Capítulo 13

Correspondencia científica

Una vez que una raza de plantas está bastante bien establecida, los criadores de semillas no eligen los mejores ejemplares, sino que sólo repasan sus almácigas y arrancan las «granujas», como llaman a las plantas que se apartan del canon correcto.

Instalamos la planta en la repisa de la ventana del laboratorio y, después de cierta ansiedad por mi parte, se agarró a la vida con mano firme. La examinábamos varias veces al día, atentos a los signos de falta o exceso de riego o de demasiado o poco sol y a los ácaros, las corrientes de aire, la clorosis y las dolencias en general. Cada vez que encontraba una mariquita, me la llevaba corriendo a la planta para que montase guardia contra las pestes, pero mis pequeños centinelas carmesí siempre se acababan yendo. Cada día apuntábamos notas detalladas en el registro, un nuevo cuaderno con cubierta jaspeada reservado a la planta. Como teníamos pavor a que alguien tirase la planta en un arrebato innecesario de limpieza, metí un letrero de advertencia debajo de la maceta:

Experimento en marcha

Que nadie se meta con esta planta. En serio.

Calpurnia Virginia Tate (Callie Vee).

Doce días más tarde, recibimos la primera carta sobre el tema. Era del señor Hofacket, que nos escribía preguntando si sabíamos algo del Smithsonian. Había puesto una copia de las fotografías en su escaparate, entre la novia estirada y el bebé desnudo apoltronado en una alfombrilla de piel de oso, y había atraído a varios clientes nuevos que entraban a preguntar por la curiosa instantánea de un hierbajo anodino.

—Calpurnia, tú eres parte de este proyecto —me dijo el abuelito—. ¿Me harías el favor de escribirle al señor Hofacket y recordarle otra vez que aún es pronto para recibir una respuesta? Ya le dije que tardarían meses. No obstante, hemos de cultivar el entusiasmo del profano siempre y donde lo encontremos.

¡Oh! Tenía la misión de iniciar una correspondencia científica —más o menos— con un adulto. Escribí el borrador a lápiz y, cuando hube quedado satisfecha con el resultado, busqué al abuelito para enseñárselo. Llamé a la puerta de la biblioteca y contestó:

—Adelante, si no hay más remedio.

Lo encontré hurgando en uno de sus cajones de lagartos de la biblioteca, mascullando algo sobre un espécimen que faltaba.

—Calpurnia, ¿tú has visto mi eslizón de cinco rayas? Tendría que estar ordenado entre el de cuatro y el de varias, naturalmente, pero supongo que lo puse en otro sitio.

—Pues no, señor, no lo he visto; pero le he escrito una carta al señor Hofacket y me gustaría que la viera.

—¿A quién? —preguntó mientras rebuscaba.

—Al fotógrafo. Ya sabe, el de Lockhart.

—Ah, sí. —Hizo un gesto de rechazo con la mano y dijo—: Confío en que hayas hecho un buen trabajo; adelante, mándala. Aquí están los tritones —murmuró— y aquí las salamandras. ¿Dónde están el resto de eslizones?

La emoción me recorrió el espinazo. Me disponía a irme corriendo cuando me acordé de otro problema:

—No tengo sellos, abuelito.

—¿Eh? Ah, toma —dijo, y buscó una moneda en su bolsillo. Me dio diez centavos y los cogí y corrí a mi habitación, donde saqué un plumín nuevo y mi caja de papel satinado, reservado para las ocasiones especiales. Dispuse estos artículos sobre mi tocador y me senté. No era una carta larga, pero tardé una hora en tener la copia definitiva, pues estaba nerviosa por si hacía un borrón.

27 de Septiembre de 1899

Estimado señor:

Tengo en mi mano su carta del miércoles. Mi abuelo el capitán Walter Tate me pide que le informe de que, por ahora, no hemos recibido ninguna respuesta de la Institución Smithsonian.

Mi abuelo el capitán Walter Tate desea que sepa que se lo hará saber en el momento que reciba una respuesta. Mi abuelo le envía sus saludos y le agradece su interés en el tema.

Muy atentamente,

Calpurnia Virginia Tate

(nieta del capitán Walter Tate).

La puse en un sobre grueso y troté escaleras abajo, decidida a echarla al correo ese mismo día. Travis y Lamar estaban jugando a indios y vaqueros en el porche delantero y se disparaban pistolas de juguete el uno al otro. Ignoré sus gritos de «¡Eh, Callie! ¿Adónde vas?» y me fui lo más rápido que pude, pues no me apetecía compartir ni tampoco explicar nada. Ellos tenían sus propias vidas. «Y ahora yo tengo la mía», pensé, exultante, mientras corría.

Llegué a la oficina de correos en tiempo récord, resoplando y llena del polvo fino del camino. El señor Grassel, nuestro cartero, estaba detrás del mostrador. Había algo en él que no me gustaba, aunque no sabía muy bien qué. Siempre convertía en toda una ceremonia el hecho de atender a un Tate; cuando entraban mis padres, doblaba la cerviz ante ellos. Fingía que le gustaban los niños, sobre todo los Tate, pero yo estaba segura de que en el fondo no era así. Estaba charlando con la madre de Lula Gates y entregándole un paquete, así que esperé como una buena niña.

—Buenas tardes, Callie —me saludó la señora Gates, al verme al cabo de un minuto—. ¿Cómo está tu familia? Espero que a tu madre no la fatiguen demasiado las migrañas.

—Hola, señora Gates —respondí—. Estamos todos bien, gracias. ¿Y ustedes?

—También estamos bien, gracias a Dios.

Tras unos cuantos cumplidos más y su petición de que transmitiera sus respetos a mi madre, se fue. Yo me asomé al borde del mostrador y dejé mi sobre encima, para no tener que dárselo en mano al señor Grassel, cuyas palmas hinchadas siempre estaban sudorosas. Me ponía la carne de gallina.

—A ver, señorita Tate —dijo, y cogió e inspeccionó el sobre—, quieres escribir a Lockhart, ¿verdad?

—Quiero un sello —contesté, a punto de cruzar la línea de la mala educación. Él entornó los ojos. ¿Acaso me estaba poniendo impertinente? Al cabo de sólo un segundo, añadí—: Por favor, señor.

El señor Grassel consultó la dirección de mi sobre.

—¿Es que Hofacket va a sacarte una fotofragía?

A menudo te preguntaba a quién escribías y por qué. Mamá decía que era el colmo de la grosería que un servidor público se entrometiera en información privilegiada, y por una vez estaba de acuerdo con ella.

—Sí. —Pausa—. Señor. —Y, llena de audacia en aquel día tan especial, añadí con mi más dulce voz de niñita—: Me voy a sacar una fo-to-gra-fí-a.

La boca se le puso tensa. ¡Ja! Dejé mis diez centavos ante él, en el mostrador. Él cogió un sello, lo mojó en una esponja húmeda, lo pegó en mi sobre con un gesto teatral y dijo:

—¿Alguna ocasión especial?

—No, señor.

Contó ostentosamente los ocho centavos de mi cambio y los sostuvo de tal forma que tuve que alzar la mano para recibirlos.

—¿Toda la familia? —continuó, apretándome los dedos con su palma sudada.

—¿Qué? —pregunté mientras me embolsaba las monedas.

—¿Va a ir toda la familia? ¿O sólo tú, señorita? Pero si tú ya eres más guapa que cualquier fotofragía… ay, perdón, fotografía.

—¡Sí, señor! —grité mientras daba media vuelta y salía corriendo de allí, guardándome para mí la privada y preciosa información sobre la planta.

Nunca habría compartido eso con él. Como si fuera contando mis cosas por todo el pueblo. ¿Y si resultaba que el abuelito —Dios no lo quisiera— se equivocaba? Yo podría soportarlo, pero no soportaría que otras personas se mofaran de él. Había notado que la comunidad aún lo tenía en alta estima por la construcción de la limpiadora y otros negocios que emprendió décadas atrás, pero a veces veían con cierto tono de burla sus intereses actuales. Había oído a más de un gracioso semiletrado del pueblo llamarlo «el Porfesor» con un matiz que podría considerarse algo socarrón. A mi abuelo no le importaba lo que otros pensaran de él, pero a mí sí. A tan desleales pensamientos los seguía un rotundo: «¿Y si tiene razón?». Por supuesto que la tenía. Tenía que tenerla. En el tiempo que habíamos pasado juntos, nunca le había visto equivocarse en nada. Tal vez perdiera un eslizón de cinco rayas de vez en cuando (¿y quién no?), pero nunca se equivocaba respecto a los hechos.

Yo sabía muy bien que la espera de las próximas semanas iba a ser un tormento y que estar desocupada lo empeoraría aún más. Decidí sumergirme en un frenesí de recogida de especímenes, ciencia, deberes escolares… cualquier tipo de tarea que hiciera pasar el tiempo más deprisa. Lo que no había previsto es que esas tareas fuesen domésticas.