HUBO UNA VEZ UN VIAJERO.

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A Gloria de Larrañaga, que emprendió este

último «viaje» a pesar de todo y de todos.

Conocí a un eterno viajero.

Aquel hombre dedicó su vida al conocimiento y a la exploración.

Desde niño —desde que alguien le habló por primera vez de un Dios infinitamente sabio y generoso—, aquel hombre quiso ser viajero.

«Si ese Dios existe —se repetía—, yo lo encontraré...»

Caminó tanto, que olvidó el color de la tierra donde nació.

Preguntó en los ventisqueros. Pero los hombres de las nieves no supieron responderle. Allí, en las cumbres, no conocían el paradero de ese Dios.

Y descendió a las sabanas. Convivió con los viejos hechiceros, pero sus dioses eran de caña y fuego. De venganza y terror. Y regresó a la gran ciudad, con el corazón encharcado en la duda.

Preguntó entonces a los ciudadanos.

«¿Un Dios infinitamente sabio y generoso...?

¡Imposible! —le respondieron en la gran metrópoli—. Ese Dios es una quimera... Si existiera en ver dad, nosotros, los dirigentes del mundo, lo conoce riamos...

Pero jamás participó en nuestros planes económicos. Ni en nuestras guerras.

Tampoco fue visto en nuestros senados y parlamentos. Ni ha llegado a nosotros noticia de su existencia a través de los astronautas y exploradores..

Nosotros, los poderosos, los gobernantes y lo¡ científicos, jamás hemos tenido noticias suyas.

¿Y quién mejor y más preparados para establece) ese contacto con el Dios que buscas que nosotros, los principales de la Tierra?

Mi amigo, el eterno viajero, creyó morir.

Parecía claro que ese Dios infinitamente sabio y justo sólo era fruto de la imaginación.

Y se retiró, entristecido, a la bruma de su soledad.

Y he aquí que, en mitad de esa soledad, mi amigo tomó una decisión: emprendería un último «viaje»... Y recogiéndose sobre sí mismo entró en la ignorada espesura de su propio corazón.

Aquello le causó el mayor de los asombros. En la nueva senda —abierta por azar— descubrió el más luminoso y desconcertante de los paisajes que jamás imaginara.

Aquel «nuevo mundo» —inmaterial— guardaba las formas que él, en cada instante, deseaba. Y sus dudas —todas— se vieron despejadas.

Su cuerpo, según pareció, no era ya carne, o dolor, o deseo, o desesperanza. Su cuerpo era presente, pasado y futuro. Todo a un mismo tiempo. Todo luz y fuerza.

Y aunque no pudo ver a nadie, sintió que «alguien» le acompañaba. Preguntó si allí, en aquel «nuevo reino», conocían al Dios infinitamente sabio y bueno. Una voz que se levantó de lo más profundo de su nuevo «ser» le habló:

«¿Por qué buscas fuera de ti a QUIEN siempre permanece en ti?»