Capítulo 14

El rozón

La naturaleza (…) no se preocupa por las apariencias, salvo en la medida en que puedan resultar útiles para algún ser.

El abuelito y yo continuamos vigilando la planta. Para mi gran alivio, ésta prosperó bajo nuestro afectuoso cuidado, estirándose primero hacia la luz y arrastrándose luego por el alféizar. El abuelito la llamaba «el Probando». Me explicó que éste era el nombre que recibía el primer ejemplar de cada clase. Yo la sacaba unos minutos cada día para exponerla a la polinización de las abejas. Me concentraba en mis funciones y espantaba a todos los saltamontes y demás comedores de plantas que se aventuraban demasiado cerca.

Empecé a centrarme en otros experimentos concebidos por mí misma; lo que fuera con tal de alejarme de los calcetines navideños. Se avecinaba la recogida del algodón, así que estuve dando vueltas al asunto del rozón, que todavía causaba estragos en nuestra parte del mundo. El abuelito me había enseñado que la mejor manera de aprender algo era pasar por la experiencia o realizar el experimento uno mismo, y él le había dado a papá la oportunidad de estudiar el rozón siendo joven, haciéndole pasar un día de duro trabajo con él. Así pues, como parte de mi nueva campaña de actividad para acelerar el tiempo, cogí una azada larga normal del cobertizo de herramientas (no había rozones en la propiedad), y pensé que si la sostenía desde la mitad, sería como trabajar con el rozón, que es más corto. Me fui a nuestra hilera de algodón más cercana, a unos cincuenta metros largos del porche de atrás. Mamá siempre decía que una dama de verdad ha de tener césped y un jardín; las que no son damas de verdad tienen algodón plantado hasta su misma ventana.

Las cápsulas colgaban hinchadas de las plantas, donde llevaban a cabo su milagrosa transformación de vainas verdes y duras a esferas blancas y esponjosas. Dinero en metálico que crecía en nuestro suelo.

Di un golpe de azada.

Oh, qué difícil era, la verdad. Y eso que no hacía mucho calor, ni tenía que hacerlo hora tras otra para ganarme el pan, ni era una persona mayor con reuma, como las había visto a veces en los campos. Me estaban pasando todas esas cosas por la cabeza cuando oí un chillido como el de una lechuza procedente de la casa. Casi me muero del susto.

—¿Qué estás haciendo? —Viola se abalanzaba sobre mí desde el porche de atrás. Nunca en mi vida la había visto tan alterada.

—Estoy cortando algodón, ¿qué parecía?

—Por todos los santos, ¡vete dentro! ¡Ahora mismo! Que Dios nos asista. —Me arrebató la azada de las manos y me empujó hacia casa con fuerza—. ¿Se puede saber qué te pasa? ¿Es que has perdido el juicio? Actuando como si fueras negra… —me regañó.

—Sólo quería ver cómo es. El abuelito me explicó que…

—No quiero oír hablar de ese viejo. Ese hombre ha perdido la cabeza y ahora tú también. —Refunfuñó y me dio codazos todo el trayecto hasta casa—. Una niña recogiendo algodón. Una niña blanca recogiendo algodón. ¡Una Tate recogiendo algodón! Que Dios me asista.

Hasta que llegamos a la cocina no dejó de mirar alrededor, alarmada y agarrándome todo el camino.

—Dame el delantal —dijo, y me lo arrancó—. Ve ahora mismo a ponerte uno limpio. Si te ve tu mamá, le da un ataque. No se lo cuentes a nadie. Hablo muy en serio.

—¿Por qué? ¿Por qué te pones así? Sólo lo estaba probando.

—Dios del cielo, dame fuerzas.

—No te enfades conmigo, Viola.

—Tengo que sentarme un minuto.

—Espera, te traeré un vaso de limonada.

Se sentó a la mesa de la cocina y se abanicó con un cartón mientras yo iba a la despensa, donde vi una vasija de barro con sidra fermentada. Dudé y al final me decidí por eso: Viola parecía necesitarlo.

—Con esto te encontrarás mejor —le dije.

Se lo bebió de un trago y se quedó con la mirada perdida, sin dejar de abanicarse. Le llevé otro vaso y suspiró. Por lo visto, un montón de gente de la que frecuentaba últimamente bebía o suspiraba.

—Callie —dijo al fin—, alguien podría haberte visto, hija.

—¿Y qué?

—Tu mamá tiene planes para ti, ¿lo sabes? La semana pasada dijo que quiere presentarte, y ahora esto. No, señor. Las debutantes no recogen algodón.

—¿Presentarme yo? ¿Para qué?

—Porque eres una Tate. Tu papá tiene algodón. Es el dueño de la limpiadora.

—Creo que todavía es del abuelito.

—Ya sabes lo que quiero decir, señorita listilla. ¿No quieres ser una debutante?

—No estoy segura de lo que eso significa, pero si significa ser como la tonta esa que se trajo Harry, pues no.

—Desde luego, era una dama muy boba. Pero no significa eso, sino montones de fiestas lujosas con montones de caballeros jóvenes. Significa tener montones de pretendientes.

—¿Y para qué quiero yo montones de pretendientes?

—Eso lo dices ahora. Pero ya verás más adelante.

—De verdad que no, Viola. ¿Qué sentido tiene?

—Complacería a tu madre, ése es el sentido.

—Oh.

—Pequeña egoísta —dijo.

—Yo no soy egoísta —repliqué.

—Has de convertirte en una señorita de sociedad —continuó ella—. No en un espantajo.

Ignoré este último y desafortunado comentario y reflexioné un segundo:

—¿Mamá se presentó?

—Estuvo a punto, pero al final, nada.

—¿Por qué?

Viola me miró.

—Pregúntaselo a ella.

—¿La guerra? —pregunté. Ella asintió—. Pero si entonces ya había terminado. Mamá debía de tener… —Llevé la cuenta con los dedos.

—No quedó nada de dinero y ya está —dijo Viola—. Y luego su papá se muere de tifus y fin de la historia.

—¿Por eso tengo que presentarme yo? ¿Porque ella perdió su turno?

—Te estoy diciendo que se lo preguntes a ella. Ve a lavarte, que estás hecha un desastre. Yo descansaré un poco: el corazón me late como una mariposa. Que Dios me asista.

La dejé abanicándose.

A mi madre le había salido una chica de siete intentos. Supongo que yo no era exactamente lo que ella tenía en la cabeza, es decir, una hija primorosa que la ayudara a lidiar con la creciente marea de energía muchachil y atolondrada que siempre amenazaba con devorar la casa. No se me había ocurrido que ella esperaba una aliada y nunca la tuvo. A mí no me gustaba hablar de recetas y estampados y servir té en el salón. ¿Y por eso era una egoísta? ¿Por eso era una rara? Y lo peor de todo: ¿por eso era una decepción? Seguramente podría vivir sabiendo que me consideraban egoísta y rara, pero una decepción… Eso era otra cosa, y mucho más dura. Procuré no pensar en ello, pero la idea me persiguió por la casa durante toda la tarde, como un mal olor o un perro pesado pidiendo atención.

Me senté en mi dormitorio y miré los árboles de afuera mientras daba algunas vueltas al asunto. Yo no era así a propósito. ¿Podían echarme la culpa por mi naturaleza? ¿Podía el leopardo dejar de tener manchas? Y en todo caso, ¿cuáles eran mis manchas? Qué confuso era todo. No saqué ninguna conclusión, pero sí un buen dolor de cabeza. A lo mejor necesitaba un poco de Lydia Pinkham, como mamá. A lo mejor me parecía a ella más de lo que creía.

¿Tan malo era que me presentaran como debutante? Tal vez no me importara tanto… al final. Mientras, tendría que averiguar más al respecto.

El abuelito me había enseñado que uno no puede responder a las preguntas importantes sin cultivarse lo mejor posible, y sin dedicar mucho tiempo a sopesar y calibrar las alternativas. Me quedaban seis o siete años más para pensar en ello. Sería tiempo suficiente. No conocía a nadie que pudiese hablarme de tales asuntos excepto mi madre, pero si le preguntaba a ella, ¿no le haría tener esperanzas, unas esperanzas que luego quizá se vieran truncadas? La cabeza me dolía y el cuello me empezaba a picar. Otra vez la urticaria.

A la mañana siguiente encontré a mamá afuera, examinando el huerto de la cocina con un sombrero ancho de paja que le protegía el rostro y unos guantes de algodón blanco en las manos, siguiendo su propia máxima según la cual una dama siempre oculta el rostro y las manos del sol. Me acerqué a ella con cautela, por si acaso Viola le había contado lo de mi vergonzoso experimento en público, pero sus ojos no reflejaban una alarma especial. No más de lo acostumbrado.

—¿Dónde está tu sombrero? Ve adentro a buscarlo —me mandó.

Corrí a por él, pues no tenía sentido empezar esa conversación con mal pie. Lo descolgué del gancho de la puerta de atrás y salí otra vez.

—Así está mejor —dijo—. ¿Vienes a ayudarme con las flores?

—Quería preguntarte algo —comencé—. Viola me ha explicado… Me ha explicado que tú ibas a presentarte en sociedad cuando eras joven pero que no pudiste. ¿Es cierto?

Una sombra de sorpresa, enojo o tal vez pesar le oscureció el rostro. Se agachó y cortó una rosa Cherokee.

—Sí, lo es.

—¿Y qué pasó?

—La guerra nos dejó arruinados. Arruinó a muchas familias. La gente se moría de hambre. Hacer un debut habría resultado… indecoroso.

—Pero de todos modos conociste a papá.

Sonrió.

—Así es; fui de las afortunadas. Tu tía Aggie no lo fue tanto.

La hermana de mi madre, Agatha, vivía soltera y sola en Harwood, en una casa que olía a gatos y a moho.

—O sea que no te hizo falta ser una debutante —dije mientras tiraba de una mala hierba.

—No, supongo que no. Pero muchas chicas aún lo hacen.

Me miró. Ya no pude seguir evitando la pregunta, por lo que fui al grano:

—¿Yo tengo que presentarme?

—Eres la única hija, Calpurnia.

No quise ser grosera y recalcarle que no había contestado a mi pregunta.

—¿Y eso qué significa… exactamente?

—Que una niña de buena familia se ha convertido en una jovencita y está lista para introducirse en la sociedad. Que está lista para ocupar el lugar que le está designado. Que pueden presentarle a jóvenes de buenas familias. Significan bailes y distracciones y un vestido nuevo para cada una de ellas.

A mamá se le iluminó la cara.

—¿Cuánto dura? —quise saber.

—Un año.

—¿Un año entero? —No presté mucha atención a cómo lo decía—. ¿Y qué ocurre después?

Pareció confusa.

—¿A qué te refieres?

—Dices que dura un año; ¿y luego, qué?

—Pues normalmente, para entonces la joven dama ha encontrado un marido.

—O sea que son un montón de fiestas lujosas para casar a chicas.

Mamá chasqueó la lengua.

—Dios santo, yo no lo diría de ese modo.

«¿Por qué no?», pensé. No había forma de disfrazarlo.

—Mamá…

—¿Sí, querida?

—Entonces… ¿tengo que presentarme? —Endureció el rostro. Rápidamente añadí—: ¿Tú quieres que me presente?

Me escudriñó.

—Callie, creo que queda mucho tiempo para pensar en eso. Pero sí, me gustaría que tuvieras la oportunidad que yo perdí. Muchas chicas jóvenes se alegrarían de poder hacerlo.

—¿Qué piensa papá? Lo de un vestido nuevo cada vez suena caro.

Puso expresión de reproche.

—No se debe hablar así de dinero: no está bien visto. Tu padre representa un sostén excelente. Seguro que estaría orgulloso de presentarte.

—Ya…

Y ahí quedó el asunto… de momento. Más tarde se me ocurrió pedirle al abuelito su opinión sobre el tema, pero después comprendí que no la necesitaba: no costaba imaginarse cuál era.