YUCATÁN

A mi regreso a España, y por espacio de varios meses, el mayor y yo cruzamos una serie de cartas. Por aquellas fechas, mis actividades en la investigación ovni habían alcanzado ya un volumen y una penetración lo suficientemente destacados como para tentar a los diversos servicios de Inteligencia que actúan en mi país. Era entonces consciente —y lo soy también ahora— de que mi teléfono se hallaba intervenido y de que en muy contadas ocasiones, dada la naturaleza de algunas de esas indagaciones, los sutiles agentes de estos departamentos (civiles y militares) de Información, habían seguido muy de cerca mis correrías y entrevistas. Lo que nunca supieron estos sabuesos —eso espero al menos— es que, en previsión de que mi correspondencia pudiera ser interceptada, yo había alquilado un determinado apartado de correos, aprovechando para ello la complicidad de un buen amigo, que figuró siempre como legitimo usuario de dicho apartado postal. Esta argucia me ha permitido desviar del canal «oficial» aquellas cartas, documentos e informaciones en general que deseaba aislar de la malsana curiosidad de los mencionados agentes secretos. Naturalmente, por lo que pudiera pasar y dada la antigua profesión y la nacionalidad del mayor, sus misivas siguieron siempre este conducto confidencial. Ni siquiera Raquel, mi mujer, supo de la existencia de este nuevo amigo ni de mis sucesivos contactos con él.

Por otra parte, y aunque las cartas del mayor hubieran caído en manos de los servicios de Inteligencia, dudo mucho que el contenido de las mismas pudiera llamarles la atención. Por más que presioné, jamás logré que deslizara una sola pista sobre la información que decía poseer. Sus amables escritos iban enfocados siempre hacia un más intenso y extenso conocimiento de mi forma de pensar, de mis inquietudes y, especialmente, de mis pasos e investigaciones en torno a la pasión y muerte de Cristo. Recuerdo que una de sus cartas estuvo dedicada por entero a interrogarme sobre la última parte de mi libro El Enviado. Al parecer, mi supuesta entrevista con Jesús de Nazaret, que cierra dicha obra, le causó un especial impacto.

Y llegó el otoño de 1980. En honor a la verdad, mis esperanzas de obtener algún indicio sobre el impenetrable secreto del mayor se habían ido debilitando. Hubo momentos difíciles, en los que las dudas me asaltaron con gran virulencia. Creo que mi escaso entusiasmo hubiera terminado por apagarse de no haber recibido aquella lacónica carta —casi telegráfica— en la que mi amigo me rogaba que «lo dejara todo y volara hasta la ciudad de Mérida, en el estado del Yucatán». Durante varios días —no voy a negarlo— me debatí en una angustiosa zozobra. ¿Qué debía hacer? ¿Es que el mayor se había decidido a hablarme con claridad? Tentado estuve de escribirle una vez más y pedirle explicaciones. Pero algo me contuvo. Yo intuía que aquélla podía ser otra prueba; quizá la definitiva.

Al fin tomé la decisión de volar a América e inicié un sinfín de gestiones para tratar de subvencionar en todo o en parte el costoso viaje. En contra de lo que muchos puedan pensar, mis recursos económicos son siempre escasos y aquel súbito salto al otro lado del Atlántico terminó por desnivelarlos. Providencialmente, mi amigo y editor José Manuel Lara aceptó la idea de presentar mis últimos libros en América, y con esta excusa aterricé en Bogotá.

Aquel rodeo, aunque retrasó algunos días mi entrevista con el mayor, se me antojó sumamente prudencial. No estaba dispuesto a conceder el menor respiro a los servicios de Inteligencia y así se lo anuncié a mi amigo en una carta que me precedió y en la que, por supuesto, le señalaba el día y el vuelo en el que esperaba tomar tierra en Mérida.

Al concluir mis obligaciones en Colombia me las ingenié para cancelar mis compromisos en Caracas, volando en el más riguroso incógnito —vía Belmopán— hasta Yucatán.

Al cruzar la aduana y antes de que tuviera tiempo de buscar al mayor, me di de manos a boca con un cartel en el que había sido escrito mi primer apellido. El escandaloso cartón era sostenido por un hombre recio, de espeso bigote negro y tez bronceada. Al presentarme se identificó como Laurencio Rodarte, al servicio del mayor.

—Él no ha podido venir a recibirle —se excusó mientras pugnaba por hacerse con mi maleta—. Si no le importa, yo le conduciré hasta él.

Mi instinto me hizo desconfiar. Y antes de abandonar el aeropuerto traté de averiguar qué papel jugaba aquel individuo y por qué razón no había acudido el mayor.

Laurencio debió captar mi recelo y, soltando la maleta, resumió:

—El mayor está enfermo.

—¿Dónde se encuentra?

—Lo siento pero no estoy autorizado para decírselo. Él me ha enviado a recogerle y…

—Mire, Laurencio —le interrumpí tratando de calmar mis nervios—, no tengo nada contra usted. Es más: le agradezco que haya venido a recibirme, pero, sí usted me dice dónde está el mayor, yo iré por mis propios medios.

El hombre dudó.

—Es que mis órdenes…

—No se preocupe. Dígame dónde me espera el mayor y yo iré a su encuentro.

El tono de mi voz era tan firme que Laurencio terminó por encogerse de hombros y preguntó de mala gana:

—¿Conoce Chichén Itzá?

—Sí.

—El mayor me ordenó que le llevara hasta el cenote sagrado.

Laurencio señaló mi reloj y puntualizó:

—Usted deberá estar allí a las cuatro.

Y dando media vuelta se encaminó a la puerta de salida. Consulté la hora local y comprobé que tenía dos horas escasas para llegar hasta el pozo sagrado de los mayas. Yo había visitado en otras oportunidades el recinto arqueológico de la recóndita población de Chichén Itzá, al este de Mérida, y en plena selva de la península del Yucatán. Conocía también los dos famosos cenotes —el sagrado y el profano— situados a corta distancia de la ciudad y que, según los arqueólogos, pudieron ser utilizados por los antiguos mayas como depósitos naturales de agua y, en el caso del cenote sagrado, como centro religioso en el que se practicaban sacrificios humanos.

Al ver alejarse el Toyota negro que conducía Laurencio, me concedí un respiro, tratando de poner en orden mis ideas. Por supuesto, no tardé en reprocharme aquella seca y radical actitud mía para con el emisario del mayor. En especial, a la hora de regatear con los taxistas que montaban guardia al pie del aeropuerto…

Después de no pocos tira y afloja, uno de los chóferes aceptó llevarme por 850 pesos. Y a eso de las dos de la tarde —sin probar bocado y con la ropa empapada por el sudor— el taxi enfiló la ruta número 180, en dirección a Chichén.

Tal y como había prometido, el taxista cubrió los 120 kilómetros que separan Mérida de Chichén Itzá en poco más de hora y media. Tras una vertiginosa ducha en el hotel de la Villa Arqueológica, me dirigí al lugar elegido por el mayor. A las cuatro en punto, a paso ligero y con el corazón en la boca, dejé atrás la impresionante pirámide de Kukulcán y la plataforma de Venus, adentrándome en la llamada Vía Sagrada, que muere precisamente en un cenote u olla de casi sesenta metros de diámetro y cuarenta de profundidad.

Antes de alcanzar el filo del pozo sagrado distinguí a dos personas sentadas al pie de una frondosa acacia de florecillas rosadas. Al verme, una de ellas se incorporó. Era Laurencio. Reduje el paso y mientras me aproximaba sentí una incontenible oleada de vergüenza. Una vez más me había equivocado.

Pero aquel sentimiento se esfumó a la vista de la segunda persona. Quedé atónito. Era el mayor, pero con veinte años más de los que aparentaba cuando le conocí en Villahermosa. Permaneció sentado sobre la plataforma de piedra del viejo altar de los sacrificios, observándome con una mezcla de incredulidad y emoción. Lentamente, en silencio, dejé resbalar la bolsa de las cámaras, al tiempo que Laurencio le ayudaba a incorporarse. El mayor extendió entonces sus largos brazos y, sin saber por qué, dejándome arrastrar por mi corazón, nos abrazamos.

—¡Querido amigo! —susurró el anciano—. ¡Querido amigo!…

Sus penetrantes ojos, ahora hundidos en un rostro calavérico, se habían humedecido. Algo muy grave, en efecto, había minado su antigua y gallarda figura. Su cuerpo aparecía encorvado y reducido a un manojo de huesos, bajo una piel reseca y salpicada por corros marrones de melanina. Una barba blanca y descuidada marcaba aún más su decadencia.

Intenté esbozar una disculpa, estrechando la mano de Laurencio, pero éste, sin perder la sonrisa, me rogó que olvidara el incidente del aeropuerto.

El mayor, apoyándose en mi hombro, me sugirió que caminásemos un poco hasta el prado que rodea a la pirámide de Kukulcán.

Con paso vacilante y un sinfín de altos en el camino, fuimos aproximándonos al castillo o pirámide de la Serpiente Emplumada. Así, en aquella primera jornada en Chichén Itzá, supe de labios del propio mayor que su fin estaba próximo y que, en contra de lo que pudiera imaginar, su muerte fijaría precisamente el comienzo de mi labor.

Supe también que —tal y como me había insinuado en otras ocasiones— su «enfermedad» era consecuencia de un fallo no previsto en un proyecto secreto llevado a cabo años atrás, cuando él todavía pertenecía a las fuerzas aéreas norteamericanas. Cuando le interrogué sobre dicho proyecto, sospechando que podía guardar una estrecha relación con la información que había prometido darme, el mayor me rogó que siguiera siendo paciente y que esperase un poco más.

Durante dos días, mi vida transcurrió prácticamente en la pequeña casita de una planta, a las afueras de Chichén, y muy próxima a las grutas de Balankanchen, en la carretera que discurre en dirección a la Valladolid maya. Allí, Laurencio y su mujer venían cuidando a mi amigo desde hacía seis años.

Ni que decir tiene que aproveché aquella magnífica oportunidad para bucear en la medida de lo posible en el pasado y en la identidad del mayor. Sin embargo, mis pesquisas entre las diversas autoridades policiales y las gentes de Chichén no fueron todo lo fructíferas que yo hubiera deseado. Por un mínimo de delicadeza hacia mi amigo, y porque había empezado a estimarle, al margen incluso de la prometida información, opté por suspender los tímidos y disimulados sondeos. Cada vez que me lanzaba a la operación de rastreo, un sentimiento de repugnancia hacia mí mismo terminaba por embargarme. Era como si estuviera traicionándole…

Decidí cortar tales maniobras, prometiéndome a mí mismo que sería implacable, si llegaba el caso de que la supuesta información secreta acababa por fin en mi poder.

Sin embargo, y gracias a aquellas primeras averiguaciones, confirmé como positivos algunos de los datos que el mayor me había facilitado sobre su persona: era, efectivamente, de nacionalidad norteamericana, su pasaporte aparecía en regla y había pertenecido a la USAF.

Aunque él quizá no lo supo nunca, antes de regresar a España yo sabía ya su verdadera identidad, así como otros pequeños detalles sobre su limpia y apacible vida en el Yucatán. Todo esto, como es lógico, me tranquilizó e hizo crecer mi curiosidad e interés por esa información de la que tanto me había hablado el mayor.

Antes de partir, al anunciarle al ex oficial mi intención de volver a mi país, le expuse con toda claridad mi inquietud ante su deteriorado estado de salud y la no menos inquietante circunstancia, al menos para mí, de no haber obtenido ni la más mínima pista sobre el celoso secreto que decía tener.

El mayor rogó a Laurencio que le acercara un sobre blanco que descansaba en uno de los anaqueles de la alacena del pequeño salón donde conversábamos. Con gesto grave lo puso en mis manos y comentó:

—Aquí tienes la primera entrega. El resto llegará a tu poder cuando yo muera…

Examiné el sobre con un cierto nerviosismo.

—Está cerrado —apunté—. ¿Puedo abrirlo?

—Te suplicaría que lo hicieras lejos de aquí… Quizá en el avión.

Mientras lo guardaba entre las hojas de mi pasaporte, mi amigo adoptó un tono más relajado:

—Gracias. Es preciso que comprendas que tu búsqueda empieza ahora.

—¿Mi búsqueda?… pero, ¿de qué?

El mayor no respondió a mis preguntas.

—Sólo te pido que sigas creyendo en mí y que empeñes todo tu corazón en descifrar la clave que te conducirá a mi legado.

—Sigo sin comprender…

—No importa. Ahora, antes de que nos abandones, tienes que prometerme algo.

El mayor se puso en pie y yo hice lo mismo. En un extremo de la estancia, Laurencio asistía a la escena con su proverbial mutismo.

—Prométeme —me anunció el anciano, al tiempo que levantaba su mano derecha— que, ocurra lo que ocurra, jamás revelarás mi identidad…

A pesar de mi creciente confusión, levanté también mi mano derecha y se lo prometí con toda la solemnidad de que fui capaz.

—Gracias otra vez —murmuró el mayor mientras se dejaba caer lentamente sobre la silla—. Que Dios te bendiga…