3 DE ABRIL, LUNES

Según mis noticias, fueron muy pocos los discípulos que lograron conciliar el sueño en aquella noche del domingo al lunes, 3 de abril. Salvo los gemelos, el resto permaneció rumiando sus pensamientos. Aquellos galileos se hallaban tan fuera de sí que ni siquiera establecieron los habituales turnos de guardia a las puertas de la casa de Simón, donde se alojaban Jesús, Pedro y Juan.

Al despedirse, cada uno siguió en silencio hacia sus respectivos refugios.

El rabí tampoco despegó los labios. Por supuesto, debía conocer el estado de ánimo de sus amigos y, posiblemente, con el objeto de evitar mayores tensiones, prefirió cenar en la casa de Lázaro. A pesar de lo avanzado de la hora, Marta y María se desvivieron nuevamente por atendernos. Lavaron nuestras manos y pies y, en compañía de su hermano, comimos algo de queso y fruta. Ni el Maestro ni yo sentíamos demasiado apetito. Durante un buen rato, Jesús permaneció encerrado en un hermético mutismo, con sus ojos fijos en las rojizas y ondulantes llamas de la chimenea.

Antes de que se retirara a descansar, le rogué a María que aceptara el frasco de esencia de nardo que había comprado aquella misma tarde en compañía de Andrés. Me costó trabajo pero, finalmente, lo aceptó. Aquel gesto pareció animar al Maestro, que salió de su enigmático aislamiento, uniéndose plenamente a la sosegada tertulia que sosteníamos Lázaro y yo.

Durante el frugal refrigerio había ido explicando al resucitado y a sus hermanas el espléndido acontecimiento que habíamos vivido pocas horas antes. Lázaro, al contrario de los apóstoles, sí se percató de inmediato de la trascendencia del acto de Jesús. Sin olvidar la simbología, aquella multitud no había hecho otra cosa que «proteger» al rabí de las garras del Sanedrín. No me cansaré de repetir este aspecto de la cuestión. En los Evangelios que yo había estudiado, en ningún momento se habla de ello y, sinceramente, a cualquiera con sentido común y un mínimo de información sobre lo que estaba sucediendo en aquellas últimas semanas, no se le hubiera podido pasar por alto que dicha «maniobra» fue una jugada maestra por parte del Galileo. Como se dice en nuestro tiempo, «mató varios pájaros de un solo tiro».

Al comprobar que Jesús de Nazaret se ofrecía gustosamente al diálogo, aproveché la ocasión y le pregunté su opinión sobre aquella tarde.

—He estado en medio del mundo y me he revelado a ellos en la carne. Les he encontrado a todos borrachos. No he encontrado a ninguno sediento. Mi alma sufre por los hijos de los hombres, porque están ciegos en su corazón; no ven que han venido vacíos al mundo e intentan salir vacíos del mundo. Ahora están borrachos. Cuando vomiten su vino, se arrepentirán…

—Esas son palabras muy duras —le dije—. Tan duras como las que pronunciaste sobre el Olivete, a la vista de Jerusalén…

—Tal vez los hombres piensan que he venido para traer la paz al mundo. No saben que estoy aquí para echar en la tierra división, fuego, espada y guerra… Pues habrá cinco en una casa: tres contra dos y dos contra tres; el padre contra el hijo y el hijo contra el padre. Y ellos estarán solos.

—Muchos, en mi mundo —añadí procurando que mis palabras no resultaran excesivamente extrañas para Lázaro— podrían asociar esas frases tuyas sobre el fin de Jerusalén como el fin de los tiempos. ¿Qué dices a eso?

—Las generaciones futuras comprenderán que la vuelta del Hijo del Hombre no llegará de la mano del guerrero. Ese día será inolvidable: después de la gran tribulación —como no la hubo desde el principio del mundo— mi estandarte será visto en los cielos por todas las tribus de la tierra. Esa será mi verdadera y definitiva vuelta: sobre las nubes del cielo, como el relámpago que sale por el oriente y brilla hasta el occidente…

—¿Qué será la gran tribulación?

—Vosotros podríais llamarlo un «parto de toda la Humanidad…».

Jesús no parecía muy dispuesto a revelarme detalles.

—Al menos, dinos cuándo tendrá lugar.

—De aquel día y de aquella hora, nadie sabe. Ni los ángeles ni el Hijo. Sólo el Padre. Únicamente puedo decirte que será tan inesperado que a muchos les pillará en mitad de su ceguera e iniquidad.

—Mi mundo, del que vengo —traté de presionarle—, se distingue precisamente por la confusión y la injusticia…

—Tu mundo no es mejor ni peor que éste. A ambos sólo les falta el principio que rige el universo: el Amor.

—Dame, al menos, una señal para que sepamos cuándo te revelarás a los hombres por segunda vez…

—Cuando os desnudéis sin tener vergüenza, toméis vuestros vestidos, los pongáis bajo los pies como los niños y los pateéis, entonces veréis al hijo del Viviente y no temeréis.

Lázaro, afortunadamente, seguía identificando «mi mundo» con Grecia. Eso me permitió seguir preguntando al Maestro con un cierto margen de amplitud.

—Entonces —repuse— mi mundo está aún muy lejos de ese día. Allí, los hombres son enemigos de los hombres y hasta del propio Dios…

Jesús no me dejó seguir.

—Estáis entonces equivocados. Dios no tiene enemigos.

Aquella rotunda frase del Nazareno me trajo a la memoria muchas de las creencias sobre un Dios justiciero, que condena al fuego del infierno a quienes mueren en pecado. Y así se lo expuse.

Cristo sonrió, moviendo la cabeza negativamente.

—Los hombres son hábiles manipuladores de la Verdad. Un padre puede sentirse afligido ante las locuras de un hijo, pero nunca condenaría a los suyos a un mal permanente. El infierno —tal y como creen en tu mundo— significaría que una parte de la Creación se le ha ido de las manos al Padre… Y puedo asegurarte que creer eso es no conocer al Padre.

—¿Por qué hablaste entonces en cierta ocasión del fuego eterno y del rechinar de dientes?

—Si hablando en parábolas no me comprendéis, ¿cómo puedo enseñaros entonces los misterios del Reino? En verdad, en verdad os digo que aquel que apueste fuerte, y se equivoque, sentirá cómo rechinan sus dientes.

—¿Es que la vida es una apuesta?

—Tú lo has dicho, Jasón. Una apuesta por el Amor. Es el único bien en juego desde que se nace.

Permanecí pensativo. Aquellas palabras eran nuevas para mí.

—¿Qué te preocupa? —preguntó Jesús.

—Según esto, ¿qué podemos pensar de los que nunca han amado?

—No hay tales.

—¿Qué me dices de los sanguinarios, de los tiranos?…

—También esos aman a su manera. Cuando pasen al otro lado recibirán un buen susto…

—No entiendo.

—Se darán cuenta que —al dejar este mundo— nadie les preguntará por sus crímenes, riquezas, poder o belleza. Ellos mismos y sólo ellos caerán en la cuenta de que la única medida válida en el «otro lado» es la del Amor. Si no has amado aquí, en tu tiempo, tú solo te sentirás responsable.

—¿Y qué ocurrirá con los que no hemos sabido amar?

—Querrás decir, con los que no habéis querido amar.

Me sentí nuevamente confuso.

—… Esos, amigo —prosiguió el rabí captando mis dudas—, serán los grandes estafados y, en consecuencia, los últimos en el Reino de mi Padre.

—Entonces, tu Dios es un Dios de amor…

Jesús pareció enojarse.

—¡Tú eres Dios!

—¿Yo, Señor?…

—En verdad te digo que todos los nacidos llevan el sello de la Divinidad.

—Pero, no has respondido a mi pregunta. ¿Es Dios un Dios de amor?

—De no ser así, no sería Dios.

—En ese caso, ¿debemos excluir de su mente cualquier tipo de castigo o premio?

—Es nuestra propia injusticia la que se revela contra nosotros mismos.

—Empiezo a intuir, Maestro, que tu misión es muy simple. ¿Me equivoco si te digo que todo tu trabajo consiste en dejar un mensaje?

El Nazareno sonrió satisfecho. Puso su mano sobre mi hombro y replicó:

—No podías resumirlo mejor…

Lázaro, sin hacer el menor comentario, asintió con la cabeza.

—Tú sabes que mi corazón es duro —añadí—. ¿Podrías repetirme ese mensaje?

—Dile a tu mundo que el Hijo del Hombre sólo ha venido para transmitir la voluntad del Padre: ¡Que sois sus hijos!

—Eso ya lo sabemos…

—¿Estás seguro? Dime, Jasón, ¿qué significa para ti ser hijo de Dios?

Me sentí nuevamente atrapado. Sinceramente, no tenía una respuesta válida. Ni siquiera estaba seguro de la existencia de ese Dios.

—Yo te lo diré —intervino el Maestro con una gran dulzura—. Haber sido creado por el Padre supone la máxima manifestación de amor. Se os ha dado todo, sin pedir nada a cambio. Yo he recibido el encargo de recordároslo. Ese es mi mensaje.

—Déjame pensar… Entonces, hagamos lo que hagamos, ¿estamos condenados a ser felices?

—Es cuestión de tiempo. El necesario para que el mundo entienda y ponga en práctica que el único medio para ello es el Amor.

Tuve que meditar muy bien mi siguiente pregunta. En aquellos instantes, la presencia del resucitado podía constituir un cierto problema.

—Si tu presencia en el mundo obedece a una razón tan elemental como la de depositar un mensaje para toda la humanidad, ¿no crees que «tu iglesia» está de más?

—¿Mi iglesia? —preguntó a su vez Jesús que, en mi opinión, había comprendido perfectamente—. Yo no he tenido, ni tengo, la menor intención de fundar una iglesia, tal y como tú pareces entenderla.

Aquella respuesta me dejó estupefacto.

—Pero tú has dicho que la palabra del Padre deberá ser extendida hasta los confines de la tierra…

—Y en verdad te digo que así será. Pero eso no implica condicionar o doblegar mi mensaje a la voluntad del poder o de las leyes humanas. No es posible que un hombre monte dos caballos ni que dispare dos arcos. Y no es posible que un criado sirva a dos señores. Si no, él honrará a uno y ofenderá al otro. Nadie que bebe un vino viejo desea al momento beber vino nuevo. No se vierte vino nuevo en odres viejos, para que no se rasguen, ni se trasvasa vino viejo a odres nuevos para que no se estropee. Ni se cose un remiendo viejo a un vestido nuevo porque se haría un rasgón. De la misma forma te digo: mi mensaje sólo necesita de corazones sinceros que lo transmitan; no de palacios o falsas dignidades y púrpuras que lo cobijen.

—Tú sabes, que no será así…

—¡Ay de los que antepongan su permanencia a mi voluntad!

—¿Y cuál es tu voluntad?

—Que los hombres se amen como yo les he amado. Eso es todo.

—Tienes razón —insinué—, para eso no hace falta montar nuevas burocracias, ni códigos ni jefaturas… Sin embargo, muchos de los hombres de mi mundo desearíamos hacerte una pregunta…

—Adelante —me animó el Galileo.

—¿Podríamos llegar a Dios sin pasar por la iglesia?

El rabí suspiró.

—¿Es que tú necesitas de esa iglesia para asomarte a tu corazón? Una confusión extrema me bloqueó la garganta. Y Jesús lo percibió.

—Mucho antes de que existiera la tribu de Leví, hermano Jasón, mucho antes de que el hombre fuera capaz de erguirse sobre sí mismo, mi Padre había sembrado la belleza y la sabiduría en la Tierra. ¿Quién es antes, por tanto: Dios o esa iglesia?

—Muchos sacerdotes de mi mundo —le repliqué— consideran a esa iglesia como santa.

—Santo es mi Padre. Santos seréis vosotros el día que améis.

—Entonces —y te ruego que me perdones por lo que voy a decirte— esa iglesia está de sobra…

—El Amor no necesita de templos o legiones. Un hombre saca el bien o el mal de su propio corazón. Un solo mandamiento os he dado y tú sabes cuál es… El día que mis discípulos hagan saber a toda la humanidad que el Padre existe, su misión habrá concluido.

—Es curioso: ese Padre parece no tener prisa.

El gigante me miró complacido.

—En verdad te digo que Él sabe que terminará triunfando. El hombre sufre de ceguera pero yo he venido a abrirle los ojos. Otros seres han descubierto ya que es más rentable vivir en el Amor.

—¿Qué ocurre entonces con nosotros? ¿Por qué no terminamos de encontrar esa paz?

—Yo he dicho que a los tibios los vomitaré de mi boca, pero no trates de consumir a tus hermanos en la molicie o en la prisa. Deja que cada espíritu encuentre el camino. Él mismo, al final, será su juez y defensor.

—Entonces, todo eso del juicio final…

—¿Por qué os preocupa tanto el final, si ni siquiera conocéis el Principio? Ya te he dicho que al otro lado os espera la sorpresa…

Tengo la impresión de que Tú resultarías excesivamente liberal para las iglesias de mi mundo.

—Dios es tan liberal, como tú dices, que permite, incluso, que te equivoques. ¡Ay de aquellos que se arroguen el papel de salvadores, respondiendo al error con el error y a la maldad con la maldad! ¡Ay de aquellos que monopolicen a Dios!

—Dios… Tú siempre estás hablando de Dios. ¿Podrías explicarme quién o qué es?

El fuego de aquella mirada volvió a traspasarme. Dudo que exista muro, corazón o distancia que no pudiera ser alcanzado por semejante fuerza.

—¿Puedes tú explicarles a éstos de dónde vienes y cómo? ¿Puede el hombre apresar los colores entre sus manos? ¿Puede un niño guardar el océano entre los pliegues de tu túnica? ¿Pueden cambiar los doctores de la Ley el curso de las estrellas? ¿Quién tiene potestad para devolver la fragancia a la flor que ha sido pisoteada por el buey? No me pidas que te hable de Dios: siéntelo. Eso es suficiente…

—¿Voy bien si te digo que lo siento como una… energía?

No me daba por vencido y Jesús lo sabía.

—Vas muy bien.

—¿Y qué hay por debajo de esa «energía?».

—Es que no hay arriba y abajo —atajó el Nazareno, saliendo al paso de mis atropellados pensamientos—. El Amor, es decir, el Padre, lo es Todo.

—¿Por qué es tan importante el Amor?

—Es la vela del navío.

—Déjame que insista: ¿qué es el Amor?

—Dar.

—¿Dar? Pero, ¿qué?

—Dar. Desde una mirada hasta tu vida.

—¿Qué podemos dar los angustiados?

—La angustia.

—¿A quién?

—A la persona que te quiere…

—¿Y si no tienes a nadie?

El Maestro hizo un gesto negativo.

—Eso es imposible… Incluso los que no te conocen pueden amarte.

—¿Y qué me dices de tus enemigos? ¿También debes amarles?

—Sobre todo a ésos… El que ama a los que le aman, ya ha recibido su recompensa.

La conversación se prolongaría aún hasta bien entrada la madrugada. Ahora sé que mi escepticismo hacia aquel hombre había empezado a resquebrajarse…

Cuatro horas más tarde, con el alba, Eliseo me despertó. La víspera, el Maestro había dado órdenes precisas a sus discípulos para salir temprano hacia Jerusalén. Hacia las siete (dos horas antes de la tercia), me personé en la casa de Simón, «el leproso». Jesús y los doce se hallaban reunidos en el jardín. Esta vez, las indicaciones del rabí fueron mucho más concisas: nada de ostentaciones y manifestaciones en público. Los apóstoles salvo los gemelos Alfeo, no se habían recuperado de la experiencia del día anterior. Permanecían mudos, como abstraídos. Para ser sinceros, ninguno conocía las intenciones de Jesús y éste, por otra parte, tampoco se mostraba excesivamente explícito. Acudir a la ciudad santa constituía en aquellos momentos una caja de sorpresas. El Sanedrín seguía acechante y los íntimos del Galileo no sabían qué podía reservarles el destino.

Hacía las ocho de la mañana nos pusimos en camino. Jesús, como siempre, marchaba a la cabeza.

Mientras ascendíamos por la ladera del Olivete, traté de sonsacar a los discípulos. ¡Qué distinta fue aquella caminata! La alegría y entusiasmo del domingo anterior se habían transformado en temor, expectación y confusionismo. Había un pensamiento común en aquellos hombres: «¿Qué debían hacer: seguir con el Maestro o renunciar y retirarse?». Pero ninguno tenía el valor suficiente como para enfrentarse a Jesús y exponerle sus inquietudes.

A eso de las nueve, el grupo entraba en Jerusalén. A juzgar por el trasiego de peatones, el número de peregrinos había aumentado considerablemente. El Maestro, sin pérdida de tiempo, se encaminó hacia el templo.

La proximidad de la Pascua mantenía la explanada de los Gentiles en plena ebullición. Los puestos y tenderetes aparecían mucho más concurridos que en la tarde del domingo. Cientos de judíos, de todas las clases sociales, se afanaban en comprar o cambiar sus monedas, preparándose así para las obligadas ofrendas, para el pago del tributo al tesoro del santuario o, simplemente, disponiendo la elección de una víctima sin mancha para la cena pascual. Gradualmente, a causa de los abusos de los sacerdotes, la gente común había terminado por acudir hasta aquellos «intermediarios», comprando allí sus corderos y aves. La astucia y avaricia de aquellos servidores del templo habían llegado a tales extremos que cualquier animal comprado fuera de aquel recinto podía ser rechazado, por causas «técnicas». En otras palabras, los encargados de los sacrificios —que tenían la obligación de revisar previamente cada una de las víctimas— podían echar atrás un cordero o una pareja de tórtolas, por el simple hecho de estimar que el color del animal no era el adecuado. Esto representaba la vergüenza pública y, lo que era peor, tener que adquirir una nueva víctima. Curándose en salud, los hebreos acudían hasta este mercado, procurándose así unos animales de «total garantía». Como ya apunté anteriormente, esta argucia iba siempre acompañada de un sobreprecio que resultaba tan deshonesto como ruinoso para las familias más humildes.

Para colmo, el «impuesto» o tributo que cada hebreo debía satisfacer al templo había sido fijado en una moneda común: el siclo (una pieza del tamaño de diez centavos, pero de un grosor doble). Un mes antes de la Pascua, los «cambistas» oficiales instalaban sus mesas en las diferentes ciudades de Palestina, suministrando así a los peregrinos el dinero necesario para tal menester. Ni que decir tiene que, en cada operación, estos «banqueros» se quedaban con una comisión, que oscilaba entre un cinco y un quince por ciento del valor de lo cambiado. Si la moneda objeto del cambio era más alta, estos usureros podían quedarse con una comisión doble. Finalmente, cuando la fiesta era ya inminente, los «cambistas» se dirigían a Jerusalén, estableciendo su «cuartel general» en la mencionada explanada de los Gentiles.

Este negocio venía reportando grandes beneficios a los verdaderos propietarios del ganado, de las mesas de cambio y de la multitud de ingredientes y enseres que debían ser utilizados en el sacrificio pascual. Esos «propietarios», como dije, no eran otros que los sacerdotes y, muy especialmente, los hijos de Anás.

Jesús conocía esta situación y también el resto del pueblo. Pero el poder y la tiranía de estos individuos era tal que nadie osaba levantar su voz contra aquella profanación de la Casa de Dios.

En este ambiente, entre gritos, discusiones, regateos y el incesante ir y venir de cientos de hebreos, el Nazareno —tal y como tenía por costumbre— se dispuso aquella mañana del lunes, 3 de abril, a dirigir su palabra a los numerosos creyentes y seguidores que habían ido congregándose junto a los puestos de los vendedores y «cambistas».

El Maestro inició su predicación pero, al poco, su potente voz se vio sofocada por dos hechos que iban a precipitar los acontecimientos. En una de las mesas de cambio, muy próxima a la escalinata sobre la que se había sentado el rabí, un judío de Alejandría comenzó a discutir acaloradamente con el responsable del cambio. El peregrino, con razón, protestaba por la abusiva comisión que pretendía cobrarle el «cambista». La cosa subió de tono y la gente fue arremolinándose en torno a los vociferantes hebreos.

Por si no fuera suficiente con aquel tumulto, en esos momentos irrumpió en la explanada una manada de bueyes —algo más de un centenar— que era conducida, a través del atrio, hasta los corrales situados en el ala norte, junto a la Puerta Probática. Aquellos animales, propiedad del templo, estaban destinados a ser quemados en los próximos sacrificios y, en consecuencia, eran encerrados habitualmente en unos establos, anexos al atrio de los Gentiles. Jesús, a la vista de aquellos bramidos y de la cada vez más exaltada conducta del «cambista», del judío y de cuantos apoyaban a éste, optó por hacer una pausa y esperar. Sus discípulos permanecían retirados, como a unos 15 o 20 pasos, y en silencio. Pero aquella violenta situación, lejos de amainar, fue a más. El apretado gentío hacía poco menos que imposible que el joven pastor pudiera hacerse con el dominio de los bueyes, que se habían desperdigado por entre las mesas. En eso, mientras el Nazareno esperaba impasible, un tercer suceso vino a provocar la chispa final. Entre los judíos que pretendían oír a Jesús se hallaba un galileo, antiguo amigo del Maestro. (Después supe que se había entrevistado con el rabí durante su estancia en Iron). Este humilde granjero había empezado a ser molestado por un grupo de peregrinos procedentes de la Judea. Entre empujones y codazos, los engreídos individuos se burlaban de él por su credulidad. Cuando el gigante se percató de esta última escena, ante el asombro de sus discípulos y de cuantos nos encontrábamos presentes, soltó su manto y, dejándolo caer sobre la escalinata, salió al encuentro del pastor, arrebatándole el látigo de cuerdas. Con una seguridad inaudita, el Galileo fue reuniendo a los astados, sacándolos del templo entre sonoros gritos y secos y potentes golpes de látigo sobre el embaldosado de la explanada. Cuando la muchedumbre vio al Maestro dirigir al ganado quedó electrizada. Pero eso no fue todo. Una vez concluida la operación de «limpieza», Jesús de Nazaret, en silencio, se abrió paso majestuosamente entre la multitud, dirigiéndose a grandes zancadas y con el látigo en la mano izquierda hacia los corrales situados al otro lado del atrio de los Gentiles, al pie de la fortaleza Antonia.

Aquello era nuevo para mí y corrí tras Él. Al llegar a los establos, el Maestro con una frialdad que me dejó sin habla— fue abriendo, uno tras otro, todos los portalones, animando a los bueyes, machos cabríos y corderos a salir de sus recintos. En un instante, cientos de animales irrumpieron en el atrio. Y el rabí, con la misma decisión y destreza con que había sacado del templo a la primera manada, dirigió aquellos asustados animales en dirección a las mesas y puestos de venta de los «cambistas» e «intermediarios». Como era de suponer, la estampida provocó el pánico de los hebreos que, en su atropellada huida hacia los pórticos de salida, derribaron un sinfín de tenderetes. Los bueyes, por su parte, terminaron por pisotear el género, derramando numerosos cántaros de aceite y de sal.

La confusión fue aprovechada por un nutrido grupo de peregrinos que se desquitó volcando las pocas mesas que aún quedaban en pie. En cuestión de minutos, aquel comercio había sido materialmente barrido, con el consiguiente regocijo de los miles de judíos que odiaban aquella permanente profanación. Para cuando los soldados romanos hicieron acto de presencia, todo aparecía tranquilo y en silencio.

Jesús de Nazaret, que no había tocado con el látigo a un solo hebreo ni había derribado mesa alguna —de ello puedo dar fe, puesto que permanecí muy cerca del Maestro— volvió entonces a lo alto de las escalinatas y, dirigiéndose a la multitud, gritó:

—Vosotros habéis sido testigos este día de lo que está escrito en las Escrituras: «Mi casa será llamada una casa de oración para todas las naciones, pero habéis hecho de ella una madriguera de ladrones».

Mi sorpresa llegó al máximo cuando, antes de que el rabí concluyera sus palabras, un tropel de jóvenes judíos se destacó de entre la muchedumbre, aplaudiendo a Jesús y entonando himnos de agradecimiento por la audacia y coraje del Galileo.

Aquel suceso, por supuesto, no tenía nada que ver con lo que se cuenta en los Evangelios y en los que —dicho sea de paso— el Mesías aparece como un colérico individuo, capaz de golpear y azotar a las gentes. Como ya he mencionado, Jesús había predicado otras muchas veces en aquella misma explanada del templo y jamás se había comportado de aquel modo. El conocía perfectamente el cambalache y el robo que se registraban a diario en el atrio de los Gentiles y, no obstante, jamás se manifestó violentamente contra tal situación. Si en la mañana de aquel lunes provocó la estampida del ganado fue, en mi opinión, como consecuencia de una situación concretísima e insostenible.

Quienes no podían faltar, obviamente, eran los responsables del templo. Cuando los sacerdotes tuvieron conocimiento del incidente acudieron presurosos hasta donde se hallaba Jesús, interrogándole con severidad:

—¿No has oído lo que dicen los hijos de los levitas?

Pero Jesús les contestó:

—En las bocas de los niños y criaturas se perfeccionan las alabanzas.

Los jóvenes arreciaron entonces en sus cánticos y aplausos, obligando a los fariseos a retirarse del lugar. A partir de ese momento, grupos de peregrinos se situaron a las puertas de acceso al templo, impidiendo que pudiera restablecerse el cambio de monedas y la venta normal de los «intermediarios». Los jóvenes no consintieron siquiera que fuera transportada una sola vasija por la explanada.

Quizá lo más triste y desconsolador de aquel suceso fue la actitud de los doce. Durante la fogosa intervención de su Maestro, el grupo permaneció poco menos que acurrucado en un rincón, sin levantar una mano para ayudar o proteger a Jesús. Esta nueva y sorprendente acción del Galileo les había sumido en un total desconcierto.

Pero, si notable era la confusión de los discípulos de Cristo, la de los jefes del templo, escribas y fariseos no era menor. Aquello había sido la gota de agua que colmaba su paciencia. Aprovechando que José de Arimatea, Nicodemo y otros amigos de Jesús no se hallaban presentes, el Sanedrín celebró una reunión de emergencia, analizando la situación. Había que detener al impostor sin pérdida de tiempo. Pero, ¿cómo y dónde? Los escribas y el resto de los sacerdotes, se daban cuenta que la multitud estaba de parte del Galileo. Había, además, otro factor que no podían perder de vista: la presencia del procurador romano Poncio Pilato en Jerusalén. Si el prendimiento de Jesús se materializaba a la luz del día y a la vista de los miles de peregrinos llegados desde todos los rincones de Palestina y del extranjero, la captura podía dar lugar a una revuelta generalizada. Eso hubiera significado, con toda seguridad, una violenta represión por parte de las fuerzas romanas acuarteladas en la Torre Antonia y en el campamento temporal levantado por los soldados en la zona noroeste de la ciudad, en las inmediaciones de las piscinas de Bezatá. ¿Qué podían hacer entonces?

Durante horas, los miembros del Sanedrín discutieron sobre la fórmula ideal para capturar a Jesús. Pero al final, no llegaron a un acuerdo. La única resolución válida fue crear cinco grupos de «expertos» —especialmente escribas[62] y fariseos— que siguieran los pasos del Galileo y trataran de confundirle y ridiculizarle en público, diezmando así su prestigio e influencia entre las gentes sencillas.

Siguiendo esta consigna, hacia las dos de la tarde, uno de estos grupos se abrió paso hasta el lugar donde Jesús había seguido su plática. Y con su característico estilo —soberbio y autoritario— le preguntaron al Maestro:

—¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿Quién te ha dado semejante autoridad?

Ellos sabían que el Nazareno no había pasado por las obligadas escuelas rabínicas y que, por tanto, sus enseñanzas y el propio título de «rabí» que muchos le atribuían no eran correctos, desde la más estricta pureza legal y jurídica.

Pero Jesús —con aquella brillantez de reflejos que le caracterizaba— les respondió con otra interrogante:

—También me gustaría a mí haceros otra pregunta. Si me contestáis, yo os diré igualmente con qué autoridad hago estos trabajos. Decidme: el bautismo de Juan, ¿de dónde era? ¿Consiguió Juan esta autoridad del cielo o de los hombres?

Los escribas y fariseos formaron un corro entre ellos y comenzaron a deliberar en voz baja, mientras Jesús y la multitud esperaban en silencio.

Habían pretendido acorralar al Galileo y ahora eran ellos los que se veían en una embarazosa situación. Por fin, volviéndose hacia Jesús, replicaron:

—Respecto al bautismo de Juan, no podemos contestar. No sabemos…

La razón de aquella negativa estaba bien clara. Si afirmaban que «del cielo», Jesús podía responderles: «¿Por qué no le creísteis entonces?». Además, en este caso, el Maestro podía haber añadido que su autoridad procedía de Juan. Si, por el contrario, los escribas respondían que «de los hombres», aquella muchedumbre —que había considerado a Juan como un profeta— podía echarse encima de los sacerdotes…

La estrategia de Cristo, una vez más, había sido brillante y rotunda. Y el rabí, mirándoles fijamente, añadió:

—Pues yo tampoco os diré con qué autoridad hago estas cosas… Los hebreos estallaron en ruidosas carcajadas, ante la impotencia de los «máximos maestros» de Israel, rojos de ira y de vergüenza.

Jesús dirigió entonces su mirada hacia los que habían tratado de perderle y les dijo:

—Puesto que estáis en duda sobre la misión de Juan y en enemistad con la enseñanza y hechos del Hijo del Hombre, prestad atención mientras os digo una parábola. Cierto gran y respetado terrateniente —comenzó el Galileo su relato— tenía dos hijos. Deseando que le ayudaran en la dirección de sus tierras, acudió a uno de ellos y le dijo: «Hijo, ve a trabajar hoy en mi viña». Y este hijo, sin pensar, contestó a su padre: «No voy a ir». Pero luego se arrepintió y fue. Cuando el padre encontró al segundo le dijo: «Hijo, ve a trabajar a mi viña». Y este hijo, hipócrita y desleal, le dijo: «Sí, padre, ya voy». Pero, cuando hubo marchado su padre, no fue. Dejadme preguntaros: ¿cuál de estos hijos hizo realmente la voluntad de su padre?

La gente, como un solo hombre, contestó:

—El primer hijo.

Jesús replicó entonces mirando a los sacerdotes:

—Pues así, yo declaro que los taberneros y prostitutas, aunque parezcan rehusar la llamada del arrepentimiento, verán el error de su camino y entrarán en el reino de Dios antes que vosotros, que hacéis grandes pretensiones de servir al Padre del Cielo pero que rechazáis los trabajos del Padre. No fuisteis vosotros, escribas y fariseos, quienes creísteis en Juan, sino los taberneros y pecadores. Tampoco creéis en mis enseñanzas, pero la gente sencilla escucha mis palabras a gusto.

Aquella segunda ridiculización pública obligó a los escribas y fariseos a dar media vuelta, entrando en el santuario. Y el Maestro siguió predicando en paz, haciendo las delicias de la multitud.

Por José de Arimatea supimos que la cólera de los sacerdotes había llegado a tal paroxismo que poco faltó para que los levitas rodearan aquella misma mañana a Jesús, procediendo a su captura. Pero la entrada en juego de los saduceos[63] —que constituían mayoría en el Sanedrín retrasó nuevamente los planes de los enemigos de Cristo. Esta casta sacerdotal había encajado pésimamente el desmantelamiento de los «cambistas» e «intermediarios» y, por primera vez, apoyaron los planes de los fariseos y escribas para eliminar a Jesús. Eso significó mayoría absoluta a la hora de decidir y condenar al rabí de Galilea.

Mientras tanto, Jesús había desarrollado una segunda parábola —la del rico propietario que llegó a enviar a su propio hijo para convencer a los rebeldes trabajadores de su viña de que le entregaran su renta— preguntando a los asistentes qué debería hacer el dueño de la viña con aquellos malvados arrendatarios.

—Destruir a esos hombres miserables —contestó la multitud— y arrendar su viñedo a otros granjeros honestos que le den sus frutos en cada estación.

Muchos de los presentes comprendieron el sentido de la parábola de Jesús y expresaron en voz alta:

—¡Dios perdone a quienes continúen haciendo estas cosas!

Pero algunos fariseos no se daban por vencidos y regresaron hasta el lugar donde predicaba Jesús. El Maestro, al verlos, les dijo:

—Vosotros sabéis cómo rechazaron vuestros hermanos a los profetas y sabéis bien que estáis decididos a rechazar al Hijo del Hombre. —Tras unos instantes de silencio, su mirada se hizo más intensa y añadió—: ¿Nunca leísteis en la Escritura sobre la piedra que los constructores rechazaron y que, cuando la gente la descubrió, hicieron de ella la piedra angular?… Una vez más os aviso. Si continuáis rechazando el Evangelio, el reino de Dios será llevado lejos de vosotros y entregado a otra gente, deseosa de recibir buenas nuevas y llevar adelante los frutos del espíritu. Yo os digo que existe un misterio sobre esa piedra: quien caiga sobre ella, aunque quede roto en pedazos, se salvará. Pero, sobre quien caiga dicha piedra angular, será molido hasta quedar hecho polvo y sus cenizas serán desperdigadas a los cuatro vientos.

En esta ocasión, los escribas y jefes ni siquiera intentaron replicar. Y el Maestro prosiguió sus enseñanzas, refiriendo una tercera parábola: la del festín de bodas.

Cuando hubo terminado, Jesús se puso en pie y se dispuso a despedir a la multitud. En ese instante, uno de los creyentes alzó su voz e interrogó al rabí:

—Pero, Maestro, ¿cómo sabremos estas cosas? ¿Qué signo nos darás por el que sepamos que tú eres el Hijo de Dios?

Se hizo un nuevo y espeso silencio. Los fariseos aguzaron sus oídos y, cuando consideraban que el impostor había caído en su propia trampa, el Galileo —con voz sonora y señalando con su dedo índice izquierdo hacia su propio pecho— afirmó:

—Destruid este templo y en tres días lo levantaré.

Jesús dio por terminada su plática y descendió por las escalinatas, invitando a los discípulos a que le siguieran.

La muchedumbre comenzó a dispersarse, sumida en multitud de comentarios. Evidentemente —por lo que pude escuchar— no habían comprendido el verdadero significado de aquella última y lapidaria frase de Cristo.

—¿Casi cincuenta años ha estado este templo en construcción —se decían unos a otros— y aún dice que lo destruirá y levantará en tres días?

Por supuesto, tampoco sus apóstoles captaron la intención del rabí. Sólo después —mucho después de su resurrección— se hizo la luz en sus corazones.

Hacia las cuatro de la tarde, el grupo salía nuevamente de Jerusalén, rumbo a Betania.

Mientras ascendíamos por la falda occidental del monte de los Olivos, haciendo así más corto el camino hacia la aldea de Lázaro, Jesús dio instrucciones a Andrés, Tomás y Felipe para que, a partir del día siguiente, martes, los discípulos preparasen un campamento en las cercanías de la ciudad santa.

Aquello significaba que el Nazareno tenía la intención de instalar su lugar habitual de reposo —hasta ese momento en Betania— en los aledaños de Jerusalén. Pero, ¿por qué? ¿Qué nos reservaba el destino en aquellos dos días —martes y miércoles—, tan escasamente conocidos en lo que a las actividades del Maestro se refiere?

La inesperada decisión de Jesús —no prevista, lógicamente, en nuestro programa de trabajo, ya que los textos evangélicos canónicos y apócrifos no hacen mención de este «campamento»—, iba a precipitar mi retorno al módulo, fijado por Caballo de Troya para el atardecer del martes, 4 de abril.

Pocas horas después, precisamente en el anochecer de dicho martes, y a la vista de lo que aconteció, empecé a comprender por qué el rabí de Galilea había dado aquella orden…

Por segunda vez, mientras caminábamos hacia Betania, tuve oportunidad de comprobar cómo la casi totalidad de los doce hombres de confianza de Jesús no había entendido el mensaje ni las intenciones del Nazareno. Sus comentarios y, sobre todo, sus silencios reflejaban una profunda confusión. La majestuosa acción de su Maestro a lo largo de esa mañana del lunes, arruinando el sacrílego comercio de los cambistas e intermediarios del templo, les había devuelto las esperanzas en un Jesús poderoso, capaz de instaurar un «reino terrenal y político» en Israel. Pero, al llegar la tarde, el rechazo por parte de los sacerdotes judíos de sus enseñanzas les hizo caer de nuevo en la incertidumbre. Aquellos hombres presentían algo. A pesar de su escaso nivel cultural, el permanente contacto con la tensa realidad de aquellos días y las repetidas advertencias de Jesús de Nazaret sobre su próximo final les hacía intuir una catástrofe.

Agarrotados por el miedo y las dudas, los discípulos se dirigieron a sus respectivos lugares de descanso, aunque —según comprobé a la mañana siguiente— muy pocos fueron los que lograron conciliar el sueño.

Y aquella noche del lunes, 3 de abril del año 30, tras despedirme temporalmente de Lázaro y su familia, abordé la «cuna», iniciando los preparativos de la segunda fase de la exploración. Sin duda, la más trágica y apasionante de cuantas haya emprendido hombre alguno.

La oscuridad era total cuando inicié el ascenso del Olivete por su cara oriental. Yo había advertido ya a Eliseo de mi inminente retorno al módulo, como consecuencia del cambio de planes por parte del Maestro de Galilea. Tentado estuve de hacerme con una antorcha, a fin de caminar con mayor seguridad por la trocha que discurría entre los olivares. Pero un elemental sentido de la prudencia me hizo desistir.

El eco del microtransmisor instalado en la hebilla de mi manto llegaba nítidamente hasta la «cuna». Eso me tranquilizó. Mi objetivo en aquellos momentos era alcanzar la cota superior del monte de «las aceitunas», situada a la derecha de la vereda. Una vez localizado el calvero pedregoso donde se hallaba posado el módulo, Eliseo se encargaría de conducirme mediante la «conexión auditiva». Una hora antes, cuando regresábamos hacia Betania, yo había procurado quedarme rezagado, anudando en una de las ramas de un acebuche —justamente en la cumbre del Olivete— el pequeño lienzo blanco que me servía para secar el sudor y que, como el resto de los hebreos, llevaba permanentemente arrollado en la muñeca derecha.

Tal y como presumía, y con el consiguiente respiro por mi parte, no llegué a cruzarme con un solo caminante. Al distinguir la tela, ondeando suavemente al viento, aceleré el paso. Y tras retirarla del olivo silvestre, abandoné el camino, internándome entre la maleza en dirección norte. A mi izquierda, en la lejanía, se divisaban las luces amarillentas y parpadeantes de Jerusalén. Una media luna surgía a intervalos entre las compactas bandas de nubes, facilitando considerablemente mi aproximación a la nave. A los pocos minutos me asomaba al calvero, localizando el suave promontorio pedregoso sobre el que debía encontrarse posado el módulo. Eliseo, en permanente conexión, había ido supervisando mis pasos, corrigiendo a través de la pantalla de radar algunas de mis inevitables desviaciones en el rumbo. Al penetrar en la zona de seguridad del módulo —a unos 150 pies del «punto de contacto»—, mi compañero me anunció que procedía a la desconexión parcial del apantallamiento infrarrojo, con el fin de hacer visibles los pies de sustentación de la «cuna», haciendo así más rápido mi ingreso en la nave.

De pronto, en mitad de la oscuridad y como clavados en las rocas, aparecieron cuatro largos tubos, apuntando como fantasmas azulados hacia la inmensidad del cielo. Simultáneamente, y con un suave resoplido, el sistema hidráulico hizo descender la escalerilla de aluminio. Sin pérdida de tiempo me introduje entre el tren de aterrizaje de la «cuna», subiendo al interior del módulo. Supongo que si alguien hubiera podido verme en aquellos momentos, ascendiendo por una escalerilla que, aparentemente, no conducía a ninguna parte, y desapareciendo progresivamente —primero la cabeza, hombros y brazos y a continuación el resto del tronco, vientre, piernas, etc—., el susto hubiera sido considerable, creyendo quizá que había presenciado una visión divina…

Mi encuentro con Eliseo fue especialmente intenso y emotivo.

Una vez en la «cuna», mi compañero apantalló de nuevo el tren de sustentación y, tras verificar que todo seguía en calma en torno a la nave, nos dispusimos a la revisión y ejecución de la segunda fase de la operación.

Mi ingreso en el módulo se había registrado a las 20 horas y 5 minutos. Eso significaba que disponía de unas nueve horas antes de mi incorporación al grupo de Jesús, prevista según Caballo de Troya para las 6,30 horas de la mañana del día siguiente, martes, 4 de abril.

Después de asearme y cambiar mis ropas —no así el calzado—, Eliseo me hizo entrega de lo que, familiarmente, conocíamos como la «vara de Moisés»: el único instrumental autorizado fuera de la «cuna» y que iba a jugar un papel fundamental en mi siguiente exploración; en especial a partir del prendimiento del Nazareno en la noche del jueves, 6 de abril. Obviamente, en un «viaje» de aquella naturaleza, los hombres del general Curtiss habían previsto —al menos para las horas de máxima tensión— la filmación de los principales sucesos: noche del llamado Jueves Santo, Viernes y Domingo de Resurrección.

Además de la citada filmación, Caballo de Troya tenía especial interés en el exhaustivo seguimiento —minuto a minuto— de las torturas que iba a sufrir el Nazareno, así como de sus horas en la cruz. El seguimiento sería mantenido desde una doble vertiente: por un lado, mi propio testimonio personal y, de otro, sin duda más importante, a través de un sofisticado equipo técnico, capaz de filmar y chequear, desde un ángulo estrictamente médico, a un mismo tiempo.

Como es natural, estas delicadas operaciones no podían efectuarse abiertamente. Ello habría ido en contra de los principios básicos del proyecto. Era inviable, por tanto, que yo hubiera cargado con una cámara de cine o con los complejos aparatos de «rastreo» de las constantes vitales de Jesús de Nazaret. Y como, naturalmente, tampoco era posible la implantación de cables o dispositivos electrónicos en el cuerpo del Maestro de Galilea que nos permitieran un control de sus funciones orgánicas, ritmos arterial, cardíaco, etc., Caballo de Troya diseñó y fabricó un complejo sistema, minuciosamente camuflado en lo que llamábamos la «vara de Moisés».

Este ingenio —que iré detallando de una forma progresiva— consistía en un simple cayado de madera de pinsapo de 1,80 metros de longitud por tres centímetros de diámetro, con el correspondiente remate superior, en forma de arco[64]. Para un observador cualquiera, ajeno a nuestras intenciones, no debería presentar mayor interés que el de cualquier vara común y corriente, como las utilizadas habitualmente por los caminantes y peregrinos.

En su interior, sin embargo, había sido dispuesto un delicadísimo equipo. A 1,60 metros rotando siempre desde la base del bastón—, se hallaban cuatro «canales» de filmación simultánea, con los objetivos distribuidos en «cruz», de forma que pudiera rodarse a un mismo tiempo cuanto sucedía en los 360 grados de nuestro entorno. Las cuatro «bocas» de filmación de 15 milímetros de diámetro cada una— habían sido disimuladas mediante un «anillo» de tres centímetros de anchura, formado por un cristal semirreflectante, de forma que sólo permitía la visión de dentro hacia afuera. Esta especie de abrazadera, primorosamente trabajada por nuestros técnicos, de forma que aparentase una sencilla banda de pintura negra sobre la blanca madera, había sido reforzada y adornada con dos hileras de clavos de cobre que la sujetaban firmemente. Estos clavos, de ancha cabeza, habían sido trabajados, de acuerdo con las antiquísimas técnicas de la industria metalúrgica descubiertas por Nelson Glueck en el valle de la Arabá, al sur del mar Muerto, y en Esyón-Guéber, el legendario puerto marítimo de Salomón en el mar Rojo. En evitación de hipotéticos problemas, los hombres de Curtiss habían seguido al pie de la letra las normas de la Misná o tradición oral judaica que, en su Orden Sexto —dedicado a las prescripciones sobre purezas e impurezas— específica que un bastón puede ser susceptible de impureza «si ha sido adornado con tres hileras de clavos». Uno de estos clavos, de un color verdoso más intenso que el resto, y ligeramente separado de la superficie del cayado, podía ser pulsado manualmente, iniciándose así —de manera automática— la filmación simultánea. Bastaba una nueva presión para que el «clavo» volviera a su posición inicial, interrumpiéndose la grabación. También con ocasión del «gran viaje», Caballo de Troya prescindió de los objetivos comúnmente utilizados en las cámaras de filmación, ajustando en las «bocas» de cine un sistema revolucionario que, estoy seguro, algún día se impondrá en la actual técnica fotográfica. Dada la extrema miniaturización de los sistemas, resultaba muy difícil el cambio de objetivos en las cámaras, que hubiera permitido la toma de diferentes planos. Mediante una técnica sumamente compleja, las lentes de vidrio fueron reemplazadas por lo que podríamos denominar «lentes gaseosas», susceptibles de transformarse (sin necesidad de cambio de objetivos) en grandes angulares, teleobjetivos, lentes de aproximación, etc.[65]

Como digo, este dispositivo de lentes gaseosas iba a resultar de suma utilidad. A lo largo de los intensos y dramáticos jueves y viernes, el cambio instantáneo de un gran angular a teleobjetivo, por ejemplo, me permitiría filmar detalles de extrema importancia, especialmente durante las horas que duró la crucifixión. Aunque prefiero referirme a ello más adelante, el proceso de filmación se hallaba íntimamente ligado a otro sistema de «exploración» médica: la emisión infrarroja, igualmente dispuesta en la «vara de Moisés», aunque en un mecanismo alojado en la zona superior del cayado, a 1,70 metros de la base.

Tanto el equipo de filmación como el de infrarrojos, así como otro de ultrasonidos, eran sostenidos por el ya mencionado microcomputador nuclear, estratégicamente encerrado en la base de la vara. Su complejidad era tal que, además de las funciones de control automático de la filmación, acumulación de película (capaz para 150 horas de filmación), regulación de las emisiones, recepción y proceso de las ondas ultrasónicas y radiación infrarroja, «traduciéndolas» a imágenes y sonidos, alimentador de los generadores de ultrafrecuencia, etc., su memoria de titanio[66] le capacitaba incluso para controlar en cada instante hasta los movimientos de turbulencia en cada uno de los puntos de las cuatro cámaras gaseosas de cine, corrigiéndolos y consiguiendo una perfecta estabilidad óptica.