1 DE ABRIL, SÁBADO

A diferencia de las restantes jornadas, aquel amanecer del sábado no fui despertado por el rumor de la molienda del grano. La aldea parecía dormida, extrañamente silenciosa. Los hebreos —amos, sirvientes e, incluso, sus animales de carga— paralizaban prácticamente la vida, a partir de lo que ellos denominaban la vigilia del sábado; es decir, desde el crepúsculo del viernes. La Ley prohibía todos los trabajos mayores, los grandes desplazamientos, hacer el amor, sacar agua de los pozos y hasta encender el fuego… Aquellas abrumadoras normas de origen religioso trastornaban por completo el ritmo diario de la vida social de los judíos. Y lo que en un principio debería haber sido un motivo de alegría y merecido descanso, había terminado por deformarse, convirtiéndose en un enmarañado código de disposiciones, en su mayoría absurdas y ridículas.

Lázaro y su familia, siguiendo el ejemplo de Jesús, adoptaban una postura mucho más liberal. Esa misma tarde tendría oportunidad de comprobar los muchos disgustos y quebraderos de cabeza que arrastraban, como consecuencia de la sincera puesta en práctica de la doctrina que venía predicando el rabí de Galilea.

A pesar de todo, quedé francamente sorprendido al ver —desde primeras horas de la mañana— un incesante gentío que, procedente de Jerusalén y del campamento levantado junto a sus murallas, pretendía saludar a Lázaro y al hombre que había sido capaz de desafiar al Gran Sanedrín. Según mis informaciones, uno de estos preceptos sabáticos especificaba que el hombre de la casa debía dar tres órdenes cuando comenzaba a oscurecer (es decir, en la tarde del viernes): «¿Habéis apartado el diezmo?»[47]. «¿Habéis dispuesto el erub»? Por último, el cabeza de familia debía ordenar que se prendiera la lámpara. Pues bien, si la distancia de Jerusalén a Betania era de unos quince estadios (casi tres kilómetros), ¿cómo es que aquellos judíos incumplían una de las normas más severas del sábado: caminar más de los dos mil codos fijados por la Ley?[48].

Lázaro, con una sonrisa maliciosa, vino a explicarme que, también en aquellos tiempos, «hecha la ley, hecha la trampa…». Los israelitas, para aligerar esta disposición de los dos mil codos, habían «inventado» el erub. Si una persona, por ejemplo, colocaba en la vigilia del sábado (el viernes) alimentos como para dos comidas dentro de ese límite de los dos mil codos o mil metros, aquello —el erub— era considerado como una «residencia temporal», pudiendo entonces caminar otros dos mil codos en cualquier dirección[49].

Esto explicaba la masiva presencia de peregrinos y vecinos de Jerusalén en Betania, que según mi amigo— podían haber situado uno o dos erub en el mencionado sendero que une las tres poblaciones: Jerusalén, Betfagé y la aldea en la que me encontraba.

Mi condición de extranjero y gentil me proporcionó, al fin, una oportunidad para ayudar a la familia que me había acogido bajo su techo. Hasta la hora tercia (nueve de la mañana), y después de vencer la resistencia de Marta, me ocupé del transporte del agua, así como de alimentar el fuego de la chimenea, recoger los huevos del gallinero y de la limpieza y puesta a punto de un ingenioso artilugio que llamaban antiki y que no era otra cosa que una especie de calentador metálico, con un recipiente para las brasas. El descanso sabático prohibía retirar las cenizas del mismo y, por supuesto, volver a cargarlo. Aquel utensilio, provisto de un tubo interior en contacto con el fuego, era de gran utilidad para calentar agua. Al no ser judío, yo estaba liberado de aquellas normas y ello, como digo, me permitió compensar en parte la gentileza y hospitalidad de mis amigos.

Pero mi corazón ardía en deseos de salir al encuentro de Jesús. Marta, con su finísimo instinto, me sugirió que lo dejara todo y que fuera en busca del Maestro. Poco antes, en una de sus visitas a la casa de su vecino, Simón, con motivo de la preparación del festín que los habitantes de Betfagé y Betania querían ofrecer al rabí, había tenido ocasión de verle en el jardín.

Cuando me disponía a salir de la casa, la «señora» me recordó que yo también había sido invitado y que, si así lo consideraba, ella misma me conduciría hasta el lugar que se me había asignado. Yo sabía muy bien que en aquella cena iba a producirse un acontecimiento «especial». Lo que no podía imaginar entonces era la gravísima repercusión que entrañaría para el Maestro…

La hacienda de Simón, el hombre más rico e importante de Betania desde la muerte del padre de Lázaro, se levantaba a escasa distancia y también en el núcleo oriental de la población. La única diferencia sustancial con la casa de mi amigo era el frondoso jardín cuajado de cipreses, algarrobos y palmeras— perfectamente cercado por un muro de piedra de dos metros de altura. En Jerusalén, excepción hecha de la rosaleda, los jardines estaban prohibidos. Aquella norma, en cambio, no obligaba a las restantes ciudades. Simón, fervoroso creyente y seguidor del Cristo, era, además, un enamorado de las plantas, pasando buena parte de su ya avanzada ancianidad entre sus rosas, gálbanos, luminosos y perfumados estoraques de flores blancas, jaras y los curiosos tragacantos, de cuyas ramas y troncos fluye una preciada goma blanquecina, altamente medicinal.

A las puertas de la hacienda se apiñaba una silenciosa muchedumbre, a la espera de poder ver al Maestro. Como si se tratase de un estadista del siglo XX, varios discípulos de Jesús permanecían apostados junto al portón, con las espadas ocultas por la faja y el manto controlando las entradas y salidas de los amigos, familiares y servidores de la casa: los únicos autorizados a traspasar el umbral.

No tuve el menor problema para cruzar ante los hombres del Galileo. Mi amistad para con Lázaro y el oportuno gesto de Jesús, saludándome la tarde del día anterior, habían hecho que me ganara las simpatías y confianza de los apóstoles. Al verme, uno de los discípulos —Judas de Santiago, gemelo del otro Alfeo— me preguntó si buscaba a alguien en particular. Le dije que a Jesús y se brindó encantado para acompañarme. Al traspasar la puerta principal me encontré ante el cuidado y dilatado jardín. Un estrecho camino, adoquinado con piedras blancas (caliza, sin duda), nos condujo en línea recta hasta la explanada abierta al pie mismo de la escalinata de mármol que daba acceso a la casa.

No fue necesario que Judas me señalara a su Maestro. El gigante se hallaba rodeado de una decena de niños, ¡jugando!

Aquel espectáculo me fascinó de tal forma que, en silencio, casi de puntillas, rodeé la pequeña explanada, sentándome en los primeros peldaños de la escalinata. Y allí permanecí, absorto, disfrutando como los pequeños.

Jesús se había desembarazado de su manto. Su espléndida túnica blanca aparecía esta vez ceñida por un cordón. Entre la algarabía de los pequeñuelos, destacaba a ratos su risa, limpia y rotunda como aquella luminosa mañana. En verdad, lo que más me emocionó fue comprobar cómo aquel hombre hecho y derecho —capaz de desafiar a los sumos sacerdotes o de resucitar a los muertos— saltaba, corría o caía por los suelos, entregado por completo a las exigencias de aquella gente menuda.

Algunas mujeres se asomaban disimuladamente por el atrio, contemplando la escena y escabulléndose a continuación entre risas mal contenidas.

Uno de aquellos juegos era especialmente curioso. El Galileo se situaba de espaldas al grupo de niños y lanzaba un palitroque hacia atrás, de forma que cayera lo más cerca posible de la chiquillería. Los muchachos se disputaban la posesión del palo hasta que uno de ellos generalmente el que más saltaba— se hacía con él. En ese instante, tanto Jesús como el resto corrían en todas direcciones mientras el «propietario» del «testigo» se esforzaba por perseguir y tocar con el palo a cualquiera de los jugadores. No era casualidad que todos los niños pretendieran «cazar» al rabí. Pero éste, lejos de dar facilidades, los volvía locos, esquivándolos y burlándolos entre los árboles y arbustos.

No sé cuánto tiempo duró aquello. Quizá una o dos horas…

Súbitamente me asaltó un presentimiento. O mucho me equivocaba o aquellos iban a ser los últimos juegos de Jesús de Nazaret.

De pronto, cuando más punzante era aquella inexplicable melancolía, el Maestro detuvo el juego. Retiró de sus ojos la venda de tela con la que jugaba a la «gallinita ciega» y acarició a los pequeños, dando por terminada la diversión.

Aunque Jesús había tenido múltiples oportunidades de verme allí, sentado, fue en ese momento cuando dirigió su mirada hacia mí. Los niños se desperdigaron por el jardín y el Maestro avanzó hacia las escalinatas. Traté de ponerme en pie, pero el rabí extendió su mano, indicándome que no me moviera.

Se sentó a mi lado, con la respiración aún agitada y la frente empapada por el sudor.

—Jasón, amigo, ¿qué te sucede?

Aquel descubrimiento volvió a sumirme en la confusión. El Maestro, sin mirarme siquiera y sin esperar una respuesta —¿qué clase de respuesta podía haberle dado?— prosiguió con un tono de complicidad que adiviné al instante.

—Tú estás aquí para dar testimonio y no debes desfallecer.

—Entonces sabes quién soy…

Jesús sonrió y pasando su largo brazo sobre mis hombros, señaló hacia la puerta del jardín, donde aún montaban guardia sus discípulos.

—Pasará mucho tiempo hasta que ésos y las generaciones venideras comprendan quién soy y por qué fui enviado por mi Padre… Tú, a pesar de venir de dónde vienes, estás más cerca que ellos de la Verdad.

—No comprendo, Maestro, por qué tus hombres van armados. Muy pocos lo creerían… en mi tiempo.

—Los que están conmigo —respondió con un timbre de tristeza— no me han entendido.

—Señor, ¡hay tantas cosas de las que desearía hablarte!…

—Aún tenemos tiempo. Bástele a cada día su afán.

Era irritante. Tanto tiempo aguardando aquella oportunidad y ahora, mano a mano con Él, no sabía qué decir ni qué preguntar…

—Antes me has preguntado qué me ocurría —le comenté intrigado—. ¿Cómo has podido darte cuenta?

—Levanta la piedra y me encontrarás allí. Corta la madera y yo estoy allí. Donde hay soledad, allí estoy yo también…

—¿Sabes?, toda mi vida me he sentido solo.

Jesús replicó de forma fulminante:

—Yo soy la luz que está sobre todos. Hay muchos que se tienen junto a la puerta, pero, en verdad, te digo que sólo los solitarios entrarán en la cámara nupcial.

—Me tranquiliza saber que también los que dudamos tenemos un rincón en tu corazón…

El gigante sonrió por segunda vez. Pero esta vez sus ojos brillaron como el bronce pulido.

—El mundo no es digno de aquel que se encuentra a si mismo…

—Mil veces me he hecho la misma pregunta: ¿por qué estamos aquí?

—El mundo es un puente. Pasad por él pero no os instaléis en él.

—Pero —insistí— no has respondido a mi pregunta…

—Sí, Jasón, si lo he hecho. Este mundo es como la antesala del Reino de mi Padre. Prepárate en la antesala, a fin de que puedas ser admitido en la sala del banquete. ¡Sé caminante que no se detiene!

—Pero, Señor conozco a muchos que se han «instalado» en su sabiduría y que dicen poseer la Verdad…

—Dime una cosa, Jasón. ¿Dónde crece la simiente?

—En la tierra.

—En verdad te digo que la verdadera sabiduría sólo puede nacer en el corazón que ha llegado a ser como el polvo… El sabio y el anciano que no duden en preguntar a un niño de siete días por el lugar de la Vida, vivirán. Porque muchos primeros serán últimos y llegarán a ser uno.

—Tú hablas de la Verdad, pero ¿dónde debo buscarla?

—Si los que os guían os dicen: «Mirad, el Reino está en el cielo»; entonces, los pájaros del cielo os precederán. Si os dicen que está en el mar, entonces los peces del mar os precederán. Pero yo te digo que el Reino de mi Padre está dentro y fuera de vosotros. Cuando os conozcáis seréis conocidos y sabréis que sois los hijos del Padre viviente. Mas si no os conocéis, estaréis en la pobreza y vosotros seréis la pobreza.

El rabí debió notar mi confusión. Y añadió:

—¿Alguna vez has escuchado a tu propio corazón? Asentí sin saber a dónde quería ir a parar.

—El secreto para poseer la Verdad sólo está en mi Padre. Y en verdad te digo que mi Padre siempre ha estado en tu corazón. Sólo tienes que mirar «hacia adentro»… Bienaventurado el que busca, aunque muera creyendo que jamás encontró. Y dichoso aquél que, a fuerza de buscar, encuentre. Cuando encuentre, se turbará. Y habiéndose turbado, se maravillará y reinará sobre todo.

—Señor, yo miro a mi alrededor y me maravillo y entristezco a un mismo tiempo…

—Yo te aseguro, Jasón, que todo aquel que sabe ver lo que tiene delante de sus ojos recibirá la revelación de lo oculto. No hay nada oculto que no será revelado.

Mi timidez inicial se fue disipando. El calor y la cordialidad de aquel Hombre terminaban por quebrar los muros más inexpugnables. Pero nuestra conversación se vio súbitamente interrumpida por varios de los discípulos. La multitud que se agolpaba a las puertas de la casa de Simón reclamaba al rabí y los hombres del Nazareno se sentían impotentes para contenerlos.

Cuando el Maestro se alejó me juré a mí mismo que buscaría nuevas oportunidades para conversar con Él y exponerle mis interminables dudas.

Me fui tras Él. La multitud que yo había visto a las puertas del jardín de la casa de Simón estalló al ver al Maestro. Pero Jesús no se movió del portalón. Allí, flanqueado por sus discípulos, saludó a los peregrinos. Pero éstos, enterados del milagro que había hecho con Lázaro, no se contentaron con verle y empezaron a pedirle una señal. Yo no salía de mi asombro. A juzgar por sus gritos, aquellos hebreos —galileos en su mayoría— no pretendían escuchar al Nazareno. Lo único que verdaderamente les importaba era asistir a otro prodigio…

Jesús, con evidentes muestras de desilusión, alzó sus brazos y se hizo el silencio. Un silencio expectante. Y muchos de los allí congregados comenzaron a sentarse en el suelo, convencidos de que su larga caminata no sería estéril y que pronto contemplarían otro «espectáculo». Pero el Maestro, en tono enérgico, les dijo:

«¡Necios!… Yo aparecí en medio del mundo y en la carne fui visto por ellos. Y hallé a todos los hombres ebrios, y entre ellos no encontré a ninguno sediento… Mi espíritu se dolió por los hijos de los hombres, porque son ciegos de corazón y no ven».

Y antes de que ninguno de los presentes pudiera reaccionar dio media vuelta, perdiéndose a paso ligero en dirección a la mansión de su anfitrión.

Sinceramente, me alegré. Aquella turba, sedienta de emociones y prodigios, no se merecía otra cosa. Poco a poco fui dándome cuenta que las multitudes apenas si habían asimilado el mensaje de aquel Hombre. Ni siquiera los más cercanos —tal y como comprobaría al día siguiente, con motivo de la entrada triunfal en Jerusalén— habían distinguido a aquellas alturas del ministerio de Cristo de qué «reino» hablaba el Maestro. Empezaba a comprender el verdadero alcance de aquellas frases del rabí, pronunciadas poco antes, en las escalinatas: «Los que están conmigo no me han entendido…».

Hacia las tres de la tarde, en compañía de Lázaro y sus hermanas, entraba por primera vez en el patio porticado de la casa de Simón. El anciano iba recibiendo en el centro del recinto al medio centenar largo de comensales. Todos —conocidos o no del jefe de la casa— eran saludados con el ósculo o beso de la paz. Inmediatamente, los familiares y servidores del antiguo leproso, acompañaban a los invitados hasta los puestos que se les había asignado, en torno a una mesa muy baja y en forma de U. A diferencia del patio de la casa de Lázaro, el de Simón aparecía cubierto en su totalidad por un toldo o lona, sujeto por sogas a los capiteles de las columnas que rodeaban el hermoso lugar. La cisterna central había sido cubierta con tablas, de tal forma que en el Centro de la U quedaba un espacio más que sobrado como para permitir el movimiento de los servidores.

Al llegar frente a Simón, Lázaro se encargó de presentarme al anciano. Al besarle comprobé cómo su mejilla derecha conservaba aún las profundas cicatrices de su enfermedad. Parte del ojo, así como esa misma zona del labio superior se hallaban prácticamente rotas y deformadas. La barba blanca y abundante no terminaba de ocultar la huella del terrible mal. La mano izquierda había quedado mutilada en las últimas falanges de los tres dedos centrales.

Sin embargo, el venerable anciano parecía haber olvidado aquellos años difíciles y ahora se mostraba feliz y satisfecho, luciendo sus mejores galas: una túnica de lino, teñida en púrpura y un manto de brillante seda a franjas azules y escarlatas.

Cuando Lázaro y yo acudimos hasta nuestros respectivos puestos en la mesa, comprobé con alivio que el resucitado había sido asignado a mi lado. Instintivamente miré a Marta, que permanecía de pie junto al resto de las mujeres, y sonrió maliciosamente.

Siguiendo la costumbre, tuve que reclinarme sobre mi costado derecho[50]. Aunque los judíos comían habitualmente sentados en sillas o taburetes, en las grandes ocasiones —y aquélla era una fiesta en la que ambas aldeas, Betania y Betfagé, rendían un sincero homenaje al Maestro los hebreos habían ido adoptando la tradición helenística de almorzar reclinados sobre cómodos cojines y esteras.

La única excepción, en este caso, fue Jesús. Como invitado de honor ocupaba el centro de la U, habiendo sido preparado una especie de diván bajo, que apenas sobresalía de la mesa.

Aunque todos los invitados habían recibido en la mañana del viernes la correspondiente invitación, con los nombres, incluso, de los restantes comensales, de acuerdo con una arraigada tradición, el dueño de la casa había enviado aquella misma mañana del sábado otros tantos mensajeros a los domicilios de sus amigos, recordándoles el lugar y la hora del banquete. Respetuosamente, olvidando incluso la gran amistad que unía a ambas familias, Lázaro había esperado esta segunda y última comunicación del mensajero. Sólo en ese momento partimos de la casa.

Al subir las escalinatas de la hacienda de Simón me llamó la atención una tela blanca, colgada a las puertas del atrio. Lázaro me explicó que aquel lienzo daba a entender que aún era tiempo de entrar en la cena. El «aviso» sólo era retirado después de haber servido el tercer plato.

Jesús y sus discípulos —los doce— estaban ya en el patio cuando mi amigo y yo fuimos recibidos por el anfitrión. Por lo que pude apreciar, el rabí parecía haber olvidado el desagradable percance con la multitud que le había pedido un milagro, y reía abiertamente, demostrando un humor envidiable. Sus hombres, en cambio, a pesar de haber prescindido de sus espadas, no reflejaban demasiada alegría. Les noté nerviosos y adustos. En seguida comprendí la razón. Entre los invitados se hallaban cuatro o cinco sacerdotes, de una de las comunidades de fariseos: mortales enemigos del Maestro. A las puertas permanecían algunos de los policías del templo —levitas en su mayoría— que habían acudido hasta Betania con la sospechosa misión de escoltar a los altos dignatarios del sacerdocio de Jerusalén. Lázaro me comentó por lo bajo que había una cierta incertidumbre sobre los auténticos propósitos de aquellos fariseos. Era muy posible que —siguiendo las órdenes de Caifás— aquel mismo atardecer, una vez finalizado el sábado, los hombres del Sanedrín prendieran a Jesús. Pero los «separados» o los «santos» —como se conocía también a los fariseos— no hicieron ademán alguno que pudiera alertar a los seguidores de Cristo. Al contrario: aunque en ningún momento se acercaron al grupo en el que dialogaba Jesús, tras recogerse las amplias mangas de sus túnicas, dejaron que las mujeres procedieran al obligado lavatorio de manos y pies, reclinándose en sus puestos con vivas muestras de satisfacción. Supongo que su cordialidad podía obedecer a las magníficas viandas que habían empezado a circular ya sobre la mesa. Los servidores de Simón habían dispuesto una especie de tazones de fina cerámica (hoy conocida como terra sigillata), compactos y de cuidada forma, fabricados en barro rojo y —según me señaló Lázaro— procedentes de Italia. Al levantar mi tazón pude ver en la base del mismo el sello del fabricante: un tal Camurius, conocido alfarero de Arezzo. (Memoricé aquel nombre y en la tarde del lunes cuando, al fin, pude regresar al módulo, Santa Claus confirmó que el citado artesano italiano había vivido y trabajado en tiempos de Tiberio y Claudio, desde los años 14 al 54 después de Cristo).

Simón, siguiendo las costumbres, había contratado a un cocinero de Jerusalén. Curiosamente, si las cosas salían mal y los invitados se mostraban disgustados con el menú, el «jefe» de cocina debía reparar la afrenta, pagando de su bolsillo los gastos, en una proporción que siempre dependía de la categoría social del anfitrión y de sus comensales.

No fue éste el caso. La verdad es que todo resultó exquisito. (Al menos para los hebreos). Tras el caldo, a base de verduras y hierbas aromáticas, único plato en el que se utilizó la cuchara, los invitados disfrutaron lo suyo con las bandejas de bronce y plata, repletas de pescado cocido y cordero asado, hábilmente condimentados a base de cebollas, puerros y ajos.

El cuarto o quinto «plato» consistió en frutos secos, especialmente uvas pasas, dátiles y miel silvestre. Todo ello, naturalmente, generosamente rociado —desde el principio al fin— por un vino del Hebrón, servido en altos vasos de cristal primorosamente tallados. Al costado de cada comensal había sido dispuesta una jofaina de metal, con el fin de ir lavando las manos. (La costumbre judía establecía que los alimentos debían ser tomados con los dedos).

Al llegar a los postres, el alborozo general aumentó sensiblemente. Algunos de los servidores y músicos contratados por Simón comenzaron a tañer sus instrumentos —fundamentalmente flautas y citaras— y las mujeres, que habían permanecido de pie o sentadas en un grupo aparte, pendientes de los invitados, se unieron a la música, batiendo palmas por encima de sus cabezas y siguiendo el ritmo con su cuerpo.

Jesús —que había comido con gran apetito— apuró su tercera copa de vino y sonrió al grupo, en el que destacaba María. La hermana menor de Lázaro, al igual que el resto de sus compañeras, había cambiado su indumentaria de diario y lucía una llamativa túnica, teñida con la célebre púrpura de Tiro y Sidón. (Nuestras informaciones apuntaban hacia el hecho de que el célebre molusco de las playas de Fenicia —el «murex»— era la materia prima del que se obtenía la púrpura. Este gasterópodo segrega una tinta que, al contacto con el aire, se torna de color rojo oscuro. Los fenicios lo descubrieron y supieron comercializarlo).

María —tal y como ordenaban las normas sabáticas— había prescindido de su habitual cinta sobre la frente y dejaba flotar su negra y larga cabellera.

En aquel momento, mientras los servidores retiraban las bandejas, daba comienzo en realidad lo que nosotros conocemos por la «sobremesa». Los comensales, eufóricos por los vapores del vino, se enzarzaban en las más dispares e interminables polémicas. Jesús y Simón, al frente de la mesa, dialogaban sobre el mítico Josué y de cómo fueron derribadas las murallas de Jericó. Los discípulos, por su parte, permanecían extrañamente sobrios y callados, pendientes tan sólo del grupo de fariseos, que no dejaban de apurar copa tras copa.

Ante mi sorpresa, algunos de los comensales comenzaron a eructar sin el menor pudor. Aquello se convirtió pronto en algo colectivo. Nadie parecía dar excesiva importancia al hecho, a excepción del anfitrión y de mí mismo. Pero las razones de Simón —que correspondía a cada uno de los groseros gestos con una leve inclinación de su cabeza— obedecían a otra escala de valores. Aquellos eructos venían a demostrar públicamente la satisfacción de cada uno de los invitados por la espléndida comida y el trato recibidos. Por supuesto, tuve que esforzarme en eructar, «agradeciendo» a mi nuevo amigo su sabiduría y delicadeza gastronómicas.

Cuando terminaron de servirse los postres, varias doncellas fueron pasando junto a cada uno de los comensales, ofreciendo unas minúsculas bolitas o cápsulas transparentes y blancoamarillentas. Ante mi duda, Lázaro me animó a coger una o dos de aquellas «lágrimas» e introducirlas en la boca. Se trataba de una especie de «goma de mascar», muy refrescante y aromática. Según mi amigo, eran extraídas de los lentiscos que poblaban a millares toda Palestina. Para los hebreos, aquellas bolitas reforzaban los dientes y la garganta, proporcionando, además, un aliento más fresco y agradable.

En los días siguientes —y gracias a las «lágrimas» de lentisco que me proporcionaría Lázaro mi falta de aseo dental se vio notablemente aliviado.

Pero, aunque todo parecía transcurrir dentro de la más sana e intensa alegría, no iba a tardar en estallar el «escándalo…».

Creo que todos, o casi todos los presentes —distraídos con la música y la agradable tertulia— tardamos algunos minutos en reparar en aquella doncella que, salida sigilosamente del corro de las mujeres, se había arrodillado a espaldas de Jesús. Era María.

Un latigazo interno me puso sobre aviso. Estaba a punto de asistir a la escena de la unción. Sin poder remediarlo me incorporé y, ante el desconcierto de Lázaro, me deslicé por detrás de la mesa, hasta situarme en una de las «esquinas» de la U, a pocos metros de los invitados de honor.

Progresivamente, los comensales fueron guardando silencio, atónitos ante lo que estaba sucediendo. La hermana menor, con su habitual mutismo, había abierto una «botella» de unos treinta centímetros de altura y de forma ahusada. Parecía hecha de un material sumamente translúcido (después supe que se trataba de alabastro oriental).

Y ante la mirada complacida de Jesús, la adolescente vertió buena parte del contenido sobre los cabellos del Maestro. Un líquido color «coñac» fue impregnando lenta y dulcemente el pelo acastañado del rabí, mientras un penetrante aroma fue llenando el recinto. María cerró el recipiente y, tras depositarlo entre sus piernas, procedió a extender el perfume entre los sedosos cabellos del Galileo. Aquella unción fue hecha con tanta sencillez y amor que los ojos del gigante se humedecieron. Una vez concluida la operación, María volvió a abrir la jarra, vaciando la esencia de nardo sobre los desnudos pies del Maestro. Untó el líquido a lo largo de sus tobillos, calcañares y dedos, proporcionando a Jesús unos suaves y prolongados masajes hasta que el líquido quedó perfectamente extendido[51].

A esas alturas de la unción, algunos de los comensales habían empezado a murmurar entre sí, lamentando aquel despilfarro. En uno de los extremos de la mesa, varios de los discípulos entre los que destacaba Judas Iscariote por sus aparatosos ademanes y palabras subidas de tono— apoyaban con sus comadreos a los invitados que se mostraban abiertamente molestos por el gesto de la joven.

Ni María ni Jesús se alteraron ante aquellos cuchicheos. Al contrario: la bellísima hermana de Lázaro —que había adornado las uñas de sus manos y pies con un polvo rojo-amarillento[52]— echó atrás su cabeza y pasando las manos sobre la nuca se inclinó sobre los pies del rabí, arrojando por delante su espesa cabellera. Después, sin prisas, fue enjugando con su pelo los pies del Maestro, hasta que quedaron secos y brillantes.

Los comentarios, desgraciadamente, habían ido agriándose. Judas, incluso, con una manifiesta indignación, acudió hasta Andrés —el hermano de Pedro— preguntándole de forma que todos pudieron oírle: —¿Por qué no se vendió este perfume y se donó el dinero para alimentar a los pobres?… Debes hablar al Maestro para que la reprenda por esta pérdida…[53]

María, asustada por el cariz que habían tomado los acontecimientos, intentó levantarse, pero Jesús la detuvo. Y poniendo su mano izquierda sobre la cabeza de la joven, se dirigió a los asistentes con voz reposada pero firme:

—¡Dejadle en paz todos vosotros!… ¿por qué le molestáis por esto, si ella ha hecho lo que le salía del corazón? A vosotros, que murmuráis y decís que este ungüento debería haber sido vendido y el dinero dado a los pobres, dejadme deciros que siempre tenéis a los pobres con vosotros para que podáis atenderles en cualquier momento en que os parezca bien… Pero yo no siempre estaré con vosotros. ¡Pronto voy a mi Padre!

A continuación, centrando aquella mirada —a la que no parecía escapar ni el cimbreo de las llamas de las lámparas— en los ojos de Judas Iscariote, arreció, con un timbre mucho más enérgico:

—Esta mujer ha guardado mucho tiempo este ungüento para mi cuerpo en su enterramiento. Y ahora que le ha parecido bien hacer esta unción como anticipación a mi muerte, no se le debe negar tal satisfacción. Al hacer esto, María os ha reprobado a todos, en cuanto que con este hecho evidencia fe en lo que he dicho sobre mi muerte y la ascensión a mi Padre del cielo. Esta mujer no debe ser condenada por esto que ha hecho esta noche. Más bien os digo que en los tiempos venideros, dondequiera que se predique este evangelio por todo el mundo, lo que ella ha hecho será dicho en memoria suya.

María desapareció del patio y yo me retiré a mi lugar. Lázaro parecía entristecido. Tanto él como Marta sabían que su hermana había ahorrado durante mucho tiempo para comprar aquel costoso perfume: La familia, al contrario de lo que venía observando entre sus propios discípulos, si habían entendido el fondo del problema e intuían que aquélla podía ser la última Pascua de Jesús.

Los murmullos decrecieron, pero algunos de los apóstoles siguieron comentando el suceso, moviendo negativamente la cabeza, en señal de desacuerdo con el rabí. Judas Iscariote había caído en un impenetrable silencio. Sus ojos me asustaron. Destilaban un odio sordo y contenido. Saltaba a la vista que había tomado aquellas palabras de Jesús como un reproche personal e, indudablemente, se había sentido ridiculizado ante los demás. En mi opinión, debió ser a raíz de aquel incidente cuando el traidor comenzó a tramar su venganza contra el Galileo. Dudo mucho que Judas pensase en aquellos momentos en la entrega del Maestro a los miembros del Sanedrín. No tenía sentido, ya que la propia policía del templo había recibido órdenes concretas de apresarle. Sin embargo, su espíritu vengativo vio abierto así un camino para tratar de humillar a Cristo y resarcirse.

Estaba ya próxima la vigilia del domingo cuando algunos de los fariseos, que habían permanecido en un prudente silencio, se dirigieron a Jesús y, prescindiendo de la valiosa naturaleza del perfume, le recriminaron por haber consentido que aquella mujer hubiera violado las sagradas leyes del descanso sabático. Según acerté a entender, una de las normas establecía que una mujer «no podía salir de su casa con una aguja que tuviera agujero (es decir, apta para coser), ni con un anillo que tuviera sello, ni con un gorro en forma de caracol, ni con un frasco de perfume». Si infringía este código, estaba obligada a pagar y ofrecer un sacrificio, en compensación por su pecado.

Jesús observó divertido a los sacerdotes.

—Decidme —les preguntó— ¿de dónde venís?

—De Jerusalén —afirmaron.

—¿Y cómo es posible que condenéis a una mujer que ha caminado menos de un estadio, habiendo recorrido vosotros más de quince?

Recordé entonces que los hebreos hacían una trampa para poder salvar los dos mil codos o un kilómetro, que era el trayecto máximo permitido en sábado. Jesús sabía que, aunque el pueblo sencillo ponía en práctica el erub, los «santos» o «separados» presumían públicamente de su extrema pureza, no dudando en cambio en infringir estas leyes cuando estaba en juego una buena comilona.

Los fariseos se revolvieron inquietos. Pero el Cristo no estaba dispuesto a concederles cuartel. La casi totalidad de los 5000 miembros de las comunidades o hermandades de fariseos de Israel eran comerciantes, artesanos o campesinos, carentes de la sólida formación de los escribas y que, en base a sus estrictas normas para con la pureza y el pago del diezmo, se habían elevado por encima de los ammê ha'ares o gran masa del pueblo de Israel. Este engreimiento y dureza de corazón era algo que no soportaba el rabí de Galilea. Y no tardó en proclamarlo en sus propias narices, para regocijo de unos y nerviosismo de otros; en especial de sus más allegados, que temían la ira de los que se autoproclamaban como el «partido del pueblo».

—¡Ay de vosotros, fariseos! —lanzó Jesús valientemente—. Sois como un perro acostado en el pesebre de los bueyes: ni come él, ni deja comer a los bueyes.

—¿Quién eres tú —esgrimieron los representantes de Caifás con aire de suficiencia— para enseñarnos dónde está la Verdad?

—¿Para qué salisteis al campo? —arremetió el Nazareno—. ¿Para ver quizá una caña agitada por el viento?… ¿Para ver a un hombre con vestidos delicados? Vuestros reyes y vuestros grandes personajes —vosotros mismos— os cubrís de vestidos de seda y púrpura, pero yo os digo que no podrán conocer la Verdad…

—Veinticuatro profetas han hablado en Israel y nosotros seguimos su ejemplo…

Los comensales volvieron sus rostros hacia Jesús. Pero el Galileo seguía imperturbable. Su dominio de la situación había crispado los ánimos de los fariseos.

—¿Vosotros habláis de los que están muertos y estáis rechazando al que vive entre vosotros?

—Dinos quién eres para que creamos en ti contestaron.

—Escrutáis la superficie del cielo y de la tierra y no habéis conocido a aquel que está entre vosotros…

Y volviendo su mirada hacia mí, añadió:

—No sabéis escrutar este tiempo…

Una oleada de sangre ascendió desde mi vientre.

Los fariseos optaron por levantarse, renunciando a seguir con aquella batalla dialéctica. Entre expresivas muestras de indignación, lavaron sus manos en sendas jofainas. Pero Jesús no había terminado. Y antes de que pudieran abandonar el recinto les espetó:

—¡Ay de vosotros, fariseos! Laváis el exterior de la copa sin comprender que quien ha hecho el exterior hizo también el interior…

Empezaba a estar muy claro para mí por qué las castas de sacerdotes, escribas y fariseos se habían conjurado para prender y dar muerte a aquel Hombre.

La borrascosa cena culminó prácticamente con la salida de los sacerdotes. Cuando los invitados se despedían ya de Simón, Pedro se aproximó a su Maestro y, con aire conciliador, le propuso que María fuera apartada del grupo, «ya que las mujeres —comentó— no son dignas de la Vida». El Nazareno debió de quedar tan perplejo como yo. Y en el mismo tono, respondió al impulsivo discípulo:

—Yo la guiaré para hacerla hombre, para que ella se transforme también en espíritu viviente semejante a vosotros, los hombres. Porque toda mujer que se haga hombre entrará en el Reino de los Cielos.

Esa noche, al retirarme a mi habitación y establecer la conexión con el módulo, Eliseo me anunció que el frente frío había penetrado ya por el Oeste y que, muy probablemente, la entrada de Jesús en Jerusalén —prevista para el día siguiente, domingo— se vería amenazada por la lluvia.