LOS DOS ANCIANOS

Quizá el progreso personal no dependía

exclusivamente del paso de los años.

Sentados a la orilla de los días, dos ancianos esperaban la visita de la muerte.

Su tiempo se agotaba.

Tanto uno como otro habían nacido en la misma tierra, en el mismo año y de familias de idéntica condición social.

El primero, una vez concluida su preparación para la vida, tomó pareja. Y fue padre de una larga prole. Sus nietos se contaron también con los dedos de varias manos.

Desde cero, su hacienda y patrimonio fueron creciendo. Y aunque la ruina y las calamidades asolaron su casa en varias ocasiones, aquel hombre supo levantarse siempre. Y aunque la sombra de la duda aleteó con frecuencia sobre su corazón, el primero de los ancianos buscó una y otra vez la Verdad.

Pero jamás tuvo conciencia de haberla encontrado y, mucho menos, de haberla poseído.

El primero de los ancianos llegó hasta la playa de la vida con el alma cansada. Rota por las caídas y por el continuo levantarse. Sin aliento por el esfuerzo desplegado ante los problemas. Sin saber a ciencia cierta si su vida había sido un éxito o un fracaso. Agobiado por lo que había dejado de aprender, más que por lo que sabía.

Decepcionado, en fin, porque jamás tuvo la Verdad al alcance de la mano.

En cambio, el segundo anciano tuvo una existencia pacífica.

Jamás concluyó sus estudios. Pero tampoco sintió una especial preocupación.

Y se dejó llevar por la inercia de la vida.

Vivió primero de la hacienda de sus padres y, por último, de la de sus hermanos y amigos.

Vivió solo. No aceptó la carga de una familia ni quiso enfrentarse con los problemas de una descendencia.

No deseó el riesgo. Ni fue visto jamás en la primera línea de la aventura o de los negocios. Su vida terminó por reducirse al círculo de sus propios pensamientos y costumbres, ambos tan cortos como correctos.

Y llegó también al final del camino. Lo hizo sin cansancio ni melancolías. Sin especiales dudas. Sin frío ni calor. Sin problemas...

Y llegado el momento se hizo presente ante ambos el rostro chato de la muerte.

El ángel de la muerte tomó al primero de los ancianos y le invitó a pasar a la gran lancha, dispuesta ya para una nueva singladura.

No ocurrió así con el segundo, que fue rechazado por el ángel.

Cuando aquél le preguntó por qué, el mensajero de la luz respondió:

«Para resolver los problemas de la otra orilla es preciso haber aprendido primero a resolver los de ésta...»