ¿no? Cuéntamelo, Calpurnia.

—Yo no sé nada.

—¡Bah, criatura inútil! Vete a tu habitación y no le digas una palabra sobre esto a nadie. ¿Te está saliendo urticaria? ¿Te has vuelto a caer en las ortigas? Ve a por un poco de bicarbonato y hazte una compresa.

Me escabullí de mi silla y corrí a la cocina. Viola estaba sentada a su mesa, tomándose un breve descanso mientras SanJuanna bombeaba agua antes de empezar con la montaña de platos de la encimera.

—Mamá me envía a por bicarbonato —farfullé.

—Dios santo —exclamó Viola al ver mi tez—. ¿Cómo te has hecho eso?

—Ortigas —mentí—. Sólo necesito una compresa.

Viola me miró con recelo y abrió la boca dispuesta a hablar, pero la cerró otra vez. Se puso de pie, espolvoreó bicarbonato en un trapo húmedo y me lo entregó sin decir nada. SanJuanna me miró como si fuese a contagiarla.

Mientras subía las escaleras, oí las voces de mis padres en el comedor, la de mi madre alta e indignada y la de mi padre sorda y apaciguadora. Sul Ross y Lamar me esperaban tumbados en el rellano y me siguieron a mi cuarto.

—¿Qué está pasando? ¿Qué pasaba con Harry? ¿Qué tienes en la cara? Cuéntanos.

Pasé de largo, entré en mi habitación y estampé el trapo refrescante en mi irritada mejilla. ¿Qué había hecho? Había puesto en marcha algo que ya no podía controlar. Era una comandante novata, atónita ante la destrucción que estaban causando mis propias tropas.

Esa noche la pasé tumbada sin dormir, esperando a que Harry volviera a casa. La media luna ya estaba alta cuando oí el chirriar del arnés y el crujir de la calesa sobre el camino de grava. Contuve el aliento y escuché. La casa estaba sospechosamente callada. Me imaginé a mamá y papá tumbados en su gran cama de caoba con esas tallas profundas de querubines y frutas. Seguro que estaban muy despiertos, al menos mamá.

Salí de la cama, me puse las zapatillas y me deslicé siguiendo el perímetro de la habitación, evitando pisar las tablas del centro, que restallaban como un disparo de pistola. Como las escaleras también eran muy ruidosas, me arremangué el camisón de algodón blanco y me deslicé por la barandilla, como hacía desde siempre. Era un modo de transporte rápido y silencioso, pero calculé mal en la oscuridad, frené tarde y me di contra el remate del último poste con la fuerza suficiente para que me saliera un morado en el trasero, de dos semanas como poco.

La luna me iluminó de camino al establo. Avancé hasta la puerta y miré dentro. Harry almohazaba a Ulises a la luz de un farol y tarareaba una canción que reconocí con un sobresalto como «Te amo de verdad». Parecía muy feliz; feliz como nunca antes le había visto.

—Harry —murmuré.

Se volvió y su rostro se endureció.

—¿Qué estás haciendo aquí? —dijo—. Vete. Vete a la cama.

Continuó cepillando al caballo. Otra vez esa mirada.

En el pasado hubo leves conflictos entre nosotros pero, aunque eran muy incómodos, siempre se nos había pasado. Yo me sentía segura sabiendo que siempre sería su preferida; tenía fe en su amor, que me envolvía como una manta. Pero esta vez era distinto. Le había herido en su esencia al tratar de proteger nuestra relación, o de protegerle a él. No; si he de ser sincera, de protegerme a mí misma. Y sentí el primer y gélido azote de la pena en torno a mi corazón.

Aturdida, salí del círculo de luz y me quedé a solas bajo la luna. Se me escapó un hipo (o un sollozo). Di media vuelta y volví a casa con las piernas temblándome. Llegué a la puerta principal, pero di un traspié con los primeros escalones. Ahí es donde Harry me encontró media hora después, hecha un ovillo de amargura dentro de mi camisón blanco, gimoteando en la oscuridad, demasiado afectada para moverme y con la sola compañía de Idabelle, que había salido de la cocina. Apenas lo vi, ahí de pie con las manos en las caderas.

—Lo siento, Harry —murmuré.

—Hay temas en esta vida que no son para los niños. Son cosa de adultos —señaló.

Nunca antes había pensado en Harry como un adulto. Mis hermanos y yo siempre habíamos sido niños, todos juntos. Pero tal como dijo esa palabra, supe que en aquel instante él acababa de cruzar una frontera invisible hacia un territorio diferente y que ya no regresaría a nuestra pandilla infantil.

—No quería buscarte problemas —lloriqueé.

—Sí, sí querías. No entiendo por qué me has hecho esto.

Quise gritar: «¡Por la familia! ¡Por ti!». Pero en el fondo sabía que era por mí misma y eso me avergonzaba. El reloj de pie tocó las tres.

—Tendrías que irte a la cama —me dijo con una voz plana.

Me aferré al hecho de que aquellas palabras, pese a su frialdad, no eran tan duras como el modo en que me había hablado en el establo. Seguro que todo se arreglaba. Que me rodeaba con el brazo y me llevaba escaleras arriba y me arropaba. Pero no fue así, sino que murmuró:

—Ojalá no lo hubieras hecho.

Y subió pasándome de largo.

Yo me quedé contemplando la carnicería de mi breve toma de mando. Mi campaña había sido un éxito… y me había costado a mi hermano. No pude arrastrarme hasta la cama hasta que sonaron las cuatro en el reloj.

A la mañana siguiente estaba tan agotada que me quedé acostada, simulando estar enferma y dormitando a intervalos. No fue difícil convencer a mamá de que estaba mala, con mi languidez y mi urticaria persistente. Viola y ella enviaron a mi habitación un flujo constante de caldo de carne y cataplasmas de bicarbonato. Por la tarde se habló de tónicos y purgantes y aceite de hígado de bacalao, pero llegado ese punto conseguí reponerme y tomar un poco de pollo hervido, evitando así tan drástico tratamiento. En nuestra casa, a cualquier niño que guardara cama más de un día le recetaban aceite de hígado de bacalao. La sola perspectiva obraba a menudo una recuperación milagrosa.

Travis entró a prestarme a Doc Holliday para levantarme el ánimo (Jesse James estaba indispuesto). J.B. se subió a la cama y se acurrucó un rato conmigo para que me sintiera mejor. Sul Ross me trajo un ramo desordenado de flores silvestres para la mesita de noche, y me mostró orgulloso la marca en su torso después de mi codazo. Yo no le enseñé mi morado, mucho más impresionante debido a su indiscreta ubicación. Harry no vino a verme.

A la mañana siguiente bajé a desayunar. Me alivió ver que Harry, al menos, me miraba. Antes de que dejáramos la mesa y cada cual se fuese a lo suyo, mamá dijo:

—El viernes por la noche tendremos invitados, así que a las seis y cuarto debéis estar listos para la inspección.

—Diantre —exclamó el abuelito—. ¿Quién es esta vez?

—Abuelo —contestó mamá—, ni se nos pasaría por la cabeza obligarle si tiene un compromiso previo.

Mamá sabía que el abuelito no tenía ningún compromiso previo, pero siempre estaba el canto de sirena de su laboratorio y su biblioteca. O eso esperaba mi madre. Me daba cuenta de que ella nunca alentaba precisamente la presencia del abuelito en sus veladas o soirées, como ella las llamaba. Él, por supuesto, siempre era un dechado de modales tradicionales, pero podía tener salidas extrañas o irse por las ramas en las conversaciones, y no creo que eso le pareciera adecuado a mamá entre gente de la buena sociedad. Hablar de los fósiles, por ejemplo, y de si su existencia contradecía el Libro del Génesis; o de los experimentos del hermano Mendel sobre la vida reproductiva del guisante de olor; o de la falsedad de que el pus curaba. Una vez vi a mi madre estremecerse al oírle exponer ante un grupo de señoras la postura que el orden Opiliones (es decir, la típula) utiliza para aparearse. Y luego estaban sus predicciones para el futuro: lo de que los hombres construirían algún día máquinas voladoras y viajarían a la Luna, pronósticos que eran recibidos con la tímida indulgencia que se concede a los viejales, aunque yo estaba secretamente de acuerdo con él y podía imaginarme que en mil años sucederían esas cosas.

—¿Quién viene, mamá? —preguntó Sam Houston.

—Los Lockett, los Longoria, la señorita Brown, el reverendo y la señora Goodacre. Y una tal señorita Minerva Goodacre —respondió mamá, examinando su cuchillo de la mantequilla.

Oh-oh. Miré a Harry, también muy interesado en la cubertería, que estudiaba como si nunca antes la hubiera visto. Tragué saliva. ¿Qué hacer? Me consolé pensando que me quedaban tres días para pensar en ello, rumiando en mi tienda como Napoleón.

Durante unos cuantos días, cada vez que me cruzaba con Harry en las escaleras sonreía con rigidez. Él seguía impasible. Opté por interpretar como una buena señal el hecho de que no me pusiera mala cara.

Llegó el viernes y yo todavía no tenía un plan. Me lavé y me sequé el pelo. Después me senté en mi tocador y, desanimada, conté cien pasadas de cepillo. Me puse mi mejor vestido de batista y las botas de piel, las que llevé para el recital de música, y me até el pelo con una cinta azul cielo, el color que según Harry mejor me quedaba. Bajé a reunirme con los demás. Harry estaba muy guapo y desprendía un aroma a pomada de lavanda mezclada con agua de colonia de malagueta. Era presa de una excitación viva y soterrada que lo suavizó hasta el punto de dedicarme una sonrisa. Cuando nos pusimos en fila por orden de edad, Sam Houston se rió al inhalar las emanaciones procedentes de Harry. Mamá bajó a inspeccionarnos. Llevaba su vestido de seda esmeralda y cola corta, de los mejores que tenía, y la cola le hacía un leve sonido, como fru-fru, al caminar. Nos miró las botas, los dientes y las uñas.

—Por el amor de Dios, Calpurnia —dijo—. Enderézate. ¿Se puede saber qué te pasa? Jim Bowie, estas uñas no están bien. Parece que hayas estado escarbando en el jardín. Calpurnia, acompáñalo a arreglárselas.

Me llevé a J.B. al cuarto de baño, agradecida de hacer algo. Mientras lo frotaba, me dijo:

—¿Harry se va a casar?

Me sobresalté tanto que se me cayó el cepillo de uñas.

—¿De dónde has sacado esa idea?

—Se lo he oído decir a mamá. ¿Se va a marchar Harry?

—Espero que no, J.B.

—Yo también.

Estuve con él hasta que llegaron los primeros invitados y tuvimos que ponernos otra vez en fila ante la puerta principal. Cuando entró la señorita Brown, le estreché la mano y le hice una profunda y ostentosa reverencia. Pero debí de pasarme, porque la vieja bruja me dirigió una dura sonrisa y comentó:

—Vaya, hola, Calpurnia. Tan encantadora como siempre.

Me apretó la mano tan fuerte con su zarpa nervuda, que lancé un gañido como un perro al que le hubieran pisado la cola. Sí, la velada empezaba de maravilla, y eso que la señorita Minerva Goodacre aún no había llegado.

Saqué una bandeja de plata con ostras ahumadas y las ofrecí por toda la sala; llevé una cuenta estricta, según instrucciones de Viola, de las que tomaban mis hermanos. No me costó mucho, ya que a los pequeños les bastó echar un vistazo a esos bultitos brillantes y arrugados para girarse horrorizados; ni pagándoles se habrían metido uno en la boca. Harry merodeaba entre el salón y el recibidor, para no perder de vista la puerta principal para la gran llegada. El abuelito apareció con la barba bien recortada y repeinado. Lucía una rosa de color rojo en el ojal. De no ser por su abrigo apolillado, habría tenido un aspecto distinguido.

Llegaron los Longoria y Travis se llevó a sus hijos al establo para enseñarles los gatitos. Yo miré alrededor y me invadió una oleada de ternura por mis familiares. Todos ignoraban que estaban representando un papel insospechado. Quise preservar el momento y lo guardé para siempre en mi memoria, envuelto y sellado; en cualquier momento tocaría a su fin.

Harry corrió una vez más a comprobar su pelo y su corbata en el espejo del recibidor. Miré por la ventana y vi al señor Goodacre amarrando sus caballos. Harry salió como una bala por la puerta principal y ayudó a bajar de la calesa a dos mujeres, una corpulenta y la otra esbelta. Le ofreció el brazo a la segunda —la arpía— y avanzaron por el camino de grava, con las cabezas juntas, compartiendo algunas palabras, algunas risas, algún algo que ninguno de nosotros compartiría nunca. Mis padres los recibieron en la puerta y pude oír la alegre cháchara de las presentaciones antes de que mamá los condujera a todos al salón. Debo reconocerle a mamá que parecía más relajada y contenta de lo esperado en semejantes circunstancias. A lo mejor se había tomado una dosis extra de tónico.

Y ahí estaba Ella: más alta de lo que me esperaba, esbelta y con un vestido melocotón recargado y con demasiado botones azabache. Y ahí estaban la boca desdeñosa, el cuello largo, los ojos saltones y la masa de pelo. Llevaba un abanico con lentejuelas también de color melocotón que abrió con un teatral flup al ver a los demás invitados. Yo estaba a punto de huir a la cocina cuando Harry me vio y me hizo señas.

—Señorita Goodacre, quisiera presentarle a mi hermana, Calpurnia Virginia Tate. Callie, ella es la señorita Minerva Goodacre.

El abanico melocotón azotó el aire como una polilla gigante. Ella me miró con sus ojos grandes y salidos y dijo, con una risa gorjeante:

—Vaya, Calpurnia, eres una niñita muy dulce. Y con talento, además: te oí tocar en el recital.

A continuación, plegó su abanico y me dio unos golpecitos juguetones con él en la mejilla, un pelín demasiado fuerte. ¿Tendría que sufrir semejante castigo durante toda la noche?

—¿Cómo está, señorita Goodacre? —conseguí articular con voz ronca—. Es un placer conocerla.

—Oh —contestó—, estoy segura de que seremos algo más que conocidas: seguro que enseguida nos haremos amigas. Y ahora, Harry, ¿dónde está ese trés amusant grand-pére del que tanto he oído hablar?

Aaaj, lo dijo en francés. Harry se dirigió hacia el abuelito, que hizo una honda inclinación y le cogió a ella la mano, se la rozó con los bigotes y dijo:

Enchanté, mademoiselle.

Sólo le faltó entrechocar los talones. Ella respondió con lo que creo que intentaba ser una risa musical:

—Válgame Dios, caballero, es usted absolutamente encantador.

Y eso fue todo, como suele decirse. A mí me ignoró el resto de la velada. Mientras traía bandejas de esto y vasos de aquello, les seguí la pista a Harry y a ella en su circular por la sala.

Jugaba demasiado con su abanico. Habló de las modas de París y las de Nueva York, y del vestido perfectamente horroroso que se había puesto la esposa del gobernador Culberson para la investidura de su marido en Austin, y desde luego, con el dinero que tenían se podría haber permitido algo mejor, o al menos pedir consejo a una modista con gusto. El gusto era sumamente importante, n’est-ce pas? Y hablando de gusto, ¿alguien se había fijado en el modelito tan soso y espantoso que tal y tal se habían puesto para tal y tal baile…?

Mamá intentó conversar con ella de música, pero la señorita no tenía ni idea. Papá intentó que le diera su opinión sobre la línea telefónica que pronto llegaría a la ciudad, pero tampoco tenía ni idea. Sólo sonreía y cuchicheaba y mangoneaba a Harry. Me ponía realmente enferma.

La velada siguió su curso. No sé cómo, resistimos esa cena interminable; luego, para entretenernos, la señorita Brown se sentó al piano y nos tocó su pieza de las fiestas, El vals del minuto, en cincuenta y dos segundos según el reloj de bolsillo de papá. Después acompañó a la señorita Goodacre, que cantó Bébeme sólo con los ojos con una voz que a mí me pareció del todo vulgar, mientras ponía cara de emoción mirando a Harry.

Bébeme sólo con los ojos
y yo lo haré con los míos.
O deja un beso dentro de la copa
y no pediré vino.

Durante esta actuación nauseabunda me percaté de que el abuelito la contemplaba como fascinado, con lo que se me cayó el alma a los pies. No le bastaba con conquistar a Harry: tenía que cautivar a todos los hombres que eran importantes para mí. Entonces Harry cantó Bella durmiente mientras la señorita Goodacre lo miraba con ojos de deseo. La odiosa señorita Brown me hizo salir a tocar mi pieza del recital. Con una terrible migraña y una falsa sonrisa emplastada en la cara, logré ofrecer una actuación mediocre. Luego fui a la cocina a pedirle a Viola una pastilla para el dolor de cabeza.

—¿Cómo es? —preguntó ésta—. Desde aquí tampoco parece tan guapa. Con lo apuesto y todo que es el señorito Harry.

—Es espantosa, Viola. No sabe hablar más que de vestidos.

—Bueno, es un tema interesante —comentó Viola.

—No si es el único que tienes —dije.

—Eso es verdad. Tampoco es una gran cantante. ¿Cómo lo lleva tu mamá?

—Bien, supongo.

—Estupendo. Toma la pastilla. Y saca estos bombones. Lleva la cuenta.

Regresé a la fiesta y repartí los bombones, manteniéndolos lo más lejos posible de mis hermanos. SanJuanna reunió a los más pequeños para llevarlos a la cama. El reverendo Goodacre debatía con mi padre sobre los caprichos del mercado del algodón. El abuelito acorraló a Harry y a la señorita Goodacre en un rincón y les dio una detallada explicación de las diferencias entre los machos y las hembras de la Deinacrida o langosta gigante. La sonrisa de la señorita se fue volviendo más rígida.

—Venga a la biblioteca —la invitó el abuelito—. Tengo un magnífico par de especímenes para demostrarle la diferencia.

La cogió del hombro y se la llevó de la habitación.

—Devuélvanosla pronto —gritó Harry—. No nos prive de su compañía demasiado tiempo. Ja, ja.

Harry irradiaba jovialidad. Me quedé a su lado y le pasé una trufa de chocolate. Deseaba a toda costa que mi hermano me volviera a querer. Con voz débil (yo, la mayor y más gorda mentirosa del mundo), dije:

—Parece muy agradable, Harry.

Las ronchas de mi cuello entraron en erupción; esta vez era la urticaria de la hipocresía.

—Sí —confirmó él—, es una chica estupenda, ¿verdad? Sabía que te caería bien en cuanto tuvieras oportunidad de conocerla. Qué bueno este chocolate. Dame otro.

«Ciego —pensé—, estás ciego».

En aquel momento, la señorita Goodacre irrumpió en el salón ruborizada y tensa. Muy apurada, se acercó a la señora Goodacre y las dos hablaron en murmullos agitados. La señora Goodacre se volvió hacia la concurrencia y dijo:

—Minerva sufre una fuerte migraña; me temo que debemos llevarla a casa. Cuánto lo siento, es una reunión adorable, pero su madre me la confió para que cuidara de ella. Estoy segura de que se hacen ustedes cargo.

Recogieron sus cosas y se despidieron de forma abrupta mientras el señor Goodacre y Harry preparaban la calesa. Le dieron a mi madre las gracias varias veces, pero no le prometieron volverlo a repetir. Y desaparecieron en la noche.

Harry se puso pensativo.

—Abuelo, ¿ha ido todo bien con la señorita Goodacre en la biblioteca?

—A mí me ha parecido que sí. Ha mostrado cierto interés por las mariposas licénidas. Me hubiera gustado que lo mostrara también por la colección de escarabajos peloteros: al fin y al cabo, son unos ejemplares excelentes. —Se encendió un puro—. En general, hemos tenido una buena charla, diría yo.

Al día siguiente mi madre recibió cartas de agradecimiento entregadas en mano de parte de nuestros invitados, y las dejó en la mesa del comedor para que aprendiéramos una lección sobre buenos modales. Eran notas floridas y efusivas, salvo la de la señorita Goodacre, que, aunque correcta, era tan seca que rayaba la grosería.

Al cabo de dos días, Harry intentó visitarla, pero su tía le informó de que no estaba en casa. Tres días después, la señorita Goodacre regresó a Austin sin previo aviso. Harry lo averiguó cuando volvió a pasar por allí y la doncella de los Goodacre se lo dijo. Vino a casa y se encerró en su habitación.

Mis hermanos mayores especulaban sobre si iban a administrarle aceite de hígado de bacalao. Si no, ¿a qué edad se libraba uno exactamente? ¿Estaría el límite en los dieciséis años? ¿En los catorce? Era un tema de gran interés.

A Harry no le dieron el apestoso aceite. En cambio, recibió una buena dosis de tristeza y confusión cuando sus cartas a la señorita Goodacre le fueron devueltas sin abrir. Se pasó varios días dando tumbos por la casa como si estuviera herido. Daba pena verle. En cuanto a mí, mi tremendo morado fue adoptando un color más desvaído y juré renunciar a mi cargo de entrometida.