TABASCO
A las 10.45, una hora escasa después de despegar del aeropuerto Benito Juárez de la ciudad de México, tomaba tierra en Villahermosa. Al pisar la pista, un familiar hormigueo en el estómago me anunció el comienzo de una nueva aventura. Allí estaba yo, bajo un sol tropical, con la inseparable bolsa negra de las cámaras al hombro y un ejemplar de mi libro El Enviado entre las manos.
«Veremos qué me depara el destino», pensé mientras cruzaba la achicharrante pista en dirección al edificio terminal. Aquella situación —para qué voy a negarlo— me fascinaba. Siempre me ha gustado jugar a detectives…
Por ello, y desde el momento en que abandoné el reactor de la compañía Mexicana de Aviación que me había trasladado al estado de Tabasco, fui fijando mi atención en las personas que aguardaban en el aeropuerto. ¿Estaría allí el misterioso comunicante?
Si hacía caso al timbre de su voz, mi anónimo amigo debía rondar los cincuenta años. Quizá más, si consideraba que era un piloto retirado del servicio activo.
Sujeté el libro con la mano izquierda, procurando que la portada quedara bien visible, y despaciosamente me encaminé al servicio de cambio de moneda. Sí el norteamericano estaba allí tenía que detectarme.
Cambié algunos dólares, y con la misma calma me dirigí a la puerta de salida en busca de un taxi.
Nadie hizo el menor movimiento ni se dirigió a mí en ningún momento. Estaba claro que el extranjero no se hallaba en el aeropuerto, o al menos no había querido dar señales de vida.
Pocos minutos después, a las 11.15 de aquel viernes, 18 de abril de 1980, un empleado del Parque Museo de la Venta me extendía el correspondiente boleto de entrada, así como un sencillo pero documentado plano para la localización de las gigantescas esculturas olmecas.
El parque parecía tranquilo.
Consulté el mapa y comprobé que el Gran Altar —nuestro punto de reunión— estaba enclavado justamente en el centro de aquel bello museo al aire libre. El itinerario marcaba un total de 27 monumentos. Yo debía llegar al enclave número cinco. Si todo marchaba bien, allí debería conocer, al fin, a mi informador.
Sin pérdida de tiempo me adentré por el estrecho camino, siguiendo las huellas de unos pies en rojo que habían sido pintadas por los responsables del parque y que constituían una simpática ayuda para el visitante.
A los pocos metros, a mi izquierda, descubrí el monumento número 1. Se trataba de una formidable cabeza de jaguar semidestruida, con un peso de treinta toneladas.
Proseguí la marcha, adentrándome en un espeso bosquecillo. El corazón empezaba a latir con mayor brío.
A unos ochenta pasos, a la derecha del camino, aparecieron las esculturas de un mono y de otro jaguar. Eran los monumentos números 2 y 3. Frente al jaguar, el plano marcaba la figura de un manatí, tallado en serpentina. Era el número 4.
Avancé otra treintena de metros y al dejar atrás uno de los recodos del sendero reconocí entre la espesura el enclave número 4 bis: otro pequeño jaguar, igualmente tallado en basalto.
El siguiente era el Gran Altar Triunfal.
Aquellos últimos metros hasta la pequeña explanada donde se levanta el monumento número cinco fueron singularmente intensos. Hasta ese momento no había coincidido con un solo turista. Mi única compañía la formaban mis pensamientos y aquella loca algarabía del sinfín de pájaros multicolores que relampagueaba entre las copas de los corpulentos huayacanes, parotas y cedros rojos.
Al entrar en el calvero me detuve. El corazón me dio un vuelco. El Gran Altar estaba desierto. Bajo el ara, en un nicho central, un personaje desnudo y musculoso empuñaba una daga en su mano izquierda. Con la derecha, la estatua sujetaba una cuerda a la que permanecía amarrado un prisionero.
El furioso sol del mediodía me devolvió a la realidad.
«¿Dónde está el maldito yanqui?», balbucí indignado.
La sola idea de que me hubiera tomado el pelo me desarmó. Avancé desconcertado hacia el Gran Altar, sintiendo el crujir del guijo blanco bajo mis botas.
«Quizá me he adelantado», pensé en un débil intento por tranquilizarme.
De pronto, alertado —supongo— por el ruido de mis pasos sobre la grava, un hombre apareció por detrás de la gran mole de piedra. Ambos permanecimos inmóviles durante unos segundos, observándonos. Jamás olvidaré aquellos instantes. Ante mí tenía a un individuo de considerable altura —quizá alcanzase 1,80 metros—, con el cabello cano y vistiendo una guayabera y unos pantalones igualmente blancos.
Respiré aliviado. Sin duda, aquél era mi anónimo comunicante.
—Buenos días —exclamó, al tiempo que se quitaba las gafas de sol y dibujaba una amplia sonrisa—. ¿Es usted J. J. Benítez?
Asentí y estreché su mano. Suelo dar gran importancia a este gesto. Me gusta la gente que lo hace con fuerza. Aquel apretón de manos fue sólido, como el de dos amigos que se encuentran después de largo tiempo.
—Le agradezco que haya venido —comentó—. Creo que no se arrepentirá de haberme conocido.
Ni en esta primera entrevista ni en las que siguieron en meses posteriores pude averiguar la edad exacta de aquel norteamericano. A juzgar por su aspecto —huesudo y con un rostro acribillado por las arrugas— quizá rondase los sesenta años. Sus ojos claros, afilados como un sable, me inspiraron confianza. No sé la razón, pero, desde aquel primer encuentro al pie del Gran Altar en el Museo de la Venta, se estableció entre nosotros una mutua corriente de confianza.
—Conozco un restaurante donde podemos conversar. ¿Tiene hambre?
No sentía el menor apetito, pero acepté. Lo que me consumía era la curiosidad.
Al cabo de unos minutos nos sentábamos en un sombreado establecimiento, casi al final de la calle del Paralelo 18. En el trayecto, ninguno de los dos cruzamos una sola palabra. Supongo que mi nuevo amigo hizo lo mismo que yo: tratar de descubrir en el otro hasta los más nimios detalles… Después de aquel saludo en el museo de las gigantescas cabezas negroides, la certeza de que me encontraba ante una posible buena noticia había ido ganando terreno.
—Usted dirá —rompí el silencio, invitando a mi acompañante a que empezara a hablar.
—En primer lugar quiero recordarle lo que ya le dije por teléfono. Es posible que se sienta decepcionado después de esta primera conversación.
—¿Por qué?
—Quiero ser muy sincero con usted. Yo apenas le conozco. No sé hasta dónde puede llegar su honestidad…
Le dejé hablar. Su tono pausado y cordial hacía las cosas mucho más fáciles.
—… Para depositar en sus manos la información que poseo es preciso primero que usted me demuestre que confía en mí. Por eso —y le ruego que no se alarme— necesito probar y estar seguro de su firmeza de espíritu y, sobre todo, de su interés por Cristo.
El americano se llevó a los labios un jugo de naranja y siguió perforándome con aquella mirada de halcón. Debió captar mi confusión. ¿Qué demonios tenía que ver mi firmeza de espíritu con Cristo, o, mejor dicho, con mi interés por Jesús?
—Permítame un par de preguntas, señor…
—Si no le molesta —repuso con una fugaz sonrisa— llámeme mayor. Por el momento, y por razones de seguridad, no puedo decirle mi verdadero nombre.
Aquello me contrarió. Pero acepté. ¿Qué otra cosa podía hacer si de verdad quería llegar al fondo de aquel enigmático asunto?
—Está bien, mayor. Vayamos por partes. En primer lugar, usted dice ser un oficial retirado de las fuerzas aéreas norteamericanas. ¿Estoy equivocado?
—No, no lo está.
—Bien. Segunda pregunta: ¿qué tiene que ver mi interés por Cristo con esa información que usted dice poseer?
El camarero situó sobre el mantel rojo sendas bandejas con postas de robalo y mole verde, quesadillas y un inmenso filete de carne a la tampiqueña.
El mayor guardó silencio. Ahora estoy seguro de que aquélla fue una situación difícil para él. Mi amigo debió luchar consigo mismo para contenerse.
—Cuando usted conozca la naturaleza de esa información —puntualizó— comprenderá mis precauciones. Es preciso que antes que eso suceda, yo esté convencido de que usted, o la persona elegida, será capaz de valorarla y, sobre todo, de que hará un buen uso de ella.
—No termino de entender por qué se ha fijado en mí…
El mayor sostuvo aquella mirada penetrante y preguntó a su vez:
—¿Cree usted en la casualidad?
—Sinceramente, no.
—Cuando le vi y le escuché en televisión hubo una frase suya que me impulsó a llamarle. Usted tuvo el valor de reconocer públicamente que ahora, a partir de sus investigaciones sobre los descubrimientos de los científicos de la NASA, había «descubierto» a Jesús de Nazaret. Usted no parece avergonzarse de Cristo…
Sonreí.
—¿Y por qué iba a hacerlo si de verdad creo en Él?
—Eso fue lo que usted transmitió a través del programa. Y eso, ni más ni menos, es lo que yo busco.
No pude contenerme y le solté a quemarropa:
—Disculpe. ¿Es usted miembro de alguna secta religiosa?
El mayor pareció desconcertado. Pero terminó por sonreír, aportándome un nuevo dato sobre su persona.
—Vivo solo y retirado. Soy creyente y no puede sospechar usted hasta qué punto… Sin embargo, he huido de cualquier tipo de iglesia o grupo religioso. Tenga la seguridad de que no se encuentra ante un fanático…
Creí percibir unas gotas de tristeza o melancolía en algunas de sus palabras. Hoy, al recordarlo, y conforme fui desentrañando el enigma del mayor norteamericano, no puedo evitar un escalofrío de emoción y profundo respeto por aquel hombre.
—¿Dónde vive usted?
—En el Yucatán.
—¿Puedo preguntarle por qué vive solo y retirado?
Antes de que respondiera traté de acorralarlo con una segunda cuestión:
—¿Tiene algo que ver con esa información que usted conoce?
—A eso puedo responderle con un rotundo sí.
El silencio cayó de nuevo entre nosotros.
—¿Y qué desea que haga?
El mayor extrajo de uno de los bolsillos de su guayabera una pequeña y descolorida libreta azul. Escribió unas palabras y me extendió la hoja de papel. Se trataba de un apartado de correos en la ciudad de Chichén Itzá, en el mencionado estado del Yucatán.
—Quiero que sigamos en contacto —respondió señalándome la dirección—. ¿Puede escribirme a ese apartado?
—Naturalmente, pero…
El hombre pareció adivinar mis pensamientos y repuso con una firmeza que no dejaba lugar a dudas:
—Es preciso que ponga a prueba su sinceridad. Le suplico que no se moleste. Sólo quiero estar seguro. Aunque ahora no lo comprenda, yo sé que mis días están contados. Y tengo prisa por encontrar a la persona que deberá difundir esa información…
Aquella confesión me dejó perplejo.
—¿Está usted diciéndome que sabe que va a morir?
El mayor bajó los ojos. Y yo maldije mi falta de tacto.
—Perdone…
—No se disculpe —prosiguió el oficial, volviendo a su tono jovial—. Morir no es bueno ni malo. Si se lo he insinuado ha sido para que usted sepa que ese momento está próximo y que, en consecuencia, no está usted ante un bromista o un loco.
—¿Cómo sabré si usted ha decidido o no que yo soy la persona adecuada?
—Aunque espero que volvamos a vernos en breve, no se preocupe. Sencillamente, lo sabrá.
—No puedo disimularlo más. Usted sabe que yo investigo el fenómeno ovni…
—Lo sé.
—¿Puede aclararme al menos si esa información tiene algo que ver con estas astronaves?
—Lo único que puedo decirle es que no.
Aquello terminó por desconcertarme.
Dos horas más tarde, con el espíritu encogido por las dudas, despegaba de Villahermosa rumbo a la ciudad de México. Yo no podía imaginar entonces lo que me deparaba el destino.