4 DE ABRIL, MARTES

A las 5.42 horas de aquel martes, con el alba, descendí del módulo, iniciando el camino de regreso a Betania. El cielo había recobrado su hermoso azul celeste y la temperatura, aunque ligeramente más baja que en días anteriores (la «cuna» registró once grados centígrados en el momento de mi despedida de Eliseo), resultaba soportable.

Aquel breve período en el módulo, además de permitirme un corto pero profundo descanso y un aseo completo, había servido para satisfacer un pequeño capricho, intensamente añorado en aquellos cinco primeros días de exploración: poder desayunar «a la antigua usanza» (aunque en este caso tan especial quizá habría que decir «a la futura usanza»…), tal y como tenía por costumbre en los Estados Unidos. Así que bajo la mirada divertida de mi compañero, yo mismo preparé los huevos revueltos, el bacon, las tostadas con mantequilla y dos generosas tazas de café humeante.

Y con el ánimo dispuesto, tomé mi nuevo e inseparable «compañero» —la «vara de Moisés»—, guardando en la bolsa de hule un diminuto micrófono, las lentes de contacto «crótalos», dos esmeraldas, una cuerda de colores y la «carta» de un supuesto amigo de Tesalónica. Todo ello, como iremos viendo, de suma importancia para el desarrollo de mi misión.

Conforme me aproximaba a Betania, siguiendo la misma vereda que había tomado la noche anterior para mi regreso a la «cuna», una creciente curiosidad fue apoderándose de mí. ¿Qué me depararía el destino en aquellos dos días —martes y miércoles— de los que apenas si se habla en las crónicas evangélicas? ¿Qué haría Jesús de Nazaret durante las horas que precedieron a su prendimiento?

Aquella inquietud me hizo acelerar el paso.

Cuando me hallaba a un tiro de piedra del camino que conduce de Jerusalén a Jericó, y que atravesaba Betania, un espeso matorral me llamó la atención. Se trataba de bellos racimos de juncias —de la especie «sultán»—, muy apreciadas por las mujeres judías. Yo sabía que las hebreas gustaban de adornar sus cabellos con manojos de estas olorosas flores, extrayendo también de sus pequeños tubérculos ovoideos (algo menores que las avellanas) una especie de refrescante licor, de un sabor muy similar a la horchata.

Contento por mi descubrimiento, arranqué un copioso ramo y proseguí la marcha.

Al llegar a la aldea, el familiar ruido de la molienda del grano me puso sobre aviso: los habitantes de Betania hacía tiempo que se afanaban en sus quehaceres y, presumiblemente, el Maestro de Galilea —consumado madrugador— habría iniciado ya su jornada. No tenía tiempo que perder.

Al entrar en la casa de Lázaro, la familia me saludó con vivas muestras de alegría, ofreciéndome el tradicional beso en la mejilla. Marta, en especial, parecía mucho más nerviosa y feliz que el resto por mi nueva visita. Pero su turbación llegó al límite cuando, inesperadamente, puse en sus manos el racimo de juncias. Sus profundos ojos negros se clavaron en los míos. Y al instante, en uno de sus peculiares arranques, se separó del grupo, refugiándose a la carrera en una de las estancias del patio central. María y Lázaro no pudieron contener las risas.

Pero mis pensamientos estaban centrados en Jesús e interrogué de inmediato a Lázaro sobre el paradero del Maestro. Aquel interés mío por el Galileo debió llenarle de satisfacción y atendiendo mi ruego se brindó a acompañarme hasta la mansión de Simón, «el leproso».

Por la posición del sol debían ser la siete de la mañana cuando, tras cruzar el jardín, me reincorporé al grupo de discípulos que conversaba con el rabí al pie de las escalinatas donde yo había sostenido mi primera conversación con el Maestro.

Prudentemente me mantuve al fondo de la nutrida reunión, observando que, además de los doce hombres de confianza, asistían una decena de mujeres —elegidas igualmente por Jesús al principio de su ministerio—, así como veinte o veinticinco discípulos, todos ellos muy amigos del Galileo, amén del propietario de la casa: el anciano Simón.

Por el tono de su voz, más grave de lo habitual, comprendí que aquella reunión encerraba un sentido muy especial. No me equivoqué. Jesús, ante los atónitos ojos de sus amigos, fue diciéndoles adiós. En aquel instante pulsé disimuladamente el clavo de cobre, activando la filmación simultánea. Nadie se percató de la maniobra. Sin embargo, y así creo que debo registrarlo en honor a la verdad, en el momento en que inicié la grabación, el gigante —que se hallaba de espaldas y conversando con el grupo de mujeres— giró súbitamente la cabeza, fijando primero su mirada en mí y, acto seguido, en la vara que yo sujetaba con mi mano derecha. Una oleada de sangre ascendió desde mi vientre. Pero el Maestro, en cuestión de segundos, terminó por esbozar una ancha sonrisa a la que creo que correspondí, aunque no estoy muy seguro… Por un momento creí que todo se venía abajo.

Los apóstoles y discípulos, que seguían todos y cada uno de los movimientos del Maestro, asociaron aquella mirada y la inmediata sonrisa con mi presencia, no concediéndole más trascendencia que la de un cálido saludo hacia un gentil que venía demostrando un abierto y sincero interés por la doctrina del rabí.

Acto seguido, Jesús se dirigió a sus doce íntimos, dedicando a cada uno de ellos unas cálidas palabras de despedida.

Y empezó por Andrés, el verdadero responsable y jefe del grupo de los apóstoles.

En uno de sus gestos favoritos, colocó sus manos sobre los hombros del hermano de Pedro, diciéndole:

—No te desanimes por los acontecimientos que están a punto de llegar. Mantén tu mano fuerte entre tus hermanos y cuida de que no te vean caer en el desánimo.

Después, dirigiéndose a Pedro, exclamó:

—No pongas tu confianza en el brazo de la carne, ni en las armas de metal. Fundamenta tu persona en los cimientos espirituales de las rocas eternas.

Aquellas frases me dejaron perplejo. Casi inconscientemente asocié las palabras de Jesús con aquellas otras, vertidas por el evangelista Mateo en su capítulo 16, en las que, tras la confesión de Pedro sobre el origen divino del Maestro, éste afirma textualmente:

«… Bienaventurado tú, Simón Bar Jona…, y yo te digo a ti que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi Iglesia…».

Al estudiar los Evangelios canónicos, durante mi preparación para la operación Caballo de Troya, había detectado un dato —repetido en diferentes pasajes— que me produjo una cierta confusión. Algunos parlamentos del Nazareno o sucesos relacionados con su nacimiento y vida pública sólo eran recogidos por uno de los evangelistas, mientras que los otros tres no se daban por enterados. Este era el caso del citado párrafo de San Mateo que sostiene la creencia entre los católicos de que Jesús de Nazaret quiso fundar una Iglesia, tal y como hoy la entendemos. Y desde el primer momento nació en mí una duda: ¿cómo era posible que una afirmación tan decisiva por parte de Jesús no fuera igualmente registrada por Marcos, Lucas y Juan? ¿Es que el Maestro de Galilea no pronunció jamás aquellas palabras sobre Pedro y la Iglesia? ¿Pudo ser esta parte de la llamada «confesión de Pedro» una deficiente información por parte del evangelista? ¿O me encontraba ante una manipulación muy posterior a la muerte de Cristo, cuando las enseñanzas del rabí habían empezado a «canalizarse» dentro de unas estructuras colegiales y burocráticas que exigían la justificación —al más «alto nivel»— de su propia existencia?

Los acontecimientos que iba a tener ocasión de presenciar en la tarde y noche de ese mismo martes, 4 de abril, confirmarían mis sospechas sobre la pésima recepción, por parte de los apóstoles, de muchas de las cosas que hizo y que, sobre todo, dijo Jesús. Y aunque nunca negaré la posibilidad de que el Galileo pudiera haber pronunciado esas palabras sobre Pedro y su Iglesia, al escuchar aquella despedida personal del Maestro a Pedro, en el jardín de Simón, «el leproso», mi duda sobre una posible confusión por parte de san Mateo creció sensiblemente.

Pedro, al escuchar aquellas emocionadas palabras —y en un movimiento reflejo que le traicionó— trató de ocultar con su ropón la empuñadura de la espada que escondía entre la túnica y la faja. Pero Jesús, simulando no haber visto dicho gesto, se colocó frente a Santiago, diciéndole:

—No desfallezcas por apariencias exteriores. Permanece firme en tu fe y pronto conocerás la realidad de lo que crees.

Siguió con Nathaniel y en el mismo tono de dulzura afirmó:

—No juzgues por las apariencias. Vive tu fe cuando todo parezca desvanecerse. Sé fiel a tu misión de embajador del reino.

Al imperturbable Felipe —el hombre «práctico» del grupo— le despidió con estas palabras:

—No te sobrecojas por los acontecimientos que se van a producir. Permanece tranquilo, aun cuando no puedas ver el camino. Sé leal a tu voto de consagración.

A Mateo, seguidamente, le habló así:

—No olvides la gracia que recibiste del reino. No permitas que nadie te estafe en tu recompensa eterna. Así como has resistido tus inclinaciones de la naturaleza mortal, desea permanecer resuelto.

En cuanto a Tomás, su despedida fue así:

—No importa lo difícil que pueda ser: ahora debes caminar sobre la fe y no sobre la vista. No dudes que yo puedo terminar el trabajo que he comenzado.

Aquellas palabras a Tomás —el gran escéptico— fueron especialmente proféticas.

—No permitáis que lo que no podéis comprender os aplaste —les dijo a los gemelos—. Sed fieles a los afectos de vuestros corazones y no pongáis vuestra fe en grandes hombres o en la actitud cambiante de la gente. Permaneced entre vuestros hermanos.

Después, llegando frente a Simón Zelotes —el discípulo más politizado—, prosiguió:

—Simón, puede que te aplaste el desconcierto, pero tu espíritu se levantará sobre todos los que vayan contra ti. Lo que no has sabido aprender de mí, mi espíritu te lo enseñará. Busca las verdaderas realidades del espíritu y deja de sentirte atraído por las sombras irreales y materiales.

El penúltimo apóstol era el joven Juan. El Maestro tomó sus manos entre las suyas, diciéndole:

—Sé suave. Ama incluso a tus enemigos. Sé tolerante. Y recuerda que yo he creído en ti…

Juan, con los ojos humedecidos, retuvo las manos de Jesús, al tiempo que exclamaba con un hilo de voz:

—Pero, Señor, ¿es que te marchas?

A juzgar por las expresiones de sus rostros, estoy seguro que todos se habían formulado aquella misma pregunta. Sin embargo, sus ánimos estaban tan maltrechos y confusos que ninguno, excepto el sincero y valiente Juan, se atrevió a expresarla en voz alta.

Por último, el Maestro se aproximó al larguirucho Judas Iscariote. Desde el primer momento, la compleja y atormentada personalidad de aquel hombre me habían atraído de forma especial. En la medida de mis posibilidades, procuré no perderle de vista. Y puedo adelantar ya que las motivaciones que le empujaron a traicionar a Jesús no fueron —como se insinúa en los Evangelios— las del dinero. Para un hombre como él, la consideración de los demás y la vanagloria personal estaban muy por encima de la avaricia…

—Judas —le dijo el Galileo—, te he amado y he rezado para que ames a tus hermanos. No te sientas cansado de hacer el bien. Te aviso para que tengas cuidado con los resbaladizos caminos de la adulación y con los dardos venenosos del ridículo.

Jesús, evidentemente, conocía muy bien el carácter del traidor.

Cuando hubo terminado de despedirse, el Maestro, con una cierta sombra de tristeza en su rostro, tomó a Lázaro por el brazo y se alejó del grupo, adentrándose en el jardín. Sólo después de su muerte, cuando faltaban escasas horas para mi regreso al módulo, Marta me confesaría cuál había sido el tema de aquella conversación privada entre Jesús de Nazaret y su hermano.

Jesús recobró con presteza su habitual buen humor. Y después de ordenar a los discípulos que dispusieran aquella misma mañana el campamento en el Olivete, rogó a Pedro, Andrés, Juan y Santiago que se adelantaran con él a Jerusalén.

Mi elección no ofrecía duda y en compañía de un reducido grupo de discípulos seguí los pasos de aquellos cinco hombres.

Como era ya costumbre, el Nazareno, con una envidiable forma física, cubrió la empinada vertiente oriental del Monte de los Olivos en poco más de media hora. Cuando, al fin, alcanzamos la cima, Jesús y los apóstoles —lejos de detenerse a descansar— se alejaban ya, colina abajo, en dirección al torrente seco del Cedrón.

Pero, contra lo que imaginaba, el Maestro no parecía tener excesiva prisa por entrar en la ciudad santa. Y se detuvo en la citada falda occidental del Olivete, en una explanada en la que se apretaban decenas de tiendas, la mayoría ocupadas por peregrinos procedentes de Galilea, así como por comerciantes de lanas y vendedores de animales para los sacrificios rituales.

Por lo que pude comprobar, algunas de aquellas familias conocían de antiguo al Galileo y le rogaron que se sentara junto a ellos. El Maestro aceptó con gusto, acariciando a los niños y mostrándose encantado cuando una de las hebreas le presentó un cuenco de barro con leche de cabra recién ordeñada, según dijo. Al instante, otra mujer colocaba sobre la estera de paja sobre la que había tomado asiento el rabí una bandeja de madera con un puñado de dátiles y una especie de torta de color blancoamarillento y que, según uno de mis acompañantes, era conocida por el nombre de «pan de higos»[67].

Sonriente, el Nazareno apartó con su mano izquierda las numerosas moscas que trataban de posarse en la leche y, tomando el recipiente con ambas manos, se lo llevó a la boca, bebiendo lenta y placenteramente. Poco después, tras despedirse de sus anfitriones, realizó otras dos visitas.

Hacia la hora tercia (las nueve de la mañana), el grupo prosiguió su camino hacia Jerusalén.

Fue entonces cuando Pedro y Santiago, que llevaban varios días enzarzados en una polémica sobre las enseñanzas de su Maestro en relación con el perdón de los pecados, decidieron salir de dudas. Y Pedro tomó la palabra:

—Maestro, Santiago y yo no estamos de acuerdo respecto a tus enseñanzas sobre la redención del pecado. Santiago afirma que tú enseñas que el Padre nos perdona, incluso, antes de que se lo pidamos. Yo mantengo que el arrepentimiento y la confesión deben ir por delante del perdón. ¿Quién de los dos está en lo cierto?

Algo sorprendido por la pregunta, Jesús se detuvo frente a la muralla oriental del templo y, mirando intensamente a los cuatro, respondió:

—Hermanos míos, erráis en vuestras opiniones porque no comprendéis la naturaleza de las íntimas y amantes relaciones entre la criatura y el Creador, entre los hombres y Dios. No alcanzáis a conocer la simpatía comprensiva que los padres sabios tienen para con sus hijos inmaduros y a veces equivocados.

»Es verdaderamente dudoso que un padre inteligente y amante se ponga alguna vez a perdonar a un hijo normal. Relaciones de comprensión, asociadas con el amor impiden, efectivamente, esas desavenencias que más tarde necesitan el reajuste y arrepentimiento por el hijo, con perdón por parte del padre.

»Yo os digo que una parte de cada padre vive en el hijo. Y el padre disfruta de prioridad y superioridad de comprensión en todos los asuntos relacionados con su hijo. El padre puede ver la inmadurez del hijo por medio de su propia madurez: la experiencia más madura del viejo.

»Pues bien, con los hijos pequeños, el Padre celestial posee una infinita y divina simpatía y comprensión amorosa. El perdón divino, por tanto, es inevitable. Es inherente e inalienable a la infinita comprensión de Dios y a su perfecto conocimiento de todo lo concerniente a los juicios erróneos y elecciones equivocadas del hijo. La divina justicia es tan eternamente justa que incluye, inevitablemente, el perdón comprensivo.

»Cuando un hombre sabio entiende los impulsos internos de sus semejantes, los amará. Y cuando ames a tu hermano, ya le habrás perdonado. Esta capacidad para comprender la naturaleza del hombre y de perdonar sus aparentes equivocaciones es divina. En verdad, en verdad os digo que si sois padres sabios, ésta deberá ser la forma en que améis y comprendáis a vuestros hijos; incluso les perdonaréis cuando una falta de comprensión momentánea os haya separado.

»El hijo, siendo inmaduro y falto de plena comprensión sobre la profunda relación padre-hijo, sentirá frecuentemente una sensación de separación respecto a su padre. Pero el verdadero padre nunca estará consciente de esta separación.

»El pecado es la experiencia de la conciencia de la criatura; no es parte de la conciencia de Dios.

»Vuestra falta de capacidad y de deseo de perdonar a vuestros semejantes es la medida de vuestra inmadurez y la razón de los fracasos a la hora de alcanzar el amor.

»Mantenéis rencores y alimentáis venganzas en proporción directa a vuestra ignorancia sobre la naturaleza interna y los verdaderos deseos de vuestros hijos y prójimo. El amor es el resultado de la divina e interna necesidad de la vida. Se funda en la comprensión, se nutre en el servicio generoso y se perfecciona en la sabiduría.

Los cuatro amigos de Jesús guardaron silencio. Posiblemente, Santiago y Juan sí comprendieron parte de las explicaciones del Maestro. No así los hermanos pescadores. Pedro, rascándose nerviosamente la bronceada calva, siguió los pasos del Galileo, sumido en un sinfín de cavilaciones.

Hacia las nueve y media de la mañana, Cristo y sus discípulos cruzaron bajo la llamada Puerta Oriental, en la muralla este del templo, dirigiéndose hacia las escalinatas del atrio de los Gentiles, lugar habitual de sus discursos y enseñanzas.

Los cambistas y vendedores de corderos y demás productos propios de la Pascua habían vuelto a instalar sus mesas y tenderetes, aprovechando las primeras luces del alba. Todo aparecía tranquilo. Ninguno de aquellos intermediarios hizo el menor gesto de desaprobación cuando vieron entrar al rabí de Galilea y al reducido grupo de seguidores. Jesús, por su parte, se dio perfecta cuenta de que aquel comercio sacrílego había vuelto por sus fueros. Pero, tal y como ocurriese en otras muchas ocasiones, no prestó mayor atención. Aquella postura por parte del Maestro confirmó mi convencimiento de que lo sucedido en la mañana del día anterior se había debido fundamentalmente a una situación límite.

Muchos de los habitantes de Jerusalén, así como de los peregrinos que iban engrosando día a día la población de la ciudad santa y alrededores, esperaban ya impacientes la aparición del rabí de Galilea. La mayor parte, movida por una morbosa curiosidad, a la vista de los graves acontecimientos registrados en la mañana del lunes en la explanada del templo y expectante por la actuación que pudiera seguir el Sanedrín. Era un secreto a voces que Caifás y el resto del gran consejo de justicia judío habían tomado la decisión de prender y ajusticiar a Jesús. Pero, ¿se atreverían a hacerlo en público? El propio rabí, a través de algunos de los «ancianos» y fariseos que habían presentado su dimisión en el Sanedrín, estaba al corriente de estas intrigas y de la oscura amenaza que se cernía sobre él. Por ello, muchos de los hebreos aplaudían en secreto el valor del Nazareno, que no manifestaba temor o nerviosismo, mostrándose y avanzando serena y majestuosamente entre los levitas o policías del templo y, sobre todo, a la vista de los sacerdotes.

Sin más preámbulos, y en mitad de aquella expectación, Jesús comenzó sus palabras. Pero, apenas si había empezado cuando, un grupo de alumnos de las escuelas de escribas, destacándose entre el gentío, interrumpió al Maestro, preguntándole:

—Rabí, sabemos que eres un enseñante que está en lo cierto y sabemos que proclamas los caminos de la verdad y que sólo sirves a Dios, pues no temes a ningún hombre. Sabemos también que no te importa quiénes sean las personas. Señor, sólo somos estudiantes y quisiéramos conocer la verdad sobre un asunto que nos preocupa. ¿Es justo para nosotros dar tributo al César? ¿Debemos dar o no debemos dar?

En aquel instante, uno de los sirvientes de Nicodemo —que profesaba desde hacía tiempo la doctrina de Jesús— hizo un comentario en voz baja, recordándonos que aquella impertinente interrupción formaba parte del plan, trazado en la fatídica reunión del Sanedrín del día anterior. Los fariseos, escribas y saduceos, en efecto, habían unido sus votos para, en principio, formar grupos «especializados» que tratasen de ridiculizar y desprestigiar públicamente al Galileo.

Aquel típico silencio —propio de los momentos de gran tensión— fue roto por el Nazareno quien, en un tono irónico —como si conociese a la perfección la falsa ignorancia de aquellos muchachos, entre los que se hallaba una especial representación de los «herodianos»[68] les preguntó a su vez:

—¿Por qué venís así, a provocarme?

Y acto seguido, extendiendo su mano izquierda hacia los estudiantes, les ordenó con voz firme:

—Mostradme la moneda del tributo y os contestaré.

El portavoz de los alumnos le entregó un denario de plata[69] y el Maestro, después de mirar ambas caras, repuso:

—¿Qué imagen e inscripción lleva esta moneda?

Los jóvenes se miraron con extrañeza y respondieron, dando por sentado que el rabí conocía perfectamente la respuesta:

—La del César.

—Entonces —contestó Jesús, devolviéndoles la moneda—, dad al César lo que es del César, a Dios lo que es de Dios y a mí, lo que es mío…

La multitud, maravillada ante la astucia y sagacidad de Jesús, prorrumpió en aplausos, mientras los aspirantes a escribas y sus cómplices, los «herodianos», se retiraban avergonzados. Instintivamente, mientras Jesús contemplaba aquel denario, extraje de mi bolsa una moneda similar y la examiné detenidamente. En una de sus caras se apreciaba la imagen del César, sentado de perfil en una silla. A su alrededor podía leerse la siguiente inscripción: Pontif Maxim. En la otra cara la efigie de Tiberio, coronado de laurel, con otra leyenda a su alrededor: Ave Augustus Ti Caesar Divi[70].

Aquella nueva trampa pública había sido muy bien planeada. Todo el mundo sabía que el denario era el máximo tributo que la nación judía debía pagar inexorablemente a Roma, como señal de sumisión y vasallaje. Si el Maestro hubiera negado el tributo, los miembros del Sanedrín habrían acudido rápidamente ante el procurador romano, acusando a Jesús de sedición. Si, por el contrario, se hubiese mostrado partidario de acatar las órdenes del Imperio, la mayoría del pueblo judío hubiera sentido herido su orgullo patriótico, excepción hecha de los saduceos, que pagaban el tributo con gusto.

Fueron estos últimos precisamente quienes, pocos minutos después de este incidente, y siguiendo la estrategia programada por el Sanedrín, avanzaron hacia Jesús —que intentaba proseguir con sus enseñanzas— tendiéndole una segunda trampa:

—Maestro —le dijo el portavoz del grupo—, Moisés dijo que si un hombre casado muriese sin dejar hijos, su hermano debería tomar a su esposa y sembrar semilla por el hermano muerto. Entonces ocurrió un caso: cierto hombre que tenía seis hermanos murió sin descendencia. Su siguiente hermano tomó a su esposa, pero también murió pronto sin dejar hijos. Y lo mismo hizo el segundo hermano, muriendo igualmente sin prole. Y así hasta que los seis hermanos tuvieron a la esposa y todos pasaron sin dejar hijos. Entonces, después de todos ellos, la propia esposa falleció. Lo que te queríamos preguntar es lo siguiente: cuando resuciten, ¿de quién será la esposa? Al escuchar la disertación del saduceo, varios de los discípulos de Jesús movieron negativamente la cabeza, en señal de desaprobación. Según me explicaron, las leyes judías sobre este particular hacía tiempo que eran «letra muerta» para el pueblo. Amén de que aquel caso tan concreto era muy difícil de que se produjera en realidad, sólo algunas comunidades de fariseos —los más puristas— seguían considerando y practicando el llamado matrimonio de levirato[71].

El rabí, aun sabiendo la falta de sinceridad de aquellos saduceos, accedió a contestar. Y les dijo:

—Todos erráis al hacer tales preguntas porque no conocéis las Escrituras ni el poder viviente de Dios. Sabéis que los hijos de este mundo pueden casarse y ser dados en matrimonio, pero no parecéis comprender que los que se hacen merecedores de los mundos venideros a través de la resurrección de los justos, ni se casan ni son dados en matrimonio. Los que experimentan la resurrección de entre los muertos son más como los ángeles del cielo y nunca mueren. Estos resucitados son eternamente hijos de Dios. Son los hijos de la luz. Incluso vuestro padre, Moisés, comprendió esto. Ante la zarza ardiente oyó al Padre decir: «Soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob». Y así, junto a Moisés, yo declaro que mi Padre no es el Dios de los muertos, sino de los vivos. En él, todos vosotros os reproducís y poseéis vuestra existencia mortal.

Los saduceos se retiraron, presa de una gran confusión, mientras sus seculares enemigos, los fariseos, llegaban a exclamar a voz en grito: «¡Verdad, verdad, verdad Maestro! Has contestado bien a estos incrédulos».

Quedé nuevamente sorprendido, al igual que aquella multitud, por la sagacidad y reflejos mentales de aquel gigante. Jesús conocía la doctrina de esta secta, que sólo aceptaba como válidos los cinco textos llamados los Libros de Moisés. Y recurrió precisamente a Moisés en su respuesta, desarmando a los saduceos. Pero, desde mi punto de vista, los fariseos que aplaudieron las palabras del Maestro, no entendieron tampoco la profundidad del mensaje del Nazareno, cuando aludió con voz rotunda «a los que experimentan la resurrección de entre los muertos». Los «santos» o «separados» —como se les llamaba popularmente a los fariseos— creían que, en la resurrección, los cuerpos se levantaban físicamente. Y Jesús, en sus afirmaciones, no se refirió a este tipo de resurrección…

El Maestro parecía resignado a suspender temporalmente su predicación y esperó en silencio una nueva pregunta. La verdad es que llegó a los pocos momentos, de labios de aquel mismo grupo de fariseos que había simulado tan cálidos elogios hacia el rabí. Uno de ellos, señalando a Jesús, expuso un tema que conmovió de nuevo al gentío:

—Maestro —le dijo—, soy abogado y me gustaría preguntarte cuál es, en tu opinión, el mayor mandamiento.

Sin conceder un segundo siquiera a la reflexión —y elevando aún más su potente voz—, el gigante repuso:

—No hay más que un mandamiento y ése es el mayor de todos. Es éste: ¡Oye, oh Israel! El Señor, nuestro Dios, el Señor es uno. Y lo amarás con todo tu corazón y con toda tu alma, con toda tu mente y con toda tu fuerza. Este es el primero y el gran mandamiento. Y el segundo es como este primero. En realidad, sale directamente de él y es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que éstos. En ellos se basa toda la Ley y los profetas.

Aquel hombre de leyes, consternado por la sabiduría de la respuesta de Jesús, se inclinó a alabar abiertamente al rabí:

—Verdaderamente, Maestro, has dicho bien. Dios, ¡bendito sea!, es uno y nada más hay tras él. Amarle con todo el corazón, entendimiento y fuerza y amar al prójimo como a uno mismo es el primero y el gran mandamiento. Estamos de acuerdo en que este gran mandamiento ha de ser tenido mucho más en cuenta que todas las ofrendas y sacrificios que se queman.

Ante semejante respuesta, el Nazareno se sintió satisfecho y sentenció, ante el estupor de los fariseos:

—Amigo mío, me doy cuenta de que no estás lejos del reino de Dios…

Jesús no se equivocaba. Aquella misma noche, en secreto, aquel fariseo acudió hasta el campamento situado en el huerto de Getsemaní, siendo instruido por Jesús y pidiendo ser bautizado.

Aquella sucesión de descalabros dialécticos terminó por disuadir a los restantes grupos de escribas, saduceos y fariseos, que comenzaron a retirarse disimuladamente.

Al observar que no había más preguntas, el Galileo se puso en pie y, antes de que los venenosos sacerdotes desaparecieran, les lanzó esta interrogante:

—Puesto que no hacéis más preguntas, me gustaría haceros una:

¿Qué pensáis del Libertador? Es decir, ¿de quién es hijo?

Los fariseos y sus compinches quedaron como electrizados mientras un murmullo recorría aquella zona de la explanada.

Los miembros del Templo deliberaron durante algunos minutos y, finalmente, uno de los escribas, señalando uno de los papiros que llevaba anudado a su brazo derecho y que contenía la Ley, respondió:

—El Mesías es el hijo de David.

Pero el Nazareno no se contentó con esta respuesta. Él sabía que existía una agria polémica sobre si él era o no hijo de David —incluso entre sus propios seguidores— y remachó:

—Si el Libertador es en verdad el hijo de David, cómo es que en el salmo que atribuís a David, él mismo, hablando con el espíritu, dice: «El Señor dijo a mi señor: siéntate a mi derecha hasta que haga de tus enemigos el escabel de tus pies». Si David le llama Señor, ¿cómo puede ser su hijo?

Los fariseos y principales del templo quedaron tan confusos que no se atrevieron a responder.

Hacia la hora quinta (las once de la mañana, aproximadamente), Jesús dio por concluida su estancia en el Templo y, puesto que era el tiempo de la comida, se encaminó con sus discípulos hacia la Puerta Triple con el fin —según me comentó el propio Pedro— de dirigirse a la casa de José de Arimatea, en la ciudad baja. Al descubrir cómo me quedaba atrás, dispuesto a no alterar, en la medida de lo posible, la intimidad del grupo, Andrés retrocedió y me invitó a compartir con ellos la segunda comida del día. Mientras tanto, Jesús y los demás habían cruzado ya entre las mesas de los cambistas y mercaderes, perdiéndose por la soberbia puerta del muro sur del Templo.

Estaba a punto de aceptar, naturalmente, cuando un tumulto procedente de la cara más oriental del Santuario nos hizo volver la mirada. Entre gritos desgarradores, una mujer estaba siendo prácticamente arrastrada por las escalinatas de acceso al Pórtico Corintio. Una patrulla de la policía del Templo (los levitas), posiblemente de los destacados en el atrio de las Mujeres, se dirigía a través de la explanada donde nos encontrábamos, en dirección al Pórtico de Salomón y, más concretamente, hacia la Puerta Oriental. Dos de los levitas de esta «guardia de día» sujetaban a la hebrea por las axilas, mientras un tercero había hecho presa en sus pies, soportando a duras penas los violentos movimientos de la muchacha. Detrás, medio ocultos entre un enjambre de curiosos, marchaban uno de los guardianes de turno del Templo y varios sacerdotes.

La multitud que se hallaba entre los puestos de los vendedores corrió al instante hacía la patrulla, lanzando gritos de «¡Adúltera!… ¡Adúltera!», como si aquel suceso fuera algo común y hasta festejado por la turba.

Interrogué a Andrés con la mirada y el jefe del grupo, con expresión grave, lamentó aquella sombría coincidencia, resumiendo el lamentable espectáculo con la siguiente frase:

—Son las «aguas amargas». Recordé al instante que en una de mis investigaciones en los textos bíblicos Números (5,1131)[72], Yavé especificaba el procedimiento a seguir con la mujer sospechosa de adulterio. Cuando el marido creía que su esposa le era infiel, llevaba a ésta hasta el sacerdote, obligándola a confesar. Si se negaba a reconocer su culpa, la desdichada tenía que pasar por la prueba (una especie de «juicio de Dios») de las «aguas amargas». El sacerdote preparaba un brebaje especial —compuesto, según reza en la Biblia, por tierra del Tabernáculo y la tinta con la que escribía el ritual de las maldiciones, previamente diluida en agua— y, entre ceremonias religiosas, daba a beber dicha poción a la sospechosa. La creencia judía enseñaba que, si la mujer era realmente culpable, el misterioso liquido atacaba sus entrañas, matándola. Por el contrario, si era inocente, las «aguas amargas» no alteraban su organismo[73].

Para una mente racional, aquella prueba dejaba mucho que desear en cuanto a su posible objetividad. Pero, a decir verdad, lo que avivó mi curiosidad fue la «fórmula» de aquella pócima. ¿Qué podía contener?

Estaba ante una oportunidad única y supliqué a Andrés que me acompañara. Quería presenciar la ejecución de la sentencia y, si fuera posible, hacerme con una muestra de la tinta utilizada para la fabricación de las «aguas amargas». Andrés comprendió a medias mi aparentemente morboso deseo y a regañadientes consintió en concederme unos minutos.

Cruzamos bajo el arco de piedra de la Puerta Oriental, abriéndonos paso entre el gentío que rodeaba ya a la patrulla. Varios levitas habían formado un círculo o cordón de seguridad de unos diez metros de diámetro. En el centro, la mujer, siempre sujeta por los policías del Templo, permanecía en pie, sollozando. Había sido vestida con una túnica negra y despojada de todos sus adornos.

Mi compañero me explicó que aquélla era la última fase de un proceso que se había iniciado en la mañana del pasado lunes. (Los jueces del Gran o Pequeño Sanedrín se reunían precisamente los lunes y jueves de cada semana, para despachar los asuntos pendientes). Este caso de supuesto adulterio había sido llevado por el Pequeño Sanedrín, formado por 23 jueces.

A petición de su marido, la sospechosa —una joven que no rebasaría los 20 años— había sido conducida aquella mañana del lunes, 3 de abril, ante el tribunal de Justicia y allí, interrogada y atemorizada con fórmulas como la siguiente: «Hija mía, mucho pecado aporta el vino, mucho la risa, mucho la juventud, mucho los malos vecinos; hazlo (reconoce la verdad) por el nombre de Dios, que está escrito con santidad para que no sea borrado con el agua».

Pero, a juzgar por lo que estaba sucediendo, la infeliz se había declarado inocente y el Pequeño Sanedrín dictaminó que debía someterse a la prueba de las «aguas amargas». Cuando interrogué a Andrés sobre la suerte de aquella hebrea, en el caso de que se hubiera declarado culpable, el apóstol me insinuó que no sabía qué podía ser peor. Si la mujer judía decía ante el Tribunal «soy impura», se le obligaba a firmar la renuncia a su dote, procediéndose entonces a la consumación del libelo de divorcio. Como bien apuntaba Andrés, en estas circunstancias, la esposa quedaba en la más absoluta miseria, tenía que abandonar el hogar y a sus hijos, siendo despreciada de por vida. Aquellas leyes establecían el derecho al divorcio, única y exclusivamente de parte del hombre[74]. Esto se prestaba a constantes abusos, caprichos e injusticias. Si el marido deseaba quedarse con la dote que la mujer aportaba al matrimonio y, al mismo tiempo, recobrar su soltería, sólo tenía que acusar a la esposa de infidelidad. Una de dos: o la mujer fallecía a causa de las «aguas amargas» o cargaba con la supuesta culpa, con las consecuencias ya mencionadas.

Tal y como sospechaba, era sumamente raro que la víctima sobreviviera a la ingestión de aquel brebaje.

En suma, que aquella desgraciada, tras declarar que «era pura», había sido conducida a través de la Puerta de Nicanor —tal y como marcaba la tradición— hasta la estrecha explanada existente al pie de la muralla oriental del Templo, al mismo lugar donde se llevaban a cabo las ceremonias de purificación de leprosos y parturientas.

Uno de los sacerdotes se destacó entonces de entre la muchedumbre y con paso decidido se situó frente a la joven, asiendo su túnica con la mano izquierda y a la altura del vientre. Después, de un fuerte tirón, desgarró la vestidura, dejando al descubierto unos pechos blancos y pequeños. El grito de la esposa fue ahogado prácticamente por el bramido de la multitud, excitada ante la contemplación de aquellos hermosos senos. Inmediatamente, el mismo sacerdote se colocó a espaldas de la mujer, procediendo a soltar su larga cabellera negra.

Andrés, nervioso y disgustado, hizo ademán de retirarse. Tratando entonces de ganar tiempo y de aprovechar aquel lógico deseo de mi amigo de evitar tan lamentable suceso, tomé mi bolsa de hule y puse en su mano dos denarios de plata. Andrés me miró sin comprender.

—Deseo pedirte un nuevo favor —le dije—. Es importante para mí adquirir una muestra de la tinta con la que ha sido escrita esa maldición…

El galileo quedó perplejo. Y adelantándome a sus pensamientos, añadí: Confía en mí. Sabes que no puedo entrar en el Santuario y tratar de comprarla personalmente. Bastará con una pequeña cantidad: quizá sea suficiente con una décima de log[75].

Seguí mirando fijamente a Andrés, intentando trasmitirle un mínimo de confianza. La fortuna volvió a sonreírme y el discípulo encogiéndose de hombros, accedió, rogándome que no me moviera del lugar.

Mientras Andrés volvía a penetrar en el recinto del Templo, me reincorporé a la marcha de los acontecimientos. El sacerdote que había desgarrado la túnica de la mujer se hallaba ahora deliberando con el resto de los miembros del Templo. De vez en cuando volvían la cabeza hacia aquella infeliz, enzarzándose en nuevas y encendidas polémicas. Uno de ellos dejó el corrillo y caminó unos pasos, situándose a un palmo de la sospechosa de adulterio. Sin inmutarse ante las lágrimas de la mujer, se inclinó ligeramente, inspeccionando de cerca los pequeños y oscuros pezones. Al cabo de unos minutos retornó al centro de la reunión, iniciándose una nueva y aún más áspera controversia.

Al final, y tras llegar a un acuerdo, otro de los sacerdotes tomó un cinturón egipcio —formado por cuerdas entrelazadas— y se dirigió hacia la muchacha. Cubrió su torso ciñendo la tela por encima de sus pechos, de forma que la túnica no pudiera bajarse.

A una orden del guardián del Templo y jefe de la patrulla de levitas, uno de los hebreos que permanecía junto a los sacerdotes, y que resultó ser el marido, avanzó hasta el centro del círculo, depositando a los pies de su mujer un cesto de paja con unos tres o cuatro kilos de harina de cebada[76]. Después, con la misma frialdad, se retiró. Por un momento creí que el querellante iba a situar el pequeño cesto en las manos de la condenada pero, por indicación de uno de los levitas que sujetaba a la mujer, terminó por colocarlo en tierra. A mi regreso al módulo, en la mañana del domingo, la computadora me aclararía este extremo: La tradición bíblica especificaba que la ofrenda del marido —la «efá» de harina de cebada— debía ser colocada sobre las manos de la víctima. El sacerdote, entonces, ponía su mano bajo las de la mujer, agitando el recipiente de forma ritual. A continuación, lo acercaba al altar, cogía un puñado y lo quemaba. El resto era destinado a la alimentación de los sacerdotes del Templo.

La peligrosa resistencia de la infeliz —que no podía ser liberada del firme control de los policías— hizo aconsejable en este caso que el sacerdote pasase por alto aquella parte del ritual.

De pronto, y por la zona más próxima a la muralla, los judíos fueron abriendo un pasillo, dando paso a otro sacerdote, estrechamente escoltado por seis levitas. Un murmullo se levantó entre el gentío al descubrir que aquel sacerdote transportaba algo entre sus manos. El objeto en cuestión —bastante liviano, a juzgar por el escaso esfuerzo desarrollado por el hebreo aparecía cubierto por un lienzo blanco. Imaginé al instante que podía tratarse del recipiente que contenía las «aguas amargas». Desgraciadamente no tuve que aguardar mucho tiempo para despejar mis dudas. La recién llegada escolta se situó en torno a la mujer y a los policías que la sujetaban, formando un segundo cordón de seguridad.

El sacerdote retiró el lienzo y apareció a la vista de los presentes un pequeño cuenco de arcilla rojiza, con una capacidad aproximada de un litro. Al verlo, la esposa sufrió un nuevo ataque de desesperación, convulsionándose violentamente y profiriendo unos alaridos que hicieron levantar el vuelo de las numerosas palomas que se hallaban posadas sobre los torreones y cúpula del Templo.

Un silencio total —roto únicamente por los aullidos de la prisionera— cayó poco a poco sobre el lugar. El sacerdote que portaba la vasija de barro levantó entonces su voz, conminando a la mujer a que, por última vez, se declarara culpable o inocente.

El gentío aguardó expectante. Pero la hebrea entre gemidos cada vez más apagados, sólo acertó a pronunciar dos palabras fatídicas: «Soy pura».

El miembro del Templo, que parecía tener una incomprensible prisa, volvió la cabeza hacia uno de los levitas, musitándole algo al oído. El policía dejó entonces su puesto, uniéndose a los tres compañeros que retenían a la joven. Y situándose a espaldas de la víctima la sujetó por la espesa mata de pelo, tirando de los cabellos hacia abajo y obligándola a mantener el rostro cara al cielo. Los gritos arreciaron. Mientras la patrulla afianzaba sus pies sobre el áspero terreno, sujetando con nuevos bríos los brazos y piernas de la mujer, otros dos policías se situaron a escasos centímetros de ella, cada uno frente a un costado. Y como si aquella operación hubiera sido largamente estudiada o practicada, mientras el levita del flanco izquierdo cerraba con sus dedos la nariz de la «adúltera», el del costado derecho situó sus manos a escasa altura de la cara, esperando a que el peligro de asfixia obligara a abrir la boca a la judía. Entre sollozos y resoplidos mal contenidos, la muchacha terminó por aspirar aire. Como movidas por un resorte, las manos del policía se hundieron en el interior de la boca, separando violentamente la mandíbula inferior. En décimas de segundo, el sacerdote que portaba el cuenco dio un paso hacia adelante, vertiendo su contenido en la boca de la víctima. A pesar de los seis policías que tomaban parte en la inmovilización de la hebrea, ésta consiguió ladear levemente la cabeza, haciendo que parte de aquel líquido negruzco se derramara por sus mejillas, cuello y túnica.

Una vez apurado el brebaje, el sacerdote retrocedió, al tiempo que los levitas de los costados dejaban libres nariz y boca. El que tiraba del cabello, sin embargo, al igual que los tres que aprisionaban sus brazos y piernas, siguió en su puesto.

A pesar de mi preparación para esta misión, una oleada de indignación me conmovió de pies a cabeza. Sin embargo, tal y como estaba establecido por Caballo de Troya, yo no podía hacer otra cosa que asistir impasible a aquel trágico suceso. Ahora reconozco que fue una prueba decisiva para asimilar mi misión y poder asistir —con toda frialdad— a las no menos dramáticas horas del Viernes Santo…

No habrían transcurrido ni cinco minutos cuando la mujer comenzó a sufrir una serie de espasmos. Sus rodillas se doblaron, mientras los levitas trataban de mantenerla erguida. (Después, al analizar la muestra de tinta, comprendí que aquella actitud de los policías tenía un único y bien estudiado objetivo: evitar que, al caer al suelo y flexionar el abdomen, la condenada pudiera vomitar las «aguas amargas», anulando así sus efectos).

Lentamente, la joven esposa fue perdiendo fuerza. Su rostro adquirió un tinte amarillento y sus ojos —muy abiertos y fijos en aquel azul infinito del cielo de Jerusalén— se abultaron, al tiempo que las grandes arterias del cuello se hinchaban de forma alarmante.

Evidentemente, el veneno había surtido efecto. Los sacerdotes lo sabían y, al apreciar aquellos síntomas, ordenaron a la patrulla que soltara a la mujer. Al liberarla, ésta cayó desplomada a tierra, mientras las decenas de curiosos comenzaban a desfilar en silencio, cruzando de nuevo la muralla o alejándose ladera abajo, hacia el Cedrón.

Fue la voz de Andrés, llamándome desde el arco de la Puerta Oriental, la que me sacó de la triste contemplación de aquel cuerpo desmayado, o quizá sin vida, rodeado por la policía del Templo. Mi amigo debió advertir en seguida mi desolación y, tomándome por el brazo, me condujo a través del Atrio de los Gentiles, en dirección a la ciudad baja. Una vez fuera del Templo, el discípulo sacó disimuladamente de entre sus ropas un pequeño jarrito (de unos 17 centímetros de altura), provisto de una sola asa y con la reducida boca circular perfectamente cerrada por un «tapón» de tela. Sin más explicaciones, puso el recipiente de barro rojo en mis manos, al igual que uno de los dos denarios que yo le había entregado. Andrés no hizo una sola pregunta y yo agradecí doblemente su eficacia y discreción. Días más tarde, cuando fue posible analizar el contenido de aquel recipiente, mis sospechas se vieron confirmadas. La tinta en cuestión contenía cuatro sustancias principales: añil, carbonato potásico, ácido arsenioso y cal viva. Todo ello, diluido en agua común. La circunstancia clave de que —según rezaba el Antiguo Testamento—, la tinta debía ser susceptible de disolverse en agua, redujo considerablemente el panel de tintas utilizadas presumiblemente en el siglo I en Israel. Este importante requisito de la disolución de la tinta en agua, y el no menos decisivo hecho de que provocara en el ser humano los ya referidos efectos, nos condujo casi irremisiblemente a la llamada «tinta azul». Nuestros técnicos descubrieron igualmente que uno de sus ingredientes el ácido arsenioso— no formaba parte en realidad de las sustancias primigenias y necesarias para la composición de la tinta. Junto al añil, al carbonato potásico y a la cal viva aparecía el sulfuro de arsénico, pero nunca el ácido arsenioso. ¿Cómo podía ser esto? La explicación era elemental: los israelitas utilizaban el tipo denominado «sulfuro amarillo de arsénico», que se daba espontáneamente en la Naturaleza, en masas compuestas de láminas semitransparentes, de color amarillo-oro, inodoras, insípidas, insolubles en agua y volátiles al fuego[77]. Este «sulfuro amarillo de arsénico» no es tóxico. Ello explicaba que pudiera ser manipulado sin problemas. Sin embargo, en su interior se albergaba un veneno muy activo: el ácido arsenioso puro, de efectos muy enérgicos. Los judíos conseguían la disolución de este veneno (insoluble en agua, como ya comenté anteriormente), merced a otras sustancias que sí aparecían en la composición de la «tinta azul»: el carbonato potásico y la cal viva, ambos de fuerte poder alcalino[78].

Probablemente, el sacerdote encargado de la «fabricación» de las «aguas amargas» hervía las cuatro primeras sustancias —añil, carbonato potásico, sulfuro amarillo de arsénico y cal viva, consiguiendo una disolución total. A continuación, tras filtrar el líquido resultante, le añadía una pequeña porción de goma arábiga pulverizada —hallada por nuestros especialistas en la «tinta azul» y en una proporción idéntica a la cal viva—, resultando un brebaje doblemente útil: como tinta y como veneno. En cuanto al sabor amargo, que dio nombre a la pócima, podría deberse a la presencia del carbonato potásico, de fuerte sabor acre[79].

Dado el carácter «sagrado» de esta «tinta», lo más lógico es que no fuera compuesta hasta poco antes de su empleo. La Misná, en su Orden Tercero (dedicado a las mujeres), explica que el sacerdote llenaba un cuenco nuevo de barro con una cantidad que oscilaba entre un cuarto y medio «log» de agua del pilón (es decir, entre 125 y 250 gramos de agua común). A continuación «entraba en el Santuario y se dirigía hacia la derecha, donde había un lugar de un codo cuadrado (unos 45 centímetros cuadrados) con una mesa de mármol y un anillo fijado a ella. Después de alzarla cogía la ceniza que había bajo ella y la ponía en el cuenco, de tal modo que se hiciese perceptible en el agua, tal como está escrito: «de la ceniza que haya en el pavimento del santuario tomará el sacerdote y la pondrá en el agua».

Por último, el sacerdote se hacía con la «tinta» y escribía las fórmulas rituales. Yavé —tal y como especifica el libro sagrado (Números 5,23) ordenaba que se escribiera sobre «un libro». En otras palabras, en un rollo. Tampoco debía utilizar goma, vitriolo ni ninguna otra sustancia que quedase fija. Lógicamente, si lo que se perseguía era que la acusada bebiese el veneno contenido en la «tinta», ésta debía ser perfectamente soluble en el agua.

Después de aquellas verificaciones, una serie de dudas —más intensas y fascinantes, si cabe— quedaron flotando en el espíritu de los hombres del proyecto Caballo de Troya. En primer lugar, si la salida de los judíos de Egipto se registró hacia el año 1290 antes de Cristo, ¿cómo es posible que el pueblo hebreo conociese el ácido arsenioso y su funesta acción sobre el organismo humano, si las primeras noticias sobre dicho ácido empezaron a difundirse por el mundo en el siglo IX de nuestra Era?[80] Y si ellos no fueron los descubridores o creadores de semejante fórmula, ¿quién lo hizo? La conclusión inmediata sólo puede ser una: Yavé. Pero, aceptando esta hipótesis, ¿quién era este Yavé, capaz de transmitir unas fórmulas químicas tan precisas, adelantándose, además, a los tiempos? Y, sobre todo, ¿por qué un ser que se autodefinía como Dios establecía procedimientos tan injustos y horrendos a la hora de dilucidar la culpabilidad de una persona? Según los especialistas en toxicología y medicina legal, la mujer que ingería una sustancia de las características citadas en las «aguas amargas» sufría un cuadro gastroenterítico. En realidad, con una dosis de 120 miligramos de este ácido arsenioso podía provocarse la muerte de la mujer. A los pocos minutos se presentaban los signos típicos: sed muy intensa, vómitos, deposiciones, calambres y facciones alteradas, provocando una muerte «asfíctica». Otros expertos en venenos opinaron que quizá las «aguas amargas» podían contener, en lugar del ácido arsenioso, otro potente tóxico, extraído de la víbora del desierto conocida por «Gariba». En este caso, y para hacer efectivo tan mortífero veneno, los sacerdotes introducían en la pócima la cal viva, que quemaba y desgarraba las mucosas internas de la desdichada, haciendo activo el veneno de la víbora, inocuo por vía oral[81].

Si las «aguas amargas» eran preparadas con este último veneno, siempre existía la posibilidad de «obrar el milagro». Bastaba con suprimir el tóxico producido por la «Gariba» o Echis Carinatus —muy frecuente en los desiertos de la península del Sinaí— para que la supuesta adúltera no sufriera daño alguno. Naturalmente, este «truco» —enseñado también por el sospechoso «Yavé»— se prestaba a numerosas manipulaciones de la ignorante multitud y ¡Cómo no!—, a posibles chantajes por parte de los responsables de las mencionadas «aguas amargas».

Un asunto digno de un estudio en profundidad…

Con ciertas prisas, justificadísimas por supuesto, Andrés me fue conduciendo por las estrechas callejuelas de la parte baja de Jerusalén, hasta llegar a una casa situada entre la Sinagoga de los Libertos y la Piscina de Siloé, en el extremo meridional de la ciudad santa. La fachada, enteramente de piedra labrada, ostentaba sobre el pétreo dintel un escudo circular con una estrella de cinco puntas. En el hermoso altorrelieve, desgastado por el paso del tiempo, pude leer la palabra «Jerusalén», formada por las cinco letras hebreas, cada una de ellas situada entre las puntas de la no menos famosa estrella de David.

José, el de Arimatea, noble decurión (una especie de asesor del Sanedrín, en virtud de su riqueza y estirpe noble: su familia procedía, como la de Jesús, del mítico rey David), era un personaje de gran prestigio en la ciudad santa. Su talante liberal, fruto, sin duda, de sus viajes por Grecia y el imperio romano, le había arrastrado desde un principio hacia las enseñanzas de Jesús de Nazaret. Y aunque él había nacido en la aldea de Arimatea (hoy Rantís, al nordeste de Lidda), su infancia y juventud habían transcurrido casi por completo en Jerusalén. Aquella casa —según me contó a lo largo de aquel almuerzo— había sido levantada por sus antepasados, justamente sobre los restos de la antigua «Ciudad de David», en el promontorio llamado Ofel.

Su considerable fortuna —amasada principalmente con los negocios de la construcción— le había permitido acondicionar aquella mansión con los más refinados lujos, notándose en toda su decoración una clara influencia helenística. Aquella profesión suya —y este fue uno de los aspectos que más me atrajo de José— le había permitido, además, un estrecho contacto con el procurador romano, Poncio Pilato. A su llegada a Judea, por orden del emperador romano Tiberio, Pilato desplegó una gran actividad. Una de sus primeras obras fue la construcción de un acueducto de unos 300 estadios (casi 50 kilómetros)[82]. Pues bien, José de Arimatea fue uno de los principales suministradores de plomo y argamasa.

Andrés conocía bien la casa y me guió directamente al espacioso patio —a cielo abierto— donde se hallaban el Maestro, sus discípulos, una treintena de griegos (los mismos que abordaron a Jesús en las primeras horas de la tarde del domingo y que, al parecer, habían recapacitado, buscando de nuevo al Maestro) y José, el de Arimatea, con los 19 miembros del Sanedrín que habían presentado su dimisión ante las graves irregularidades del supremo tribunal para con Jesús. La comida, consistente fundamentalmente en caza y legumbres, transcurría ya por el tercer plato cuando tomé asiento en un extremo de la mesa.

El Nazareno, en tono cansino, parecía dirigirse a aquellos extranjeros de Alejandría, Roma y Atenas:

—… Sé que mi hora se está acercando y estoy afligido. Percibo que mi gente está decidida a desdeñar el reino, pero me alegro al recibir a estos gentiles, buscadores de la verdad, que vienen hoy aquí preguntando por el camino de la luz. Sin embargo —prosiguió Jesús—, el corazón me duele por mi gente y mi alma se turba por lo que está ante mí…

El Maestro hizo una pausa y los comensales se miraron entre sí, desconcertados ante aquella idea obsesiva que el rabí venía manifestando día tras día.

Al entrar en el patio, yo había procurado apoyar mi vara sobre una de las paredes de mármol blanco, pulsando el clavo que ponía en marcha la filmación. Y a decir verdad, el tiempo que permanecí en la casa de José, mi atención estuvo más pendiente del cayado —y de que no fuera derribado por el sin fin de siervos que entraban y salían con los manjares— que de mi anfitrión y sus invitados.

—… ¿Qué puedo decir —continuó Jesús— cuando miro hacia adelante y veo lo que va a ocurrirme?

Pedro clavó sus ojos azules en su hermano Andrés, pero, a juzgar por el gesto de sus rostros, ninguno terminaba de comprender.

—… ¿Debo decir: sálvame de esa hora horrorosa? ¡No! Para este propósito he venido al mundo e, incluso, a esta hora. Más bien diré y rogaré para que os unáis a mí: Padre, glorificad su nombre. Tu voluntad será cumplida.

Al terminar la comida, algunos de los griegos y discípulos se levantaron, rogando al Maestro que les explicase más claramente qué significaba y cuándo tendría lugar la «hora horrorosa». Pero Jesús eludió toda respuesta.

Mientras recogía mi vara, me llamó la atención un espléndido vaso de cristal, encerrado junto a una reducida colección de pequeñas piedras ovoides y esféricas en una vitrina de vidrio. José debió percatarse de mi interés por aquellas piezas y, aproximándose, me explicó que se trataba de un valioso vaso de diatreta, recubierto con filigranas de plata. Había sido hallado en la Germania y constituía un ejemplar único en el difícil arte del vidrio, tan magistralmente practicado por los romanos. En cuanto a las piedras —de unos cinco centímetros cada una—, formaban parte de otra colección singular. Eran antiguos proyectiles de honda, de pedernal y caliza, utilizados —según los antepasados de José— por la tropa «especial» de 700 soldados benjaministas zurdos, «capaces de disparar contra un cabello sin errar el golpe», tal y como cita el libro de los Jueces (20,16).

—Es muy posible —insinuó José— que David utilizase una piedra similar en su lucha contra Goliat.

Aquel breve encuentro con el venerable José —que debería rondar ya los sesenta años— fue de gran utilidad para los planes que Caballo de Troya había dispuesto para mí. Uno de mis objetivos, antes del anochecer del jueves, era justamente entablar contacto con el procurador romano en Jerusalén. Cuando le expuse mi deseo de celebrar una entrevista con Poncio Pilato, José se mostró dubitativo. Traté entonces de ganarme su confianza, explicándole que había trabajado como astrólogo al servicio de Tiberio y que, aprovechando mi corta estancia en Israel, sería de sumo interés para Pilato que pudiera conocer los graves acontecimientos señalados en los astros.

José, tal y como yo esperaba, manifestó una aguda curiosidad y prometió concertar la entrevista para la mañana del día siguiente, miércoles, siempre y cuando él pudiera estar presente. Accedí encantado.

Hacia las dos de la tarde, Jesús se despidió de José, el de Arimatea, subiendo por las empedradas calles hacia el muro sur del templo. En el camino advirtió a sus amigos que aquél iba a ser su último discurso público. Pero sus hombres de confianza no hicieron comentario alguno. En realidad, sus corazones se hallaban sumidos en una profunda confusión. ¿Es que el Maestro, que había escapado siempre de las garras del Sanedrín, iba a dejar que lo capturasen?

Una vez en la explanada de los Gentiles, el rabí se acomodó en su lugar habitual —las escalinatas que rodeaban el Santuario— y en un tono sumamente cariñoso comenzó a hablar:

—Durante todo este tiempo he estado con vosotros, yendo y viniendo por estas tierras, proclamando el amor del Padre para con los hijos de los hombres. Muchos han visto la luz y, por medio de la fe, han entrado en el reino del cielo. En relación con esta enseñanza y predicación, el Padre ha hecho cosas maravillosas, incluida la resurrección de los muertos. Muchos enfermos y afligidos han sido curados porque han creído. Pero toda esa proclamación de la verdad y curación de enfermedades no ha servido para abrir los ojos de los que rehúsan ver la luz y de los que están decididos a rechazar el evangelio del reino.

»Yo y todos mis discípulos hemos hecho lo posible para vivir en paz con nuestros hermanos, para cumplir los mandatos razonables de las leyes de Moisés y las tradiciones de Israel. Hemos buscado persistentemente la paz, pero los dirigentes de esta nación no la tendrán. Rechazando la verdad de Dios y la luz del cielo se colocan del lado del error y de la oscuridad. No puede haber paz entre la luz y las tinieblas, entre la vida y la muerte, entre la verdad y el error.

»Muchos de vosotros os habéis atrevido a creer en mis enseñanzas y ya habéis entrado en la alegría y libertad de la consciencia de ser hijos de Dios. Seréis mis testigos de que he ofrecido la misma filiación con Dios a todo Israel. Incluso, a estos mismos hombres que hoy buscan mi destrucción. Pero os digo más: incluso ahora recibiría mi Padre a estos maestros ciegos, a estos dirigentes hipócritas si volviesen su cara hacia él y aceptasen su misericordia…

Jesús había ido señalando con la mano a los diferentes grupos de escribas, saduceos y fariseos que, poco a poco, fueron incorporándose a los cientos de judíos que deseaban escuchar al rabí de Galilea. Algunos de los discípulos, especialmente Pedro y Andrés, se quedaron pálidos al escuchar los audaces ataques de su Maestro.

—… Incluso ahora no es demasiado tarde —continuó Jesús— para que esta gente reciba la palabra del cielo y dé la bienvenida al Hijo del Hombre.

Uno de los miembros del Sanedrín, al escuchar estas expresiones, se alteró visiblemente, arrastrando al resto de su grupo para que abandonara la explanada. Jesús se dio perfecta cuenta del hecho y levantando el tono de la voz, arremetió contra ellos:

—… Mi Padre ha tratado con clemencia a esta gente. Generación tras generación hemos enviado a nuestros profetas para que les enseñasen y advirtiesen. Y generación tras generación, ellos han matado a nuestros enviados. Ahora, vuestros voluntariosos altos sacerdotes y testarudos dirigentes siguen haciendo lo mismo. Así como Herodes asesinó a Juan, vosotros igualmente os preparáis para destruir al Hijo del Hombre.

»Mientras haya una posibilidad para que los judíos vuelvan su rostro hacia mi Padre y busquen la salvación, el Dios de Abraham, Isaac y Jacob mantendrá sus manos extendidas hacía vosotros. Pero, una vez que hayáis rebasado la copa de vuestra impertinencia, esta nación será abandonada a sus propios consejos e irá rápidamente a un final poco glorioso…

El arraigado sentido del patriotismo de los hebreos quedó visiblemente conmovido por aquellas sentencias de Jesús. Y la multitud, que escuchaba sentada sobre las losas del Atrio de los Gentiles, se removió inquieta, entre murmullos de desaprobación.

Pero el Nazareno no se alteró. Verdaderamente, aquel hombre era valiente.

—… Esta gente había sido llamada a ser la luz del mundo y a mostrar la gloria espiritual de una raza conocedora de Dios… Pero, hasta hoy, os habéis apartado del cumplimiento de vuestros privilegios divinos y vuestros líderes están a punto de cometer la locura suprema de todos los tiempos…

Jesús hizo una brevísima pausa, manteniendo al auditorio en ascuas.

—… Yo os digo que están a punto de rechazar el gran regalo de Dios a todos los hombres y a todas las épocas: la revelación de su amor.

»En verdad, en verdad os digo que, una vez que hayáis rechazado esta revelación, el reino del cielo será entregado a otras gentes. En el nombre del Padre que me envió, yo os aviso: estáis a un paso de perder vuestro puesto en el mundo como sustentadores de la eterna verdad y como custodios de la ley divina. Justo ahora os estoy ofreciendo vuestra última oportunidad para que entréis, como los niños, por la fe sincera, en la seguridad de la salvación del reino del cielo.

»Mi Padre ha trabajado durante mucho tiempo por vuestra salvación, y yo he bajado a vivir entre vosotros para mostraros personalmente el camino. Muchos de los judíos y samaritanos e, incluso, de los gentiles han creído en el evangelio del reino. Y vosotros, los que deberíais ser los primeros en aceptar la luz del cielo, habéis rehusado la revelación de la verdad de Dios revelado en el hombre y del hombre elevado a Dios.

»Esta tarde, mis apóstoles están ante vosotros en silencio. Pero pronto escucharéis sus voces, clamando por la salvación. Ahora os pido que seáis testigos, discípulos míos y creyentes en el evangelio del reino, de que, una vez más, he ofrecido a Israel y a sus dirigentes la libertad y la salvación. De todas formas, os advierto que estos escribas y fariseos se sientan aún en la silla de Moisés y, por tanto, hasta que las potencias mayores que dirigen los reinos de los hombres no los destierren y destruyan, yo os ordeno que cooperéis con estos mayores de Israel. No se os pide que os unáis a ellos en sus planes para destruir al Hijo del Hombre, sino en cualquier otra cosa relacionada con la paz de Israel. En estos asuntos, haced lo que os ordenen y observad la esencia de las leyes, pero no toméis ejemplo de sus malas acciones. Recordad que éste es su pecado: dicen lo que es bueno, pero no lo hacen. Vosotros sabéis bien cómo estos dirigentes os hacen llevar pesadas cargas y que no levantan un dedo para ayudaros. Os han oprimido con ceremonias y esclavizado con las tradiciones.

»Y aún os diré más: estos sacerdotes, centrados en sí mismos, se deleitan haciendo buenas obras, de forma que sean vistas por los hombres. Hacen vastas sus filacterias y ensanchan los bordes de sus vestidos oficiales. Solicitan los lugares principales en los festines y piden los primeros asientos en las sinagogas. Codician los saludos y alabanzas en los mercados y desean ser llamados rabís por todos los hombres. E, incluso, mientras buscan todos estos honores, toman secretamente posesión de las viudas y se benefician de los servicios del templo sagrado. Por ostentación, estos hipócritas hacen largas oraciones en público y dan limosna para llamar la atención de sus semejantes.

En aquellos momentos, cuando Jesús lanzaba sus primeros y mortales ataques contra los sacerdotes y miembros del Sanedrín, los apóstoles que se habían encargado de la instalación del campamento en la ladera del monte Olivete hicieron acto de presencia en la explanada, uniéndose al grupo de los discípulos. Fue una lástima que no hubieran escuchado la primera parte del discurso de Jesús. En especial, Judas Iscariote. A título personal creo que si el traidor hubiera sido testigo de aquellas primeras frases, ofreciendo misericordia, quizá hubiese cambiado de parecer. Pero, por lo que pude deducir en la tarde del miércoles, la última mitad de la plática del Maestro en el templo fue decisiva para que aquél desertara del grupo. Su sentido del ridículo y su negativo condicionamiento al «qué dirán» estaban mucho más acentuados en su alma de lo que yo creía.

—… —Y así como debéis hacer honor a vuestros jefes y reverencias a vuestros maestros continuó el rabí—, no debéis llamar a ningún hombre «padre» en el sentido espiritual. Sólo Dios es vuestro Padre. Tampoco debéis buscar dominar a vuestros hermanos del reino. Recordad: yo os he enseñado que el que sea más grande entre vosotros debe ser sirviente de todos. Si pretendéis exaltaros a vosotros mismos ante Dios, ciertamente seréis humillados; pero, el que se humille sinceramente, con seguridad será exaltado. Buscad en vuestra vida diaria, no la propia gloria, sino la de Dios. Subordinad inteligentemente vuestra propia voluntad a la del Padre del cielo.

»No confundáis mis palabras. No tengo malicia para con estos sacerdotes principales que, incluso, buscan mi destrucción. No tengo malos deseos contra estos escribas y fariseos que rechazan mis enseñanzas. Sé que muchos de vosotros creéis en secreto y sé que profesaréis abiertamente vuestra lealtad al reino cuando llegue la hora. Pero, ¿cómo se justificarán a sí mismos vuestros rabís si dicen hablar con Dios y pretenden rechazarle y destruir al que viene a los mundos a revelar al Padre?

»¡Ay de vosotros, escribas y fariseos! ¡Hipócritas…! Cerráis las puertas del reino del cielo a los hombres sinceros porque son incultos en las formas. Rehusáis entrar en el reino y, al mismo tiempo, hacéis todo lo que está en vuestra mano para evitar que entren los demás. Permanecéis de espaldas a las puertas de la salvación y os pegáis con todos los que quieren entrar.

»¡Ay de vosotros, escribas y fariseos! ¡Sois hipócritas! Abarcáis el cielo y la tierra para hacer prosélitos y, cuando lo habéis conseguido, no estáis contentos hasta que les hacéis dos veces más malos que lo que eran como hijos de los gentiles.

»¡Ay de vosotros, sacerdotes y jefes principales! Domináis la propiedad de los pobres y exigís pesados tributos a los que quieren servir a Dios. Vosotros, que no tenéis misericordia, ¿podéis esperarla de los mundos venideros?

»¡Ay de vosotros, falsos maestros! ¡Guías ciegos! ¿Qué puede esperarse de una nación en la que los ciegos dirigen a los ciegos? Ambos caerán en el abismo de la destrucción.

»¡Ay de vosotros, que disimuláis cuando prestáis juramento! ¡Sois estafadores! Enseñáis que un hombre puede jurar ante el templo y romper su juramento, pero el que jura ante el oro del templo permanecerá ligado. ¡Sois todos ciegos y locos…!

Jesús se había puesto en pie. El ambiente, cargado por aquellas verdades como puños que todo el mundo conocía pero que nadie se atrevía a proclamar en voz alta y mucho menos en presencia de los dignatarios del templo, se hacía cada vez más tenso. Nadie osaba respirar siquiera. Los discípulos, cada vez más acobardados, bajaban el rostro o miraban con temor a los grupos de sacerdotes.

Pero el Nazareno parecía dispuesto a todo…

—… Ni siquiera sois consecuentes con vuestra deshonestidad. ¿Quién es mayor: el oro o el templo?

»Enseñáis que si un hombre jura ante el altar, no significa nada. Pero si uno jura ante el regalo que está ante el altar, entonces permanece como deudor. ¡Sois ciegos a la verdad! ¿Quién es mayor: el regalo o el altar que santifica al regalo? ¿Cómo podéis justificar tanta hipocresía y deshonestidad?

»¡Ay de vosotros, escribas y fariseos! Os aseguráis de que traigan diezmos, menta y comino y, al mismo tiempo, no os preocupáis de los asuntos más pesados de la fe, misericordia y justicia. Con razón debéis hacer lo uno, pero sin olvidar lo otro. ¡Sois ciertamente maestros ciegos y sordos! Rechazáis al mosquito y os tragáis el camello…

»¡Ay de vosotros, escribas, fariseos e hipócritas! Sois escrupulosos para limpiar la parte exterior de la taza y de las fuentes, pero dentro permanece la mugre de la extorsión, de los excesos y de la decepción. Sois espiritualmente ciegos. Reconoced conmigo que sería mejor limpiar primero el interior de la taza. Entonces, lo que desbordase de ella limpiaría el exterior. ¡Malvados réprobos! Hacéis que los actos exteriores de vuestra religión sean conformes a la letra mientras vuestras almas están empapadas de iniquidad y asesinatos.

»¡Ay de vosotros, todos los que rechazáis la verdad y desdeñáis la misericordia! Muchos de vosotros sois como sepulcros blanqueados. Por fuera parecen hermosos pero, por dentro, están llenos de huesos de hombres y de toda clase de falta de limpieza. Aún así, vosotros, los que rechazáis a sabiendas el consejo de Dios, aparecéis ante los hombres como santos y rectos, pero, por dentro, vuestros corazones están inflamados por la hipocresía.

»¡Ay de vosotros, falsos guías de la nación! A lo lejos habéis construido un monumento a los profetas martirizados por los antiguos, mientras que vosotros conspiráis para destruir a aquél de quien ellos hablaron. Adornáis las tumbas de los rectos y os halagáis a vosotros mismos diciendo que, de haber vivido en tiempos de vuestros padres, no hubierais matado a los profetas. Y con este pensamiento tan recto os preparáis para asesinar a aquel de quien hablaron los profetas: el Hijo del Hombre. ¡Adelante, pues, y llenad hasta el borde la copa de vuestra condena!

»¡Ay de vosotros, hijos del pecado! Juan os llamó en verdad los vástagos de las víboras. Y yo me pregunto: ¿cómo podéis escapar al juicio que Juan pronunció sobre vosotros?

El Nazareno guardó unos segundos de silencio, mientras los miembros del Sanedrín —rojos de ira— iban tomando notas en los rollos o «libros» que solían portar en sus brazos. Aquel hecho me trajo a la mente otra realidad que, tal y como venía comprobando, resultaría lamentable. Ninguno de los apóstoles o seguidores de Jesús tomaba jamás una sola nota de cuanto hacía y, sobre todo, de cuanto decía su Maestro. Dadas las múltiples enseñanzas del rabí de Galilea y su considerable extensión —como el discurso que pronunciaba en aquellos momentos—, iba a resultar poco menos que imposible que sus palabras pudieran ser recogidas en el futuro con integridad y total fidelidad. Era una lástima que ninguno de aquellos hombres se hubiera propuesto la importantísima misión de ir recogiendo las pláticas y hechos que protagonizó el Nazareno. Aquella misma noche, en el campamento del Olivete, tendría ocasión de comprobar que no estaba equivocado en mis apreciaciones personales…

—… Pero yo os ofrezco en nombre de mi Padre misericordia y perdón. Incluso ahora —añadió Jesús en un tono más suave y conciliador— os ofrezco mi mano. Mi Padre os envió a los profetas y a los sabios. A los primeros los matasteis y a los segundos los perseguís. Entonces apareció Juan, proclamando la venida del Hijo del Hombre y a él le destruisteis, a pesar de que muchos habían creído en sus enseñanzas. Y ahora os preparáis para derramar más sangre inocente. ¿Comprendéis que llegará un día terrible en el que el Juez de toda la tierra os pedirá cuentas por la forma en que habéis rechazado, perseguido y destruido a estos mensajeros del cielo? ¿Comprendéis que debéis rendir cuenta de toda esta sangre honrada, desde el primer profeta, asesinado en los tiempos de Zechariah entre el Santuario y el altar? Y yo os digo más: si proseguís con esta conducta malvada, esa cuenta puede ser exigida, incluso, a esta misma generación.

»¡Oh, Jerusalén e hijos de Abraham! Vosotros, que habéis apedreado a los profetas y asesinado a los maestros, incluso ahora reuniría a vuestros hijos como la gallina reúne a sus polluelos bajo sus alas… ¡Pero no queréis!

»Ahora os voy a dejar. Habéis oído mi mensaje y tomado vuestra decisión. Los que han creído en mi evangelio están salvados. Los que habéis elegido rechazar el regalo de Dios no me veréis más enseñar en el templo. Mi trabajo está hecho.

»¡Tened cuidado ahora! Yo sigo con mis hijos y vuestra casa queda desolada…

Las crudas denuncias de Jesús de Nazaret habían cerrado toda posibilidad de reconciliación con los dirigentes del Sanedrín y de la clase sacerdotal de Jerusalén. Al terminar sus palabras, el Maestro ordenó a sus discípulos que le siguieran y todos salimos del templo, en dirección al campamento del Olivete. Pero en el ambiente de la ciudad santa quedó flotando una pregunta: «¿Qué suerte le aguardaba al rabí de Galilea?».

Cuando nos disponíamos a salir, uno de los doce —Mateo, que recordaba la profecía de su Maestro en la cima del monte de las Aceitunas— se aproximó a Jesús y señalándole los pesados sillares de la muralla del Templo, le comentó con evidente incredulidad:

—Maestro, observa de qué forma está construido esto. Mira las piedras macizas y los hermosos adornos. ¿Cómo puede ser que estas edificaciones vayan a ser destruidas?

El rabí, sin aminorar su marcha por las calles de la ciudad, rumbo a la puerta de la Fuente, le dijo:

—¿Habéis visto esas piedras y ese templo macizo? Pues en verdad, en verdad os digo que llegarán días muy próximos en los que no quedará piedra sobre piedra. Todas serán echadas abajo.

Y el gigante guardó silencio. El resto del grupo se enzarzó entonces en interminables polémicas, considerando que era muy difícil que aquella fortaleza pudiera ser demolida. «Ni siquiera el fin del mundo —llegaron a insinuar algunos de los apóstoles— podría ocasionar la destrucción del Templo».

El día apuntaba ya hacia el ocaso y Jesús, tratando de evitar a la muchedumbre de peregrinos que iban y venían por el valle de Kidrón, sugirió a sus discípulos que dejaran el camino que conducía a Betania, tomando uno de los senderos que discurre por la ladera sur del Olivete, en dirección norte.

Al alcanzar una de las cimas, Jerusalén surgió de pronto a nuestra izquierda, majestuoso y bañado en oro por los últimos rayos solares. En el santuario y en las callejas habían empezado a encenderse las primeras lámparas de aceite. Aquel espectáculo hizo detenerse al grupo, mientras uno de los discípulos —señalando a la ciudad santa— preguntaba a Jesús:

—Dinos, Maestro, ¿cómo sabremos que estos acontecimientos están a punto de ocurrir?

El grupo terminó por sentarse sobre la hierba y el rabí, de pie y sin prisa, les fue diciendo:

—Sí, os contaré algo sobre los tiempos en que esta gente habrá llenado la copa de su iniquidad y la justicia caerá sobre esta ciudad de nuestros padres…

»Estoy a punto de dejaros. Voy a mi Padre. Cuando os deje, tened cuidado de que ningún hombre os engañe. Muchos vendrán como libertadores y llevarán a muchos por el mal camino. Cuando oigáis rumores sobre guerras, no os consternéis. Aunque todo eso ocurra, el fin de Jerusalén no habrá llegado aún. Tampoco debéis preocuparos cuando seáis entregados a las autoridades civiles y seáis perseguidos por el evangelio…

Los apóstoles se miraron con el miedo reflejado en los semblantes.

—… Seréis despedidos de la sinagoga y hechos prisioneros por mi causa. Y algunos de vosotros morirán. Cuando seáis llevados ante gobernadores y dirigentes será como testimonio de vuestra fe y para que mostréis firmeza en el evangelio del reino. Y cuando estéis ante jueces, no tengáis angustia de antemano sobre lo que debáis decir: el espíritu os enseñará en ese mismo momento lo que debéis contestar a vuestros adversarios. En esos días de dolor, incluso vuestros parientes, bajo la dirección de aquellos que han rechazado al Hijo del Hombre, os entregarán a la prisión y a la muerte. Por cierto tiempo seréis odiados por mi causa pero, incluso en esas persecuciones, no os abandonaré. Mí espíritu no os dejará desamparados. ¡Sed pacientes! No dudéis que el evangelio del reino triunfará sobre todos los enemigos y, a su tiempo, será proclamado por todas las naciones.

El Maestro guardó silencio mientras miraba a la ciudad. Y yo, sentado con los demás, quedé maravillado ante la precisión de aquellas frases. Ciertamente, cuarenta años más tarde, cuando las legiones de Tito cercaron y asolaron Jerusalén, ninguno de los apóstoles se hallaba en la ciudad. De no haber sido advertidos por el Maestro, hubiera sido más que probable que algunos, quizá, hubieran perecido o hechos prisioneros.

El silencio fue roto por Andrés:

—Pero Maestro, si la ciudad santa y el templo van a ser destruidos y si tú no estás aquí para dirigirnos, ¿cuándo deberemos abandonar Jerusalén?

Jesús, entonces, procuró ser extremadamente claro y preciso:

—Podéis quedaros en la ciudad después de que yo me haya ido, incluso en esos tiempos de dolor y amarga persecución. Pero, cuando finalmente veáis a Jerusalén rodeada por los ejércitos romanos tras la revuelta de los falsos profetas, entonces sabréis que su desolación está en puertas. Entonces debéis huir a las montañas. No dejéis que nadie os detenga ni permitáis que otros entren. Habrá una gran tribulación. Serán los días de la venganza de los gentiles. Cuando hayáis huido de la ciudad, esa gente desobediente caerá bajo el filo de las espadas de los gentiles. Entretanto os aviso: no os dejéis engañar. Si algún hombre viene a deciros: «Mira, éste es el Libertador» o «Mira, aquí está él», no le creáis. Saldrán muchos falsos maestros y otros serán llevados por el mal camino. No os dejéis engañar. Ya veis que os lo he advertido de antemano.

¡Qué rotundas y proféticas sonaron aquellas palabras en mis oídos! Los apóstoles y discípulos no podían sospechar siquiera la sublime realidad de aquella profecía. Para cualquiera que haya estudiado, aunque sólo sea someramente, la aproximación de los ejércitos romanos a Jerusalén poco antes de la luna llena de la primavera del año 70, la advertencia del Maestro tiene que resultar lapidaria. Tal y como acababa de anunciar el Galileo, Israel se convertiría en un infierno entre los años 66 y 70. En aquel tiempo, el partido de los zelotes o «fanáticos», armados hasta los dientes, terminaron por sublevar a toda la comunidad judía. En mayo del año 66, la guarnición romana es arrollada, como consecuencia de la petición del procurador Floro, que exigió 17 talentos del tesoro del Templo. Los judíos toman Jerusalén y prohíben el sacrificio diario en honor al Emperador. Aquello colma la paciencia de Roma, que envía una legión, a las órdenes del gobernador de Siria, Cestio Gallo. Pero las revueltas han encendido el país y los romanos se ven obligados a retirarse.

La nación judía se prepara para la guerra y fortifica sus ciudades, siendo nombrado generalísimo de sus ejércitos el que después sería historiador, Flavio Josefo.

Y, en efecto, Nerón confía tres legiones a Tito Flavio Vespasiano quien, acompañado de su hijo Tito, cae sobre Galilea, machacándola. Pero Nerón se suicida y Tito Flavio tiene que regresar precipitadamente a Roma. Su hijo se encargaría de ultimar la gran venganza de Roma.

Los hebreos quedan sobrecogidos al ver pasar hacia Jerusalén miles de soldados, pertenecientes a las legiones 5.a, 10.a, 12.a y 15.a, acompañados de fuerzas de caballería y tropas auxiliares, así como un pesado equipo de asalto y demolición. En total: 80000 hombres que —tal y como profetizó Jesús en el año 30— fueron tomando posiciones y cercando la ciudad santa. Jerusalén, repleta de peregrinos, se ve sometida a fuertes tensiones internas, a la locura de súbitas apariciones de «libertadores» que tratan de arrastrar a las masas y al miedo. Pero, para cuando los hombres de Tito comienzan los ataques, los apóstoles de Jesús, que recordaron aquellas palabras pronunciadas en la tarde del martes, 4 de abril del año 30, frente a Jerusalén, ya habían escapado de la ciudad. Pocos meses después, la artillería romana —capaz de arrojar piedras de un quintal de peso a 185 metros de distancia— arrasaría Jerusalén, no dejando piedra sobre piedra.

Pedro, a pesar de su buena voluntad, no parecía comprender lo que Jesús les estaba anunciando. Por sus comentarios deduje que asociaba aquella destrucción con el «fin del mundo» y no con la caída de Jerusalén. Al formular su pregunta al rabí me convencí plenamente:

—Pero Maestro —apuntó Pedro—, todos sabemos que estas cosas pasarán cuando los nuevos cielos y la nueva tierra aparezcan. ¿Cómo sabremos entonces que tú vienes para traer todo esto?

El gigante le miró con infinita compasión, comprendiendo que su fogoso amigo no había captado su mensaje. Y le dijo:

—Pedro, siempre yerras porque siempre tratas de relacionar la nueva enseñanza con la vieja. Estás decidido a malinterpretar mi enseñanza. Insistís en interpretar el evangelio, de acuerdo con vuestras creencias establecidas. Sin embargo, trataré de explicaros.

»¿Por qué sigues buscando que el Hijo del Hombre se siente en el trono de David y esperas que se cumplan los sueños materiales de los judíos? Las cosas que ahora aprecias van a finalizar y será un nuevo comienzo, a partir del cual el evangelio del reino llegará a todo el mundo. Cuando el reino llegue a su pleno cumplimiento, estad seguros de que el Padre del cielo no dejará de visitaros. Y así seguirá mi Padre manifestando su misericordia y mostrando su amor, incluso a este oscuro y malvado mundo. Y así, después de que mi Padre me haya investido de todo poder y autoridad, yo también seguiré vuestros destinos, guiándoos en los asuntos del reino con la presencia de mi espíritu, que pronto será vertido sobre toda la carne. Estaré por tanto presente entre vosotros en espíritu y prometo que alguna vez volveré a este mundo, en el que he vivido esta vida de la carne y tenido la experiencia de revelar simultáneamente Dios al hombre y llevar al hombre a Dios. Muy pronto he de dejaros y realizar la obra que el Padre ha confiado en mis manos, pero tened coraje: volveré alguna vez. Entretanto, mi espíritu de verdad os confortará y guiará.

Sin esperarlo, Jesús había pasado de la profecía sobre la destrucción de Jerusalén a un extremo que me interesaba profundamente y que yo había tratado ya con él: su anunciada y confusa segunda venida a la Tierra. Así que todos mis sentidos se centraron en aquellas palabras, tan mal interpretadas y peor transmitidas en el futuro por sus seguidores.

—… Ahora me veis en la debilidad y en la carne. Pero, cuando vuelva —remachó el rabí desviando su mirada hacia mí—, será con poder y espíritu. El ojo de la carne ve al Hijo del Hombre en carne, pero sólo el ojo del espíritu contemplará al Hijo del Hombre glorificado por el Padre y apareciendo en la tierra con su propio nombre.

»Pero los tiempos de la reaparición del Hijo del Hombre sólo son conocidos por los «consejos del paraíso». Ni siquiera los ángeles saben cuándo ocurrirá esto. Sin embargo, debéis comprender que, cuando este evangelio del reino haya sido proclamado por todo el mundo para la salvación de los hombres y cuando la plenitud de la época haya llegado, el Padre os enviará otro otorgamiento de designación divina, o el Hijo del Hombre volverá para cerrar la época.

Al escuchar aquellas revelaciones quedé perplejo. Y tentado estuve de tomar la palabra e interrogar a Jesús sobre ese misterioso «cierre» de una época. Sin embargo, mi condición de estricto observador me mantuvo al margen de la conversación.

Y ahora, en relación con el dolor de Jerusalén, en verdad os digo que ni esta generación transcurrirá sin que se cumplan mis palabras. En cuanto a la nueva venida del Hijo del Hombre, nadie en la tierra ni en el cielo puede pretender hablar.

Como si el rabí hubiera leído mis pensamientos, prosiguió con estas palabras:

—… Debéis ser sabios en relación con la madurez de una época Debéis estar alerta para discernir los signos de los tiempos. Sabéis que cuando la higuera muestra sus tiernas ramas y adelanta sus hojas, el verano está cerca. De igual forma, cuando el mundo haya pasado el largo invierno de la mentalidad material y veáis la venida de la primavera espiritual, entonces debéis saber que ha llegado el verano para mi nueva visita.

De todas las enseñanzas del Nazareno, ninguna, en mi opinión, resultó tan confusa como aquélla para las mentes de sus apóstoles y simpatizantes. Cuando uno lee lo que fue escrito lustros después de su muerte respecto a esta segunda venida y a la destrucción de Jerusalén, y conoce, como yo, el verdadero sentido del discurso de Jesús en aquel atardecer del martes, no puede por menos que sentir una gran desolación. Al menos en esta parte, los evangelios canónicos fueron pésimamente construidos. Pero, desgraciadamente, no iba a ser éste el único pasaje ignorado o mal interpretado por los evangelistas…

Una luna casi llena se levantaba ya por el este cuando el grupo reemprendió el camino. Jesús, a la cabeza, continuó por la accidentada cima del Olivete, siempre en dirección norte. Al llegar a las proximidades del campamento público, donde se habían instalado los peregrinos procedentes de Galilea, el Maestro se desvió hacia la derecha, procurando rodear las tiendas y el sinfín de hogueras que se distinguían a corta distancia, en la ladera occidental del monte. Evidentemente, el rabí no deseaba un nuevo encuentro con sus paisanos y amigos. Minutos más tarde, cuando nos hallábamos frente al santuario del templo, comenzamos a descender hacia el Cedrón, cruzando una de las veredas que lleva desde Jerusalén a Betania. La oscuridad no me permitía distinguir con claridad el entorno pero deduje que no debía encontrarme muy lejos del «punto de contacto», donde reposaba el módulo. (Quizá fueran 1000 o 1500 pies lo que nos separaba de Eliseo).

El grupo penetró entonces en una de las plataformas naturales que tanto abundaban en la falda Oeste del monte de las Aceitunas. Aunque a la mañana siguiente pude explorar el terreno con mayor comodidad, observé que se trataba de una explanada de unos sesenta a ochenta metros de largo, por otros treinta a cuarenta de lado, perfectamente cercada por un murete de piedra de un metro escaso de altura. En uno de los lados del rectángulo, y muy próxima a la cancela de entrada, distinguí una enorme cuba de piedra de metro y medio de altura. Al fondo, confundidos en la oscuridad, se alineaban unos olivos de gruesos y torturados troncos.

Jesús y los discípulos se dirigieron directamente hacia la derecha del olivar. A muy pocos pasos, y aprovechando el muro, los hombres del Nazareno habían montado dos rudimentarias tiendas o albergues. Varias piezas de tela embreadas y ensambladas a base de cuerdas constituían la techumbre. Las lonas, de unos cuatro metros de profundidad por otros tres de anchura, aparecían apuntaladas por dos rugosas ramas de conífera en su parte frontal y por una tercera, situada en el centro de la tienda. La techumbre terminaba en el cercado de piedra. Allí, las telas habían sido tensadas y aseguradas mediante gruesas piedras. Los laterales, a su vez, estaban formados por otras dos bandas de paño y pieles de cabra, pésimamente cosidas entre sí. La entrada, de unos dos metros de altura sobre el terreno rojizo y polvoriento, carecía de protección.

A la luz de la fogata que se levantaba frente a los dos refugios pude observar que el suelo de las tiendas había sido cubierto con mantos y esteras. Al fondo de las mismas percibí algunos bultos que supuse se trataba de enseres y útiles para cocinar. Pero, como digo, la oscuridad era tan densa que preferí posponer para el día siguiente un más exhaustivo reconocimiento del terreno y de cuanto formaba aquel huerto, propiedad del viejo Simón, «el leproso».

El reencuentro con el resto de los discípulos levantó los decaídos ánimos de los hombres que acompañaban a Jesús. Y muy pronto nos vimos sentados en torno al fuego. La temperatura había descendido notablemente y los apóstoles, apretados los unos contra los otros, se habían envuelto en sus pesados ropones. Allí, entre los reflejos rojizos de las ramas de nogal e higuera (de las que Felipe, el encargado de los suministros, había hecho abundante acopio), chisporroteando bajo un cielo estrellado, conocí por primera vez a un muchachito de unos doce o trece años, de cabeza rapada y acusadas ojeras, que no pronunció una sola palabra y que seguía las enseñanzas y gestos del Maestro con un interés y devoción como no había visto hasta ese momento. Su nombre era Juan Marcos e iba a jugar un importante papel en las ya próximas horas del jueves.

La conversación de Jesús con sus apóstoles mientras regresábamos al campamento de Getsemaní trascendió de inmediato entre los discípulos y, muy a pesar del rabí, el asunto de su partida no tardó en aparecer en mitad de aquellos hombres rudos y lentos de pensamiento. Tomás, tomando la palabra, se dirigió al Maestro, preguntándole:

—Puesto que vas a volver para terminar el trabajo del reino, ¿cuál debe ser nuestra actitud mientras estés fuera, en los asuntos del Padre?

Jesús, sentado al otro lado de la hoguera, jugueteaba con un palo, removiendo la candela. Aquellas altas llamas daban a su rostro una extraña majestad. Con una paciencia envidiable, el Nazareno miró a Tomás por encima del fuego, respondiéndole:

—Ni siquiera tú, Tomás, aciertas a comprender lo que he estado diciendo. ¿No os he enseñado que vuestra relación con el reino es espiritual e individual? ¿Qué más debo deciros? La caída de las naciones, la rotura de los imperios, la destrucción de los judíos no creyentes, el fin de una época e, incluso, el fin del mundo, ¿qué tienen que ver con alguien que cree en este evangelio y que ha cobijado su vida en la seguridad del reino eterno? Vosotros, que conocéis a Dios y creéis en el evangelio, habéis recibido ya la seguridad de la vida eterna. Puesto que vuestras vidas están en manos del Padre, nada os debe preocupar. Los ciudadanos de los mundos celestiales, los constructores del reino, no deben preocuparse por las sacudidas temporales o perturbarse por los cataclismos terrestres. ¿Qué os importa a vosotros si las naciones se hunden, las épocas finalizan o todas las cosas visibles caen, si sabéis que vuestra vida es un regalo del Hijo y que está eternamente segura en el Padre? Habiendo vivido la vida temporal con fe y habiendo entregado los frutos del espíritu como prueba de servicio por vuestros semejantes, podéis mirar adelante con confianza.

»Cada generación de creyentes debe llevar adelante su obra, con vistas al posible retorno del Hijo del Hombre, exactamente igual a como cada creyente particular lleva adelante su vida, con vistas a la inevitable y siempre pronta muerte natural. Cuando os hayáis establecido como hijos de Dios, nada más debe preocuparos. ¡Pero no os equivoquéis! Esta fe viva pone de manifiesto —cada vez más— los frutos de aquel divino espíritu que fue inspirado por primera vez en el corazón humano. El que hayáis aceptado ser hijos del reino celestial no os salvará de conocer el rechazo persistente de esas verdades que tienen que ver con los frutos progresivos espirituales de los hijos encarnados de Dios. Vosotros, que habéis estado conmigo en los asuntos del Padre en la tierra, podéis, incluso, abandonar ahora ese reino. Si veis que no os gusta la forma del servicio de la humanidad al Padre, como individuos y como creyentes, oídme mientras os digo una parábola…

Sin querer, al escuchar aquellas últimas frases de Jesús, desvié mi mirada hacia Judas Iscariote. El hombre que ya había desertado en su corazón seguía las palabras de su Maestro con una frialdad que me produjo escalofríos.

—… Hubo cierto hombre —prosiguió el Nazareno— que, antes de marchar para un largo viaje a otro país, llamó a todos sus sirvientes de confianza y les entregó todos sus bienes. A uno le dio cinco talentos[83], a otro dos y al tercero, uno. A todos les confió sus bienes, según sus distintas habilidades. Cuando el señor hubo marchado, sus sirvientes se pusieron a trabajar para sacar beneficios de la fortuna que les había sido confiada. Inmediatamente, el que había recibido cinco talentos comenzó a comerciar con ellos y muy pronto hizo un beneficio de otros cinco talentos. De igual modo, el que había recibido dos talentos pronto ganó otros dos. Y así lo hicieron todos los sirvientes, acumulando nuevas ganancias para su amo, excepto el tercero. Este se marchó e hizo un agujero en la tierra, escondiendo el dinero. Pero el señor volvió inesperadamente y llamó a sus criados. El que había recibido cinco talentos se adelantó hasta su señor y, entregándole los diez le dijo: «Señor me distes cinco talentos y me complace presentarte otros cinco». Entonces, el señor le dijo: «Bien hecho, buen y fiel sirviente. Te haré mayordomo de muchos». Entonces, el que había recibido dos talentos, avanzó diciendo: «Señor, entregastes en mis manos dos talentos. Mira, he ganado otros dos». Y su señor le dijo: «Bien hecho, buen y fiel sirviente. Tú también has sido fiel y ahora te pondré por encima de otros». Por último, llegó al recuento el que había recibido un solo talento. «Señor —le dijo—, te conocía y me di cuenta de que eres un hombre astuto porque esperabas ganancias cuando tú, personalmente, no habías trabajado. Por tanto yo temía arriesgar lo que me habías confiado… Yo guardé tu talento a salvo en la tierra y aquí está. Ahora tienes lo que te pertenece». Pero su señor contestó:

«Eres un criado indolente y perezoso. Por tus propias palabras has confesado que sabías que te iba a pedir cuentas con beneficio razonable, como tus compañeros lo han hecho. Sabiendo esto deberías, al menos, haber colocado mi dinero en manos de los banqueros para que, a mi vuelta, yo pudiera recibir mi dinero con interés».

»Entonces, el señor dijo al jefe de los criados: «Quitad el talento a este sirviente y dádselo al que tiene diez».

»A todo el que tiene, le será dado mucho más y tendrá abundancia. Pero, al que no tiene, incluso, lo poco que tenga le será quitado. No os podéis quedar quietos en los asuntos del reino eterno. Mi Padre exige que todos sus hijos crezcan en gracia y en conocimiento de la verdad. Vosotros, que conocéis estas verdades, debéis producir el incremento de los frutos del espíritu y manifestar una devoción creciente en el generoso servicio a vuestros compañeros sirvientes. Y recordad que lo que deis al más pequeño de mis hermanos lo habréis hecho en servicio mío.

»Y así debéis hacer la obra del Padre, ahora y más adelante. Continuad hasta que yo venga.

»La verdad es la vida. El espíritu de la verdad siempre dirige a los hijos de la luz a nuevos reinos de realidad espiritual y divino servicio. No se os da la verdad para que la cristalicéis en formas hechas, seguras y honorables.

»¿Qué pensarán las generaciones futuras de aquellos depositarios de la verdad, si les oyen decir?: «Aquí, Maestro, está la verdad que nos confiaste hace cientos o miles de años. No hemos perdido nada. Hemos preservado fielmente todo lo que nos diste. No hemos permitido cambios en lo que nos enseñaste. Aquí está la verdad que nos diste».

»Libremente habéis recibido. Por tanto, libremente debéis dar la verdad del cielo. En verdad, en verdad os digo que entonces, esa verdad se multiplicará e irradiará nueva luz. Incluso, cuando la administréis vosotros. Bien entrada ya la noche, el grupo se levantó, repartiéndose entre las tiendas. Jesús, sin embargo, siguió solo, frente a la hoguera, sumido en sus pensamientos. Yo me instalé al pie de uno de los añosos olivos, envolviéndome en el manto. Y antes de que el Nazareno se retirara a descansar a una de las tiendas, el sueño terminó por doblegarme.