Capítulo 15

Un mar de algodón

Linneo calculó que si una planta anual producía sólo dos semillas […] y al año siguiente las plantas nacidas de éstas producían dos, y así sucesivamente, al cabo de veinte años habría un millón de plantas.

Un par de semanas después, mi padre se reunió en Moose Lodge con los demás terratenientes principales y declaró la fecha de inicio de la cosecha de algodón, sin duda el acontecimiento más importante de todo nuestro condado.

Un ejército de trabajadores procedentes de tres condados vecinos invadió nuestros sembrados para recoger desde el alba hasta la noche cerrada; hombres, mujeres y niños que paraban sólo a mediodía para la comida y un pasaje breve de la Biblia, que leía un predicador incluido en su grupo.

Viola reclutó a tres de las mujeres para que la ayudaran a guisar en la vieja cocina de piedra de la parte de atrás. De ahí brotaba una cantidad prodigiosa de sémola, tocino, alubias, bollos y sirope, y todo ello se cargaba en la calesa en cestos gigantes y se llevaba a los campos, junto con un barril de agua fresca y un balde inmenso de café. Mamá pasaba a la cocina para alimentarnos a nosotros. También se ocupaba de curar los cortes y las ampollas de los recogedores y otras heridas consideradas demasiado pequeñas para mandarlos al doctor Walker.

Harry iba de aquí para allá con el carromato para comprar azúcar, harina de maíz y de trigo y demás provisiones. Sam Houston y Lamar transmitían mensajes a la velocidad del rayo entre la casa de pesas y el tablón de cuentas, y a veces los recompensaban con un centavo, que en la tienda se transformaba en diez caramelos o un lápiz nuevo. La de mensajero de cuentas era una posición muy codiciada.

Papá se quedaba hasta tarde en la limpiadora y volvía a casa cuando llevábamos rato acostados. El único que estaba exento de toda tarea era el abuelito. Él había fundado la empresa de la limpiadora y durante treinta años había supervisado ese acceso estacional de actividad desenfrenada, así que ya no tenía ningún interés ni obligación. Se retiraba a su laboratorio o bien salía por la mañana con la cartera al hombro.

La limpiadora funcionaba día y noche. El herrero y el carpintero ni siquiera dormían, para que las máquinas siguieran en marcha y el algodón circulara: entraban carromatos hasta los topes y salían inmensas balas atadas, rumbo a Austin, Galveston y Nueva Orleans. Las balas pesaban tanto y formaban unas pilas tan altas que resultaban una auténtica amenaza. Embalarlas y mantenerlas en equilibrio era todo un arte, y cada año muchos hombres morían en todo el sur aplastados por columnas inestables.

Desde casa oíamos el trajín y los golpes rítmicos de los grandes cinturones de cuero de la maquinaria, a medio kilómetro de distancia. Al cabo de un par de noches te acostumbrabas a todo otra vez, y aunque yo no había oído nunca el océano, el ruido de la maquinaria a lo lejos me hacía sentir como si me durmiera arrullada por el oleaje, al menos tal como yo me lo imaginaba. Pero en vez de agua, prodigiosas olas de algodón envolvían nuestra casa.

La escuela cerraba durante diez días. Muchos de mis compañeros eran de familias que no podían permitirse contratar a nadie, por lo que todos, niños incluidos, recogían hasta decir basta. A mí me confinaban a las tareas de la cocina junto con mi madre. Una mañana tamicé un saco entero de harina, y al día siguiente tenía las manos tan doloridas que no pude coger el lápiz y escribir en mi cuaderno. Me dediqué a quejarme tan amargamente que me buscaron un nuevo destino.

Mi siguiente trabajo fue vigilar a un par de docenas de niños que jugaban en el patio, entre la casa y la cocina exterior, mientras sus madres trabajaban en los campos, y asegurarme de que no los picaran las gallinas atareadas y hacendosas, ofendidas ante esa invasión de su hábitat de siempre. Tampoco me encantaba esa misión no retribuida, sobre todo cuando veía que Sam Houston y Lamar se iban tan contentos a la limpiadora y regresaban a casa con dinero. Tras todo un día regañando a los niños y con pensamientos sombríos sobre esos centavos, lancé una nueva campaña por la noche, durante la cena.

—¿Por qué tengo que ocuparme de los niños? —le pregunté a papá.

—Porque eres la chica —replicó Lamar con brusquedad. Yo lo ignoré.

—¿Por qué tengo que ocuparme yo de los niños? ¿Por qué no puedo llevar mensajes? ¿Por qué no puedo ganar dinero?

—Porque eres la chica —volvió a decir Lamar, alarmado y oliéndose un posible peligro.

—¿Y eso qué se supone que significa?

—A las chicas no les pagan —se burló él—. Las chicas no votan y no se les paga. Se quedan en casa.

—Vete a contar eso en la escuela de Fentress —contesté, orgullosa de mi réplica—: A la señorita Harbottle le pagan, ¿no?

—Es diferente —se enfurruñó.

—¿En qué es diferente?

—Lo es y ya está.

—¿En qué exactamente, Lamar?

Insistí tanto y tan alto que mi agotado padre, desesperado por un poco de paz, dijo:

—Está bien, Callie, te pagaré cinco centavos.

Guardé un silencio triunfante y Lamar pareció aliviado por conservar su puesto de chico de las cuentas. Pero entonces mis tres hermanos pequeños iniciaron su propio lloriqueo a coro por lo injusto que era que a ellos no les pagaran por nada. Después de ganarse un severo «¡Ya está bien!» de mamá, se callaron y estuvieron de morros y en silencio el resto de la cena mientras yo soltaba una cháchara informal y agradable, tal como me habían dicho que hacían las damas, comentando el tiempo y preguntando a todos cómo les había ido el día. El abuelito parecía sorprendido; mamá parecía tener dolor de cabeza, pero llevó resueltamente su parte de la conversación.

Al día siguiente me senté en los peldaños de atrás sin perder de vista a los veintinueve pequeños que tenía a mi cargo. Ahora que me pagaban, ahora que era una profesional, me tomaba muy en serio mi labor y contaba las cabezas una y otra vez. La mayoría de los niños eran bebés que jugaban tan contentos con la tierra, pero de vez en cuando alguno conseguía levantarse y tambalearse, chillando de placer, tras un perro o un gato que pasaba, y si les hacías volver empezaban a protestar. Había otro problema, y es que se llevaban a la boca las cosas más dispares que encontraban en el suelo; les salvé la vida a algunos escarabajos y a una oruga nocturna desorientada. Tenía intención de leer un libro, pero no podía apartar la mirada ni un segundo. Para ser unos organismos tan pequeños e inestables, se te podían escapar realmente deprisa. Y las gallinas eran un incordio: se lanzaban como una flecha desde la periferia hacia el meollo y provocaban un alboroto tremendo e histérico. Yo les tiraba piedrecitas para que se fueran.

Sul Ross pasó por allí mientras yo les disparaba. Supongo que creyó que lo hacía por pasar el rato, aunque no era así. Estaba agobiada y a punto de decirle que se fuera cuando noté que miraba con interés, como si tal vez quisiera añadirse. Lo observé por el rabillo del ojo y pensé deprisa.

—Esto sí que es divertido —comenté.

—Sí —dijo él—. Ya te digo. Pero a mí siempre me gritan cuando lo hago.

—Qué pena, porque mira que es divertido —insistí, con una picardía más propia de Tom Sawyer que de su novia Becky. Minutos después ya estaba corriendo por el prado detrás del abuelito, al que había visto pasar.

—¡Espere, espere! —grité. Ya desaparecía por el fondo sombrío de pacanas cuando se giró sorprendido.

—Me encanta disfrutar de tu compañía, pero ¿qué haces aquí? —preguntó—. Creía que te habían puesto a trabajar con los demás y te habían contratado.

—Me he cambiado por Sul Ross.

—¿Qué es lo que has cambiado?

—Bueno, nada exactamente, señor. Lo he contratado yo a él. Le he dicho que si cuidaba de los niños le daría dos centavos. Además, le he dicho que podía tirar piedras a las gallinas para mantenerlas alejadas. —Me apresuré a añadir—: Pero sólo piedras pequeñas, del tamaño de una uña; eso se lo he dejado claro. Le he visto muy contento con el pacto. Así me saco tres centavos y puedo pasar el día con usted.

—Ah —exclamó el abuelito—, veo que ya eres toda una mujer de negocios.

Y, aunque lo dijo en tono bastante cordial, advertí algo (¿desencanto?) en su expresión.

—No, no lo creo —contesté tras pensar un rato—. ¿Le parece que hoy veremos algo nuevo?

Le cogí la mano. Él puso una cara más alegre.

—Estoy seguro de ello —dijo, y partimos hacia el río.