5 DE ABRIL, MIÉRCOLES

Poco antes que las madrugadoras golondrinas despertaran al campamento con sus negros y tumultuosos vuelos, Eliseo me había alertado ya, mediante la «conexión auditiva», de la proximidad del amanecer.

—… La «cuna» registra 9 grados centígrados. Ligero descenso de la humedad relativa… Parece que el viento se ha incrementado. Se prevén algunas rachas de 20 a 40 nudos, especialmente durante la tarde… ¡Suerte!

Eliseo no se equivocaba. Aquellos primeros momentos del día se me antojaron especialmente fríos. El celeste de mi manto aparecía salpicado por un sinfín de gotitas de rocío. Otro tanto sucedía con la escasa hierba que lograba despuntar al pie de algunos olivos.

Conforme fue clareando, un lejano y misterioso castañeteo comenzó a intrigarme. Parecía nacer en alguna parte, al fondo del campo donde me encontraba. Me incorporé y tras echar una ojeada al campamento comprobé que todo se hallaba en calma. Los discípulos dormían en el interior de las tiendas. Otros, envueltos en sus ropones, descansaban al pie del muro de piedra o, como yo, bajo la primera hilera de olivos. Frente a los albergues, en el pequeño claro existente en la entrada del huerto, se distinguían las cenizas de la hoguera. El Maestro —supuse— debía estar durmiendo.

Pero aquel castañeteo seguía llenando la cada vez más luminosa mañana, rompiendo el profundo silencio de Getsemaní. No lo dudé más. Tomé la «vara de Moisés» y me dirigí hacia el interior de la finca, siguiendo el cercado de piedra. Aquella propiedad de Simón, el vecino de Betania, estaba dedicada exclusivamente al cultivo del olivar. Desde el lugar donde habían sido plantadas las tiendas, el terreno iba elevándose ligeramente. Al llegar al fondo del huerto había contabilizado medio centenar de viejos olivos, alineados de cuatro en fondo. Algunos de aquellos árboles me impresionaron por su envergadura. Uno de ellos, en especial, debía alcanzar los ocho metros de circunferencia. De sus nudosos y torturados troncos fluía una sustancia de color pardo-rojiza, formando reguerillos brillantes al incipiente sol que avanzaba ya por detrás de la cima del Olivete.

Los últimos metros del rectángulo que constituía el huerto de Los Olivos —donde iba a tener lugar la famosa oración de Jesús— experimentaban una elevación más acusada. El misterioso ruido se había hecho más claro e intenso. Dejé atrás el olivar y a poco más de diez metros apareció ante mí una masa pétrea de unos cinco metros de altura, con una entrada más ancha que alta (tuve que inclinarme para penetrar en ella), que conducía al interior de una gruta natural. Frente a la cueva se derramaban otras formaciones de caliza blanca, muy erosionadas por la lluvia y el viento. La presencia de la mole rocosa y de las piedras —de escasamente 30 o 40 centímetros de altura— que ocupaban aquel extremo del huerto explicaban por qué Simón no había podido aprovechar el lindero norte en el cultivo del olivar. A la derecha de la cueva, y casi pegado a la roca, crecía un corpulento árbol. Al levantar la vista, el insólito castañeteo quedó explicado. Se trataba de un cañafístula. Aquel hermoso ejemplar —muy parecido al nogal estaba siendo mecido sin cesar por el viento y sus largos frutos, al chocar entre sí, emitían aquel penetrante castañeteo. Entre el árbol y el murete de piedra, adosado en aquel punto a la cara este de la cueva, descubrí una pequeña plantación de gálbano y tragacanto, ambos de reconocidas virtudes medicinales.

La gruta, prácticamente sumida en la oscuridad, tenía unos 19 metros de profundidad por otros 10 de anchura. Su techo, muy bajo en los primeros metros de la entrada, se hacía bastante más alto en el interior. Las paredes habían sido encaladas. En uno de sus laterales —el que quedaba orientado hacia el este— aparecían dos prolongaciones o grutas más pequeñas. En una de ellas había una prensa de madera, destinada, sin duda, a la trituración de la aceituna, a juzgar por el olor y los restos de aceite que, medio reseco, impregnaban aún el interior de la prensa. Una larga viga, que hacía las veces de brazo de la prensa, se incrustaba en una pequeña cavidad situada a poco más de un metro, en la pared meridional de la gruta.

Al fondo, en la cara norte, sobre una estera, descansaban varios sacos. Dos de ellos contenían trigo y los tres restantes, higos secos, legumbres de diferentes tipos, cebollas, puerros, ajos, etc. (Después supe que se trataba del suministro que Felipe había comprado en la mañana del día anterior y que constituía la dieta básica de los hombres que formaban el campamento).

Inspeccioné también la parte exterior de la gruta, comprobando cómo por su cara norte —en el extremo opuesto a la entrada— había sido practicado un canalillo que descendía hasta una especie de pila de depuración. Simón había excavado la cima de la enorme roca, aprovechando así las aguas de lluvia que descenderían por el citado canalillo hasta la pila. De allí, una vez filtrada, el agua era acumulada en una concavidad inferior, practicada también en la roca.

Una vez satisfecha mi curiosidad, retorné al campamento, siguiendo esta vez el muro occidental. Al llegar a la entrada del huerto, algunas de las mujeres del grupo de Jesús se afanaban ya en torno a un incipiente fuego. Mientras dos de ellas molían el grano, preparando la harina de trigo, otras acarreaban agua, llenando varios lebrillos. A la derecha de la cancela, y pegada al muro, se hallaba la gran cuba de piedra que yo había visto la noche anterior. Se trataba de una vieja almazara o molino de aceite de unos cuatro metros de diámetro, perfectamente circular y con un parapeto de 80 o 90 centímetros de altura. Estaba vacía. Un pesado tronco, totalmente ennegrecido e insertado por uno de sus extremos en un nicho abierto en el muro de piedra, descansaba en el centro geométrico de la cuba. Aquella viga había sido provista de grandes losas circulares y planas, sujetas al segundo extremo mediante gruesas sogas que las atravesaban por sendos orificios centrales. Por lo que pude deducir, cuando la almazara se llenaba de aceituna, este enorme peso en la punta del madero debía actuar como prensa, machacando el fruto. En el fondo de la cuba se amontonaban también grandes capazos de esparto, utilizados posiblemente para el transporte de la aceituna.

Me encontraba aún inspeccionando la cuba cuando, a eso de las siete, vi aparecer en el claro a Jesús de Nazaret. Era el primero en abandonar la tienda destinada a los hombres. Me quedé quieto. El gigante, que se había desembarazado del manto, estaba descalzo. Caminó unos pasos hacia la fogata y, tras saludar a las mujeres, aproximó las palmas de sus largas manos al fuego, procurando entrar en calor. Después, levantando el rostro hacia el azul del cielo, cerró sus ojos, llevando a cabo una profunda inspiración. Su piel bronceada se iluminó con la caricia de aquellos tibios rayos solares.

Una de las mujeres sacó al Maestro de aquellos placenteros momentos, indicándole que tenía listo el lebrillo de barro con el agua para su aseo. Jesús correspondió a la discípula con una sonrisa y, con toda naturalidad, tomó su túnica blanca por el amplio cuello, sacándola por la cabeza. Bajo aquella vestidura, el rabí cubría sus nalgas y bajo vientre con una especie de taparrabo, también de color blanco. La pieza consistía en una sencilla banda de tela posiblemente de algodón—, de unos 30 centímetros de anchura y cosida en uno de sus extremos a un cordón que se anudaba alrededor de la cintura. Esta parte (la que se hallaba cosida al delgado cinto) caía cubriendo las nalgas y pasaba después entre las piernas para terminar en otros dos cordones más cortos, cada uno situado en una esquina de la tela. Esta última franja del taparrabo era anudada al cordoncillo de la cintura, tapando así los genitales y parte del vientre de Jesús.

Una vez desnudo, el Galileo se arrodilló junto a la ancha vasija. Introdujo sus manos en el agua y comenzó a bañar su rostro, pecho, axilas y brazos. En cuestión de segundos, aquel cuerpo musculoso —sin un gramo de grasa— quedó cubierto por el agua. Acto seguido, el gigante echó mano de una pastilla cuadrangular de color hueso y comenzó a frotarse con energía. No tardó en aparecer una débil espuma blanca.

Cuando el Maestro consideró que había quedado suficientemente enjabonado, se inclinó de nuevo sobre el lebrillo, procediendo al aclarado. Minutos más tarde, el Galileo se incorporaba y la misma mujer que le había preparado el agua le entregaba un lienzo muy similar al que yo había visto en la casa de Lázaro y con el que Marta había enjugado mis manos y pies. Jesús tomó aquella especie de toalla y fue secando su cuerpo. Al concluir echó la cabeza hacia atrás, sacudiendo sus cabellos. Pero, antes de enfundarse nuevamente su túnica, el rabí extendió sus manos. Y la mujer vertió sobre sus palmas unas gotas de un líquido aceitoso[84]. Tal y como era costumbre en aquella época, el Nazareno extendió la esencia por sus axilas, cuello, torso y cabellos, cubriéndose seguidamente. Por último, arremangando el filo de la túnica, entró en el recipiente, lavando sus pies.

Mientras Jesús terminaba de calzarse las sandalias con cintas de cuero, Felipe, Andrés y otros discípulos comenzaron a salir de la tienda. En ese instante vi aparecer en el campamento al pequeño Juan Marcos, cargando una cesta. Sin mediar palabra se la entregó a una de las mujeres, sentándose después junto a la hoguera. Sus ojos no perdieron ya de vista a Jesús.

Algunos de los apóstoles imitaron al Maestro y, tras las abluciones, ocuparon también un lugar alrededor de las llamas, dispuestos a desayunar.

Las mujeres comenzaron a distribuir leche caliente. Una de ellas retiró el paño que cubría la cesta de Juan Marcos y, con vivas muestras de alegría, enseñó a los discípulos dos enormes hogazas de pan. Felipe se hizo cargo de ellas y, tras cortarlas en rebanadas, fue repartiéndolas. Yo aproveché aquellos momentos para aproximarme al lebrillo donde se había aseado el Señor y sus hombres y examiné la pastilla cuadrangular de jabón. Al olerlo percibí de inmediato un gratísimo perfume a romero. Una de las mujeres, al verme tan ensimismado con el jabón, se adelantó hasta donde yo estaba y, soltando una carcajada, me advirtió:

—Jasón, eso no se come…

La buena mujer no tuvo inconveniente en detallarme cómo confeccionaban aquel jabón. Cuando no tenían a mano sebo, utilizaban tuétano de vaca. Una vez fundido en agua caliente lo mezclaban con aceite, añadiéndole esencia de romero —como en este caso— o diferentes perfumes, tales como tomillo, azahar o zumo de limones. Después, todo era cuestión de vertir el líquido en unos rudimentarios moldes de madera o de hierro y esperar. Cuando el grupo tenía tiempo y dinero, las mujeres preferían perfumar el jabón con láudano. Algunos pastores se dedicaban a su venta. Al parecer les resultaba bastante fácil de obtener: bastaba con que tuvieran paciencia para peinar las barbas de las cabras que pastaban en los jarales. La resma en cuestión impregnaba los mechones de pelo de los animales y los pastores, como digo, sólo tenían que retirarla.

Atento a las explicaciones de la mujer no caí en la cuenta de que alguien se hallaba a mi espalda. Al volverme recibí una nueva sorpresa. Era Jesús. Traía un humeante cuenco de leche en su mano izquierda y una rebanada de pan en la derecha. Al ver mi cara de asombro, sonrió maliciosamente, haciéndome un nuevo guiño e invitándome a que aceptara la colación. Al tomar el pan y el recipiente, mis dedos rozaron su piel y noté alarmado cómo mi corazón multiplicaba su bombeo. ¡Qué difícil era conservar la objetividad ante aquel extraordinario ejemplar humano…!

No podía entenderlo muy bien. ¿Por qué los discípulos de Jesús de Nazaret se hallaban tan silenciosos? Aquel desayuno fue tenso. Nadie parecía dispuesto a abrir la boca. Ciertamente, los acontecimientos de los últimos días y, sobre todo, el fantasma del decreto del Sanedrín contra la persona del Maestro, planeaban sobre los corazones de aquellos hombres. Sin embargo, resultaba chocante que el Nazareno fuera el menos atormentado del grupo. Las espadas seguían al cinto de algunos de los doce y aquella noche, como en la anterior, se establecería el rutinario servicio de guardia a las puertas del campamento.

Judas Iscariote fue el último en salir de la tienda. Por sus ojos enrojecidos y su semblante demacrado tuve la impresión de que no había dormido gran cosa. Apuró su ración y, como sus compañeros, permaneció sentado, como distraído.

El Maestro, al fin, rompió el silencio, diciendo:

—Hoy quiero que descanséis. Tomaros tiempo para meditar sobre todo lo que ha ocurrido desde que vinimos a Jerusalén. Reflexionad sobre lo que está a punto de llegar…

La decisión de Jesús sorprendió un poco a los asistentes. Todos creían que el rabí entraría nuevamente en el templo y que se dirigiría a las masas. Sin embargo, el Galileo —puesto en pie, confirmó su decisión, haciendo saber al jefe del grupo que pensaba retirarse durante toda la jornada y que, bajo ningún pretexto, deberían traspasar las puertas de la ciudad santa. Andrés asintió con la cabeza y Jesús se retiró al interior de la tienda.

Aquello —lo confieso— me desconcertó tanto o más que a los discípulos aunque por razones bien distintas. ¿Qué pretendía el Nazareno? ¿A dónde pensaba dirigirse? Mi misión era seguir los pasos de Jesús de Nazaret, allí donde fuera o estuviera y siempre y cuando mi presencia no motivara una alteración de los hechos históricos. Por otro lado, Caballo de Troya me había asignado la difícil e inaplazable tarea de conectar con el procurador romano. Era vital que Poncio Pilato supiera de mí; que me conociera personalmente. Ello facilitaría mi ingreso en la Torre Antonia en la mañana del próximo viernes. Además, esa cita —en manos de José, el de Arimatea— estaba prevista inicialmente para esta misma mañana del miércoles. ¿Qué debía hacer?

Para colmo, un pensamiento comenzó a hostigarme: «¿Qué maquinaba el cerebro de Judas?».

Algo en lo más profundo de mi ser me decía que aquella jornada iba a ser decisiva en los planes y decisiones del traidor. Y yo debía estar al corriente. Judas, como ya he dicho en otras ocasiones, me atraía especialmente. En el fondo era el único que se rebelaba contra todo aquello.

Me hallaba sumido en estas graves dudas cuando Jesús se presentó a la puerta de la tienda. Había tomado su manto y anudado en torno a su cabeza un pañolón o «sudario». Aquello significaba que se proponía caminar y bastante.

En ese momento, David Zebedeo —uno de los discípulos más corpulentos y rápido de pensamiento y que jugaría un papel extraordinariamente práctico y eficaz durante las terribles jornadas del viernes, sábado y domingo—, salió al paso del gigante, exponiéndole lo siguiente:

—Bien sabes, Maestro, que los fariseos y dirigentes del templo buscan destruirte. A pesar de ello, te preparas para ir solo a las colinas. Esto es una locura. Por tanto, mandaré contigo tres hombres armados para que te protejan.

El Galileo miró primero a David Zebedeo y, a continuación, observó a los tres fornidos sirvientes del impulsivo discípulo, que esperaban a cierta distancia.

Y en un tono que no admitía réplica o discusión alguna contestó, de forma que todos pudiéramos oírle:

—Tienes razón, David. Pero te equivocas también en algo: el Hijo del Hombre no necesita que nadie le defienda. Ningún hombre me pondrá las manos encima hasta esa hora en la que deba dar mi vida, tal y como desea mi Padre. Estos hombres no van a acompañarme. Quiero ir y estar solo para que pueda comunicarme con mi Padre.

Al escuchar a Jesús, David Zebedeo y sus guardianes se retiraron y yo, sintiendo que algo se quebraba en mi interior, comprendí también que no podía seguir al protagonista de mi exploración. Por alguna razón que no había querido detallar, el Maestro tenía que permanecer solo. Pero, cuando ya daba por perdida aquella parte de la misión, ocurrió algo que me hizo recobrar las esperanzas y que, por suerte, me permitiría reconstruir parte de lo que hizo Jesús en aquel miércoles.

Cuando el rabí se dirigía ya hacia la entrada del huerto, dispuesto a perderse Dios sabe en qué dirección, el muchacho que había traído la cesta con las hogazas de pan surgió de entre los discípulos y corrió tras el Maestro. Al verle, el rabí se detuvo. Juan Marcos había llenado aquella misma cesta con agua y comida y le sugirió que, si pensaba pasar el día en el monte, se llevara al menos unas provisiones.

Jesús le sonrió y se agachó, en ademán de tomar la cesta. Pero el niño, adelantándose al Galileo, agarró el canasto con todas sus fuerzas, al tiempo que insinuaba con timidez:

—Pero, Señor, ¿y si te olvidas de la cesta cuando vayas a rezar…? Yo iré contigo y cargaré la comida. Así estarás más libre para tu devoción.

Antes de que Jesús pudiera replicar, el muchachito intentó tranquilizarle:

—Estaré callado… No haré preguntas… Me quedaré sentado junto a la cesta cuando te apartes para orar…

Los discípulos que presenciaban la escena quedaron atónitos ante la audacia de Juan.

Y el Maestro volvió a sonreír. Acarició la cabeza del niño y le dijo:

—Ya que lo ansías con todo tu corazón, no te será negado. Nos marcharemos solos y haremos un buen viaje. Puedes preguntarme cuanto salga de tu alma. Nos confortaremos y consolaremos juntos. Puedes llevar el cesto. Cuando te sientas fatigado, yo te ayudaré. Sígueme…

Y ambos desaparecieron ladera arriba.

Nadie hizo el menor comentario. Los rostros de los apóstoles reflejaban una total consternación. Era doloroso que un simple niño les hubiera ganado la partida. Supongo que todos los allí presentes —exceptuando al Iscariote— ardían en deseos de acompañar a su Maestro. Sin embargo, ninguno había sido capaz de abrir su corazón y hablarle a Jesús con la sinceridad de Juan Marcos. Y de la sorpresa fueron pasando a un mal disimulado disgusto. A los pocos minutos, varios de los íntimos se habían enzarzado ya en una agria disputa sobre la conveniencia de que el rabí se dedicara a caminar por los montes de Judea sin escolta y con un chico de «los recados» por toda compañía.

Aquella discusión empezaba a fascinarme. Todos aportaban argumentos más o menos válidos pero ninguno parecía dispuesto a reconocer públicamente la verdadera causa por la que se habían quedado solos.

La discusión iba caldeándose poco a poco cuando, de pronto, vi salir de la tienda a Judas. Sigilosamente se encaminó hacia la entrada del huerto, alejándose en dirección a la barranca del Cedrón. No lo dudé. Tras recordar a Andrés mi cita con José de Arimatea, anunciándole que regresaría en cuanto pudiera, crucé el recinto de piedra, procurando no perder de vista al Iscariote. Este había descendido por una de las estrechas pistas que conducía a un puentecillo sobre el cauce seco del Cedrón y que unía la explanada este del templo con el monte de los Olivos. Judas, con paso decidido, atravesó el lugar donde yo había asistido a la prueba de las «aguas amargas», deteniéndose bajo el transitado arco de la Puerta Oriental del templo. Confundido entre los numerosos peregrinos que iban y venían pude ver cómo el traidor besaba a otro hebreo. Y ambos entraron en el Atrio de los Gentiles.

Adoptando toda clase de precauciones me adentré también en el Templo. Llegué justo a tiempo de comprobar cómo Judas y su acompañante subían las escalinatas del santuario, desapareciendo por la puerta del Pórtico Corintio.

Maldije mi mala estrella. Aquél, justamente, era uno de los pocos lugares de Jerusalén donde no podía entrar un gentil. El santuario era sagrado. Allí no cabía estratagema alguna. Y mucho menos con mi aspecto de mercader extranjero…

¿Qué podía hacer para seguir los pasos de Judas?

Me dejé caer en las escalinatas donde habitualmente se sentaba el Maestro e intentaba buscar una fórmula para descubrir la razón que había llevado al apóstol al interior del santuario, cuando uno de los saduceos, amigo de José de Arimatea, y que había participado en el almuerzo ofrecido por aquél a Jesús en la mañana del martes, vino a simplificar mis problemas.

El hombre me reconoció, interesándose por mi salud y preguntándome a qué obedecía aquella mirada mía tan apesadumbrada. Después de medir las posibles consecuencias de la idea que acababa de nacer en mi cerebro, me decidí a hablarle. Tras rogarle que mantuviera cuanto iba a contarle en el más estricto secreto —a lo cual accedió el saduceo en un tono que parecía sincero—, le expliqué que tenía fundadas sospechas sobre la falta de lealtad de uno de los discípulos del rabí de Galilea. Añadí que acababa de ver entrar a Judas en el santuario y que temía por la seguridad de Jesús. El ex miembro del Sanedrín (aquel saduceo era uno de los 19 que habían presentado la dimisión ante Caifás) procuró tranquilizarme, asegurándome que aquello no era nuevo. «Somos muchos —repuso— los que sabemos que Judas, el Iscariote, no comparte la forma de ser y de actuar del Maestro».

A pesar de sus palabras, simulé que no quedaba satisfecho y le supliqué que entrara en el Templo y tratara de informarse sobre los planes de Judas. Pero, antes de contestar a mi petición, el sacerdote —que compartía en secreto la doctrina de Jesús— me interrogó a su vez, buscando una explicación a mi extraña conducta.

—Yo también creo en el Maestro —le mentí— y no deseo que sea destruido.

Mis palabras debieron sonar con tal firmeza que el saduceo sonrió y, dándome una palmadita en la espalda, accedió a mis deseos.

Antes de separarnos le anuncié que estaba citado aquella misma mañana con José y que, si le parecía oportuno, podríamos volver a vernos antes de la puesta del sol, en el hogar de su amigo, el de Arimatea.

—Sobre todo —insistí con vehemencia—, y por elementales razones de seguridad, esto debe quedar entre nosotros.

Mi nuevo amigo quedó conforme y yo, algo más descargado, reanudé mi camino hacia la ciudad baja. Pero, mientras me aproximaba a la casa de José, me asaltó una incómoda duda: ¿le había mentido en verdad al saduceo al afirmar que yo también creía en Jesús de Nazaret?

José, el de Arimatea, me recibió con cierta inquietud. Las incidencias en el campamento de Getsemaní y el seguimiento de Judas retrasaron un poco mi llegada a la casa del anciano. Sin pérdida de tiempo, el enjuto amigo de Jesús se envolvió en un lujoso manto de lana, teñido en rojo fuego, cargando un ánfora de mediano tamaño (aproximadamente 1/8 de «efa» o 5,6 litros). La cita con el procurador romano había sido concertada para la hora quinta (alrededor de las once de la mañana) y, al igual que a mí, a José no le gustaba esperar ni hacer esperar.

Al salir de la mansión rogué al venerable miembro del Sanedrín que me permitiera cargar aquella jarra. José consintió gustoso y, aunque sentía curiosidad por saber el contenido de la misma, el mutismo de mi acompañante me inclinó a no formular pregunta alguna sobre el particular.

El camino hasta la fortaleza Antonia, situada al noroeste de la ciudad, era relativamente largo. Aunque el cuartel general romano disponía de una entrada por el ángulo más occidental del Templo (como creo que ya cité en su momento, esta fortificación se hallaba adosada al inmenso rectángulo que constituía el Santuario y su atrio), José de Arimatea —supongo que por mera prudencia— evitó en todo momento el recinto del Templo.

Dejamos atrás el intrincado laberinto de las callejuelas de la ciudad baja, salvando después la breve depresión del valle del Tiropeón, separación natural de los dos grandes y bien diferenciados barrios de Jerusalén: el bajo y el alto. El gran teatro apareció a nuestra izquierda y, poco después, desembocamos en la calle principal de aquella zona alta de Jerusalén. Al igual que la que yo había visto en la ciudad baja, esta calzada —que discurría desde el palacio de Herodes, en el extremo más occidental de la urbe, hasta el muro oeste del templo, en las proximidades de la explanada de Sixto— aparecía adornada con gruesas columnas[85].

En sus pórticos se alineaban los bazares de los vendedores considerados impuros: desde fabricantes de todo tipo de objetos artísticos (alfareros, herreros, perfumistas, etc.), hasta sastres, comerciantes de lana, etc. El griterío, confusión y «sinfonía» de olores eran idénticos a los del barrio bajo o Akra.

José aceleró el paso al cruzar bajo la puerta del Pez, en la intersección de la segunda muralla septentrional con la depresión o valle del Tiropeón. Nunca supe si aquellas prisas del anciano se debían a la presencia junto a la citada puerta de un grupo de mercaderes tirios que vendían todo tipo de pescado o a la proximidad de la fortaleza Antonia.

El caso es que, al fin, ambos nos encontramos ante el muro de piedra de metro y medio de altura que cercaba íntegramente el impresionante «castillo», sede de Poncio Pilato mientras durasen las fiestas de la Pascua.

Aunque ya había tenido la oportunidad de contemplar a una cierta distancia a los legionarios que fueron enviados precisamente desde la Torre Antonia para poner orden en la explanada de los Gentiles, cuando Jesús de Nazaret provocó la estampida de los bueyes, la presencia de los centinelas romanos a las puertas de aquel muro me conmovió.

José se dirigió en arameo a uno de ellos. Pero el soldado no comprendía la lengua del israelita. Un tanto contrariado, el del Arimatea le habló entonces en griego. Sin embargo, el legionario siguió sin entender. En vista de lo penoso de la situación, el joven romano —supongo que no tendría más de 20 o 25 años— nos hizo una señal para que esperásemos y, dando media vuelta, se encaminó hacia el interior. El segundo centinela permaneció mudo e impasible, cerrando el paso con su largo pilum o lanza. Bajo su brillante y verdoso casco de hierro y bronce, los ojos del legionario no nos perdían de vista. El soldado vestía el habitual traje de campaña: una cota trenzada por mallas de hierro y enfundada como si fuera una túnica corta (hasta la mitad del muslo) y que protegía la totalidad del tronco, vientre y arranque de las extremidades inferiores. Esta coraza, de gran flexibilidad y solidez, se hallaba en contacto directo con un jubón de cuero de idénticas dimensiones y forma que la cota de mallas. Por último, el pesado atuendo descansaba a su vez sobre una túnica de color rojo, provista de mangas cortas y sobresaliendo unos diez o quince centímetros por debajo de la armadura, justamente por encima de las rodillas.

Unas sandalias, de gruesas suelas de cuero, protegían los pies con un engorroso sistema de tiras —también de cuero— perfectamente cosidas a todo el perímetro del calzado. (En una oportunidad posterior, al examinar una de aquellas concienzudas sandalias, conté hasta 50 tiras de piel de vaca curtida). El soldado cerraba estos cordones por la parte superior del pie y a la altura de los tobillos. Pero fue después, ya en el patio de la fortaleza, cuando tendría la ocasión, como digo, de descubrir una de las temidas características de esta prenda.

Completaba su atuendo un cinturón de cuero, de unos cinco centímetros de anchura, revestido de un sinfín de cabezas de clavo. Desde el centro caían ocho franjas, igualmente de cuero, cubiertas por pequeños círculos metálicos. Este adorno tenía, sobre todo, la misión de proteger el bajo vientre del legionario. En su costado derecho colgaba la famosa espada, tipo «Hispanicus», de 50 centímetros, perfectamente envainada en una funda de madera con refuerzos de bronce. En el costado opuesto, la «semispatha» o puñal, de una longitud aproximada a la mitad del «gladius Hispanicus».

Apoyados sobre una de las esquinas de la puerta del muro observé los escudos de ambos centinelas. Eran rectangulares y de unos 80 centímetros de altura. Presentaban una ligera convexidad y en el centro, un «umbón» o protuberancia circular de metal, decorado con una águila amarilla que resaltaba sobre el fondo rojo del resto del escudo. Aparecían orlados con un borde metálico y primorosamente pintados en su zona central por cuatro cuadrados concéntricos (de menor a mayor: negro, amarillo, negro y amarillo). Los ángulos del más grande habían sido sustituidos por sendas esvásticas o cruces gamadas, también en negro. Las empuñaduras las formaban dos correas: una para el brazo y la otra para la mano.

Pero, lo que sin duda me fascinó de aquel equipo de combate fue la lanza. Aquel pilum debía medir algo más de dos metros, de los cuales, al menos la mitad correspondía al hierro y el resto al fuste. Este, de una madera muy liviana, no tenía un diámetro superior a los 30 milímetros. El asta había sido empotrada en el hierro. En la zona media del arma observé un refuerzo cilíndrico, muy breve, que servía de empuñadura y, posiblemente, para regular el centro de gravedad de la jabalina. Conforme fui conociendo la vida y organización de aquel ejército comprendí cómo y por qué había llegado tan lejos en sus conquistas…

El legionario captó mi mirada —absorta en el acero reluciente de la punta de flecha en que terminaba su lanza— y, con una sonrisa maliciosa, inclinó el pilum hasta que el afilado extremo quedó a un palmo de mi pecho. José se asustó. Por un instante traté de imaginar qué habría sucedido si el soldado hubiera intentado clavarme el arma. Probablemente, el susto del centinela, al ver que su pilum se quebraba o que no penetraba en mi torso, hubiera sido mayor que el mío. La «piel de serpiente» que cubría mi cuerpo estaba perfectamente diseñada para resistir un embate de ese tipo.

Lejos de echarme atrás o de mostrar inquietud, correspondí a la sonrisa del legionario con otra más intensa, dándole a entender que sabía que se trataba de una broma.

Aquel gesto, que el soldado interpretó como un rasgo de valor, y que me valió su respeto, iba a resultarme —sin yo proponérmelo— de suma utilidad durante el prendimiento del Galileo en la noche del día siguiente.

En ese momento, el centinela que había acudido al interior de la fortaleza, reclamó nuestra presencia desde el portalón de la torre. José y yo salvamos los diez o quince metros de terreno baldío que separaba el muro o parapeto exterior de piedra de un profundo foso, de 50 codos (22,50 metros), excavado por Herodes cuando mandó reedificar una antigua fortaleza de los macabeos y a la que dio el mencionado título de Antonia, en honor de Marco Antonio. Este foso, seco en aquella época, rodeaba la residencia del procurador romano en todo su perímetro, excepción hecha de la cara sur que, como ya expliqué, se hallaba adosada al muro norte del Templo. Sus cimientos eran una gigantesca peña, alisada íntegramente en su cima y costados. Herodes, en previsión de posibles ataques, había cubierto estos últimos con enormes planchas de hierro, de forma que el acceso por los mismos resultase impracticable. Y sobre esta sólida base se levantaba un magnifico baluarte, construido con grandes piedras rectangulares. Allí tendrían lugar los sucesivos interrogatorios de Pilato a Jesús, así como el salvaje castigo de la flagelación.

Al cruzar el puente levadizo —de unos cinco metros de longitud y construido a base de gruesos troncos sobre los que se había fijado una espesa cubierta de metal— no pude resistir la tentación de levantar la mirada. La pétrea fachada gris-azulada, de cuarenta codos de altura, se hallaba dividida en dos secciones simétricas y perfectamente almenadas. Cada uno de estos bloques, de unos cincuenta metros de longitud, presentaba tres hileras de ventanas (las correspondientes a la primera planta en forma de troneras). Y en el centro, entre las dos alas que formaban la fachada, una especie de terraza o mirador, de unos veinte metros, con los prismas de la almena algo más pequeños que los de las zonas superiores. Los cuatro ángulos del «castillo» habían sido reforzados por otras tantas torres, igualmente fortificadas. Yo conocía por Flavio Josefo las dimensiones de las mismas[86], pero, al contemplarlas a tan corta distancia, se me antojaron mucho más airosas.

En la boca del túnel que constituía la entrada principal a la fortaleza nos aguardaban el centinela que habíamos encontrado junto al muro exterior y un oficial.

Al descubrir en su mano derecha un bastón de madera de vid comprendí que me hallaba ante un centurión. Su estatura era algo superior a la media normal de los legionarios, pero quizá se debía al penacho de plumas rojas que adornaba su casco.

Tras saludarle, José se identificó ante el jefe de centuria, manifestándole que era amigo del procurador y que había sido concertada una audiencia para aquella mañana. El centurión también en griego— correspondió al saludo y me rogó que me identificara. Después, dirigiéndose a uno de los soldados que montaba guardia a la puerta de una estancia situada a la derecha del túnel, le pidió algo. El legionario se apresuró a entrar en lo que debía ser el «cuarto de guardia» y regresó al momento con una tablilla encerada. En aquella especie de «pizarra» habían sido escritos algunos nombres. Del ángulo superior izquierdo del marco de la tablilla colgaba una corta y manoseada cuerda a la que había sido atado un clavo de bronce de unos ocho centímetros de longitud y que, a juzgar por los trazos de la superficie encerada, hacía las veces de buril o «stylo».

El centurión leyó el contenido y devolvió la tablilla al legionario, que desapareció nuevamente en el interior de la sala. Para entonces, varios de los soldados que formaban la «excubiae» o guardia de día en aquel sector de la fortaleza —y que descansaban en uno de los bancos de madera del interior del cuarto— se habían asomado a la puerta, observándonos con curiosidad.

—¿Qué contiene esa jarra? —preguntó de improviso el centurión.

Gracias al cielo, José se adelantó:

—Es vino de las bodegas subterráneas de Gabaón… Sé que al procurador le gusta…

—Tendrán que abrirla —repuso el oficial, al tiempo que hacía una señal a uno de los soldados que contemplaba la escena.

Crucé una rápida mirada con José y éste, sin inmutarse, tomó el ánfora, retirando la tapa de barro que la cerraba. El legionario se hizo cargo del recipiente, llenando un cacillo de latón. Después de oler el contenido se llevó el rosado líquido a los labios, bebiendo.

El centurión dio por buena la comprobación y nos rogó que entregáramos las armas. El de Arimatea le explicó que éramos hombres de paz y que no portábamos espada. Pero el oficial, sin prestar demasiada atención a las palabras del anciano, ordenó a dos de los centinelas que registraran nuestro atuendo. Después de palpar costados, cintura, pecho y brazos, los legionarios movieron negativamente sus cabezas. En ese instante, el concienzudo oficial se fijó en mi vara.

—Deberás dejarla al cuidado de la guardia —me dijo.

Y antes de que pudiera reaccionar, otro de los romanos me arrebató la «vara de Moisés». El corazón me dio un vuelco. Aquello no estaba previsto. Y aunque el cilindro de madera había sido acondicionado para soportar los más violentos vaivenes y encontronazos, el solo pensamiento de que pudiera ser dañado o extraviado me sumió en una profunda inquietud. Aquello, además, significaba no poder filmar la entrevista con Poncio Pilato.

Por otra parte, saltaba a la vista que el centurión no estaba dispuesto a dejarme pasar con el cayado. Si verdaderamente quería llevar adelante el proyecto de Caballo de Troya tenía que resignarme y confiar en la fortuna. Guardé silencio, tratando de no conceder demasiada importancia a mi vara. Lo contrario hubiera despertado recelos y suspicacias nada deseables en aquella irrepetible oportunidad.

El centurión hizo entonces una señal con su mano, indicándonos que le siguiéramos.

Salimos del túnel abovedado y nos encontramos en un espacioso patio cuadrangular —a cielo abierto— de unos cincuenta metros de lado y pavimentado con losas de caliza dura de un metro cuadrado cada una. Un sinfín de puertas, coronadas por dinteles de madera —formando arcos de medio punto— se alineaban en los laterales, bajo otros tantos pórticos sustentados por columnatas. Aquella fortaleza, como pude verificar conforme fui adentrándome en ella, había sido edificada con todo esmero.

Por aquel gran patio, al que desembocaban los dormitorios, las caballerizas y algunos almacenes, iban y venían numerosos legionarios. Muchos de ellos —libres de servicio— vestían tan sólo la corta túnica granate de lana, ceñida por un cinturón muy liviano.

El centurión que nos guiaba cruzó por el centro del patio, rodeando una fuente circular sobre cuyo centro se erigía una hermosa representación, también en piedra y a tamaño natural, de la diosa Roma. La estatua vestía una túnica con múltiples pliegues, dejando al descubierto el pecho derecho de la diosa. En la diestra sujetaba una lanza y sobre la mano izquierda sostenía una esfera de la qué brotaba un chorro de agua. Esta iba almacenándose en el estanque circular que constituía la parte baja de la fuente. Varios soldados de la caballería romana se hallaban lavando y cepillando media docena de caballos. A diferencia de los infantes, los jinetes vestían una chaquetilla morada de manga larga y un pantalón rojo, muy ajustado, que se prolongaba hasta la espinilla.

Al contrario de lo que ocurre, por ejemplo, con nuestros ejércitos occidentales, ninguno de aquellos soldados se cuadró o saludó al paso del centurión. Este, siempre, con su «uitis» o vara de sarmiento en su mano derecha y recogiéndose la holgada toga o capa de color púrpura sobre el brazo izquierdo, proseguía su camino hacia el fondo del patio.

A derecha e izquierda, y especialmente bajo los pórticos, otros legionarios atendían a la limpieza de sus armas o sandalias. En una de las esquinas, un concurrido grupo de soldados formaba corro en torno a algo que ocurría sobre el pavimento. A pesar de mi curiosidad no pude aproximarme. El oficial, que no volvió la cabeza ni una sola vez, seguía a buen paso hacia las escalinatas que se divisaban ya en la zona este del patio.

Antes de abandonar aquel recinto me llamó la atención otra escena. A nuestra derecha, e inmóvil sobre el enlosado, uno de los legionarios cargaba sobre su nuca y hombros un pesado saco. La carga obligaba al infante a mantener el tronco y la cabeza ligeramente inclinados hacia el suelo. Junto a él, otro legionario —con su vestimenta y armas reglamentarias— no perdía de vista al compañero. A mi regreso de la entrevista con el procurador romano iba a tener cumplida explicación de todo aquello…

Nada más pisar la pulida escalinata de mármol blanco, que arrancaba del filo mismo del patio, intuí que nos adentrábamos en la parte noble del edificio. Aquellas escaleras —de escasa pendiente— nos situaron en una especie de vestíbulo rectangular, todo él revestido de finísimos mármoles que —a juzgar por los sutiles veteados grises y azulados— debían haber sido importados por Herodes el Grande desde Chipre y Carrara.

Frente a la escalinata que conducía a aquella primera planta de la torre Antonia se abría una puerta doble de casi cinco metros de anchura, primorosamente labrada con palmeras, flores y querubines de entalladura. Allí se veía, una vez más, la mano de los artesanos y constructores fenicios que, posiblemente, se encargaron de la construcción de la fortaleza.

A ambos lados de la puerta montaban guardia sendos infantes, cruzando sus pilum en forma de aspa. El centurión se dirigió a uno de ellos, advirtiéndole —supongo— que estábamos en la lista de las audiencias de Poncio Pilato. Segundos después daba media vuelta, y tras levantar su brazo en señal de saludo, desapareció escalinatas abajo.

Evidentemente teníamos que esperar.

José se dirigió entonces a uno de los laterales del hall, sentándose en una de las sillas en forma de X, sin respaldo y con asiento de cuero, situada sobre una esponjosa alfombra babilónica. A su espalda, por dos espigadas y desnudas ventanas, entraba la claridad y la fría brisa del norte.

Procuré imitar a mi acompañante, mientras intentaba fijar en mi memoria los detalles más sobresalientes de aquella estancia. A ambos lados de la puerta se alineaban cuatro grandes esculturas (dos en cada uno de los paños). Las más próximas a los centinelas eran sendos bustos, en mármol igualmente blanco. Las otras sí pude reconocerlas: se trataba de una réplica de las amazonas que se guardan actualmente en el Museo Capitolino de Roma.

Los bustos, en cambio, me resultaron irreconocibles. Y sin poder contener mi curiosidad, pregunté a José por el significado de aquellas cabezas, sostenidas sobre magníficos pedestales cilíndricos.

El de Arimatea hizo un gesto de disgusto. Y casi a regañadientes me explicó que eran los bustos del César. Uno, situado a la izquierda de la puerta, representaba a Tiberio adolescente. El otro, al Emperador en la actualidad.

—… Esas estatuas —continuó José— fueron motivo, hace ya algunos años, de grandes lamentos y dolor para mi pueblo.

Nada más llegar a Judea, Poncio Pilato —según el testimonio del anciano— situó dichas imágenes en Jerusalén, aprovechando la oscuridad de la noche. El pueblo judío no aceptaba la presencia de imágenes —ni siquiera las del Emperador romano— y aquello provocó una revuelta. Miles de hebreos acudieron a Cesarea, la capital de los invasores, suplicándole al procurador que retirara las estatuas y que respetase así la tradición y las creencias de la nación judía. Pero Pilato no prestó atención, negándose a quitar las imágenes de Tiberio. Durante cinco días y cinco noches, los judíos permanecieron en torno a la casa del procurador. En vista de la situación, Poncio convocó a la multitud y, cuando todos creían que el gobernador romano se disponía a ceder, las tropas rodearon a los hebreos. El procurador les advirtió entonces que, si no recibían las imágenes, aquellos tres escuadrones les despedazarían. Y a una orden de Pilato, los legionarios desenvainaron sus espadas. La muchedumbre, desconcertada, se echó rostro en tierra, gimiendo y gritando que preferían morir a ver profanada su ciudad santa. Pilato, conmovido y maravillado por esa actitud, terminó por consentir, ordenando que los bustos del César fueran retirados de Jerusalén y trasladados al interior del cuartel general romano: la torre Antonia.

Sin poder evitarlo, me levanté del asiento y, pausadamente, me acerqué al primer busto. Pero aquel rostro aniñado, con un flequillo perfectamente recortado sobre la frente, no me dijo nada. Y me dirigí entonces a la segunda efigie. Al pasar frente a los legionarios, ambos me siguieron con la mirada.

Aquel segundo busto representaba a un Tiberio adulto, de unos cincuenta años (el Emperador fue designado César en el año 14 de nuestra Era, cuando contaba 55 años de edad), pero sumamente favorecido. En mi adiestramiento previo a esta misión, y de cara, sobre todo, a la entrevista que estaba a punto de celebrar con Poncio Pilato, yo había recibido una exhaustiva información sobre la figura y la personalidad de Tiberio[87]. Allí —siguiendo lógicamente las pautas de los artistas de la época, que ocultaban los defectos de las personas a quienes inmortalizaban en piedra o bronce— no aparecían las múltiples úlceras que cubrían su rostro, ni su calvicie, ni tampoco la ligera desviación hacia la derecha de su nariz o el defecto de su oreja izquierda, más despegada que la del otro lado. (Estos dos últimos defectos aparecen con claridad en el llamado busto de Mahón, realizado cuando Tiberio no era aún Emperador).

Sí se observaba, en cambio, una boca caída, consecuencia de la pérdida de los dientes.

Excepción hecha de estas «concesiones», el artista sí había plasmado con exactitud la cabeza de aquel polémico e introvertido César: un rostro triangular, de frente ancha y barbilla puntiaguda y breve. En su conjunto, aquel busto emanaba el aire filántropo, resentido y huidizo que caracterizó a Tiberio y que iba a jugar un papel decisivo en la voluntad de su procurador en la Judea a la hora de salvar o condenar a Jesús de Nazaret. (Pero dejemos que sean los propios acontecimientos los que hablen por sí mismos).

De pronto se abrió la gran puerta. José, como yo, acudió presuroso hasta el umbral. Como si hubiera actuado sobre ellos un resorte mecánico, los soldados retiraron sus lanzas, dejando paso a un individuo que vestía la toga romana de los plebeyos. Apenas si tuve tiempo de fijarme en él. Al otro lado, un centurión sostenía la hoja de la puerta. En su mano izquierda sostenía una tablilla encerada, idéntica a la que había visto en el puesto de guardia. Pronunció nuestros nombres y, con una sonrisa, nos invitó a entrar.

Aquel salón, más amplio que el vestíbulo, me dejó perplejo. Era ovalado y con las paredes totalmente forradas de cedro. El piso, de madera de ciprés, crujió bajo nuestros pies mientras nos aproximábamos —siempre en compañía del oficial— al extremo de la sala donde aguardaba un hombre de baja estatura: Poncio Pilato.

Al vernos, el procurador se levantó de su asiento, saludándonos con el brazo en alto, tal y como siglos más tarde lo harían los alemanes de Hitler. Al llegar junto a la mesa, José hizo una ligera inclinación de cabeza, procediendo después a presentarme. Instintivamente repetí aquella ligera reverencia, sintiendo cómo el gobernador de la Judea me perforaba con sus ojos azules y «saltones»[88]. Poncio volvió a sentarse y nos invitó a que hiciéramos lo mismo. El centurión, en cambio, permaneció en pie y a un lado de aquella sencilla pero costosa mesa de tablero de cedro y pies de marfil. No llevaba casco, pero sí portaba sus armas reglamentarias: espada en su costado izquierdo (al revés que la tropa), un puñal y, por supuesto, la cota de mallas. Su atuendo era muy similar al de los legionarios, a excepción de su capa y del casco.

Mientras el anciano de Arimatea le hablaba en griego, ofreciéndole el ánfora de vino, Pilato —que no me quitaba ojo de encima— tuvo que notar que la curiosidad era mutua. Sinceramente, la imagen que yo había podido concebir de aquel hombre distaba mucho de la realidad. Su escasa talla —quizá 1,50 metros— me desconcertó. Era grueso, con un vientre prominente, que el procurador intentaba disimular bajo los pliegues de una toga de seda de un difuminado color violáceo y que caía desde su hombro izquierdo, envolviendo y fajando el abdomen y parte del tórax. Bajo este manto, Poncio lucía una túnica blanca hasta los tobillos, igualmente de seda y con delicados brocados de oro a todo lo largo de un cuello corto y grueso.

Desde el primer momento me sorprendió su cabello. No podría asegurarlo pero casi estoy seguro que había recurrido a un postizo para ocultar su calvicie. La disposición del pelo cayendo exagerada y estudiadamente sobre la frente— y el claro contraste con los largos cabellos que colgaban sobre la nuca en forma de «crines», delataban la existencia de una peluca rubia. Poco a poco, conforme fui conociendo al procurador, observé un afán casi enfermizo por imitar en todo a su Emperador. Y el postizo parecía ser otra prueba. La calvicie según todos los historiadores— era una de las características de los «claudios». Tiberio había perdido el cabello desde su lejana juventud, utilizando al parecer pelucas rubias, confeccionadas —según Ovidio— con las matas de pelo de las esclavas y prisioneras de los pueblos bárbaros. Otros emperadores, como Julio César y Calígula, presentaban esta enfermedad. Séneca describe magistralmente el grave complejo de Calígula como consecuencia de su calvicie: «Mirarle a la cabeza —dice el español— era un crimen…».

Por supuesto, y curándome en salud, procuré mirar lo menos posible hacia el postizo de Pilato… Una caries galopante había diezmado su dentadura, salpicándola de puntos negros que hacían aún más desagradable aquel rostro blanco, hinchado y redondo como un escudo. Poncio, consciente de este problema, había tratado de remediar su malparada dentadura, haciéndose colocar dos dientes de oro en la mandíbula superior y otro en la inferior. Aquellas prótesis, además, denunciaban su privilegiada situación económica. Pilato lo sabía y observé que aunque no hubiera motivo para ello— le encantaba sonreír y enseñar «sus poderes»[89].

A pesar de su apuradísimo rasurado y del perfume que utilizaba, su aspecto, en general, resultaba poco agradable. También —creo yo— la descripción física de Poncio Pilato encajaba con la clasificación tipológica que había hecho Ernest Kretschmer. Al menos, desde un punto de vista externo, coincidía con el llamado tipo «pícnico». Pero lo que realmente me interesaba era su forma de ser. Era vital poder bucear en su espíritu, a fin de entender mejor sus motivaciones y sacar algún tipo de conclusión sobre su comportamiento en aquella mañana del viernes, 7 de abril.

El procurador agradeció el obsequio de José y, cayendo sobre mí, me preguntó entre risitas:

—¿Y cómo sigue el «viejecito?».

Yo sabía que el carácter áspero y la extrema seriedad de Tiberio —ya desde su juventud— le habían valido este apelativo. Y traté de responder sin perder la calma:

—En mi viaje hacia esta provincia oriental he tenido el honor de verle en su retiro de la isla de Capri. Su salud sigue deteriorándose tan rápidamente como su humor…

—¡Ah! —exclamó el procurador, simulando no conocer la noticia—. Pero, ¿es que ha vuelto a Capri?

Aquello terminó de alertarme. Pilato, con aquellas y las siguientes preguntas, trataba de averiguar si yo formaba parte del grupo de astrólogos que rodeaba a Tiberio y que Juvenal (años más tarde) calificaría irónicamente como «rebaño caldeo». La suerte estaba echada. Así que procuré seguirle la corriente…

Como medida precautoria, Caballo de Troya había establecido que, mientras durase mi reunión con Pilato, la conexión auditiva con el módulo fuera prácticamente permanente. La información auxiliar de Santa Claus, nuestro ordenador, podía resultar de gran utilidad. De ahí que, durante toda la entrevista, yo permaneciese con la mano derecha pegada a mi oreja, simulando dificultad para oír a mi interlocutor. En realidad, como ya expliqué, esta argucia permitía que las voces de los allí reunidos pudieran llegar con nitidez hasta Eliseo…

—Comprendo que las noticias te lleguen con demora —fingí—, y que aún no estés informado del retiro voluntario del Emperador en Capri. Allí permanece en la actualidad en compañía de su amigo y maestro de astrólogos, el gran Trasilo.

Poncio no se daba por vencido. Aquella delicada situación parecía divertirle.

—Entonces —repuso el procurador sin abandonar aquella falsa sonrisa— habrá llevado consigo a su médico personal, Musa…

La nueva trampa de Pilato tampoco dio fruto. Yo sabía que Antonio Musa había sido el galeno de su antecesor, Augusto. Pero, ¿cómo podía rectificar al supremo jefe de las fuerzas romanas en la Judea sin herir su retorcido ánimo?

—No, procurador. Sé que Tiberio admiró los cuidados de Musa para con su padrastro, pero el Emperador ha preferido llevarse al no menos prudente y eminente Charicles. Según mis noticias, Tiberio le llama de vez en cuando a cualquiera de las doce villas de Capri donde habita. Pilato empezó a juguetear con el pequeño falo de marfil que colgaba de su cuello. Aquel adorno —tan corriente en la Roma imperial— vino a demostrarme algo que ya sospechaba: aquel romano era profundamente supersticioso. La presencia de falos en todo tipo de adornos, collares, anillos, muebles, pinturas, etc., estaba motivada por el afán de los ciudadanos romanos de atraer a la fortuna y evitar la desgracia[90].

—Sí —murmuró con un cierto desprecio en sus palabra—, Tiberio siempre ha sido un hombre enfermizo… Y todos padecemos a veces su irritabilidad. Supongo, Jasón, que su debilidad será cada vez mayor…

En aquellos comentarios había parte de verdad. Pero, entre esas verdades a medias, también se ocultaban nuevos ataques a mi profesionalidad como supuesto astrólogo y, en definitiva, a mi conocimiento del César.

—Puedo asegurarte —repuse— que Tiberio conserva toda su fuerza. Es capaz, como tú muy bien sabes, de perforar una manzana verde con el dedo. Su senectud (Tiberio contaba en el año 30 unos 73 años) no ha disminuido su fuerza, aunque sí su vista… Y en algo sí estoy de acuerdo con tu sabia opinión. El Emperador es un hombre atormentado por su destino. No supo elevarse por encima de las adversas circunstancias del divorcio que le impuso Augusto. Jamás olvidará a su gran amor: Vipsania. Esto, el carácter posesivo y la ambición de su madre, Livia, y esas repulsivas úlceras que afean su rostro han terminado por transformarle en un hombre tímido, resentido y huidizo.

(En ese instante intervino Eliseo, comunicándome que, según Plinio el Viejo, en su Historia Natural específica que Tiberio era uno de los hombres con mejor vista del mundo. Era capaz de ver en las tinieblas —como las lechuzas—, aunque durante el día sufría de miopía. Esta fue según Dión (Historia de Roma) —una de las razones que alegó para no aceptar el imperio).

—… Tímido, resentido, huidizo y cruel —remató Pilato con gesto grave, al tiempo que cruzaba una mirada con su centurión.

En mi opinión, el procurador se daba por satisfecho con mi «representación». Desde ese momento, sus preguntas y comentarios no fueron ya tan venenosos. Sin embargo, aquellas afirmaciones habían empezado a arrojar luz sobre el comportamiento de Poncio respecto al Emperador y, especialmente, a su criterio personal en relación con Tiberio y sus acciones. Por un lado, como tuve oportunidad de verificar, Poncio Pilato gustaba de imitar a su César. Por otro, le odiaba y temía con la misma intensidad. Aquellos últimos años de Tiberio, desde poco antes de su retiro a Capri, fueron de auténtico terror. Suetonio lo describe, asegurando que «el furor de las denuncias que se desencadenó bajo Tiberio, más que todas las guerras civiles, agotó al país en plena paz».

Se espiaban todos y todo podía ser motivo de secreta delación al César. El carácter desconfiado de Tiberio alimentó —y no poco— esta oleada de denuncias. Y cuando algún hombre valeroso —como fue Calpurnio Pisón— levantaba su voz, protestando por esta situación, el César se encargaba de aniquilarlo. Tiberio veía traidores y traiciones hasta en sus más íntimos amigos y colaboradores. El terror tiberiano llegó a tales extremos que, según cuenta Suetonio, «se espiaba hasta una palabra escapada en un momento de embriaguez y hasta la broma más inocente podía constituir un pretexto para denunciar».

Esta gravísima situación —de enorme trascendencia, en mi opinión, a la hora de juzgar el comportamiento de Pilato con Jesús de Nazaret— queda perfectamente dibujada con el suceso protagonizado por Paulo, un pretor que asistía a una comida. Séneca lo cuenta en su obra La Beneficencia: El tal Paulo llevaba una sortija con un camafeo en el que estaba grabado el retrato de Tiberio César. Pues bien, el bueno de Paulo, apremiado por una necesidad fisiológica, cometió la imprudencia de coger un orinal con dicha mano. El hecho fue observado por un tal Maro, uno de los más conocidos delatores del momento. Pero un esclavo de Paulo advirtió que el delator espiaba a su amo y, rápidamente, aprovechándose de la embriaguez de éste, le quitó el anillo del dedo en el momento mismo en que Maro tomaba a los comensales como testigos de la injuria que iba a hacerse al emperador, acercando su efigie al orinal. En ese instante, el esclavo abrió su mano y enseñó el anillo. Aquello salvó al descuidado Paulo de una muerte segura y de la pérdida total de sus bienes que —según la «ley» de Tiberio— iban a parar siempre a manos del delator. Esto y los viejos odios eran las causas más comunes en todas las delaciones.

Poncio Pilato, naturalmente, conocía estos hechos y temía —como cualquier otro ciudadano de Roma— ser el blanco de los muchos delatores profesionales o aficionados que pululaban entonces. En el escaso tiempo que permanecí cerca de él intuí que Pilato no era exactamente un cobarde. El hecho de representar al César en una provincia tan difícil y levantisca como Israel le presuponía ya, al menos teóricamente, como un hombre de cierto temple[91]. Y, aunque fue un error político, bien que lo demostró negándose a retirar las imágenes del César situadas en Jerusalén, u apropiándose del tesoro del templo para la construcción de un acueducto. Creo, en honor a la verdad, que aquel procurador podía sentir —y así ocurriría el viernes— miedo de la situación que padecía en aquellos años el imperio, no de la verdad, cuando ésta surge limpia y directamente entre dos hombres. Pilato se presentaba ante mí como un hombre inestable emocionalmente, pero no como un cobarde, tal y como se ha pretendido siempre. (Este, como veremos, más adelante, debería ser otro concepto a revisar, en especial por la Iglesia Católica).[92]

—Tímido, resentido, huidizo y cruel —repitió el procurador, sumido en pensamientos inescrutables.

El silencio cayó como un fardo sobre la estancia. José, que parecía no dar crédito a cuanto llevaba escuchado, se removió nervioso en su silla de cuero.

Aquel mismo y violento silencio debió sacar a Pilato de las profundidades de su mente y, adoptando un tono más conciliador, preguntó de nuevo:

—Pero, cuéntame, Jasón: ¿a qué se dedica ahora el emperador…? ¿Qué hace…?

Como ya te he comentado, entiendo que Tiberio ha escapado de Roma…, huyendo de sí mismo.

Intencionadamente hice una pausa. Los ojos de Poncio chispearon. Y asintió con la cabeza…

—… Su mortal enemigo —proseguí— es su resentimiento o su falta de generosidad. Y los astros —deslicé con toda intención—, anuncian hechos que conmoverán al Imperio. Ahora se dedica a pasear en solitario, como siempre, por los abruptos acantilados de Capri. No habla con nadie, a excepción de sus astrólogos y puedo asegurarte que su desconfianza e inestabilidad senil son tales que, incluso, está asesinando a mis compañeros.

—¿Está matando a sus astrólogos? —me interrumpió el gobernador con un rictus de incredulidad. Aquella noticia, al parecer, no había llegado aún a la remota Palestina. Y procuré aprovecharlo.

—Así es, procurador. Su demencia está comprometiendo a cuantos le conocen. Cada tarde, Tiberio recibe a un astrólogo. Lo hace en la más alta de las doce villas que mandó construir en la isla y que, como sabes, están dedicadas a otros doce dioses. Pues bien, si el emperador cree que el astrólogo de turno no le ha dicho la verdad en sus presagios, ordena al robusto esclavo que le acompaña que, a su regreso del palacio, arroje al caldeo por los acantilados…

Pilato sonrió maliciosamente y, señalándome con su dedo índice, preguntó sin rodeos:

—¿Y tú…? ¿Cómo es que sigues con vida?

—Procuré seguir los consejos de mi maestro, Trasilo, y los que me dictó mi propio corazón. Es decir, le dije la verdad al Emperador…

(Eliseo me transmitió entonces el texto de una leyenda que circuló en aquella época y que de ser cierta— pone de manifiesto la ya citada dureza de carácter de Tiberio. «Cuando Trasilo fue llamado por el César para que le anunciara su porvenir, aquél, palideciendo, le advirtió valerosamente que le amenazaba un gran peligro. Tiberio, confortado con su lealtad, le besó, tomándole como el primero de sus astrólogos»).

Pilato no pudo contener su curiosidad y estalló:

—¿Y cuáles son esos hechos que —según tú— conmoverán a todo el Imperio?

—Hemos leído en los astros y éstos auguran un gravísimo suceso, que afectará, sobre todo, al Emperador…

Yo gozaba en aquellos momentos de la enorme ventaja de conocer la Historia. Estábamos en el año 30 y procuré centrar mis «predicciones» en el futuro inmediato.

—¡Sigue!, ¡sigue…! —me apremió Poncio, empujándome simbólicamente con sus manos cortas y regordetas, entre cuyos dedos sonrosados destacaba el sello de ónice de su procuraduría.

—Sejano…

Al oír aquel nombre, pronunciado por mí con una bien estudiada teatralidad, el procurador palideció. En aquel tiempo —y especialmente desde que el César se había retirado a Capri (año 26 d. J.C.)—, Aelio Sejano, comandante en jefe de las fuerzas pretorianas de Roma y hombre de confianza de Tiberio, era el auténtico «emperador». La mal disimulada ambición de este general y su influencia sobre Tiberio le habían convertido en un segundo horror para los ciudadanos del Imperio. Su poder era tal que su imagen llegó a figurar, junto a la del César, en los puestos de honor de la ciudad, en las insignias de las legiones y hasta en las monedas[93]. Sus verdaderas intenciones —llegar a sustituir a Tiberio en el Imperio— le condujeron a todo tipo de desmanes, intrigas y asesinatos. Intentó, incluso, casarse con una de las nietas de Tiberio (posiblemente con Julia Livila, hija de Germánico), pero el César le dio largas, truncando así las esperanzas de Sejano de borrar el origen oscuro y humilde de su cuna. Hombre frío y calculador, el lugarteniente de Tiberio fue eliminando a los posibles sucesores del Emperador, iniciando una brutal ofensiva contra Agripina (nieta de Augusto) y sus hijos (Nerón I, Druso III, Caio —más conocido por Calígula—, Agripina II, Drusila y Julia Livila). Estos ataques de Sejano empezaron por dos prestigiosos representantes del partido de Agripina: Silio y Sabino. El suicidio del primero, gran militar, en el año 24 después de Cristo para no ser ejecutado, y el proceso y posterior asesinato del segundo (año 28 d. J.C.), sumieron a Roma y a sus provincias en la angustia. Tácito confirma estos hechos: «Jamás —dice— la consternación y el miedo reinaron como entonces en Roma».

Poncio Pilato y el centurión que nos acompañaba sabían muy bien quién era Sejano y cuál su poder. La Historia, como ya cité, y muy especialmente la Iglesia Católica, deberían haber explicado al mundo —o, cuando menos, a los que se dicen creyentes— el funesto influjo que ejercía sobre todo el Imperio (precisamente en aquellos cruciales años) el primer ministro de Tiberio.

Sólo así —conociendo el férreo y despótico gobierno de Sejano y la no menos cruel actitud del César— puede empezar a intuirse por qué Pilato iba a «lavarse las manos» en el proceso contra el Maestro de Galilea. Todos los gobernadores romanos de provincias —y no digamos Poncio— sabían que sus cargos y vidas pendían de un simple hilo. El menor escándalo, murmuración o denuncia les llevaba irremisiblemente a la destitución, destierro o ejecución. Como veremos en su momento, el procurador romano en Israel —ante la amenaza de los judíos de acusarle ante el César de permitir que uno de aquellos hebreos se proclamase «rey»— prefirió doblegarse, evitando así un enfrentamiento con el implacable Sejano o con Tiberio, a cual más intransigente…

Estimo, por tanto, que dadas las circunstancias sociales, políticas y de gobierno de aquel año 30 en el Imperio, el acto de Pilato no fue de cobardía, sino de «diplomática prevención». Entre ambos términos, creo, hay una clara diferencia que —aunque no justifica la determinación del representante del César (o de Sejano en este caso)— sí ayuda a comprenderle mejor.

—¿Qué tiene que ver ése —preguntó Pilato en tono despectivo— con tus augurios?

Caballo de Troya había sopesado minuciosamente aquella entrevista mía con el procurador romano. Y aunque estaba previsto que intentara ganarme su confianza y amistad —de cara, sobre todo, a obtener una mayor facilidad de movimientos por el interior de la Torre Antonia en la mañana del viernes—, los hombres del general Curtiss habían estimado que no era recomendable advertir a Poncio Pilato de la trágica caída de Sejano en el año 31. Si el procurador llegaba a creer a pie juntillas esta «profecía» (que se cumpliría, en efecto, el 18 de octubre de dicho año), su miedo a Sejano podía desaparecer en parte, pudiendo cambiar así su decisión de ejecutar a Jesús. Esto, lógicamente, iba en contra de la más elemental ética del proyecto. Éramos simples observadores y cualquier maniobra que pudiese provocar una alteración de la Historia nos estaba rigurosamente prohibida.

Así que me limité a exponerle una parte de la verdad. —Los astros se han mostrado propicios —le dije, adoptando un aire solemne— a Sejano. Su poder se verá incrementado por el nombramiento de cónsul…[94]

Pilato, tal y como suponía, concedió crédito a mis augurios. Al escuchar el «vaticinio» abandonó la mesa, situándose de cara al extenso ventanal que cerraba aquel arco del salón. Así permaneció durante algunos minutos, con las manos a la espalda y la cabeza ligeramente inclinada hacia adelante.

—Así que cónsul… —murmuró de pronto. Y sin volverse, me rogó que prosiguiera.

—Pero eso no es lo más grave —añadí, fijando mi mirada en la del centurión—. Los astros señalan una grave conjura contra el Emperador…

No pude seguir. Pilato se volvió, fulminándome con la vista.

—¿Lo sabe Tiberio?

—Mi maestro, Trasilo, se encargó de anunciárselo poco antes de mi partida de Capri.

—Bueno —recapacitó el procurador—, las cohortes de Siria están inquietas por culpa de Sejano… Pero no hace falta ser astrólogo para esperar que un día u otro…

—Es que los astros —le interrumpí utilizando toda mi capacidad de persuasión— han señalado un nombre…

Pilato no dijo nada. Recogió su larga túnica y se sentó muy lentamente, sin dejar de observarme.

Yo miré al centurión, simulando una cierta desconfianza por la presencia de aquel oficial pero Poncio —captando mi actitud— se apresuró a tranquilizarme:

—No temas. Civilis es mi primipilus[95]. Toda la legión está bajo su mando. Habla con entera libertad… Aquí —argumentó Poncio señalando el salón donde nos encontrábamos— no hay agujeros artificiosamente preparados, como ocurrió con el ingenuo Sabino…[96]

Sejano… —¿Ese bastardo? —prorrumpió el procurador, soltando una sonora carcajada[97].

Y en uno de aquellos bruscos cambios de carácter, Pilato golpeó la mesa con su puño, haciendo saltar algunos de los pergaminos y papiros, perfectamente enrollados y apilados sobre una bandeja de madera. Algunos de aquellos documentos o cartas de piel de cabra, ternero o cordero —que los romanos llamaban «membrana»— rodaron por el tablero, cayendo a los pies del oficial. Éste se apresuro a recogerlos, mientras el procurador, nervioso y evidentemente confundido, se aferraba a su marfileño amuleto fálico.

—¿Estás seguro? —balbuceó Poncio.

Pero antes de que tuviera oportunidad de responderle, miró al centurión, interrogándole a su vez:

—¿Qué sabes tú?

El oficial negó con la cabeza, sin despegar siquiera los labios.

—Una conjura contra Tiberio…

Pilato hablaba en realidad consigo mismo. Se llevó los dedos a la cara, acariciándose el mentón en actitud reflexiva y, al fin, levantando los ojos hacia el techo, me preguntó como si acabara de pillarme en un error:

—A ver si lo he comprendido… La astrología dice que los dioses están de parte de Sejano… Pero tú acabas de anunciar también que prepara una conjura contra el César… Si eso fuera así, y puesto que dices que Tiberio está informado, ¿cómo es posible que el jefe de los pretorianos siga gozando de la confianza del Emperador? ¡Responde!

Pilato había vuelto a mirarme de frente. Y con una fiereza que hizo temblar a José de Arimatea.

Pero yo sostuve su mirada. Tal y como habíamos previsto, el procurador romano había mordido el anzuelo.

Con toda la calma de que fui capaz entré directamente en busca de lo que realmente me había llevado hasta allí.

—Existe un plan…

Poncio se apaciguó. Ahora estoy seguro que mi imperturbable serenidad le desarmó.

—¡Habla…!

—Pero antes —repuse—, quisiera solicitar de ti un pequeño favor…

—¡Concedido!, pero habla. ¡Habla…!

—Sabes que, además de mis estudios como astrólogo, me dedico al comercio de maderas. Pues bien, un rico ciudadano romano de Tesalónica ha sabido del maravilloso sistema de calefacción subterránea que Augusto mandó construir bajo el suelo de su triclinium (comedor imperial). Toda Roma está enterada de tu exquisito gusto y de que has mandado colocar bajo tu triclinium otro sistema parecido. He recibido el encargo expreso y encarecido de este amigo mío de Grecia de consultarte —si lo estimas prudente— algunos detalles técnicos sobre su instalación. Soy portador de una carta, en la que te ruega me permitas hacer algunas consultas al respecto…

Y acto seguido rescaté de mi bolsa de hule el pequeño rollo de pergamino, meticulosamente lacrado y confeccionado por los hombres de Caballo de Troya[98]. Se lo extendí a Pilato que, a decir verdad, no salía de su asombro.

Después de leer el mensaje de mi inexistente amigo lo dejó caer sobre la mesa, visiblemente satisfecho por tanta adulación.

—No sabía que en Roma conocieran…

Asentí con una sonrisa.

—Bien, concedido. Mañana mismo podrás hacer todas las preguntas que creas conveniente…

—Mañana, estimado procurador —le interrumpí— no podré acudir a la fortaleza Antonia. Pero sí el viernes.

—No se hable más: el viernes.

—No deseo abusar de tu consideración —forcé—, pero, tú sabes lo difícil que resulta el acceso a tu residencia. ¿Podrías proporcionarme una orden o un salvoconducto, que facilitara mi trabajo?

Poncio empezaba a perder la paciencia. Y con un gesto de desgana indicó al centurión que le acercase uno de los rollos que se alineaban en un amplia estantería, empotrada a espaldas del oficial y que, a simple vista, debía reunir un centenar largo de rollos. El procurador enderezó el papiro y, tomando una pluma de ganso, garrapateó una serie de frases con una letra casi cuadrada y en latín.

—Aquí tienes —comentó un tanto molesto, mientras me hacía entrega de la orden—. El viernes, cuando presentes esta autorización, deberás preguntar por Civilis… Y ahora, ¡por todos los dioses!, habla de una vez.

«¡Bravo!». La exclamación de mi compañero Eliseo desde el módulo me hizo recobrar el ánimo.

—Cuanto voy a relatarte —repuse bajando un poco el tono de la voz— es sumamente secreto. Sólo el Emperador y algunos de sus íntimos en Capri, entre los que se encuentra mi maestro, Trasilo, lo saben. Espero que tu proverbial prudencia sepa guardar y administrar cuanto voy a revelarte.

»Tiberio, como te dije, no es ajeno a esa conjura. Él sabe, como tú, de las intrigas de Sejano y de su responsabilidad en las muertes y destierro de Agripina y de sus hijos. Pero ha dado órdenes secretas para que Antonia[99] y su nieto Calígula viajen hasta Capri y se pongan bajo su protección…

Poncio Pilato permaneció boquiabierto, como si estuviera viendo a un fantasma. Al fin, casi tartamudeando, acertó a expresar: —¡Calígula…! Claro, el bisnieto de Tiberio… ¡El «Botita»!…[100]

Entonces, si los planes del César se cumplen —comentó dirigiéndose a su jefe de centuriones—, ya podemos imaginar quién será su sucesor…

Después, como si todo aquello resultase sumamente confuso para su mente, volvió a interrogarme:

—Pero, ¿qué dicen los astros sobre la vida de Tiberio? ¿Durará mucho?

Mi respuesta —tal y como yo pretendía— desarboló el incipiente entusiasmo del procurador, que parecía soñar con la desaparición del rígido y cruel Tiberio.

—Lo suficiente como para que aún corra mucha sangre…

(Yo sabía, obviamente, que la muerte del César no se produciría hasta el año 37.)

La súbita irrupción de uno de los sirvientes del procurador en el salón oval —anunciándole que el almuerzo se hallaba a punto— vino a interrumpir aquella conversación. Yo, sinceramente, respiré aliviado.

Pero Pilato, entusiasmado y agradecido por mis revelaciones, nos rogó que le acompañásemos. José y yo nos miramos y el de Arimatea —que no había abierto la boca en toda la entrevista— accedió con gusto.

(Yo no podía sospechar que, esa misma tarde, tendría la ocasión de presenciar un hecho que resultaría sumamente ilustrativo para comprender mejor el oscuro suceso de la huida de los guardianes de la tumba donde iba a ser sepultado Jesús de Nazaret).

Algo más relajados, los cuatro nos dirigimos hacia el extremo opuesto donde habíamos mantenido la entrevista. El procurador, adelantándose ligeramente, nos fue conduciendo hacia un recogido triclinium, separado del «despacho» oficial por unas cortinas de muselina semitransparente.

La rapidez con que habíamos sido introducidos en aquel salón oval y la circunstancia de haber permanecido todo el tiempo en el sector norte, de espaldas al resto, me habían impedido observarlo con detenimiento. Mi misión en la mañana del próximo viernes me obligaba a conocer lo más exactamente posible la distribución del mismo. Así que aproveché aquellos instantes para —simulando un interés especial por un busto alojado en un amplio nicho practicado en el centro de la pared que albergaba también la biblioteca de Pilato— «fotografiar» mentalmente cuantos detalles pude.

Poncio se detuvo al ver que me quedaba rezagado. Me incliné ligeramente sobre aquel pequeño busto de bronce, reconociendo con sorpresa que se trataba de una efigie idéntica (quizá fuera la misma) a la que yo había contemplado durante mi entrenamiento en el Gabinete de Medallas de la Biblioteca de París. En este busto del emperador Tiberio se apreciaba en su boca el característico rictus de amargura del César.

—¡Hermoso!, exclamé.

Y el romano, con una irónica sonrisa, preguntó:

—¿Quién? ¿El César o el busto?

—La escultura, por supuesto. En mi opinión —añadí señalando el gesto de la boca— es uno de los pocos que le hacen cierta justicia…

—Me gusta tu sinceridad, Jasón —repuso el procurador, acercándose hasta mí y golpeando mi espalda con una palmadita.

—¿Sabes? Me gustaría adivinar qué dirá la Historia de este tirano…

—Eso —le respondí—, precisamente eso: «Aquí yace un déspota cruel y un tirano sanguinario…».

Poncio Pilato no podía sospechar siquiera que yo le estaba anunciando el epitafio que sus biógrafos escribirían sobre su tumba en el año 37. Aunque también es cierto —y en esto comparto la opinión del gran historiador Wiedermeister— que si Tiberio hubiera nacido en el año 6 antes de Cristo, la Historia le hubiera dedicado una frase muy distinta: «Aquí yace un gran estratega».

—Yo, en cambio, haría cincelar su frase favorita: «¡Después de mí, que el fuego haga desaparecer la tierra!».

Pilato llevaba razón. Tal y como recogen Séneca y Dión, ésa era la frase más repetida por Tiberio.

A derecha e izquierda del busto del César, clavadas en sendos pies de madera, habían sido situadas la enseña de la legión y el signo zodiacal de Tiberio, respectivamente. La primera: un águila metálica (probablemente en bronce dorado), con las alas extendidas y un haz de rayos entre las garras. El segundo, un escorpión, igualmente metálico y con un intenso brillo dorado. Estas sagradas insignias romanas aparecían montadas sobre sendas astas de más de dos metros de longitud y provistas de conteras metálicas, con el fin de que pudieran ser clavadas en tierra o, como en este caso, en una base cuadrangular de madera rojiza.

Siguiendo esa misma pared, el salón presentaba una puerta mucho más sobria y reducida que la del acceso por el vestíbulo. Por allí había hecho su aparición el sirviente y por allí supuse— podría llegarse hasta las habitaciones privadas del procurador.

El resto del salón se hallaba prácticamente vacío. En total, contabilizando el reducido comedor que cerraba aquella estancia elipsoidal, el lugar debía medir alrededor de los 18 metros de diámetro superior, por otros 9 de diámetro inferior o máxima anchura. El techo, de unos 13 metros, y totalmente abovedado, me pareció una muestra más del alarde y concienzudo trabajo llevado a cabo por Herodes en aquella fortaleza.

Pero mi sorpresa fue aún mayor cuando, al separar las cortinas que dividían el triclinium del «despacho», una cascada de luz nos inundó a todos. En lugar de un ventanal gemelo al existente en el otro extremo del salón, los arquitectos habían abierto en el techo un tragaluz rectangular de más de tres metros de lado, cerrado con una única lámina de vidrio. El sol, en su cenit, entraba a raudales, proporcionando a la acogedora estancia una luminosidad y un tibio calor que agradecí profundamente. En el centro se hallaba dispuesta una mesa circular —de apenas 40 centímetros de alzada— cubierta con un mantel de lino blanco, y presidida por un centro de fragantes flores de azahar, casi todas de cidro y limonero. Alrededor de la mesa, y esparcidos por el suelo, se amontonaban un buen número de cojines o almohadones, repletos de plumas, que servían habitualmente de asiento o reclinatorio.

El ábside que constituía la pared del triclinium —igualmente forrada con madera de cedro— presentaba media docena de lucernas o lámparas de aceite (ahora apagadas). Y en la zona que no era otra cosa que la prolongación de la pared donde yo había contemplado el busto del César descubrí una estrecha puerta, magistralmente disimulada entre las vetas de los paneles de cedro. Por allí, precisamente, fueron apareciendo cuatro o cinco esclavos, todos ellos ataviados con cortas túnicas de color marfileño. Al parecer, procedían de Siria, excepción hecha de un galo de larga melena rubia. En el transcurso de la comida, Pilato me confesaría que aquel bello mancebo era una «joya». Después de no pocos regateos había conseguido comprarlo en el mercado de esclavos de Jerusalén por la nada despreciable suma de mil sestercios (unos 250 denarios de plata).

Cada uno de aquellos sirvientes era portador de un barreño o lavapiés de cobre, con un pequeño apoyo de madera en el interior, que servía para situar la planta del pie, haciendo así más cómodo el lavado.

Después del obligado ritual, Poncio me sugirió que no calzara mis sandalias. Él y el centurión habían hecho otro tanto. Al principio no comprendí, pero Pilato, sonriendo y señalando el entarimado del piso, aclaró el por qué de aquella sugerencia:

—Así tendrás la oportunidad de experimentar por ti mismo las excelencias de mi sistema subterráneo de calefacción, que tanto te preocupa…

Al posar mis pies sobre la madera de ciprés empecé a sentir, en efecto, un calor muy sutil y reconfortante. Sinceramente, quedé maravillado. El circuito de agua caliente que discurría bajo el piso transmitía al suelo la suficiente energía calorífica como para templar la estancia, sin necesidad de chimeneas o incómodas estufas.

Naturalmente, y conociendo un poco la especial psicología de mi anfitrión, no dudé en hacer grandes elogios de aquel «revolucionario» e ingenioso artilugio, prometiéndole hablar de ello a cuantos dignatarios y cortesanos tuviera la oportunidad de conocer. Y mientras los esclavos iban situando sobre la mesa las diferentes viandas, yo aproveché aquellos primeros instantes del almuerzo para —tal y como tenían por costumbre los ciudadanos romanos— obsequiar a Pilato y a Civilis con sendas pequeñas esmeraldas, obtenidas por Caballo de Troya de las minas de Muzo[101]. El proyecto, como ya expuse en su momento, había planeado simplificar mi acceso hasta el procurador romano, mediante este regalo. En principio, la misión me había hecho entrega de dos únicas piedras de «fulgor verde» —como las definió Plinio— que deberían ser obsequiadas a Pilato. Pero, sospechando que mi libertad de movimientos en la jornada del viernes por la Torre Antonia se vería muy condicionada por la voluntad del jefe de los centuriones, decidí sobre la marcha ganarme igualmente su aprecio. Y nada mejor que hacerle entrega de una de aquellas bellísimas esmeraldas, las piedras más cotizadas por el mundo romano después de los diamantes y las perlas[102].

Fue la primera —y la única— vez que vi dibujarse una fugaz sonrisa en el rostro casi pétreo de Civilis. Pilato, en cambio, se mostró generoso en aspavientos, jurándome por sus antepasados que no olvidaría mi rostro ni mi nombre. (En realidad me contentaba con que aquel espíritu voluble me recordara, al menos, hasta el viernes…).

Y aunque el procurador trataba de imitar al César en muchas de sus formas y actuaciones especialmente en aquellas que tenían una resonancia pública—, a la hora de comer, en cambio, distaba mucho de la extrema sobriedad de Tiberio.

El «refrigerio» que habían empezado a servir los esclavos constaba, entre otras «minucias», de erizos de mar y ostras traídas expresamente desde los criaderos artificiales del lago Lucrina; de pollas cebadas y engrasadas sobre empanadas de ostras y otros mariscos como los llamados por Poncio «bellotas de mar» (negras y blancas). Y todo esto, como «entrada».

El cuarto, quinto y sexto platos fueron aún más sofisticados: solomillo de corzo, pájaros rebozados en harina y algo que no había visto jamás: ubre y empanadas de ubre de cerda. Y, como final, morena procedente del Estrecho de Gades (Cádiz) y dátiles sumergidos en un negro y dulce caldo de las viñas sicilianas.

Aquel banquete estuvo permanentemente regado con el vino que había traído José, así como por otros no menos estimables de Lesbos y Chios.

Dada la época del año y el largo viaje que habían soportado las ostras y el resto de los mariscos, procuré no probarlos, excusándome ante Poncio con una supuesta y aguda dolencia estomacal. Como contrapartida, me vi en la penosa obligación de degustar aquellas ubres de cerda…

Entre risas y bromas, Pilato me preguntó si había tenido ocasión de paladear manjares como aquellos en la mesa de Tiberio, en Capri. Naturalmente —y con gran regocijo por su parte— le comenté que la frugalidad del César estaba matando de hambre a sus amigos y astrólogos.

(En una oportuna y rápida intervención del módulo, mi hermano completó mi información, recordándome algunos de los platos favoritos de Tiberio y que Santa Claus había extraído de la Historia Natural de Plinio el Viejo (XIX, 23 y 28): «Casi exclusivamente vegetales y en especial, unos espárragos y pepinos que su jardinero cultivaba en cajones con ruedas para trasladarlos al sol o a la sombra, según el tiempo. También comía unos rábanos que hacía transportar desde la Germania. Estos vegetales fueron motivo de frecuentes disputas con su hijo Druso II porque éste se negaba a probarlos. El Emperador era igualmente un fanático de la fruta. Las peras eran sus favoritas. Tiberio se vanagloriaba de tener en su villa del Tíber el árbol más alto del mundo. Su sobriedad llegaba al extremo de beber —ya en su vejez— un vino agrio de Sorrento, parecido al chacolí vasco»).

Cuando fui exponiéndole estos pormenores de la dieta diaria del César, Poncio Pilato —que no estaba muy bien informado sobre este particular— exclamó tras soltar un largo y cavernoso eructo:

—¡Por Júpiter…! Tiberio bebe vinagre. Ahora comprendo por qué no necesita de médicos. Yo había oído hablar de su sentido del humor, pero no imaginaba que, además, le gustara sufrir…

Y soltando una de aquellas grasientas empanadas de ubre de cerda, comenzó a reír a carcajadas, al tiempo que hacía una señal al esclavo galo para que le acercara un aguamanil. El mancebo esperó a que su amo hubiera lavado sus manos y, como si se tratase de una costumbre habitual, se inclinó sobre el procurador, ofreciéndole su larga y sedosa cabellera. Pilato, sin mirarle siquiera, fue secándose con el pelo del esclavo.

José y yo cruzamos una mirada de repugnancia.

Pero Poncio había centrado el tema de la conversación en el conocido sentido del humor de su Emperador y me rogó que le contara algunos de los últimos chistes y anécdotas protagonizados por Tiberio.

Aquello me pilló tan de improviso que a punto estuvo de costarme un serio percance con el procurador. Y aún sabiendo que lo que iba a relatarle se debe más a la leyenda e invención popular que al rigor histórico, eché mano de una anécdota que circuló por Capri en aquellos años de destierro voluntario del César.

—Se cuenta —comencé, esperando que Eliseo me ofreciera nueva documentación— que no hace mucho, el Emperador fue asustado por un pescador de la isla, cuando éste se le aproximó para regalarle un pez. Tiberio, con la crueldad que le caracteriza, mandó que le refregaran la cara con el pescado. Y, entre ayes de dolor, el pescador —que debía tener un humor tan especial como el del César— se felicitó por no haberle ofrecido una langosta…

»Al oír esto, el Emperador —siguiendo el humorístico comentario de su súbdito— hizo que trajeran una langosta con un caparazón erizado de púas, refregándoselo por la cara.

Pilato asintió con la cabeza, exclamando:

—Ese es Tiberio…

Para ese momento, Santa Claus había memorizado ya otros sucesos; algunos, fiel reflejo del profundo desprecio que sentía Tiberio César por sus semejantes.

Y aún a riesgo de que Poncio los conociera, procedí a relatárselos:

—Se cuenta también, admirado procurador, que, en cierta ocasión, el Emperador recibió a unos embajadores de Troya, que habían acudido a expresarle su pésame por la muerte del hijo del César. Como estos troyanos llegaron con bastante retraso, Tiberio les respondió: «Yo, a mi vez, os doy el pésame a vosotros por la muerte de vuestro gloriosísimo ciudadano Héctor…».

Pilato apuró su enésima copa de vino, reclinándose aún más en los mullidos almohadones de plumas y haciéndome una señal para que prosiguiera.

—En Roma circula también otra anécdota. Tiberio dio una vez un banquete y los invitados, al entrar en el triclinium observaron que sobre la mesa sólo había medio jabalí. El César, entonces, les hizo ver «que medio tenía el mismo sabor que un jabalí entero…».

Tal y como empezaba a suponer, los vapores del vino y la comilona no tardaron en hacer efecto. Y Poncio, que intentaba sostener su cabeza sobre la palma de la mano derecha, comenzó a dar súbitas cabezadas.

En un tono algo más bajo conté el que sería el último suceso: —Hubo veces en que ese humorismo disfrazaba una terrible crueldad. Este fue el caso de un acontecimiento ocurrido al poco de ser nombrado Emperador. Como sabéis —proseguí sin perder de vista los cabeceos del gobernador—, cuando Augusto murió dejó en su testamento un importante legado económico, que Tiberio fue repartiendo poco a poco. Pues bien, cierto día acertó a pasar un entierro por delante del Capitolio. Y uno de los presentes se acercó al cadáver, simulando que le hablaba al oído. Tiberio se extrañó y le preguntó por qué había hecho aquello. El bromista le dijo que le había pedido al muerto que le transmitiera a Augusto que él no había cobrado todavía. Tiberio enrojeció de ira y dio orden de que lo matasen, «para que fuera él mismo quien llevase el recado al fallecido emperador Augusto»[103].

Al concluir mi exposición, Poncio Pilato yacía ya —boca arriba—, sumido en un profundo sueño.

Y sigilosamente, por consejo del centurión, abandonamos el comedor, mientras uno de los sirvientes —siguiendo, al parecer, otra rutinaria obligación— iniciaba una más que penosa tarea: hurgar con una pluma en las fauces de su señor, a fin de provocarle el vómito… y pudiera disfrutar de las delicias de la siguiente comida.

Ya en el vestíbulo, y cuando nos disponíamos a despedirnos de Civilis, otro centurión nos salió al paso. En latín y casi al oído le comunicó algo. El jefe de los centuriones no respondió a las palabras de su compañero. Dudó un instante y, por fin, volviéndose hacia nosotros, trató de excusarse, informándonos que el tribuno de la legión —destacado también con él y sus hombres desde Cesárea— le aguardaba para proceder a la ejecución de una sentencia.

Aquello era igualmente nuevo para mí y experimenté una gran curiosidad. Pero, aunque no llegué a despegar los labios, Civilis —que parecía leer los pensamientos de cuantos le rodeaban debió captar mis deseos y, dirigiéndose a José, le hizo saber con un aire de ironía y desprecio hacia su condición de judío:

—Si así lo deseáis, ahora podéis presenciar una prueba más de la justicia del pueblo romano…

Ni el anciano ni yo teníamos idea del asunto. Pero la voz del centurión había sonado casi como una orden y nos apresuramos a seguirle. En compañía del otro oficial, Civilis descendió por las escaleras, de mármol, dirigiéndose hacia la derecha del patio porticado. Este se hallaba desierto, con la excepción de aquel legionario que seguía cargando un pesado saco sobre su cuello y hombros y la del centinela que permanecía a su lado. ¿Dónde estaba el resto de la tropa?

Pronto iba a salir de dudas.

Al cruzar una de las puertas del ala norte del patio nos encontramos de pronto en una explanada, también al aire libre, de algo más de 300 pies de longitud por otros 150 de anchura. Aquel lugar, totalmente cubierto por arena blanca y muy fina, se hallaba dentro del recinto de la fortaleza, ocupando buena parte de su cara norte. El recinto aparecía perfectamente cercado por el muro exterior de la Torre Antonia y por el complejo de edificios de la sede romana en sus restantes alas. En el extremo más oriental se alineaban una decena de tiendas de campaña, ocupando la totalidad de aquel lado del rectángulo al que nos había conducido el oficial y que según me fue explicando— no era otra cosa que un campo de entrenamiento. Las tiendas, confeccionadas con pieles de cabra y teñidas en un amarillo terroso, presentaban un techo con dos vertientes[104]. Por debajo de estas cubiertas traslucía una serie de listones que constituían el armazón de cada una de estas barracas, capaz para diez hombres. Según Civilis, la afluencia de aquellos miles de hebreos a la fiesta anual de la Pascua les obligaba a reforzar la guarnición de Antonia. Aquellas tiendas de campaña cubrían perfectamente las necesidades de los legionarios que se trasladaban con él desde Cesárea.

Frente a los «papilio» (nombre que le daban a estas tiendas por la semejanza de sus cortinas, recogidas en la puerta de entrada, con las alas de las mariposas), el ejército romano había plantado media docena de postes de algo más de metro y medio de altura. Todos ellos cargados de muescas, consecuencia de los mandobles que llovían sobre los citados troncos en los entrenamientos. Algunas de las espadas y lanzas, con un peso que doblaba el de los pilum y gladius normales, se hallaban clavadas en la arena. Los escudos y cascos reposaban apoyados sobre aquéllas.

Varios cientos de legionarios —todos ellos libres de servicio a juzgar por su indumentaria— se habían ido congregando en la explanada, formando corrillos y cambiando impresiones en voz baja.

Al ver a Civilis, los soldados se apresuraron a abrirle paso, adoptando un respetuoso silencio.

El jefe de los centuriones se detuvo frente a los postes de entrenamientos, saludando al tribuno y a los centuriones allí reunidos. El primero, mucho más joven que Civilis y que el resto de los oficiales, constituía un mando intermedio, responsable, más que del mando táctico de la legión (que era potestad del jefe de los centuriones), de la jefatura del régimen interior de la misma. En aquella época, sin embargo, su importancia había decrecido notablemente. Una de sus funciones, precisamente, era la de iniciar la ejecución de una pena capital. Su vestimenta era prácticamente la misma que la de los centuriones, si bien su toga o capa era violácea y, generalmente, no portaba armas.

Los oficiales sostuvieron un brevísimo consejo y, acto seguido, uno de ellos dio la orden para que el reo fuera conducido a la arena. De pronto los legionarios comenzaron a arremolinarse alrededor de otros dos soldados que acababan de entrar en el campo de adiestramiento. Cada uno cargaba sobre sus brazos un buen número de palos de un metro de longitud. Entre empujones, protestas y todo tipo de imprecaciones, medio centenar de romanos se hizo al fin con los bastones. Y el silencio cayó de nuevo sobre aquella masa de energúmenos.

Al poco, y por la misma puerta por donde habíamos penetrado en la explanada, vimos aparecer a un hombre joven, cubierto con la típica túnica roja de los legionarios, escoltado por dos centinelas.

Al llegar frente a los centuriones, Civilis le saludó con el brazo en alto. El condenado respondió al saludo y, sin más preámbulos, el jefe de las centurias ordenó a la custodia que le despojaran de su vestimenta. Desde mi posición, a espaldas de los oficiales observé cómo Civilis entregaba su bastón al tribuno.

Mientras uno de los centinelas sostenía la lanza de su compañero, éste, haciendo presa en el escote de la túnica, dio un fuerte tirón, desgarrándola hasta la cintura. Inmediatamente, el soldado tomó la prenda por la parte baja del desgarrón, abriéndola en su totalidad con otro certero golpe. Arrojó la túnica a la arena, procediendo después a despojar al desdichado de su taparrabo. Una vez desnudo, la guardia y los centuriones retrocedieron unos pasos, dejando al reo en mitad del círculo que habían ido formando los 40 o 50 legionarios que habían conseguido una de aquellas varas. Ante mi sorpresa, aquel infeliz no se movió siquiera. Su rostro había palidecido y sus ojos, desencajados por un creciente terror, parecían ausentes.

El tribuno se acercó entonces al sirio, tocándole suavemente con el sarmiento que le había cedido Civilis. Y al instante, como impulsados por un odio salvaje e irracional, los legionarios saltaron sobre la víctima, golpeándole entre alaridos e insultos. El joven se llevó instintivamente los brazos a la cabeza, pero la lluvia de golpes era tal que no tardó en doblar las rodillas, con la frente, rostro y orejas materialmente machacados y cubiertos de sangre. Una vez caído, aquellas bestias humanas, sudorosas y jadeantes, arreciaron en sus bastonazos hasta que el legionario terminó por hacerse un ovillo, hundiendo el rostro en la arena. En ese instante, Civilis hizo una señal a uno de los centuriones. Y aquel coloso —de casi dos metros de altura y la envergadura de un oso— se abrió paso a empellones entre la enloquecida chusma. Al verle, los legionarios cesaron en sus acometidas. Y el silencio, apenas roto por las agitadas respiraciones de los apaleadores, reinó nuevamente en el lugar. Aquel centurión —llamado Lucilio y a quien las legiones de Pannonia habían bautizado con el apodo de «cedo alteram»[105], porque apenas rompía una verga en las espaldas de un soldado pedía otra y otra, diciendo siempre «cedo alteram»—, cuya imagen resultaría ya difícil de borrar de mi mente, jugaría un destacado papel en la flagelación del Maestro de Galilea…

Lucilio se situó a un metro del reo. Le arrebató el palo a uno de los soldados y levantándolo por encima de su cabeza, descargó un golpe seco y preciso en la nuca del condenado. Al recibir aquel impacto, la cabeza del legionario se dobló y el cuerpo, sin vida ya, se desplomó sobre uno de sus costados.

El «apaleamiento» —fórmula habitual de ejecución en las legiones romanas— había concluido.

Mientras los soldados devolvían los bastones y se retiraban lentamente del campo de entrenamiento, uno de los médicos se arrodilló ante la víctima, procediendo a tomar su pulso. Pero el golpe de gracia del gigantesco «cedo alteram» había sido decisivo, acortando sin duda los sufrimientos de aquel desertor.

Civilis, que no parecía alterado en lo más mínimo por aquel sangriento espectáculo, respondió a mi pregunta sobre la causa de aquella ejecución, explicándome que aquel legionario había cometido uno de los peores delitos en que puede incurrir un soldado: el abandono de su puesto de guardia[106]. Después de un consejo sumarísimo, los tribunos y oficiales habían decretado su muerte.

Aquel trágico suceso —como ya referí anteriormente— me hizo meditar sobre lo que yo había leído, en relación con el supuesto abandono de la guardia por parte de los legionarios que vigilaban la tumba de Jesús. Y un presentimiento empezó a flotar en mi cerebro…

Si los centinelas romanos sabían qué clase de suerte les aguardaba, en el supuesto que desertaran de la misión que se les encomendaba, ¿cómo encajar entonces aquellos comentarios de numerosos exégetas católicos que afirman «que los centinelas que guardaban el sepulcro huyeron aterrorizados»? (Una vez más, los hechos registrados en aquel amanecer del domingo no iban a coincidir con estas «justificaciones teológicas», tan apresuradas como faltas de rigor).

Al pasar nuevamente por el patio porticado y ver a aquel legionario, con el pesado fardo a cuestas, no pude resistir la tentación e interrogué al centurión, que nos acompañaba ya hacia el túnel de salida de la Torre Antonia. Civilis me aclaró que se trataba de la «ignominia» o castigo menor. A causa de alguna falta —que el oficial no me detalló—, aquel soldado había sido castigado a permanecer durante todo un día con una carga de tierra sobre sus espaldas. (Eliseo me confirmaría que aquel tipo de penalizaciones había sido «inventado» por el anterior emperador Augusto).

La soldadesca había vuelto a sus faenas habituales. Algunos, sentados en bancos de madera de pino, se afanaban bajo los pórticos en la limpieza de sus cinturones y espadas o repasaban sus sandalias. Recuerdo que al ver el calzado de uno de aquellos soldados me llamó la atención la suela. Tomé una de las sandalias y, ante la atónita mirada de su propietario, conté los clavos que habían sido incrustados en la cara externa de la misma. ¡Catorce! Formaban una «S», arrancando desde el tacón y llenando prácticamente la totalidad de dicha suela. (Como también apunté, aquel mortífero calzado iba a ocasionar dolorosas lesiones en el cuerpo de Jesús de Nazaret).

Debían ser las tres de la tarde cuando, tras recuperar mi «vara de Moisés» y saludar a Civilis, José y yo cruzamos el puente levadizo, dando por concluida aquella agitada e instructiva visita a la sede de Poncio Pilato.

Al vernos entrar en la mansión de José, el saduceo a quien yo había rogado que siguiera los pasos de Judas, el Iscariote, y que nos esperaba desde poco después de la hora sexta (las doce del mediodía), nos besó en la mejilla en señal de bienvenida.

Ismael ben Phiabi I, descendiente del que fuera sumo sacerdote Simón y también saduceo—[107] y al que nunca podré agradecer lo suficiente su lealtad e información— se acomodó en el patio donde había tenido lugar el almuerzo con Jesús y los griegos y, tras poner a José en antecedentes de la misión que le había encomendado, pasó a relatarnos lo sucedido en el templo. (El de Arimatea —tal y como me había referido Ismael en la explanada de los Gentiles— era otro de los amigos y discípulos de Jesús que, por supuesto, conocía las «irregularidades» de Judas como administrador del grupo, así como su cada vez más abierta oposición a las ideas sobre la naturaleza del reino que predicaba el Maestro).

En el fondo, Ismael reconoció que aquel encuentro conmigo había sido cosa de la Providencia. Mientras se dirigía al interior del templo, en busca de información, el saduceo fue madurando un plan que, al exponérselo a José, éste aprobó al instante. La dimisión de aquellos 19 miembros del Sanedrín —entre los que se encontraba— había sido, quizá, una medida muy precipitada. Los seguidores del Maestro conocían el decreto de «caza y captura» de Jesús y no tardaron en lamentar aquel masivo abandono del supremo órgano de Justicia. Sin un hombre de confianza que pudiera seguir desde dentro los pasos del Sanedrín, la seguridad del rabí de Galilea y de todo el grupo se veía gravemente comprometida. Era menester que alguien simulara el reingreso en el consejo de los 71, actuando como confidente. Y aquélla —meditó Ismael— podía ser la ocasión de oro para estrechar la vigilancia de José, alias «Caifás», y de sus partidarios. —Así que, armándome de valor —prosiguió Ismael—, me dirigí a los aposentos del sumo sacerdote, solicitando una entrevista con él. Pero antes, y conociendo como conozco la extrema vanidad y codicia de Caifás, me procuré una copa de oro y plata[108].

»No fue muy difícil —sobre todo después de poner en sus manos aquel rico presente— convencer a Caifás de mis «honestas intenciones» de volver al seno del Sanedrín. «Después de profundas reflexiones —le dije— he terminado por comprender que la razón te asiste: resulta blasfemo que este galileo vaya pregonando la resurrección de los muertos…». El sumo sacerdote se alegró de esta decisión mía, encomendándome que abogara cerca del resto de los disidentes para que siguieran mi ejemplo.

»Gracias a esta argucia, queridos amigos, pude tener acceso esta misma mañana a una reunión informal de Caifás con el Sanedrín y en la que, sin yo imaginarlo, Judas iba a ser uno de los protagonistas…

Ismael hizo una pausa y tomando mis manos entre las suyas añadió:

—Y todo te lo debemos a ti, hermano Jasón. Que Dios, bendito sea su nombre, te bendiga.

En lo más profundo de mi ser empezó a brotar, sin embargo, una incómoda incertidumbre: ¿Qué era lo que había ocurrido aquella mañana en el templo? ¿Por qué Ismael agradecía tan efusivamente mi idea de seguir a Judas?

—Una hora después de la tercia (hacia las diez de la mañana), como os decía, la casi totalidad del Sanedrín se reunió en la sala de las piedras talladas. Durante un buen rato, los allí congregados discutieron la naturaleza de los cargos contra Jesús y, especialmente, la forma del prendimiento y la fórmula a seguir para conducirle hasta la autoridad romana y garantizar la ejecución de la sentencia de muerte. Este último punto es el que todavía preocupa a Caifás y a los escribas y fariseos. Saben que el procurador no es hombre fácil y no han terminado por ponerse de acuerdo sobre los argumentos jurídicos que deben plantearle.

Según averiguó Ismael, la noche anterior —la del martes y mientras Jesús y sus discípulos regresaban al campamento de Getsemaní—, el Sanedrín había vuelto a reunirse, analizando aquel último discurso del Galileo en la explanada del templo. Todos —por unos u otros motivos ratificaron las anteriores decisiones del Consejo, apremiando a Caifás para que procediera de inmediato y sin más demoras al arresto de Jesús de Nazaret. Sospechando que el rabí de Galilea no haría acto de presencia en el templo al día siguiente, miércoles, el sumo sacerdote y los consejeros cursaron una nueva y más precisa orden a los levitas para que la captura tuviera lugar antes del viernes. Sin embargo, una pregunta quedó flotando en el aire: ¿cómo prender al impostor sin alterar a las masas y, sobre todo, sin provocar a la guarnición romana, responsable del orden en Jerusalén? El grupo de los saduceos se mostró mucho más radical que el de los escribas y fariseos: votaron por el asesinato del rabí. Sin embargo, los fariseos rechazaron la propuesta por considerarla muy arriesgada.

—Dices que en la asamblea de esta mañana —interrumpí al saduceo— se han vuelto a exponer los cargos contra el Maestro…

—Así es.

—¿Podrías concretármelos?

—Para los fariseos, los motivos son distintos a los de los saduceos. Aquellos se basan en lo siguiente:

»Primero: temen a Jesús porque son muy conservadores y no desean que la gente les retire su viejo prestigio como «maestros en religión».

»Segundo: sostienen que Jesús es un infractor de la Ley. Aseguran que ha violado el sábado y otras muchas ceremonias sagradas.

»Tercero: consideran una blasfemia que se autoproclame como Hijo del Divino.

»Y cuarto y último: se sienten ofendidos por esa última denuncia del rabí en el templo.

»En cuanto a los saduceos, sus deseos de ver muerto a nuestro Maestro se basan en esto:

»Primero: temen que la creciente simpatía del pueblo por Jesús ponga en grave peligro la existencia de la nación. Los romanos, dicen, no aceptarán jamás un movimiento revolucionario como el que parece predicar Jesús.

»Segundo: esa extraña doctrina del rabí de Galilea, pregonando la hermandad entre todos los hombres, les parece un insulto. Son ellos los únicos responsables del orden social y tiemblan ante semejante corriente filosófica.

»Y tercero: la «limpieza» del templo por parte del Maestro, provocando el derribo de las mesas de los cambistas y su retirada del atrio, ha colmado su paciencia. Según mis noticias, sus pérdidas económicas han sido muy cuantiosas… Como supongo que sabes, tanto Caifás como su suegro, Anás, tienen parte en el negocio de los intermediarios y cambistas de monedas… Aunque el Maestro fuera el auténtico libertador de Israel, el sumo sacerdote tiene su corazón ahogado por el odio y el resentimiento y no cejará hasta eliminarlo.

Ismael miró a José con una profunda tristeza y añadió:

—Su suerte está echada.

Traté de no desviar más la conversación y supliqué al saduceo que nos informara sobre lo registrado aquella misma mañana.

—Pues veréis: Según mis averiguaciones, durante el martes, Judas celebró una reunión con algunos de sus amigos y parientes. Entre los primeros se hallaban saduceos, íntimos de la familia de su padre. Y fueron éstos los que le animaron a dar el paso que, fatídicamente, acaba de dar. El Iscariote les había dicho que, después de mucho meditar, había llegado a la conclusión de que su permanencia en el grupo de Jesús había sido un error.

—¿Por qué? —volví a interrumpirle, ardiendo en deseos de conocer las verdaderas razones que habían empujado a Judas.

—Según dijo, el Maestro era sólo un idealista; un soñador bienintencionado, pero no el esperado libertador de Israel. Y añadió que su obsesión era encontrar el modo de retirarse de aquel movimiento de una forma satisfactoria. Esta confesión de Judas fue hábilmente aprovechada por los saduceos, que envolvieron su corazón, asegurándole que su renuncia sería muy bien acogida por los dignatarios sacerdotales. Y llegaron a prometerle, incluso, grandes honores y un reconocimiento público, suficiente como para elevar su prestigio entre los hebreos y borrar esa «desafortunada asociación con los poco ilustrados galileos…».

(Aquella trampa fue la perdición de Judas. Conociendo su agudo sentido del ridículo y su irrefrenable ambición, las promesas de honores, dignidades y reconocimiento públicos desencadenaron irreversiblemente su ya antigua decisión de desertar del grupo de Jesús. Curiosamente —y creo que este punto es de suma importancia—, Judas no pensó en el oro a la hora de vender a su Maestro. Eso fue una mera consecuencia. Puestos a pensar con objetividad, ¿qué podían importarle las 30 monedas de plata cuando él, justamente, era el tesorero del grupo y venía manejando y disponiendo desde hacía tres años del dinero de todos? Debo recordar a este respecto que, antes de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, en la mañana del domingo, el Iscariote —en un rasgo de indudable honradez— puso la bolsa común en manos de Simón, «el leproso». Si Judas hubiera acariciado la idea del dinero como única razón de su traición, lo más lógico es que, con su huida, se hubiese apoderado de todo —o parte— del fondo económico del movimiento del que era administrador. Como iremos viendo, las motivaciones del apóstol eran muy distintas y mucho más profundas).

Judas confesó a sus parientes y amigos que estaba convencido que la misión de su Maestro no podía prosperar. Enfrentarse así a los poderosos miembros del Sanedrín sólo podía ocurrírsele a un loco y él, según sus propias palabras, no quería perecer con el resto a manos de la justicia judía o romana.

»En el fondo —comentó Ismael, que conocía muy bien la tortuosa personalidad del traidor—, lo que Judas no parece soportar es que se le identifique algún día con un movimiento fracasado…

A estas manifestaciones del saduceo me atreví a añadir un hecho —ya comentado por mí anteriormente— que, también, en opinión de mis amigos, había sido fulminante a la hora de entender el comportamiento de Judas. Me referí al incidente del frasco de perfume que derramó María sobre Jesús y a la dura crítica de que fue objeto el Iscariote por parte del Maestro, y tanto José como Ismael —repito— se mostraron de acuerdo en que, ya en esos momentos, la mente del susceptible discípulo empezó a maquinar la forma de vengarse.

Sí —repuso José—, Judas es un hombre resentido. En mi opinión, jamás perdonó al Maestro que no le distinguiera del resto, tal y como ha hecho con Juan, Pedro y Santiago. Es probable lamentó el anciano— que los torcidos ánimos de Judas vayan tanto en contra de Jesús como de esos tres compañeros.

—El caso es que, después de la reunión del Sanedrín —continuó el saduceo—, Caifás ordenó la entrada en la sala de Judas y de uno de sus familiares. Según entendí, se trataba de un primo suyo. Este, a petición del Consejo, fue el primero en hablar. Presentó a Judas, aburriéndonos a todos con una larga perorata, en la que quiso justificar la decisión de su primo de abandonar el grupo del Galileo. Afirmó que Judas había descubierto su error y que deseaba hacer pública renuncia de su asociación con Jesús. A cambio, solicitaba el perdón, la confianza y la amistad de los altos dignatarios allí congregados. Y como prueba de su sinceridad, el portavoz de Judas explicó que su pariente estaba dispuesto a facilitar el arresto silencioso y secreto del Nazareno, evitando así el peligro del levantamiento de la multitud y un nuevo y posible retraso en su captura, como consecuencia de la inminente fiesta de la Pascua.

»Aquellas últimas afirmaciones del primo de Judas animaron extraordinariamente a los miembros del Sanedrín, que veían así una nueva luz para proceder al apresamiento del impostor.

»Caifás, entonces, invitó a Judas para que se ratificase en lo que acabábamos de oír. Y el traidor, dando unos pasos hacia la presidencia, respondió con tanta firmeza como frialdad: «Haré todo cuanto ha prometido mi primo. Quiero que Jesús quede bajo vuestra custodia. A cambio, os pido un reconocimiento público…».

(Aquella palabra —«custodia»—, repetida varias veces por Ismael, iba a resultar de suma trascendencia para Judas. Su reiteración a la hora de exigir la «custodia» del Maestro no era gratuita. Como veremos en su momento, amén de la profunda desilusión del traidor respecto a los sacerdotes, Judas no pensó jamás que su Maestro fuera ejecutado, sino simplemente encarcelado o custodiado).

Creo que el traidor —prosiguió Ismael visiblemente decepcionado— no captó la mirada de desprecio de Caifás. Si Judas hubiera caído en la cuenta de la trampa que le estaban tendiendo, probablemente no hubiera aceptado aquella situación…

»Pero el ladino Caifás no dejó traslucir sus verdaderas intenciones y evitando los planteamientos de Judas, le respondió: "Tú deberás acordar con el jefe de los levitas la forma de traernos a ese galileo esta misma noche o, a lo sumo, mañana jueves, después de la puesta de sol. Cuando nos haya sido entregado, recibirás tu recompensa.

»Al escuchar las palabras del sumo sacerdote, los ojos de Judas brillaron con una luz especial. Se sentía satisfecho y así lo manifestó públicamente. Después salió de la sala, celebrando una larga entrevista con el jefe de la policía del Templo. Yo no pude retirarme del consejo del Sanedrín, pero, al rato, supe que los levitas, siguiendo las instrucciones del traidor, habían fijado la detención del Maestro para la noche de mañana, jueves, una vez que los peregrinos y vecinos de Jerusalén se hayan retirado a sus hogares. Por el propio Judas, los levitas habían sabido que el Nazareno se hallaba ausente del campamento de Getsemaní y que, en consecuencia, al no poder conocer con exactitud el momento del regreso del Maestro, su captura había sido aplazada hasta la noche siguiente. Con el fin de concretar aún más los detalles sobre el lugar y momento adecuados del apresamiento, el jefe de la policía judía había pedido a Judas que se personase en el Templo durante la mañana del día siguiente.

Ultimada la secreta captura de Jesús, los sacerdotes allí reunidos respiraron aliviados, felicitándose mutuamente por la inesperada y providencial presencia de aquel renegado. Y allí mismo, después de una corta discusión, Caifás fijó ya el precio de la «compra» de Jesús: treinta «seqel» de plata[109]. Algunos de los saduceos, creyendo que el Sanedrín iba a cumplir su promesa de glorificar a Judas, estimaron que aquel dinero era excesivo. Pero el sumo sacerdote les hizo ver y comprender que no eran esas sus intenciones…

Un desolador silencio puso punto final a aquella reunión en casa de José, el de Arimatea.

Como muy bien había señalado Ismael, la suerte del Maestro estaba echada…, a no ser, claro, que aquellos dos hombres actuaran de inmediato.

Antes de partir hacia el campamento de Getsemaní, José e Ismael se enzarzaron en una discusión que me hizo temblar. Por primera vez en el transcurso de mi misión, mi intervención a pesar de todas las precauciones— estaba a punto de provocar algo irremediable. Tanto el de Arimatea como el saduceo estimaban que había que denunciar a Judas y alertar a la totalidad del grupo. Su afán era totalmente comprensible. Sin embargo, y en un último esfuerzo por no alterar los acontecimientos, traté de hacerles comprender que aquélla no era la actitud más inteligente.

—Estoy conforme —les dije— con vuestro recto deseo de advertir al Maestro, pero ¿qué ganáis con hacer pública la traición del Iscariote?

Ni el anciano ni Ismael parecían comprenderme. Y me vi obligado a recurrir a un argumento que terminó por ser aceptado por ambos.

—Sabéis de la vieja enemistad y de los celos de Judas hacia hombres como Juan, Pedro y Santiago. Si éstos llegasen a sospechar siquiera lo que acaba de planear su compañero, ¿qué creéis que ocurriría…?

Mis amigos asintieron con su silencio.

—Hablad en secreto con el Maestro —proseguí—, si así lo estimáis, pero no carguéis el ya enrarecido ambiente del grupo. Dejad que sea Jesús —remaché— quien hable con Judas, si lo considera prudente. El rabí ama también al Iscariote y sabrá lo que debe hacerse…

Tras una encendida discusión, Ismael y José aceptaron mi propuesta y los tres, aprovechando las últimas luces del día, nos encaminamos hacia la falda del monte de los Olivos. El anciano y el saduceo, con la única y exclusiva finalidad de hablar con Jesús de Nazaret, y yo, con el alma encogida ante la posibilidad de que mi exceso de celo por seguir los pasos de Judas pudiera provocar una catástrofe.

Cuando entramos en el campamento, las mujeres habían preparado una reconfortante hoguera. Jesús no había regresado aún y los discípulos, inquietos y malhumorados, iban y venían, reprochándose mutuamente su falta de decisión por no haber escoltado al Maestro. Pedro, más alterado que el resto, llegó a proponer que un grupo de hombres armados saliera en su búsqueda. Pero Andrés —con su habitual serenidad— les recordó las palabras del rabí, haciéndoles ver que si él había dicho que «ningún hombre le pondría sus manos encima antes de que hubiera llegado su hora», así debería ser.

Mientras aguardábamos el retorno de Jesús y Juan Marcos, David Zebedeo se unió al grupo que formábamos José, el de Arimatea, Ismael ben Phiabi y yo, y con gran sigilo nos comunicó que sus «agentes» en Jerusalén le habían informado ya del complot que se estaba fraguando para acabar con la vida del Maestro. Nos miramos sin saber qué hacer. Pero José conocía de antiguo la especial discreción que distinguía a aquel astuto discípulo y nos tranquilizó. Con gran alivio por mi parte, la reunión de Judas con el Sanedrín había ido filtrándose poco a poco y los hombres que trabajaban para el Zebedeo no tardaron en informarle. Desde hacía años, el grupo de Jesús disponía de una curiosa red de «correos» o emisarios —organizados y dirigidos por David Zebedeo— cuyo trabajo era la transmisión de noticias. De esta forma, los numerosos amigos, familiares y simpatizantes del movimiento estaban al tanto de los mensajes y consignas que emanaban de Jesús o de sus hombres. David había ido viendo cómo las relaciones de su Maestro con los miembros del Sanedrín se deterioraban paso a paso y, por propia iniciativa, aquel miércoles había decidido montar en el campamento de Getsemaní un «cuerpo» especial de mensajeros. Al igual que Lázaro y sus hermanas, aquel judío de mente clara y gran valentía, parecía haber entendido mucho mejor que los apóstoles cuál iba a ser el fin de Jesús. Sin embargo, jamás le vi exponer estos temores ante el resto de los íntimos del Nazareno. Y siguiendo esta misma y sigilosa conducta, David nos comunicó sus pesimistas impresiones, haciéndonos saber igualmente que en previsión de males mayores— uno de sus «correos», enviado por él varios días antes a la población de Beth-Saida (al norte del lago de Genazaret), había llevado recado a su madre y a María, la madre de Jesús, para que viajasen de inmediato a Jerusalén. Ese mensajero había regresado hacia las cuatro de la tarde de aquel miércoles, comunicándole a Zebedeo que las mujeres y parte de la familia del Galileo estaban ya en camino y que quizá entrasen en el campamento esta misma noche o, a lo más tardar, por la mañana del jueves. José agradeció en nombre de todos la confianza que había demostrado David al ponernos al corriente de estos pormenores y, en compensación y suplicándole que mantuviera la boca cerrada, confirmó las noticias del Zebedeo sobre la traición de Judas.

Pero nuestra conversación se vio súbitamente interrumpida por una creciente agitación entre los discípulos que deambulaban por el huerto. Andrés se precipitó sobre nosotros, soltándonos a bocajarro:

—Ha corrido la noticia de que Lázaro ha huido de Betania.

David sonrió irónicamente. Y cuando Andrés se hubo alejado, comentó con pesadumbre:

—No os alarméis. Ha sido uno de mis mensajeros quien ha llevado a Lázaro la noticia de que el Sanedrín se disponía a prenderle hoy mismo. Tiene órdenes de dirigirse a Filadelfia y refugiarse en la casa de Abner.

No consideré oportuno preguntar quién era el tal Abner, aunque imaginé que se trataba de uno de los seguidores de Jesús en la Perea, al otro lado del Jordán.

José quedó muy impresionado. Estimaba mucho al resucitado y al conocer lo sucedido empezó a valorar —en toda su dimensión— la gravísima resolución de Caifás y de sus sacerdotes de arrestar al Maestro. Pero, sobreponiéndose, aguardó pacientemente a que llegara Jesús.

Muy cerrada ya la noche, el gigante y Marcos irrumpieron en el campamento, tan solos como habían marchado. Jesús soltó el lienzo que había anudado en torno a sus cabellos y, mostrándose de un humor excelente, saludó a sus amigos, sentándose junto al fuego, tal y como tenía por costumbre.

Pero la acogida no fue muy calurosa. Aquellos hombres estaban demasiado asustados y confusos como para seguir las bromas de su Maestro. En el fondo se habían acostumbrado a su presencia y aquella jornada, sin él, les había resultado extremadamente larga y vacía. Jesús notó en seguida el ambiente tenso y las caras largas. Sin embargo, nadie se atrevió a preguntarle. Ni uno solo tuvo valor para contarle el rumor sobre la precipitada huida de Lázaro…

A pesar de ello, el Galileo trató por todos los medios de borrar aquella atmósfera cargada y, durante un buen rato, se interesó por las familias de los discípulos. Al llegar a David Zebedeo, Jesús fue mucho más concreto, interrogándole sobre su madre y hermana menor. Pero David, bajando los ojos hacia el suelo, no respondió. Estaba claro que el jefe de los «correos» —que no cesaban de entrar y salir del campamento— había preferido no lastimar a Jesús, anunciándole que había dado órdenes para que María y el resto de su familia se personaran en Jerusalén. En aquel instante al observar la suma delicadeza del discípulo, sentí una gran simpatía hacia él. Aquel sentimiento terminaría por transformarse en admiración, a la vista de su comportamiento en las duras horas que siguieron al prendimiento de Jesús. Aquel hombre, precisamente, y su cuerpo de mensajeros, iban a constituir durante las negras jornadas que se avecinaban el «corazón» y el «cerebro» del maltrecho grupo…

En vista de que aquellas últimas horas no estaban resultando tan íntimas y familiares como deseaba el Maestro, éste, tomando la palabra, les dijo:

—No debéis permitir que las grandes muchedumbres os engañen. Las que nos oyeron en el Templo y que parecían creer nuestras enseñanzas, ésas, precisamente, escuchan la verdad superficialmente. Muy pocos permiten que la palabra de la verdad les golpee fuerte en su corazón, echando raíces de vida. Los que sólo conocen el evangelio con la mente y no lo experimentan en su corazón no pueden ser de confianza cuando llegan los malos momentos y los verdaderos problemas.

»Cuando los dirigentes de los judíos lleguen a un acuerdo para destruir al Hijo del Hombre, y cuando tomen una única consigna, entonces veréis a esas multitudes como escapan consternadas o se apartan a un lado en silencio.

»Entonces, cuando la adversidad y la persecución desciendan sobre vosotros, llegaréis a ver cómo otros (que pensabais que aman la verdad) os abandonan y renuncian al evangelio. Habéis descansado hoy como preparación para estos tiempos que se avecinan. Vigilad, por tanto, y rogad para que, por la mañana, podáis estar fortalecidos para lo que se avecina.

Al oír aquellas últimas palabras, Judas —que había regresado al campamento poco antes que nosotros— levantó la vista, mirando fijamente a Jesús. Pero, a excepción de David Zebedeo y de nosotros tres, ninguno de los discípulos asoció aquella advertencia con la inminente deserción del Iscariote.

Y hacia la medianoche, el Galileo invitó a sus amigos para que se retiraran a descansar.

—Id a dormir, hermanos míos —les dijo con una especial dulzura— y conservad la paz hasta que nos levantemos mañana… Un día más para hacer la voluntad del Padre y experimentar la alegría de saber que somos sus hijos.