Capítulo 20
El gran cumpleaños
Existen muchas diferencias leves que podríamos llamar individuales, como las que se dan con frecuencia en vástagos de los mismos padres […]. Nadie supone que todos los individuos de una misma especie estén cortados por el mismo patrón […].
El año iba pasando y seguíamos sin noticias sobre la planta. Mis días consistían en un ciclo de deberes escolares, prácticas de piano y clases de cocina con Viola. En contra de mi voluntad, aprendí a preparar la ternera Wellington y el cordero Parsifal. Aprendí a freír pollo, siluro y quingombó. Hice pan blanco, pan moreno, pan de maíz y pan de leche. Nada de eso parecía encantarle a Viola. Y la verdad es que a mí tampoco. En el tiempo libre que me quedaba, cada vez más escaso, me iba con el abuelito siempre que podía.
Así llegamos a octubre. Ah, octubre. Temporada de éxtasis para mí y para tres de mis hermanos, pues todos cumplíamos años ese mes, y además estaba Halloween. Casi no se podía aguantar tanta emoción. Y aquel año, en efecto, resultó ser demasiado, al menos para mamá, que nos llamó a Lamar, a Sul Ross, a Sam Houston y a mí para hablar.
—Niños —comenzó—, este año tendréis que compartir la misma fiesta de cumpleaños. Un gran grupo, en vez de cuatro normales. ¿A que va a ser estupendo? Invitaremos a todos vuestros amigos y tendremos una buena celebración.
—¿Qué?
—¡Eh, no es justo!
—Un momento.
—Mamáaaaa.
¿De verdad esperaba que nos pareciera bien? No nos hizo ninguna gracia. El lloriqueo general fue tan insistente que me extrañó que no se echara atrás y volviera al plan inicial. Pero se mantuvo firme.
—¡Ya basta! —ordenó—. Lo que pedís es demasiado, para mí y para Viola. Si tiene que volver a preparar cuatro banquetes de cumpleaños en un mes, nos abandona, os lo prometo. Y tampoco quiero que vayáis a quejaros a ella: no ha sido idea suya.
—Callie Vee puede ayudar en la cocina —propuso Lamar, bajito—. Ya está aprendiendo. Que ayude. Yo quiero mi propia fiesta.
Le lancé una mirada tan ponzoñosa que retrocedió un paso. Mamá se impuso, y así empezó una semana entera de preparativos, durante la cual ella, Viola y SanJuanna funcionaron a toda máquina (como también era mi cumpleaños, me dispensaron de cocinar, pese al comentario del asqueroso de mi hermano). Los cuatro niños nos apartamos de su camino y dimos rienda suelta a nuestra ira grupal entre nosotros, refunfuñando todo el tiempo sobre lo injusto que era aquello. Cuando llegó el primer domingo de octubre y nos apiñaron a todos para la fiesta comunitaria, estábamos de un humor raro, entre festivo y huraño.
A Viola le tocó cocinar montañas de comida, y a SanJuanna, ir trayéndola. A Alberto le tocó levantar una carpa por si acaso llovía y pasear a Sunshine, un poni Shetland anciano y amargado, con la correa bien corta para asegurarse de que no realizara su truco favorito, que era girar la cabeza como una serpiente y llevarse un trozo de pierna de su jinete.
Nuestro resentimiento colectivo e inicial se fue disipando al comenzar la fiesta. ¿Y por qué no? Era la más grande que se había visto en Fentress. Estaban invitados todos los niños del pueblo, cuyos padres vinieron también. Había paseos en poni, bengalas, cohetes de agua, croquet, caramelos y juegos de la herradura y de las manzanas. Hubo regalos sorpresa, gorros de papel y serpentinas.
Hubo pilas de sándwiches exquisitos y panecillos de salchicha; gelatinas frías y jamón caliente servido con mermelada de albaricoque; rosbif cortado muy fino y servido con rábano muy picante, que los niños evitaron diligentemente; todas las tartas y helados que uno pudiera comer; pasteles de pacana y de merengue de limón; y otro altísimo, con cuatro capas de chocolate negro y el nombre de cada cumpleañero escrito en los lados con un glaseado blanco y con filigranas, y con unas velas encima para todos nosotros, cuarenta y nueve en total, que cubrían la capa superior. (Doce para mí, catorce para Lamar, quince para Sam Houston y ocho para Sul Ross. Era una auténtica sábana de fuego, y me di cuenta de que si manteníamos eso del cumpleaños comunitario, pronto tendríamos que encontrar otro sistema, o bien hacer un pastel mucho mayor).
Todo empezó de forma bastante correcta, pero degeneró en un caos sin precedentes. Áyax birló un panecillo con salchicha, que consiguió zamparse mientras huía a toda velocidad de la turba de niños revolucionados que salió en su persecución.
Mi única responsabilidad de ese día era acompañar a Sul Ross y asegurarme de que no se atiborrara hasta empacharse. Vana tarea, pues Sul Ross siempre se empachaba de pastel de cumpleaños, lo vigilase yo o no.
Papá y mamá hicieron de huéspedes atentos. El abuelito estuvo con los adultos y se tomó una cerveza con ellos. Anunció que había un regalo de cumpleaños para todos nosotros procedente de Austin pero que se había retrasado inesperadamente y llegaría en algún momento de la semana. Esto dio pie a toda clase de especulaciones, pero no nos dio ningún detalle. Después se retiró a la biblioteca a echarse una siestecita reparadora.
Travis, Lamar y Sam Houston estuvieron rondando a Lula Gates como planetas alrededor del sol, dándole la lata con preguntas constantes: «¿Más helado, Lula?», «¿Te traigo pastel, Lula?»; «¿Te lo estás pasando bien, Lula?».
A mí nadie me preguntó si quería algo, pero la verdad es que era perfectamente capaz de irme a buscar mi propio pastel. Ya lo creo que sí. ¡Una chica hecha y derecha como yo!
Lula estaba hablando con su madre, con esas perlas diminutas de sudor en la nariz y el pelo suelto, plata y oro, cayéndole en cascada bajo el sol. La señora Gates le sonrió a Travis y luego a Lamar. «Vaya —me dije—, confía en pescar a un Tate para Lula, y no parece importarle cuál».
—Callie —me llamó—, estábamos hablando de la feria. ¿Qué tal van tus labores? Debo decir, si se me permite echarle flores a mi propia hija, que Lula me está sorprendiendo con su destreza.
—Ajá —contesté.
—Esperamos que consiga un premio en trabajo calado, aunque también está progresando mucho en encaje.
—Ya —dije, y me di cuenta de que no se me ocurría ni una sola palabra que decir sobre ese tema.
El vacío en la conversación se fue ensanchando hasta que Travis metió baza:
—Callie Vee me está haciendo unos calcetines para Navidad, señora Gates. ¿Verdad, Callie?
—Sí, exacto, calcetines.
—Será estupendo tener unos calcetines de lana cuando haga frío, ¿no le parece? Espero que estén listos a tiempo —añadió Travis.
—Oh, Travis —le contestó la señora Gates—, estoy segura de que en Navidad ya estarán terminados, ¿verdad, Callie? En fin, unos calcetines se hacen en nada. —Tuve ganas de decir: «No lo crea»—. Lula puede hacer un par en una tarde.
—¿De veras? —dijo Travis, digiriendo la información y mirándome asombrado.
No me gustó el rumbo que estaba tomando la conversación.
—Lula —interrumpí—, ¿quieres montar a Sunshine? No pasa nada, Alberto la tiene bien agarrada y no te morderá. Pero si te da miedo, iré yo primero si quieres.
—Vale, Callie, estaría bien —respondió Lula, y nos excusamos.
Travis, haciendo otra vez gala de unas admirables dotes sociales para su edad, siguió a Lula con la mirada pero se quedó astutamente para camelarse a la señora Gates con sus atenciones. Ese chico crecía muy deprisa.
Cuando pasamos por las mesas que gruñían bajo el peso de la comida, vi que Sul Ross se dirigía hacia los árboles con dos platos a rebosar de pastel. Me había olvidado de que tenía que protegerlo de sus propios excesos. Me sentí culpable, pero lo cierto es que para sus ocho años debería tener más cabeza, ¿no? Además, también era mi fiesta.
También pasamos por el juego de la herradura, que supervisaba Harry. No le quitaba ojo a Sam Houston, famoso por lo bestias que eran sus lanzamientos, ni a la prima mayor de Lula, Fern Spitty, que andaba por ahí pavoneándose mientras giraba su parasol banco con ribete de encaje.
—Callie, se te ve de muy mal humor —señaló Lula con cautela—. ¿Te encuentras bien?
No sabía si explicárselo. ¿Acaso ella, la princesa en ciernes de la aguja y el ganchillo, entendería por lo que yo estaba pasando? Éramos amigas desde hacía años, pero últimamente era como si no hablásemos el mismo idioma. Sin embargo, la idea de no poder contarle a mi mejor amiga que tenía la pata atrapada en el cebo era demasiado triste. Así que me armé de valor y dije, balbuciendo:
—No… No me gusta todo eso de coser y bordar, no como a ti, y además, no me sale bien. Quiero hacer otra cosa con mi vida.
—¿Como qué?
—No lo sé seguro.
—¿Te refieres a que quieres ser maestra? ¿Como la señorita Harbottle? Pero entonces no tendrás tu propia familia. ¿No quieres una familia propia?
—No lo sé seguro —repetí.
Pareció confundida.
—Todo el mundo tiene una familia, ¿no es verdad? —Reflexionó un momento y dijo—: Ah, te refieres a que quieres ser como la operadora telefónica, como Maggie Medlin. Ella no tiene familia. —Pensó un poco más y añadió—: Gana su propio dinero. Eso estaría bien, tener dinero propio…
—No sé lo que quiero hacer, Lula.
Y entonces me vino a la cabeza, como la primera e impactante visión del disco solar elevándose en el horizonte, qué era lo que quería hacer. Era tan evidente que me pregunté cómo no lo había visto antes. Sólo tenía que decirlo en voz alta. ¿Tendría el coraje de hacerlo, de revelarlo al aire libre? Tal vez debía probar delante de Lula, a ver cómo sonaba.
—Creo —empecé, y me detuve—. Creo que a lo mejor quiero ir a la universidad.
—¿En serio? —Una de dos: o Lula estaba impresionada, o estaba horrorizada—. No conozco a nadie que haya ido. Espera, ¿la señorita Harbottle fue?
—No, ella fue a la escuela de maestras. Sólo tiene un certificado.
—¿Y en la universidad qué se hace? —preguntó Lula.
—Se estudian cosas.
—¿Qué clase de cosas?
—De toda clase —contesté, algo pomposa. En realidad no sabía qué hacían allí (me lo fui inventando sobre la marcha), pero no quería que ella lo supiera—. Ciencia y otras cosas. Te dan un diploma especial que demuestra que has estado ahí.
Temí que me preguntara qué hacías con el diploma especial una vez lo conseguías, porque yo no tenía ni la menor idea. Se me ocurrió la absurda y repentina superstición de que si Lula me lo preguntaba y yo no sabía responder, nunca iba a ir.
—Vamos, Lula —dije, cogiéndole de la mano—, ¡montemos en poni!
Sonrió contenta y se secó las perlas de sudor diseminadas por su nariz como si fueran pecas, y echamos a correr en busca del poni cascarrabias. Al pasar por donde jugaban a la herradura, vi a Harry hablar con Fern Spitty, y algo en su actitud atenta me hizo pensar que volvería a iniciarse la danza del apareamiento.
Después de cabalgar a Sunshine, unos cuantos jugamos a juegos de la guerra civil: representamos las batallas de Fredericksburg y Chancellorsville, enfrentándonos con espadas de madera y disparando leños que hacían de cañones. Todos mis hermanos, excepto Sam Houston, lamentaban haberse perdido los actos heroicos y la gloria romántica —Sam Houston había visto las truculentas fotografías de Mathew Brady en la biblioteca y no le habían parecido tan soberbias—. Tuvimos que mantener una rotación estricta para determinar a quién le tocaba hacer de federales, pues nadie quería. Intentamos jugar unas cuantas veces sin el ejército del Norte, pero resultó tan aburrido que al final lo dejamos correr todo.
Después tuvimos un concurso de escupir semillas de sandía, que ganó Lamar, cómo no, pues era el mayor bocazas entre los presentes. Luego abrimos los regalos y yo recibí una bolsita marrón de caramelos de regaliz de parte de mis tres hermanos pequeños, que habían hecho un fondo común para comprarla. Sam Houston me dio un gancho para hacer ojales y Lamar un acerico con forma de tomate rojo y gordo. Harry me regaló un libro de música para piano, Canciones alegres para toda la familia. De parte de mis padres recibí un vestido de la más fina batista blanca con adornos de puntilla y unas zapatillas de invierno de pelo de conejo, pues las viejas ya me venían pequeñas. Yo regalé a cada uno de mis hermanos un punto de libro de la bandera tejana, que dibujé y pinté yo misma.
A la hora de los fuegos artificiales, ya estábamos todos para el arrastre. Hubo lágrimas y rabietas y muchas risas, y varios cardenales y rasguños. Todo lo típico de las grandes fiestas. A Dovie se le puso un ojo morado después de chocar contra el puño de otro niño. (Podría haber sido mi puño perfectamente, pero no lo fue, lo juro). Y como en general se la consideraba una repipi, le hizo la mar de bien y le valió muchas atenciones.
Esa noche, mamá se fue a su habitación con una botella grande de su tónico. Viola fue a tumbarse con un paño frío y polvos para las migrañas y le dieron un descanso inaudito de dos días enteros para recuperarse. SanJuanna y Alberto compartieron la ingrata tarea de limpiar. Alberto explicó que al final del día, al devolver a Sunshine al establo, ésta estaba tan agotada que no intentó morderle ni una vez.
Y el regalo del abuelito llegó a finales de semana, aunque pronto deseamos que no hubiera sido así. Vino en una gran caja con agujeros de ventilación, lo que siempre resulta prometedor; nos reunimos en el porche delantero y observamos cómo Harry la abría haciendo palanca. La caja contenía una jaula de alambre, en la que había un espléndido loro. ¿Cómo cuernos lo sabía el abuelito?
Y no era un loro cualquiera. Era un enorme ejemplar adulto del Amazonas, de un metro de largo desde el penacho hasta las alas de la cola, con un brillante pecho dorado, el lomo azul celeste y las alas de un impactante carmesí. Lo observamos sobrecogidos. El abuelito había leído sobre él en los periódicos de Austin y se lo había comprado a los parientes del propietario, pues éste había fallecido. Era lo más bonito que habíamos visto nunca. Y tenía aspecto de poder arrancarte un ojo como si nada.
Cuando aún estábamos boquiabiertos, pasó su gran pico por entre los barrotes y abrió el pestillo con delicadeza, y después se subió encima de la jaula con un balanceo experto, pese al impedimento de una fina cadena de plata que iba desde su pata hasta su roída percha. Se arregló una larga pluma iridiscente, sacudió la cabeza, alzó y bajó el penacho en un gesto algo amenazador y fijó la mirada en nosotros con un ojo amarillo y perfectamente redondo.
Nos quedamos estupefactos. Nunca habíamos visto nada igual. Mamá miró a la criatura con cierta alarma, pero entonces, como si se hubiera dado cuenta de que su futuro estaba en juego, el ave nos ofreció una sorprendente interpretación silbada de Cuando éramos jóvenes, Maggie, con trinos y cadencias incluidos. ¿Fue pura casualidad? ¿O ese pájaro adivinó de algún modo que mi madre se llamaba Margaret y que ésa era su canción favorita? Había una inteligencia cruel en ese ojo ictérico que me hacía pensar que sí, y agradecí la cadena. Se llamaba Polly, como tantos loros, y era nuestro regalo de cumpleaños. ¿Qué podía hacer mi madre?
De modo que se quedó, al menos por un tiempo, y resultó tan irritable y quisquilloso como parecía. Con ese pico inmenso y esas garras enormes, a nadie se le pasó por la cabeza soltarlo de su cadena. Nos intimidaba a padres, hijos, perros y gatos, por lo que todos evitábamos su rincón salvo para darle agua y comida y cambiarle el papel de periódico. Tenía su propia jibia, con la que se frotaba los costados del pico como un afilador de cuchillos poniendo a punto su acero. Yo quería examinarlo más de cerca, pero no me atrevía. A Polly no parecía importarle ser tan poco popular; se pasaba el día refunfuñando taciturno y cantando canciones picantes de marinero, con algún que otro chirrido ensordecedor que soltaba tan sólo para darte un susto.
Cada vez nos aficionamos más a taparle la jaula para tener un poco de paz. Sospecho que todos queríamos deshacernos de él, pero nadie se atrevía a dar un paso al frente y decirlo; esperábamos que se presentara alguna excusa decente porque, al fin y al cabo, era nuestro pájaro de cumpleaños.
La excusa decente llegó durante una de las meriendas de mamá, cuando Polly saludó alegremente a una invitada, la señora Purtle, sugiriéndole que «se fuese al carajo». Yo no sabía qué significaba eso, pero al parecer mamá y la señora Purtle sí. Al cabo de una hora, Alberto ya había llevado a Polly a la limpiadora y se lo había regalado al señor O’Flanagan.
El señor O’Flanagan era el ayudante de dirección de la limpiadora y antiguo marinero mercante, y le encantaba tener un pájaro cerca. Una vez tuvo un cuervo que era un vejestorio y al que llamó Edgar Allan, y había invertido años en enseñarle a decir «Nunca más». Pero el cuervo permaneció mudo, hasta el día en que graznó una vez y acto seguido estiró la pata de viejo. Al señor O’Flanagan, desde que supo que teníamos un loro que hablaba de verdad, le hacía mucha ilusión llegar a ser su propietario. Puesto que él mismo era un viejo lobo de mar, no le ofendía la compañía grosera. Resultó que el pájaro y él conocían las mismas canciones indecentes, y cuando el hombre no estaba ocupado con algún cliente, se pasaban el rato cantando juntos… con la puerta cerrada, por supuesto.
En casa nadie echó de menos a Polly; ni siquiera el abuelito, sospecho.