DIOS EN UN TUBO DE ENSAYO
El simple acto de intentar comprender a
Dios conduce a su deformación.
Aquella comunidad sufrió una gran conmoción. Al fin, y después de no pocos años y esfuerzos, un científico lo había logrado: Dios había sido aislado en un tubo de ensayo.
Cientos de colegas, teólogos y periodistas acudieron hasta el laboratorio del afortunado sabio.
En un rincón, y en mitad de la oscuridad, los hombres contemplaron atónitos una brillante probeta.
Los especialistas del mundo entero dispusieron lo necesario para el más exhaustivo e importante análisis de todos los tiempos.
La probeta y la cegadora luz que se alojaba entre sus paredes de cristal fue situada en el centro del laboratorio. Los científicos ajustaron sus microscopios y situaron sobre el tubo los más potentes focos.
Y comenzó la esperada «exploración» de Dios.
Pero, ¡oh sorpresa! Al conectar las grandes pantallas luminosas, la probeta apareció vacía. Los ordenadores señalaban la presencia de Dios en el interior del tubo de ensayo y, sin embargo, allí no había nada.
Al apagar nuevamente los focos y ante el estupor general, la fuente luminosa apareció de inmediato en la probeta. Dios seguía allí.
Los científicos volvieron a la carga y conectaron los focos por segunda vez. Pero fue inútil. El tubo volvió a «vaciarse».
Aquel juego se repitió hasta que los sabios, rendidos por el cansancio, comprendieron...
Desde aquel histórico día, los hombres de aquella comunidad no estudian a Dios. Sencillamente, creen en Él.