LA BARCA QUE VOLÓ
«A la Reina Federica, que —estoy seguro-
sigue viviendo.»
Como la embarcación agotada y rota, me he dejado caer sobre la orilla de mis días.
Y mientras el agua de la melancolía llenaba hasta la última de mis cuadernas, he visto alejarse a los jóvenes veleros, proa al bien y al mal, con la fuerza que da el saberse esperado en la otra orilla.
Me he sentido morir.
Pero, ¿qué es en realidad la muerte? He preguntado a los viejos ángeles del fondo del océano de mi Espíritu. Y entre risas han respondido:
—Morir es vivir de nuevo. Alégrate, por tanto.
—Pero yo estoy viejo. ¿Cómo puedo vivir de nuevo? —les he respondido mientras mostraba las brechas de años sobre mi casco.
Los ángeles del Espíritu me han levantado sobre la espuma de mi propia oscuridad y, como en un sueño, me han remontado a ese otro océano, también azul, al que llaman cielo.
Y he visto, allá abajo, aquellos briosos veleros, navegando con esfuerzo, pesadamente.
No he comprendido cómo yo, vieja lancha de los siete mares de la Vida, podía surcar el aire, como si de un octavo océano se tratase.
Los ángeles, una vez soltadas las amarras de esta nueva y extraña singladura, se alejaron de mí, sonriendo. Fue entonces cuando me vi proa a una luz mil veces más intensa que todos los faros.
Pero no eran velas lo que me impulsaba, sino alas.
Supe entonces que mi viejo casco había sido milagrosamente calafateado por el Gran Contramaestre y que su lustre y gallardía eran sólo comparables a otros buques que, como yo, navegaban ya por las corrientes de la otra vida.
Y comprendí entonces que morir es vivir de nuevo.