Capítulo 16
Llega el teléfono
Aunque algunas especies puedan estar creciendo en número con más o menos rapidez, no pueden hacerlo todas, pues el mundo no lo soportaría.
Se avecinaban cambios, en el pequeño escenario de mi vida y también en el más amplio de nuestro pueblo. La Compañía Telefónica Bell había instalado una línea desde Austin hasta la sede del condado en Lockhart, y ahora podíamos realizar la increíble proeza de hablar por un cable delgado con alguien que estuviera a cincuenta kilómetros de distancia (o, más que hablar, gritar, pues la interacción tenía fama de ruidosa). Veinte años atrás, el trayecto hasta Austin llevaba tres días en carromato; diez años atrás, medio día en tren; y ahora se podía transmitir un mensaje en el tiempo que tardaba un hombre en respirar.
Se discutió mucho sobre dónde habría que poner la centralita y el teléfono (sólo había uno). Algunos dijeron que en la limpiadora, por ser el eje del comercio; otros, que en la oficina de correos; pero el alcalde, el señor Axelrod, decretó que iría en el periódico, el corazón informativo de nuestra ciudad. La redacción estaba justo delante de la limpiadora, por lo que el aparato podía utilizarse para recibir encargos de algodón y comprobar los precios del mercado.
El abuelito estaba muy emocionado con el teléfono, y su andar era más saltarín cuando salíamos a recoger especímenes.
—Dios santo —decía—, el progreso es algo maravilloso. Y ese muchacho, Alex, lo ha conseguido.
—¿Alex? ¿Se refiere al señor Bell?
—Sí, señora. El mismo.
—Vaya —dije—, ¿lo conoce?
—Un buen chico. Lo conocí hace años a través de la Geographic, me sorprende no haberte hablado de él. Le presté algún dinero cuando estaba empezando, y él me dio unas acciones de su empresa. Recuérdame que compruebe las cotizaciones la próxima vez que vaya a Austin: seguro que esas participaciones ya tienen algún valor. —Y luego añadió—: ¡Dios santo, si puedo telefonear a la central y enterarme de los valores! No necesito ir a Austin. ¡Ja!
En el pueblo no se habló de otra cosa durante semanas. La Compañía Bell insertó un anuncio en el Fentress Indicator para comunicar que contrataría a una operadora telefónica y que dicha persona debía ser una joven formal, seria y trabajadora de entre diecisiete y veinticuatro años. Por lo visto, la compañía había tenido muy malas experiencias con operadores anteriores, todos ellos reclutados en las filas de telegrafistas hombres (un puñado de rudos peones con tendencia a beber, ser groseros y desconectar la línea). El anuncio también estipulaba que la joven tenía que ser alta, lo que disparó toda clase de especulaciones, unas corteses y otras no tanto. Ofrecía alojamiento y comida y, por si eso fuera poco, la asombrosa suma de seis dólares a la semana. ¡Para una chica! No un carretero o un herrero, sino una chica. Y un trabajo bajo techo, además. Era algo inaudito. ¡Dinero, prestigio e independencia! Me moría por ese puesto. Le pregunté a J.B., el hermano que tenía más a mano:
—¿Crees que aparento diecisiete?
Me miró y respondió con gravedad a través de un grueso y húmedo caramelo de toffee:
—Pareces muy mayor, Callie.
Esto me complació, pero él sólo tenía cinco años, por lo que no era una información demasiado fiable. Fui a buscar a Harry al establo, donde estaba reparando un arnés.
—Harry —dije—, ¿crees que podría pasar por alguien de diecisiete años?
—¿Te has vuelto loca? —contestó sin alzar la vista.
—No. Mira, ¿y si hago esto? —Me sostuve el pelo en lo que pensé que serían unos atractivos moños encima de las orejas—. ¿Parece que tengo diecisiete?
Me observó.
—Pareces un cocker. La respuesta es no. —Interrumpió su reparación y me miró con ojos entornados—. ¿Por qué? ¿Qué estás tramando?
—No, nada…
Por un instante fugaz me había visto a mí misma como la señorita Tate, operadora telefónica, ataviada con un elegante vestido camisero, encaramada a un taburete con ruedas y comunicando cada llamada con gran eficiencia y aplomo, y diciendo con voz bien modulada: «Central, ¿diga? ¿Número, por favor…?». Ya estaba deseando mentir sobre mi edad y «tomar prestados» un vestido y un sombrero del vestidor de mi madre ante tanto esplendor potencial. Lo tenía todo pensado cuando, de repente, me vino a la cabeza algo obvio: que medio pueblo me conocía de nombre y el otro medio de vista. ¿Acaso me había vuelto tonta? Di gracias a Dios por mostrarme a tiempo la estupidez de mi ridículo y peligroso propósito. Pero aun así…
Cuando llegó el gran día, unas cuantas chicas altas y menos altas se presentaron con sus sombreros más sobrios, aferradas a sus cartas de referencia con sus pulquérrimos guantes blancos. Formaron una fila a lo largo del entarimado elevado, frente a la redacción del periódico, y esperaron horas, algunas de ellas de puntillas. Cuando entraron, las hicieron poner de espalda a la pared y les midieron la distancia entre las yemas de los dedos. Resulta que necesitaban a alguien de brazos largos, capaz de enchufar clavijas a lo largo y ancho de la centralita. Al final del día anunciaron que la señorita Honoria Goates, de Staples, sería nuestra nueva operadora telefónica. Esto levantó una controversia importante: era alta, sí, y puede que tuviera los brazos largos, pero Fentress estaba lleno de muchachas adecuadas; ¿o no? ¿No era la Compañía Telefónica de Fentress? ¿Por qué contrataban a una forastera de Staples, que estaba a siete kilómetros? ¿Cogería la habitación y se alojaría allí o vendría cada día? Y en tal caso, ¿cómo se las arreglaría cuando hiciera mal tiempo? Y así hasta el infinito.
Honoria Goates y su baúl de estaño llegaron dos días después y se instalaron en una habitación mínima, del tamaño de un gabinete, que contenía la centralita y un catre para que ella pudiera responder al teléfono a cualquier hora del día y de la noche. Le traerían las comidas de la pensión de Elsie Bell, al final de la calle. Aquello era una extravagancia sin precedentes.
Sea como sea, al final no importó que Honoria fuese de Staples o que tuviera brazos largos. La Compañía ignoraba (los demás no) que a su tío, Homer Ray Goates, lo había alcanzado un rayo mientras araba y que la propia Honoria lo había encontrado en su terreno, carbonizado y algo humeante. El señor Goates sobrevivió, pero perdió la mayor parte del oído y desde entonces siempre llevaba una trompetilla inmensa. También era propenso a carcajearse de repente por nada, cosa desconcertante pero que lo convertía en una compañía entretenida.
Desde aquel día, la pobre Honoria le había cogido un miedo horrible a la electricidad. ¿Y quién no lo tendría en su lugar? Así que, cuando le tocó enchufar su primera clavija en el tablero, con el supervisor a sus espaldas dándole indicaciones, chilló y huyó del edificio, temiendo quedarse frita como su tío por culpa de una chispa diabólica que le saltara desde los cables. Cruzó el puente a trompicones, sin recoger siquiera sus cosas, y corrió hasta llegar a Staples avergonzada y llorando. Su padre mandó a por su baúl al día siguiente.
En su lugar contrataron a Maggie Medlin, la sobrina-nieta de Backy Medlin. Era más baja que Honoria, pero de carácter más tenaz. Su aborrecible hermana menor, Dovie, se regodeaba en el reflejo de la gloria de Maggie y le dio por empezar todas las frases con «Pues mi hermana la operadora dice…». Todos la odiábamos por ello.
Finalmente, los hombres de la Compañía Bell llegaron a Fentress, y con ellos el gran día de la inauguración de la línea telefónica. Los representantes de la empresa vinieron en tren desde Austin. No había espacio para celebrar la ceremonia dentro de la redacción del periódico, así que nos reunimos fuera, en la calle. La Odd Fellows’Brass Band interpretó una breve selección de temas, la Moose Band tocó largo y tendido y la banda con menos miembros, la International Woodmen of the World, no acababa nunca. El alcalde y los de la Compañía dieron largos y aburridos discursos sobre ese gran día. El alcalde Axelrod cortó una cinta roja con unas tijeras de cartón falsas y gigantescas para inaugurar oficialmente la Compañía Telefónica de Fentress. Se lanzaron vítores, se estrecharon manos y se repartió limonada y cerveza gratis. Sam Houston intentó gorronear una, pero no se salió con la suya.
Y entonces, a las doce en punto del mediodía, ocurrió. Un estridente sonido metálico retumbó en el aire expectante y ansioso. La multitud jadeó y coreó: «Oooh». Al teléfono estaba el senador del estado, que llamaba desde Austin para felicitar a nuestro pueblo por lanzarse al encuentro del siglo XX. Maggie Medlin comunicó la llamada y nuestro alcalde entró en el gabinete y le chilló al senador, que le devolvió el chillido desde setenta kilómetros de distancia, para darle el precio del algodón de aquella mañana en el mercado de valores de Austin. El abuelito me susurró:
—¿Te das cuenta de lo que esto significa, Calpurnia? Los tiempos del aceite de ballena y la carbonilla han terminado. El viejo siglo está muriendo ante nuestros ojos. Acuérdate de este día.
El señor Hofacket, del Salón fotográfico Hofacket («Grandes fotografías para grandes ocasiones»), estaba allí con su gran cámara de fuelles para inmortalizar la jornada. Quiso hablar de la planta con el abuelito y le decepcionó saber que todavía no había respuesta. Se hubiera pasado el día charlando de eso, pero el alcalde Axelrod lo llamó de vuelta a su deber como fotógrafo oficial. La multitud se aglomeró en la tarima, rebosándola y ocupando la calle. El señor Hofacket preparó la cámara. El abuelito me cogió la mano. Entonces el señor Hofacket se metió debajo de su tela negra y alzó su flash de polvo de magnesio.
—¡No se muevan! —gritó.
Nos quedamos inmóviles. El polvo del señor Hofacket nos iluminó como relámpagos de verano y nos atrapó en el tiempo durante ese segundo. Cuando luego vimos una copia de la fotografía, casi todos los rostros estaban solemnes y serios. A mí se me veía pensativa. La única cara alegre era la del abuelito, que sonreía como el gato de Cheshire.