7 DE ABRIL, VIERNES
Un silencio extraño había caído sobre el campamento. Yo sabía que aquélla no iba a ser una noche como las anteriores pero, a pesar de ello, noté en el ambiente una especie de pesada turbulencia. Como si miles de fantasmas —quizá esos «mensajeros invisibles» a los que se había referido Jesús— planeasen sobre las copas de los olivos, agitando, incluso, las menguadas lenguas de fuego frente a las que yo permanecía. Y un escalofrío agitó mi espalda.
El campamento dormía cuando, al filo de las doce de la noche, y una vez que Jesús y sus tres discípulos se perdieron entre las hileras del olivar, me levanté, advirtiendo a Eliseo que me dirigía al extremo norte del huerto. Con una rápida mirada recorrí las tiendas, la almazara y los cuerpos dormidos de los griegos y, una vez seguro de que todo se hallaba en calma, encaminé mis pasos hacia el muro que bordeaba el huerto por la cara Este y que yo había explorado ya en mi primera visita a la finca de Getsemaní. Antes de desaparecer monte arriba, David Zebedeo me había anunciado que, de mutuo acuerdo con Juan Marcos, llevarían a cabo una vigilancia extra. Él, en las proximidades de la cima del Olivete —cubriendo así el flanco oriental del campamento— y el muchacho, en el sendero que serpenteaba junto a la puerta de entrada al huerto y que moría en el puente sobre el barranco del Cedrón. De esta forma, si la policía del Templo intentaba asaltar el refugio del Nazareno —bien por el camino más corto: el del Cedrón o por la cumbre del Olivete—, Marcos o el Zebedeo podrían dar la alerta, respectivamente. Pero los acontecimientos iban a desarrollarse de otra forma…
Lentamente, procurando ocultarme entre la masa de árboles, fui avanzando hacia la gruta, sin perder contacto en ningún momento con el parapeto de piedra. De acuerdo con las consignas de Caballo de Troya, mi observación de la llamada por los cristianos «la oración del huerto» debía efectuarse sin que los protagonistas de la misma tuvieran conocimiento o sospecha de mi presencia. Para ello debía saber con precisión en qué lugar permanecerían los tres apóstoles y dónde pensaba orar el Maestro. Si Jesús, como suponía, elegía las proximidades de la cueva, mi escondite sería precisamente aquella pared que cercaba la propiedad de Simón, «el leproso».
Eliseo llevaba razón. Tal y como me había advertido horas antes, la fuerte perturbación en los altos niveles de la atmósfera —al este de Palestina— empezaba a notarse sobre Jerusalén. Un viento cada vez más insistente y bochornoso agitaba los árboles, silbando como un lúgubre presagio por entre las tortuosas ramas y raíces de los olivos. El cañafístula que crecía junto a la caverna castañeteaba cada vez con más fuerza, ayudándome a orientarme.
Al alcanzar el fondo del huerto descubrí enseguida la figura del Galileo, en pie y con la cabeza baja, casi clavada sobre el pecho. Se encontraba, en efecto, a cuatro o cinco metros de la entrada de la gruta, en mitad del reducido calvero existente entre el olivar y la peña. A los pies del Maestro se extendía una de aquellas costras de caliza, blanqueada por la luna llena.
Sin perder un minuto salté al otro lado del muro y, arrastrándome sobre la maleza, rodeé la caverna, apostándome a espaldas del corpulento cañafístula. Desde allí —perfectamente oculto—, pude seguir, paso a paso, todos los movimientos y palabras de Jesús de Nazaret.
La claridad derramada por la luna me permitía ver la figura del Maestro con comodidad. Sin embargo, necesité acostumbrar mis ojos a la oscuridad que dominaba la masa de los olivos para descubrir, al fin, las siluetas de Pedro, Juan y Santiago. Los discípulos se habían sentado en tierra, acomodándose con sus mantos entre los últimos árboles, a poco más de una treintena de pasos del punto donde permanecía el Nazareno. Desde aquella distancia, y a pesar de mis esfuerzos, no pude confirmar si se hallaban dormidos o no. A los quince o treinta minutos, deduje que, al menos dos ellos, debían haber caído en un profundo sueño, a juzgar por sus posturas —totalmente echados sobre el suelo— y por los inconfundibles ronquidos de Pedro. Un tercero, sin embargo, aparecía reclinado contra el tronco de uno de los olivos, aunque no podría jurar que estuviese dormido.
De pronto, cuando me encontraba atareado preparando la «vara de Moisés», un crujido de ramas me sobresaltó. Me volví y, a cosa de diez o quince metros, mis ojos quedaron fijos en un bulto blanco que se deslizaba entre las jaras, aproximándose. Tomé el cayado en actitud defensiva y, con las rodillas en tierra, me dispuse a rechazar el ataque de lo que, en un primer momento, identifiqué como un extraño animal. Pero, cuando aquella «cosa» estaba casi al alcance de mi vara, se detuvo. ¡Era el joven Juan Marcos!
Respiré profundamente haciéndole una señal para que continuara agachado. El muchacho llegó hasta mí, explicándome al oído que había abandonado su guardia porque quería estar cerca del Maestro. No me atreví a sugerirle que regresara al camino pero, dadas las circunstancias, le pedí que se mantuviera conmigo y en el más absoluto silencio. Al ver a Jesús en actitud orante, Marcos lo comprendió y me hizo un gesto de aprobación. A partir de esos momentos, y aunque procuré no perder de vista al impetuoso adolescente, mi atención quedó absorbida ya por el gigante de Galilea.
Y en ello estaba cuando, súbitamente, Eliseo —con gran excitación— abrió la conexión auditiva, informándome de algo que me dejó atónito ¡El radar del módulo estaba recibiendo información de un objeto que «volaba» sobre la zona!
—Pero, ¡no es posible! —le contesté, metiendo prácticamente la cabeza entre mis rodillas, de forma que el muchacho no pudiera oírme.
Jasón, te juro que he maniobrado la antena y la pantalla de aproximación del radar[123] está codificando un eco metálico. Ahí arriba, a unos 6 000 pies, se está moviendo algo… ¡Sí!, ahora lo veo mejor… Se encuentra en 360°-30 millas…[124] ¡Dios santo! ¡Se ha parado!…
Levanté los ojos hacia el firmamento y en la dirección que había transmitido Eliseo, pero no observé nada anormal. La fuerte luminosidad de la Luna, cada vez más alta, dificultaba la visión de la estrellas.
Mi compañero en la «cuna», tan confundido y perplejo como yo, permaneció con los cinco sentidos sobre aquel insólito «visitante». Pero el objeto se había inmovilizado y así permanecería durante un buen rato.
Aún no me había recuperado de la sorpresa producida por la aproximación de aquel misterioso objeto volante cuando vi cómo Jesús se desplomaba, clavando sus rodillas en tierra. El golpe seco contra el suelo hizo estremecer a Juan Marcos. Ni el muchacho ni yo habíamos visto jamás al Galileo con un semblante tan pálido y abatido.
Durante varios minutos, permaneció con la barbilla enterrada entre los pliegues del manto que cubría sus hombros y pecho. Aquella profunda inclinación de su cabeza no me dejaba ver con claridad su rostro, aunque casi estoy seguro que mantenía los ojos cerrados.
Sus brazos, inmóviles y derrotados a lo largo del cuerpo, acentuaban aún más aquel repentino decaimiento.
Después, muy lentamente, fue elevando la cabeza, hasta dejar sus ojos fijos en el cielo. El viento había empezado a enredar sus cabellos. Y levantando los brazos por encima del rostro, exclamó con voz apagada y suplicante: «¡Abbá!»… «¡Abbá!».
Quedé desconcertado. Aquella palabra aramea —que yo había escuchado en más de una ocasión, cuando los niños se dirigían a sus padres— venía a significar «papá». Era el familiar y conocido apelativo cariñoso que, por cierto, los judíos no empleaban jamás cuando se dirigían a Dios. ¿Por qué lo utilizaba Jesús?
Sus ojos me impresionaron igualmente: aquel brillo habitual se había difuminado. Ahora aparecían hundidos y sombreados por una tristeza que, de no haber conocido el probado temple de aquel Hombre, hubiera jurado que se hallaba muy cerca del miedo.
—¡Abbá! —murmuró de nuevo—. He venido a este mundo para cumplir tu voluntad y así lo he hecho… Sé que ha llegado la hora de sacrificar mi vida carnal… No lo rehúyo, pero desearía saber si es tu voluntad que beba esta copa…
Sus palabras retumbaron en el huerto como un timbal fúnebre. No podía dar crédito a lo que estaba oyendo: ¿Es que Jesús estaba atemorizado?
—… Dame la seguridad —prosiguió— de que con mi muerte te satisfago como lo he hecho en vida.
Sus manos, abiertas, tensas e implorantes, fueron descendiendo poco a poco. Pero su rostro —tenuemente iluminado por la Luna— no se movió. Y sin saber por qué, yo también miré hacia la legión de estrellas y luceros, esperando que se produjera alguna señal.
En ese instante, y como si Eliseo hubiera leído mis pensamientos, abrió la conexión, gritándome:
—¡Jasón, Jasón!… Se mueve otra vez. Ese objeto se está desplazando… ¡No puedo creerlo!… Ha cambiado el rumbo: ahora está siguiendo el radial 240[125]… ¡Jasón, viene hacia aquí!… ¿Me oyes, Jasón?
—Te escucho «5 X 5» —le respondí como pude—. Pero, ¿no será algún meteoro?
Eliseo casi me manda al infierno por aquella pregunta, evidentemente estúpida.
—Esa «cosa», Jasón, ha hecho estacionario[126] durante más de veinte minutos… Ahora se mueve muy despacio.
Si aquel inexplicable objeto se hallaba aún a unas 30 millas de nuestra posición, era ridículo que siguiera escudriñando el espacio. Traté, pues, de calmar a mi hermano en el módulo, rogándole que me mantuviera puntualmente informado de las evoluciones del eco en el radar.
Mientras tanto, el Maestro se había levantado y, dando media vuelta, caminó hacia los discípulos. Dada la distancia no pude registrar sus palabras, pero sí observé cómo se inclinaba sobre sus hombres, tocándoles con la mano izquierda. Los dos que yacían se despertaron y vi cómo se incorporaban parcialmente.
Al poco, Jesús retornó hasta el calvero. Los tres apóstoles le observaron durante breves minutos, terminando por recostarse nuevamente.
Conforme fue aproximándose aprecié algo extraño. El gigante se tambaleaba. Sus pasos eran indecisos, como si estuviera a punto de desplomarse.
Nada más llegar junto a la laja de piedra, cayó de bruces. Por un momento pensé que se había desmayado. Parte de su cuerpo había quedado sobre la plancha rocosa, boca abajo e inmóvil. Juan Marcos se incorporó, dispuesto a socorrerle. Pero, sujetándole por el brazo, le hice ver que no era conveniente molestarle. Supongo que si el Galileo no llega a moverse, el fogoso Marcos no habría seguido mis consejos y hubiera saltado en auxilio de su Maestro. Pero Jesús estaba plenamente consciente y el joven se tranquilizó.
Como si una fuerza invisible hubiera descargado sobre él un fardo de cien kilos, así fue incorporándose el Maestro. Muy lentamente, siempre con la cabeza hundida, el Galileo terminó por sentarse sobre sus talones. Y así permaneció un buen rato, de rodillas, en un angustioso silencio y sin levantar el rostro. Inconscientemente, Juan Marcos y yo cruzamos una mirada. ¿Qué estaba pasando? ¿A qué se debía aquel súbito hundimiento?
Jesús levantó el rostro hacia las estrellas y, gimiendo, llamó de nuevo a su Padre. Sus pómulos y nariz aparecían afilados. La expresión de su rostro me impresionó. Había una mezcla de angustia y pavor. Sus labios, entreabiertos, comenzaron a temblar y, casi inmediatamente, todo su cuerpo empezó a estremecerse. Eran convulsiones cortas. Muy rápidas y casi imperceptibles. Como si un viento helado estuviera azotando cada una de sus células.
El Nazareno cruzó sus brazos sobre el tórax, haciendo fuerza con sus manos sobre los costados, como tratando de dominar aquellas convulsiones.
Y, de pronto, su frente, cuello y sienes se humedecieron con un sudor frío. Los estremecimientos se hicieron entonces más intensos y continuados y Jesús se dobló materialmente por su cintura, tocando la superficie de piedra con la frente.
—¡Abbá!… ¡Abbá!…
Aquélla fue la única palabra que acertó a pronunciar. Pero, más que una llamada, era un grito contenido de angustia y terror.
Ahora estoy seguro que, en aquellos duros y cruciales momentos, el Galileo debió experimentar una punzante e indescriptible sensación de soledad, de aflicción y quizá, ¿por qué no?, de miedo ante lo que le reservaba el destino.
Su cuerpo siguió tiritando y, de pronto, en un arranque, el Maestro se echó atrás, elevando sus manos y rostro.
Al verle quedé petrificado…
Toda su cara, frente, cuello así como las palmas de las manos, habían enrojecido. La fina película inicial de sudor se había convertido en sangre… Juan Marcos ocultó el rostro entre sus manos.
Desde el cuero cabelludo, unas gruesas gotas sanguinolentas fueron resbalando sobre aquella extravasación, deslizándose por los ángulos internos de los ojos y rodando después por las mejillas, hasta perderse en el bigote y la barba. Algunos goterones permanecían segundos en las comisuras de la boca, convirtiéndose después en hilos de sangre que caían aparatosamente sobre los haces musculares del cuello.
En uno de aquellos temblores, Jesús inclinó un poco su cabeza y la luna arrancó varios destellos de su pelo. La sangre había inundado también sus cabellos.
Medio hipnotizado por aquella súbita reacción del organismo de Jesús, casi olvidé utilizar la «vara de Moisés». Y, precipitadamente, la situé de forma que pudiera filmar la escena y, al mismo tiempo, iniciar una exploración de la piel y de algunos de los órganos internos de Jesús, mediante el rastreo ultrasónico. (Como ya comenté anteriormente, el «cayado» encerraba, entre otros dispositivos, un equipo miniaturizado, capaz de emitir este tipo de ondas mecánicas o ultrasonidos. La «cabeza emisora» dispuesta en la parte superior de la vara —a 1,70 metros de la base— había sido acondicionada para captar las ondas reflejadas, ampliándolas proporcionalmente y acumulando la información en la memoria de titanio del computador nuclear. Una vez en el módulo, los ultrasonidos —previamente codificados— podían ser convertidos en imágenes, analizando los órganos y las reacciones fisiológicas del Maestro, tratando así de encontrar explicaciones[127].
El orificio común de salida y proyección de estos delicados sistemas había sido igualmente camuflado con una banda de pintura negra. Y en el filo de dicha banda, Caballo de Troya había dispuesto otros dos clavos de cabeza de cobre. Al pulsar cada uno de ellos quedaba activado automáticamente el mecanismo correspondiente: bien el de ultrasonidos o el de «teletermografía». Con el fin de orientar con precisión cada uno de estos flujos, la misión me había dotado de unas lentes de contacto a las que llamábamos «crótalos»[128]. Estas «lentillas» especiales —del tipo duro— fueron fabricadas con un producto de una calidad muy superior al que normalmente utilizan los laboratorios de óptica y que, dado su carácter secreto, no puedo revelar[129]. Lo ideal, por supuesto, hubiera sido el uso de unas gafas de «visión nocturna», con las que poder seguir la trayectoria del láser infrarrojo, así como los cambios de colores en el cuerpo del Nazareno,[130] consecuencia de las variaciones de su temperatura corporal y de las distintas alteraciones fisiológicas provocadas por las torturas. Pero obviamente, esto no era posible y Caballo de Troya diseñó estas «lentillas», totalmente transparentes, que, una vez ajustadas a los ojos, hacían factible el seguimiento, sin levantar peligrosas extrañezas entre los habitantes de la época.
Procurando dar la espalda a Juan Marcos, eché mano del pequeño estuche que contenía las «crótalos» adaptándolas a mis ojos. Aunque las «lentillas» habían sido perfecionadas con sales monoiónicas,[131] capaces de permitir una aceptable circulación de la lágrima en el ojo y una excelente oxigenación de la córnea, el general Curtiss me había advertido encarecidamente que no abusase de las mismas, limitando su uso a períodos máximos de 30 o 40 minutos[132]. Y rápidamente pulsé el clavo que accionaba la emisión de ultrasonidos[133].
El espectáculo que se ofreció a mis ojos (aunque en realidad debería decir «a mi cerebro») fue casi dantesco: el rostro, cuello y manos de Jesús se volvieron de un color azul verdoso, consecuencia del descenso de su temperatura corporal en dichas zonas (probablemente por el efecto refrigerante del sudor y de la sangre que manaban por sus poros).
La túnica emitía un blanco mucho más intenso, mientras el manto lucía una tonalidad más oscura, casi negra. El follaje verde del olivar estalló en un rojo indescriptible…
Al pulsar la cabeza del clavo a su segunda posición —la más profunda—, de la parte superior de la «vara de Moisés» surgió un finísimo rayo de luz rojiza: era el láser infrarrojo. Y sin perder un segundo lo dirigí hacia el rostro, cuello, cabellos y manos del Nazareno. Por supuesto, ni Juan Marcos ni nadie que hubiera podido presenciar aquella escena habría visto ni oído nada. Como ya dije, el láser trabajaba en la frecuencia del infrarrojo y, por tanto, resultaba invisible al ojo humano.
Después de un minucioso recorrido sobre las áreas ensangrentadas, cambié la frecuencia de los ultrasonidos (haciendo retornar el clavo a su primera posición), centrando el haz de luz en la parte superior del vientre del rabí. De esta forma, explorando el páncreas, quizá obtuviésemos una explicación satisfactoria sobre el origen de aquel sudor en forma de sangre. (Cuando, a nuestro regreso de este primer «gran viaje», Caballo de Troya pudo analizar el cúmulo de imágenes obtenidas por estos procedimientos, los especialistas en bioquímica y hematología llegaron a varias e interesantes conclusiones. Aquel sudor sanguinolento o «hematohidrosis» había sido provocado por un agudo stress. El Nazareno —tal y como yo había podido apreciar— se vio sometido a un profundo decaimiento, motivado, a su vez, por una explosiva mezcla de angustia, soledad, tristeza y, quizá, temor ante las durísimas pruebas que le aguardaban. Esta violenta tensión emocional, según los especialistas, había conducido a la liberación de determinados «elementos» existentes en el páncreas[134], que forzaron la ruptura de los capilares, encharcando las glándulas sudoríparas. Una vez rotos los poros subcutáneos, la sangre fluyó al exterior, mezclada con el sudor.
El fenómeno —tan aparatoso como raro— es, sin embargo, perfectamente posible desde el punto de vista médico. El evangelista Lucas, en este caso, sí había acertado. (Pierre Benoit cuenta en una de sus obras cómo en 1914, un soldado que estaba a punto de ser conducido ante un pelotón alemán de fusilamiento, sudó sangre, como consecuencia del pavor insuperable que le produjo aquella angustiosa situación).
Y aunque esta expulsión sanguinolenta o extravasación —que no hemorragia— en el Hijo del Hombre no representó una pérdida importante de sangre, los informes de Caballo de Troya sí estimaron en cambio que dejó la piel de Jesús en un alarmante estado de fragilidad. Esta circunstancia resultaría determinante, de cara a la «carnicería», más que suplicio, a que sería sometido pocas horas después. Me refiero, naturalmente, al castigo de los azotes. Aquella ruptura generalizada de la red de capilares o finísimos vasos por los que circula la sangre bajo la piel convertiría la flagelación en un trágico baño de sangre…
Una de mis preocupaciones en aquellos primeros momentos del fuerte stress sufrido en el huerto fue el seguimiento del ritmo cardíaco y arterial de Jesús. Al dirigir los ultrasonidos sobre el corazón, el «efecto Doppler» arrojó un ritmo de 135 pulsaciones por minuto. En cuanto a la tensión arterial, la cifra se había elevado a 210 de máxima. (El ritmo cardíaco normal del Nazareno fue calculado en 60 latidos por minuto y su tensión arterial media en 130 máxima y 80 mínima. Aquello significaba, evidentemente, una profunda alteración orgánica. Los especialistas de Caballo de Troya estimaron asimismo que la descarga previa de adrenalina en el torrente sanguíneo de aquel Hombre —a la vista de la resistencia arterial periférica— pudo ser del orden de 10 microgramos por kilo y minuto).
Poco a poco, al cabo de diez o quince minutos, conforme el rabí fue serenando su espíritu, el ritmo cardíaco y arterial fueron recobrando la normalidad. Sin embargo, aquella dura prueba en opinión de los expertos en nutrición— significó, además, el total agotamiento de las 750 calorías suministradas al organismo en la reciente cena. El stress debió suponer un consumo de calorías sensiblemente superior a esa cantidad por lo que el Nazareno, en opinión de los médicos de Caballo de Troya, tuvo que empezar a tirar de sus reservas naturales posiblemente a partir de la una o las dos de la madrugada de este viernes. (Con aquel aporte energético, y suponiendo que Jesús se hubiera retirado a descansar inmediatamente, el organismo hubiera podido aguantar hasta las ocho de la mañana, aproximadamente. Pero, con la crisis iniciada en el huerto de Getsemaní, los especialistas, como digo, estimaron que el organismo del Hijo del Hombre tuvo que iniciar una «lipolisis» o disolución de la grasa del tejido adiposo, con el único fin de suministrar ácido graso y sobrevivir. Las reservas de glucógeno o azúcar concentrada se agotarían en cuestión de horas, y la naturaleza del Galileo no tendría otra alternativa que «echar mano», repito, de sus grasas).
La situación del Maestro, desde un punto de vista puramente médico, empezaba a ser delicada.
A los quince o veinte minutos de iniciado aquel primer «chequeo» —a base de ultrasonidos—, desconecté el láser, deshaciéndome de las «crótalos». Juan Marcos seguía con el rostro oculto por las manos, negándose a mirar a su Maestro. Pasé mi brazo por sus hombros y acaricié su cabeza. Poco a poco, fue descubriendo su cara. Estaba llorando.
En el calvero, el Galileo había ido bajando sus manos. Las convulsiones habían cesado y también el flujo de sangre. Algunos de los chorreones, más caudalosos que el resto de los reguerillos, habían coagulado ya. Muy pronto, si el Maestro no tenía la precaución de lavarse, la sangre seca convertiría su hermoso rostro en una máscara… Jesús levantó de nuevo los ojos hacia el firmamento y, con una voz algo más serena, repitió prácticamente su primera oración:
—Padre…, muy bien sé que es posible evitar esta copa. Todo es posible para ti… Pero he venido para cumplir tu voluntad y, no obstante ser tan amarga, la beberé si es tu deseo…
Entre esta segunda oración (no sé si debería calificarla así) y la primera, observé un notable cambio, tanto en el estado emocional del Maestro como en su postura frente a los ya inminentes acontecimientos. Mientras en sus primeras palabras flotaba la duda, en esta ocasión, el Galileo parecía haber superado parte de su inquietud, mostrándose definitivamente decidido a asumir su suerte. Es posible que este cambio mental fuera responsable, en buena medida, de su progresiva tranquilización. Pero todo esto, naturalmente, sólo son apreciaciones muy subjetivas.
El caso es que, enfrascado en mis primeras verificaciones médicas y pendiente de las palabras de Jesús, casi me había olvidado de Eliseo y de la aproximación de aquel enigmático objeto. Pero mi compañero no tardó en recordármelo:
—¡Atención, Jasón…! Esa «cosa» abandona el estacionario y se mueve de nuevo… ¡Por todos los…!
La transmisión de mi compañero se interrumpió breves segundos. Al fin, Eliseo —muy alterado— continuó:
—… ¡Ha caído como un cubo…! ¡Jasón, ese chisme ha descendido a nivel 30 en un segundo![135] ¡No puede ser…! Si continúa bajando lo perderé… ¡No! De momento se mantiene… Pero se dirige hacia nosotros…
Pegando materialmente mis labios al tronco del cañafístula le pregunté:
—Entendí 30…
—Afirmativo —respondió Eliseo—. Es 30… Y sigue aproximándose en radial 100[136]… El radar estima su posición en 10 millas. Si no varía el rumbo pronto lo tendrás a la vista…
Pero, por más que miré no logré distinguirlo. Fue entonces, al levantar la vista hacia las estrellas cuando caí en la cuenta de otro extraño fenómeno: el ramaje del corpulento árbol tras el que me ocultaba había quedado súbitamente inmóvil. El viento había cesado. Tampoco aprecié movimiento alguno en las copas de los olivos ni en la maleza que nos rodeaba. Los cabellos de Jesús se hallaban igualmente en reposo.
Un tanto alarmado interrogué a Eliseo sobre la velocidad y dirección del viento…
—A 40000 pies, 120 grados 50[137] —respondió mi hermano—. Pero, espera… ¡A nivel 10 ha desaparecido…! No lo entiendo…
De pronto, por mi izquierda (aproximadamente con rumbo Este), distinguí un punto de luz que se desplazaba por encima de la cumbre del Olivete. Venía derecho hacia nuestra posición y con una trayectoria que, en principio, me pareció totalmente horizontal al suelo.
Atónito y medio tartamudeando presioné mi oído derecho:
—¡Eliseo…! ¡Lo estoy viendo…! ¡Hacia las nueve de mi posición![138]… Trae rumbo Este… Pero, por todos los diablos, ¿qué es eso?
La respuesta del módulo serviría para confirmar que no era víctima de una alucinación…
—Afirmativo —exclamó Eliseo, tan desconcertado como yo—. La pantalla de altura sigue detectándolo a nivel 10… ¡Ahora acaba de sobrevolar la «cuna»!… Lo tengo «colimado»[139]… ¿Velocidad? ¡Es increíble!: no llega a las 60 millas por hora… Pero, ¿qué pasa?
La comunicación volvió a interrumpirse. Fueron segundos eternos…
Entretanto aquella «luz» había alcanzado nuestra vertical. ¡Y se detuvo!
¡Jasón! —apareció al fin mi compañero—. Jasón, ¿me recibes?
—Afirmativo —me apresuré a responderle—. Y lo tenemos sobre nuestras cabezas…
—Jasón, algo está ocurriendo en el radar. ¡Esa «cosa» está «blocándome»![140]… ¿Se aprecia descenso de nivel?
—Negativo —contesté sin perder de vista la «luz»—. Parece que sigue en estacionario.
Apenas si había terminado de transmitir estas palabras a Eliseo cuando, en décimas de segundo, la «luz» efectuó una «caída» libre, inmovilizándose quizá a cincuenta o cien metros sobre el calvero. Todo fue tan vertiginoso que no tuve tiempo de nada. Quedé paralizado. Y, como yo, Juan Marcos y —supongo— todo cuanto se hallaba en derredor nuestro. Yo seguía absolutamente consciente: veía y escuchaba, pero no acertaba a mover mis músculos. Mi aparato locomotor no obedecía los impulsos de mi cerebro y de mi voluntad. Era inútil que tratase de forzarlos. La proximidad de aquella «luz» circular, de un blanco superior al de la soldadura autógena y potentísima, nos había inmovilizado. Durante los segundos que duró aquello, sí pude oír la voz de mi compañero en el módulo que —sumamente preocupado— no hacía otra cosa que llamarme… Pero, como digo, a pesar de mis esfuerzos, no podía articular palabra alguna.
Casi al mismo tiempo que aquella masa luminosa —de más de cincuenta metros de diámetro— hacía estacionario sobre el lugar, una especie de «cilindro» luminoso partió del centro del «disco», iluminando a Jesús, las lastras de piedra y el terreno, en un radio aproximado de cinco o seis metros. El Maestro, con la cara levantada, no parecía alarmado. Y siguió de rodillas… Mi confusión no tenía límites. ¿Cómo era posible que el Nazareno no se sintiera tan aturdido y atemorizado como yo?
Aquel miedo que me había invadido era compartido plenamente por mi joven compañero, a juzgar por la postura en que había quedado. El fulminante descenso de la «luz» le había hecho llevar sus brazos sobre la cabeza, en un movimiento reflejo de protección. Y así seguía, con el cuerpo encogido y el rostro apuntando hacia la silenciosa masa luminosa…
No acierto a entender cómo llegó hasta allí, pero, casi en el instante mismo que el «cilindro» de luz blanca tocó el calvero, una figura humana —eso me pareció al menos— surgió sobre la laja de piedra, aproximándose inmediatamente al rabí. Estaba de espaldas a mí y, por supuesto, a pesar de la cegadora luz que inundaba la zona, su estructura física tenía que ser sólida y consistente. Una prueba de ello es que, al llegar a la altura del Maestro, lo ocultó con su cuerpo.
El pavor, posiblemente, agudizó aún más los escasos sentidos que seguía controlando. Y toda mi atención quedó polarizada en la figura de aquel ser. Era muy alto. Mucho más que Jesús. Posiblemente alcanzase los dos metros y pico. No vestía como nosotros. Al contrario, su indumentaria me recordó la de los pilotos de combate de la USAF, aunque con un buzo mucho más ajustado y de un brillo intensamente metalizado. (Aunque esta sensación bien podría haber estado mediatizada por la aguda claridad reinante).
El «mono» parecía de una sola pieza, con un cinto relativamente ancho y de la misma tonalidad —similar a la del aluminio— que el resto del traje. Los pantalones (eso me llamó mucho la atención) se hallaban recogidos en el interior de unas botas de media caña y de un color dorado. En cuanto a su cabeza, sólo pude ver la zona occipital y la nuca. Tenía un cabello blanco, lacio y abundante, que caía hasta los hombros. Indudablemente se trataba de un individuo musculoso y ancho de hombros.
Aunque el silencio reinante era total, no alcancé a oír palabra alguna. Ignoro si hubo conversación. Lo único que pude percibir fue el movimiento del brazo derecho de aquel ser, dirigido hacia Jesús que, presumiblemente, debía continuar de rodillas…
De no haber sido por Eliseo, tampoco hubiera sido capaz de contabilizar el tiempo transcurrido. Según mi compañero, aquel «lapsus» —en el que la conexión auditiva con el módulo quedó «en blanco»— duró entre cuatro y cinco minutos, aproximadamente.
Al cabo de este «tiempo», la figura de aquel ser y el «cilindro» luminoso se extinguieron instantáneamente. Y he dicho bien: ¡Instantáneamente! No hubo —o, al menos, yo no pude apreciarlo— elevación de aquel ser hacia el disco luminoso. Y tampoco lo vi alejarse o desaparecer por el olivar… Sencillamente, no tengo explicación. Acto seguido, la «luz» experimentó unos suaves balanceos, elevándose en vertical con una aceleración que me dio vértigo. En un abrir y cerrar de ojos (suponiendo que hubiera podido realizar dicho pestañeo), el objeto se convirtió en un punto insignificante, perdiéndose en el infinito. Casi al momento, tanto Juan Marcos como yo recuperamos nuestra movilidad. Y el viento volvió a soplar con fuerza entre las ramas de los árboles, mientras las cabras encerradas en la gruta balaban lastimeramente.
—… ¡Jasón…! ¿Me recibes…? ¡Jasón!, ¡por Dios!, ¡contesta…! La voz de Eliseo seguía repicando en mi oído.
Inspiré con todas mis fuerzas, tratando de calmar mis nervios.
—A-fir-ma-ti-vo. . .— le respondí con lo poco que me quedaba de voz.
—¡Roger…! ¡Al fin…! Jasón, ¿estás bien…? ¿Qué ha pasado…?
Como pude tranquilicé a mi compañero, indicándole que procuraría explicárselo más adelante. La verdad es que mi confusión había aumentado. Por un instante pensé que todo había sido una pesadilla. Pero no. Al dirigir la vista hacia el Maestro mi perplejidad aumentó: ¡La película sanguinolenta y los reguerillos que cubrían su faz, cuello y manos habían desaparecido! Su semblante, todavía pálido y demacrado, no presentaba, sin embargo, señal alguna del reciente fenómeno de «hematohidrosis». Era imposible que Jesús hubiera tenido tiempo de acudir hasta algunos de los recipientes del campamento que contenían agua y proceder al lavado de su cara, cuello y manos. Además, aceptando este supuesto, yo le habría visto alejarse y, por supuesto, regresar junto a la roca. Por el contrario, estoy seguro —absolutamente seguro— que el Maestro no había abandonado en ningún momento su postura: arrodillado sobre el calvero.
Juan Marcos, incomprensiblemente, seguía agazapado detrás del muro de piedra, como si nada hubiera ocurrido. Más adelante, cuando le interrogué sobre lo sucedido aquella noche en el huerto, el muchacho respondió afirmativamente:
«Sí —me dijo sin darle excesiva importancia y como si hubiera sido testigo de otros sucesos similares—, el Padre hizo descender un ángel… Claro que lo vi…».
El Galileo, mucho más sereno, levantó nuevamente su vista hacia los cielos y sonrió. Después, con paso firme, se incorporó, dirigiéndose hacia el filo del olivar. No sé cómo pero la súbita presencia de aquel «ángel», «astronauta», «fantasma», o lo que fuera, había influido decisivamente en el ánimo del Hijo del Hombre. La expresión del evangelista— «y el ángel le reconfortó»— no podía ser más apropiada.
El Nazareno debió encontrar a sus discípulos nuevamente dormidos. Y tras gesticular con ellos, volvió sobre sus pasos, arrodillándose por tercera vez al borde de la piedra. Era asombroso. Ninguno de los discípulos parecía haberse dado cuenta de lo ocurrido. Probablemente, se hallaban dormidos.
Una vez allí, ya con su habitual tono de voz, el Maestro habló así, siempre con la mirada fija en lo alto:
—Padre, ves a mis apóstoles dormidos… Extiende sobre ellos tu misericordia. En verdad, el espíritu está presto, pero la carne es débil…
Jesús guardó silencio e inclinó su cabeza, cerrando los ojos. Después, a los pocos segundos, dirigió su rostro nuevamente a los cielos, exclamando:
—Y ahora, Padre mío, si esta copa no se puede apartar… la beberé. Que se haga tu voluntad y no la mía…
Debían ser casi la una de la madrugada de aquel viernes, 7 de abril, cuando el gigante después de permanecer unos minutos en total recogimiento— se alzó por última vez, acudiendo al punto donde sus tres íntimos, por enésima vez, habían caído bajo un profundo sueño.
Pero, en esta ocasión, el Galileo no retornó al calvero. Despertó a sus hombres y, poco después, los cuatro se internaban en el olivar, perdiéndose de vista.
He meditado mucho sobre aquellas extrañas palabras de Jesús. ¿Qué pudo querer decir cuando habló de «apartar la copa»? ¿Se refería a la posibilidad de evitar los suplicios y su propia muerte? Durante algún tiempo así lo creí. Pero, después de ser testigo de su horrenda Pasión y de su increíble comportamiento, otra interpretación —más sutil si cabe— ha venido a sustituir a mi anterior hipótesis. Ahora he empezado a intuir la gran «tragedia» del Maestro en aquellos críticos momentos de la llamada «oración del huerto». No fue el miedo lo que posiblemente provocó su honda angustia y el posterior sudor sanguinolento. Él sabía lo que le reservaba el destino y, como demostró sobradamente, se enfrentó al dolor abierta y valientemente. Pero, de la mano de esas torturas, el Galileo sabía que llegarían también las humillaciones. Tuvo que ser la «contemplación» de esas ya inminentes vejaciones por parte de las criaturas que Él mismo había creado lo que, quizá, le sumió en un agudo estado de postración. Sí realmente era el Hijo de Dios, la simple observación —y mucho más el padecimiento— de la barbarie y primitivismo de «sus hombres» para con Él mismo tenía que resultar insoportable. Salvando las distancias, imagino el brutal sufrimiento moral que podría significar para un padre el ver cómo sus hijos le abofetean, insultan, hieren e injurian…
Juan Marcos y yo nos apresuramos a salvar el muro que nos separaba del calvero donde había tenido lugar la triple oración del huerto y, con idéntica prudencia, penetramos en el olivar, siguiendo los pasos de Jesús y sus hombres. Conforme nos acercábamos a la explanada del campamento, un pensamiento —quizá tan absurdo como inoportuno— seguía martilleando en mi cerebro. No podía borrar de mi mente las imágenes de aquel ser de más de dos metros y del objeto porque «aquello» tenía que ser un vehículo tripulado— que había sido capaz de desafiar tan elocuentemente las leyes de la gravedad. ¿Qué clase de artefacto era aquél? ¿Qué tecnología podía soslayar semejantes aceleraciones y deceleraciones?[141] Y, sobre todo, ¿qué relación guardaba todo aquello con Jesús y con la Divinidad?
Hubiera dado diez años de mi vida por haber registrado la conversación entre el Maestro y aquel misterioso ser y maldije mi mala estrella, que no me permitió contemplar los rostros de ambos personajes e interpretar al menos lo ocurrido entre los dos. Desde entonces, una afilada incertidumbre anida en mi corazón: ¿podía ser aquél un ángel? Si realmente era así, ¡qué lejos están los teólogos de la verdad…!
Cuando, al fin, nos asomamos al campamento, todo seguía más o menos igual. Los discípulos del Maestro, profundamente dormidos, permanecían ajenos a cuanto acababa de suceder a pocos metros de las carpas. Y digo que todo seguía más o menos igual porque, coincidiendo con nuestro retorno, dos de los agentes secretos de David Zebedeo entraban también en el huerto. Jadeantes y excitados preguntaron por su «jefe». Fue Juan Marcos quien les señaló el lugar donde montaba guardia.
El Maestro, entre tanto, había aconsejado a Pedro, Juan y Santiago que se retiraran a dormir. Pero los apóstoles, suficientemente despejados quizá con los cortos pero profundos sueños que habían disfrutado en las proximidades de la gruta, y cada vez más nerviosos ante la súbita llegada de los mensajeros, se resistieron. El fogoso Pedro, sin poder resistir la tentación, interrogó a uno de los agentes del Zebedeo. Y el hombre, acorralado por las preguntas de Simón, terminó por declararle que una partida de sicarios del Sanedrín y una escolta romana se dirigían hacia allí. Pedro retrocedió con el rostro descompuesto. Y, cuando intentó dirigirse a las tiendas, con ánimo de despertar a sus compañeros, Jesús se interpuso en su camino, ordenándole que guardara silencio. La recomendación del Galileo fue tan rotunda que los discípulos, desconcertados, quedaron clavados en el suelo.
Los griegos, que acampaban al aire libre, fueron despertados también por la precipitada irrupción de los agentes del Zebedeo y no tardaron en rodear a Jesús y a los tres apóstoles, interrogándoles. Pero el Maestro, que había recobrado su habitual calma, les rogó que se tranquilizaran y que volvieran junto al molino de aceite. Fue inútil. Ninguno de los presentes se movió de donde estaba.
El Nazareno comprendió al instante la actitud de sus hombres y, sin mediar palabra, se alejó del grupo, abandonando el campamento a grandes zancadas.
Durante algunos segundos, los griegos y los apóstoles dudaron. Y una vez más fue el joven Juan Marcos quien tomó la iniciativa. En un santiamén escapó del huerto, perdiéndose colina abajo.
Aquella inesperada reacción de Jesús, saliendo de la finca de Getsemaní, me desconcertó. Según los evangelios canónicos, fuente informativa primordial, el llamado prendimiento debería llevarse a cabo en el referido huerto. Sin embargo, el Nazareno acababa de abandonarlo… Sin pensarlo dos veces seguí los pasos del muchacho, sin preocuparme de los tres apóstoles y de los griegos, que permanecían inmóviles en mitad del campamento.
Tanto Jesús como Juan Marcos habían tomado el conocido camino que discurría por la falda occidental del Olivete y que me había llevado en varias ocasiones hasta el puentecillo sobre la depresión del entonces seco torrente del Cedrón.
En ese momento, y justamente al otro lado del puente, me llamó la atención el movimiento de un nutrido grupo de antorchas. Al observar más detenidamente comprobé que se dirigía hacia este lado del monte. Aquellos debían ser los hombres armados de los que había hablado el mensajero del Zebedeo. Desconcertado, continué bajando por la vereda hasta que, en uno de los recodos del camino, vi a Marcos —mejor debería decir que sólo distinguí su lienzo blanco— refugiándose a toda prisa en una pequeña barraca de madera que se levantaba al pie mismo del sendero. Me detuve sin saber qué hacer. Pero mis sorpresas en aquella madrugada del viernes no habían hecho más que empezar.
Junto a la mencionada casamata distinguí otra cuba —similar a la construida a la entrada del campamento de Getsemaní— que debía formar parte de uno de los lagares de aceite que tanto abundaban en el monte de las Aceitunas. El Maestro se había sentado sobre el murete de piedra de la prensa, a unos dos pasos de la pista y de cara a la dirección que traía el cada vez más cercano y oscilante enjambre de luces amarillentas.
En un primer momento pensé en ocultarme también en la barraca. Pero deseché la idea. Ignoraba absolutamente el curso que podían tomar los acontecimientos y preferí mantenerme en un lugar más abierto. A ambos lados del sendero se extendían sendas plantaciones de olivos. Aquél podía ser un buen observatorio. Y rápidamente abandoné la pista, internándome en el oscuro olivar situado a la izquierda del camino. Elegí uno de los árboles más gruesos, trepando a lo alto y camuflándome entre su ramaje. Desde allí, Jesús quedaba a poco más de cinco o seis metros. Pero, de pronto, me vi asaltado por una duda que casi me hizo descender del olivo: ¿Y si el Galileo regresaba al campamento? En ese caso no tendría más remedio que arriesgarme y seguir a la tropa…
Si no me equivocaba, la distancia recorrida por Jesús desde la puerta de entrada al huerto de Simón, «el leproso», hasta aquella curva del serpenteante camino de herradura, había sido de unos cien o ciento cincuenta pasos. Y al verle allí, tan extrañamente sereno, empecé a comprender. No hacía falta ser muy despierto para suponer que su rápido alejamiento de la zona donde permanecían sus hombres sólo podía estar motivado por el deseo de que su encuentro con Judas y la policía del Sanedrín no afectase a los discípulos. El sabía que muchos de los discípulos y de los griegos disponían de armas y probablemente quiso evitar el más que seguro riesgo de un choque armado. Si la memoria no me fallaba, en el campamento debía haber en aquellos momentos alrededor de sesenta hombres. Habría sido suficiente que cualquiera de ellos —Pedro o Simón, el Zelotes, por ejemplo— hubieran sacado sus espadas para provocar un sangriento combate. Si la versión del agente secreto de Zebedeo era correcta, a los levitas del Templo había que añadir la patrulla romana. Y esto, indudablemente, complicaba las cosas. Los legionarios de la Fortaleza Antonia no se distinguían precisamente por sus dulces modales… Yo había sido testigo de su ferocidad en el apaleamiento de un compañero. ¿Qué podía esperarse entonces de aquellos aguerridos infantes, en el caso de que se llegara a un enfrentamiento? Lo más probable es que muchos de los discípulos del Maestro habrían resultado heridos o muertos y, en el mejor de los casos, hechos prisioneros. Y Jesús, a juzgar por sus oraciones en el olivar, quería evitarlo a toda costa. ¿Qué hubiera sido de su misión y de la futura propagación del evangelio del reino si los directamente encargados de esa predicación hubieran caído esa noche en Getsemaní?
Las antorchas aparecían y desaparecían entre la espesura, acercándose cada vez más. Pedí información a Eliseo sobre la hora exacta. Era la una y quince minutos de la madrugada.
La luna seguía brillando con todo su esplendor, proporcionándome una más que aceptable visibilidad.
De pronto, y cuando el racimo de antorchas se hallaba aún a cierta distancia de la almazara sobre la que aguardaba el Maestro, vi aparecer por la vereda a un individuo. Subía a la carrera, siguiendo la dirección del campamento. Jesús, al verle, se puso en pie, saliendo al centro del camino. El presuroso caminante —a quien en un primer momento no acerté a identificar descubrió enseguida la alta figura del Galileo, con su blanca túnica bañada por la luna. La inesperada presencia del Maestro, cortándole el paso, debió desconcertarle porque se detuvo al momento. Pero, tras unos segundos de indecisión, prosiguió su avance, esta vez sin demasiadas prisas. El misterioso personaje, envuelto en un manto oscuro, debía hallarse a unos treinta o cuarenta metros del rabí cuando, por el fondo del sendero, irrumpió en escena el pelotón que portaba las antorchas. Venía en desorden, aunque formando una larga hilera de gente. A primera vista, el número de individuos rebasaba el medio centenar.
Conforme fueron acercándose pude distinguir, entre los hombres de cabeza, alrededor de treinta soldados romanos. Vestían la misma indumentaria que yo había visto entre los legionarios de la Torre Antonia e iban armados con espadas, algunas lanzas y escudos. Inmediatamente detrás casi mezclados con los primeros—, un tropel de 40 o 50 levitas o policías del templo, armados en su mayoría con bastones y mazas con clavos.
Mi desconcierto llegó al máximo cuando, por mi derecha, surgieron otras antorchas, diseminadas entre los olivos. No eran muchas: quizá una decena. Pero zigzagueaban a gran velocidad, descendiendo hacia el punto donde se hallaba Jesús. Por la dirección que traían supuse que se trataba de los discípulos. Y un escalofrío volvió a recorrerme el cuerpo. Si ambos bandos llegaban a enfrentarse quién sabe lo que podía ocurrir.
El grupo de mi izquierda —el que procedía de Jerusalén— siguió avanzando en silencio hasta detenerse a un tiro de piedra del Galileo.
Por su parte, los que acababan de aparecer por la derecha terminaron por concentrarse en el sendero. Una vez reagrupados, continuaron bajando, pero con gran lentitud.
Cuando el tropel que llegaba con ánimo de prender al Nazareno se detuvo, los seguidores de Jesús hicieron otro tanto. Estos últimos quedaron bastante más cerca del Maestro. Quizá a veinte o veinticinco pasos.
A la luz de las teas distinguí en primera línea a Pedro. Y con él, Juan, Santiago y una veintena de griegos. Sin embargo, por más que forcé la vista, no vi a Simón, el Zelotes, ni tampoco al resto de los apóstoles y discípulos. Aquello significaba que no habían sido despertados.
Durante unos minutos que se me antojaron interminables, sólo el viento silbó entre los olivos, agitando las llamaradas de las hachas de ambos grupos.
Jesús —en medio— seguía pendiente de aquel hombre que se había destacado de la turba procedente de la ciudad santa.
Cuando faltaban apenas unos metros para que dicho personaje llegase a la altura del rabí, la luna hizo resaltar la palidez de su rostro: ¡Era Judas!
Pero, ¿por qué se había adelantado a la tropa?
Aquella incógnita sería resuelta a la mañana siguiente, poco antes del fatal e inesperado suceso que provocaría la muerte del Iscariote…
(Una vez más, Judas había maquinado sus planes con tanta astucia como ruindad).
Y al fin, Jesús reaccionó. Con gran aplomo arrancó hacia Judas pero, al llegar a su altura, se desvió hacia la linde izquierda del camino, esquivando al traidor. El Iscariote, perplejo, se revolvió al momento. El Maestro había continuado en dirección a la soldadesca, deteniendo sus pasos a pocos metros del grupo. Y desde allí, con gran voz, interpeló al que parecía el jefe:
—¿Qué buscas aquí?
El soldado romano, que a juzgar por su casco con un penacho de plumas rojas y su espada (situada en el costado izquierdo), debía ser un oficial, se adelantó a su vez y, en griego, respondió:
—¡A Jesús de Nazaret!
El Maestro avanzó entonces hacia el posible centurión y con gran solemnidad exclamó:
—Soy yo…
Al escuchar las serenas y majestuosas palabras de aquel gigante, los cinco o seis legionarios que ocupaban la primera línea retrocedieron bruscamente. Este súbito movimiento hizo que algunos de ellos tropezaran con los compañeros situados inmediatamente detrás, provocando una serie de grotescas caídas. Entre los que dieron con sus huesos en tierra había también varios que portaban antorchas. Y éstas, al desparramarse sobre los caídos, contribuyeron a multiplicar la confusión. El oficial, indignado, retrocedió hasta el grupo de cabeza y comenzó a golpear a los torpes y vacilantes soldados con el bastón que llevaba en su mano derecha.
(Aquella escena me trajo a la memoria el relato evangélico de Juan: el único que habla de esta caída generalizada de parte de la tropa que había llegado para prender al Maestro. Pero, lejos del carácter milagroso que algunos teólogos y exégetas han querido ver en dicho suceso, la única verdad es que aquellos hombres rodaron por el suelo como consecuencia de un movimiento mal calculado. Otro asunto es por qué retrocedieron. En mi opinión, es posible que sintieran miedo. Casi todos habían visto a Jesús cuando predicaba en la explanada del templo y también era muy probable que hubieran sabido de sus prodigios y de su poder. Si unimos esto a la valentía con que el Galileo se presentó ante ellos, quizá ahí tengamos la respuesta…).
Mientras los infantes romanos se incorporaban y recomponían su maltrecha dignidad, Judas cuyos planes no estaban saliendo tal y como él había previsto, según pude averiguar horas más tarde— se acercó al Nazareno, abrazándole. E inmediata y ostensiblemente —de forma que todos pudiéramos verle— se alzó sobre las puntas de sus sandalias, estampando un beso en la frente de Jesús, al tiempo que le decía:
—¡Salud, Maestro e Instructor!
Y el Galileo, sin perder la calma, le respondió:
—¡Amigo…!, no basta con hacer esto. ¿Es que, además, quieres traicionar al Hijo del Hombre con un beso?
Antes de que Judas pudiera reaccionar, el Maestro se zafó del abrazo del traidor, encarándose nuevamente con el oficial romano y con el resto de la tropa.
—¿Qué buscan?
—¡A Jesús de Nazaret! —repitió el oficial.
—Ya te he dicho que soy yo… Por tanto —prosiguió Jesús—, si al que buscas es a mí, deja a los demás que sigan su camino… Estoy dispuesto a seguirte…
El oficial encontró razonable la petición del Nazareno. Se situó a su lado y, cuando se disponía a regresar a Jerusalén, uno de los guardianes del Sanedrín salió del pelotón abalanzándose sobre Jesús. Llevaba en sus manos una cuerda. Y a pesar de que el jefe de la patrulla romana no había dado tal orden, aquel sirio, que respondía al nombre de Malchus o Malco, se apresuró a sujetar los brazos del rabí, tratando de atarlos por la espalda.
Al verlo, el oficial levantó su bastón, dispuesto sin duda a espantar a aquel intruso, Pero la fulminante entrada en acción de Pedro y sus compañeros arruinaría los propósitos del responsable del prendimiento.
Efectivamente, con una rapidez vertiginosa, Pedro y el resto —indignados por la acción de Malco— se precipitaron sobre él. Simón, Santiago y algunos de los griegos habían desenfundado sus espadas y, lanzando todo tipo de imprecaciones, se dispusieron al ataque.
Antes de que la escolta romana tuviera tiempo de proteger a Malco, Pedro —espada en alto— cayó sobre el aterrorizado siervo del sumo sacerdote, lanzando un violento mandoble sobre su cráneo. En el último segundo, Malco logró echarse a un lado, evitando así que la potente izquierda de Simón le abriera la cabeza. El filo de la espada, sin embargo, rozó la parte derecha de su cara, rebañándole la oreja e hiriéndole en el hombro.
Jesús levantó entonces su brazo hacia Pedro y con gran severidad recriminó su acción:
—¡Pedro, envaina tu espada…! Quienquiera que desenvaine la espada, morirá por la espada. ¿No comprendéis que es voluntad de mi Padre que beba esta copa? ¿No sabéis que ahora mismo podría mandar a docenas de legiones de ángeles y sus compañeros me librarían de las manos de los hombres?
Los discípulos —y especialmente Pedro— quedaron aturdidos. No entendían las palabras del Maestro y, mucho menos, su docilidad ante aquellos enemigos.
Malco seguía retorciéndose y aullando de dolor cuando Jesús se inclinó sobre él. Con una gran firmeza retiró la mano del sirio del ensangrentado oído, colocando la palma de su diestra sobre la herida. En cuestión de segundos, los quejidos disminuyeron, haciéndose cada vez más espaciados y débiles. Después, el rabí repitió la operación, depositando su mano sobre el hombro.
Desde lo alto del árbol no pude verificar qué clase de curación efectuó el Galileo. Sin embargo, lo que sí estaba claro es que había detenido la copiosa hemorragia y «congelado» prácticamente el dolor de aquel desdichado. (En el transcurso de las dos siguientes e intensas jornadas, antes de mi definitivo regreso al módulo, traté por todos los medios de localizar al mencionado sirio e inspeccionar el tajo que le había propinado Pedro. Sin embargo, mis esfuerzos resultaron baldíos).
La belicosa actitud de Pedro y de sus compañeros sólo sirvió para empeorar las cosas. El oficial romano ignoró las pacíficas palabras y el gesto humanitario de Jesús para con Malco y ordenó a sus legionarios que sujetaran al Nazareno, amarrando sus muñecas a la espalda.
Mientras le maniataban, el Maestro, profundamente dolorido por aquella humillación, se dirigió a los levitas y soldados quienes, con las espadas y bastones dispuestos para repeler cualquier otro ataque, contemplaban la escena:
—¿Para qué sacan sus espadas y palos contra mí, como si fuera un ladrón? Todos los días he estado con vosotros en el templo, educando y enseñando públicamente al pueblo, sin que hicierais nada para detenerme…
Pero nadie respondió.
Una vez inmovilizado con gruesas cuerdas, el oficial se dirigió a sus hombres, ordenando que prendiesen también a aquel «grupo de fanáticos», según sus propias palabras. Pero la patrulla no reaccionó a tiempo y Pedro y sus compañeros huyeron del lugar, arrojando las antorchas contra los romanos. Este nuevo lapsus de la escolta fue más que suficiente como para que la veintena de seguidores del Maestro se desperdigara ladera arriba, entre los olivares. La casi totalidad de los legionarios salió en su persecución. Sin embargo, los discípulos —mejores conocedores del terreno y con un pánico lo suficientemente grande como para volar, más que correr— no tardaron en desaparecer. La prueba es que, a los cinco o diez minutos, la tropa regresó al camino, iniciando el retorno a Jerusalén. El Maestro, fuertemente escoltado, no tardó en desaparecer con el grupo en uno de los recodos del sendero.
Eran las dos menos diez de la madrugada…
El vocerío de los legionarios fue disipándose. Y allí quedé yo, con el corazón encogido y sumido en un silencio de muerte. Pero debía seguir mi misión. Así que, procurando no hacer excesivo ruido, descendí de la copa del olivo. Mis ideas —lo reconozco— no se hallaban muy claras. Durante varios segundos, y todavía al pie del árbol, dudé. ¿Qué camino debía tomar? Tratar de volver al campamento e incorporarme a lo que quedase del grupo de griegos y discípulos no me pareció lo mejor. Además, ¿quién sabe dónde podían haber ido a parar? Era mucho más lógico seguir las huellas del pelotón de soldados y policías del Templo. Pero, ¿cómo llegar hasta ellos sin levantar sospechas y, lo que era peor, sin que me detuviesen?
Cuando me disponía a dejar el olivar y encaminarme hacia la ciudad santa, las siluetas de dos legionarios rezagados aparecieron de improviso entre los olivos que se levantaban al otro lado del sendero. Me pegué como pude a uno de los troncos y esperé a que pasasen. Si descubrían mi presencia me hubiera visto en una delicada situación. Pero, en el momento en que los soldados entraban en la vereda, Juan Marcos —que había permanecido oculto durante todo el prendimiento— se asomó con gran sigilo a la puerta de la barraca. Aquello fue su perdición. Los romanos vieron al instante su escandalosa sábana blanca, precipitándose hacia el muchacho. Esta vez, la reacción de los infantes fue tan rápida que Marcos no tuvo tiempo de escapar.
Y uno de los legionarios hizo presa en el lienzo mientras el segundo, también a la carrera, cubría las espaldas de su compañero. Pero el ágil Marcos no se dio por vencido. Y sin pensarlo dos veces se desembarazó de la sábana, huyendo desnudo hacia la masa de olivos por donde habían irrumpido los inoportunos extranjeros. Aquella maniobra del joven pilló desprevenidos a los romanos que, para cuando salieron tras él, habían perdido unos segundos preciosos.
El que había logrado sujetarle arrojó el lienzo al suelo y, maldiciendo, desenvainó su espada, iniciando una atropellada carrera. El compañero hizo lo mismo, internándose de nuevo en el bosque. Pero la mala suerte parecía cebarse aquella noche sobre la tropa romana y el segundo legionario tropezó en una de las raíces del olivar, cayendo de bruces. Como consecuencia del golpe, el casco del romano salió despedido, rodando por la pendiente. Pero el enfurecido infante —cegado por el afán de capturar al emboscado— se olvidó de su yelmo.
Sabía que podía ser arriesgado pero, dejándome llevar por la intuición, abandoné mi escondrijo, aproximándome al lugar donde había quedado el casco. Lo recogí y, tratando de tranquilizarme, esperé. Era, en efecto, un yelmo de cuero, sin ningún tipo de adorno o distintivo.
No tuve que esperar mucho. A los pocos minutos, los legionarios regresaron a la linde del olivar. Sin embargo, enfrascados en la búsqueda del yelmo, no se percataron de mi presencia. Entonces, levantando la voz y el casco, me dirigí a ellos en griego.
Al verme, los soldados no reaccionaron. Y, poco a poco, fueron aproximándose. Un sudor frío empezó a empapar mi túnica. Si aquella estratagema no resultaba, mi seguridad podía verse seriamente amenazada.
El que había extraviado el yelmo llegó hasta mí y, deteniéndose a un par de metros, me inspeccionó de pies a cabeza. Se hallaba sudoroso y sin aliento. El segundo legionario no tardó en situarse a su lado.
Intenté sonreír pero, francamente, no sé si lo logré. El caso es que, procurando disimular el agudo temblor de mis manos, le tendí el casco. El romano se apresuró a tomarlo, arrebatándomelo con violencia. Y acto seguido se lo encasquetó.
—¿Quién eres? —habló al fin el segundo soldado.
—Me llamo Jasón —respondí con el corazón en un puño—. Soy griego y me dirijo a Jerusalén…
Y, de pronto, recordé la autorización que me había extendido el procurador romano, con el fin de facilitar mi ingreso en la fortaleza Antonia. Sin dudarlo, eché mano de la bolsa de hule y les mostré el salvoconducto explicándoles que esa misma mañana del viernes debería visitar a Poncio Pilato.
Los legionarios desviaron la mirada hacia el rollo, aunque dudo que supieran leer. Sin embargo, sí debieron identificar la firma de Poncio porque su actitud se hizo más asequible y condescendiente.
—¿De dónde vienes?
—De Betania…
—Entonces —repuso el legionario que hablaba griego—, ¿no sabes lo que ha ocurrido aquí?
—¿Aquí? —pregunté adoptando un tono de total ignorancia—… No, ¿qué ha ocurrido?
—Es igual —concluyó el legionario—. Nosotros también vamos hacia Jerusalén. Si lo deseas podemos escoltarte…
Me sentí encantado con semejante proposición pero, cuando todo parecía solucionado, el soldado que había perdido el casco tomó la lanza del compañero y, sin más, la inclinó sobre mi pecho. Quedé paralizado. Y al mirar de nuevo al infante, aquel rostro se me hizo familiar. El soldado terminó por sonreír. «¡Claro! —recordé de pronto—. Aquel romano era el centinela de la Torre Antonia… El que me había apuntado con su pilum mientras José, el de Arimatea, y yo esperábamos a que regresara su compañero…».
Le devolví la sonrisa y el legionario —satisfecho al ver que le había reconocido— retiró la jabalina, explicándole al segundo e intrigado soldado que, en efecto, me había visto a las puertas de la Torre Antonia y que no mentía.
Aquel fortuito encuentro con mi «amigo», el legionario, iba a servirme de mucho…
Los soldados tenían prisa por alcanzar el pelotón que conducía al Nazareno y, al poco, divisamos las antorchas. Pero, ante mi sorpresa, el grupo se hallaba detenido en mitad del camino. Cuando la pareja de rezagados se reincorporó a la patrulla romana, yo insinué que quizá fuese más prudente que permaneciera en la cola o que siguiera mi camino hacia Jerusalén. Pero el centinela, que parecía muy honrado con mi amistad, me aconsejó que siguiera junto a él. Y así lo hice.
De esta forma, al aproximarme al oficial que mandaba el pelotón, comprendí por qué se habían detenido. El jefe de los levitas pugnaba por llevar al Nazareno a la residencia de Caifás. Sin embargo, el optio romano, una especie de lugarteniente de los centuriones[142], responsable de la captura y custodia del prisionero, se oponía a esta decisión, estimando que sus órdenes eran precisas: Jesús de Nazaret debía ser conducido a la presencia del ex sumo sacerdote Anás. (Al parecer, las relaciones entre el procurador romano y las castas sacerdotales judías seguían manteniéndose a través del poderoso e influyente suegro de Caifás).
La policía levítica tuvo que ceder y Arsenius —el optio o suboficial romano— ordenó que la patrulla reanudara su camino hacia el barrio bajo de Jerusalén.
Durante la discusión, Jesús permaneció en silencio, con los ojos bajos y prácticamente ausente.
Judas, por su parte, se había situado entre los dos jefes —el romano y el levita— pero, por más que intentaba el diálogo con ellos, éstos evitaban sus preguntas, permaneciendo en un total y violento silencio. Cuando pregunté al legionario el por qué de aquella actitud del optio y del capitán de los policías del Templo hacia el Iscariote, mi amigo respondió con una afirmación contundente:
—Es un traidor…
Estábamos ya a pocos metros del puente que enlazaba la falda del Olivete con la explanada situada al pie de la muralla oriental del Templo cuando ocurrió algo desconcertante e imprevisto.
A la cabeza del cortejo marchaban ambos «capitanes». En medio de ambos, Judas, e inmediatamente detrás, la patrulla romana, rodeando estrechamente a Jesús. Por último, el tropel de levitas y siervos del Sanedrín, envueltos en sus mantos y rabiosos por la tajante decisión del suboficial romano de entregar al Galileo al ex sumo sacerdote. Yo caminaba a la izquierda del grupo, junto a los últimos legionarios.
Y, súbitamente, Juan, el Evangelista, apareció por la derecha, adelantándose hasta llegar a la altura del Maestro. Quedé estupefacto ante la valiente decisión del joven discípulo. Por lo que pude observar, Juan debía haber perdido el manto en la anárquica dispersión de los seguidores del rabí. Vestía únicamente su túnica corta —hasta las rodillas— y, en la faja, una espada.
Al verlo, los policías del Templo se alarmaron y advirtieron a su jefe la presencia del galileo. El pelotón se detuvo nuevamente y el capitán de los levitas ordenó a sus hombres que prendieran y ataran también a Juan. Pero, cuando los sicarios de Caifás se disponían a amarrarle, Arsenius intervino de nuevo. Aquel veterano suboficial, sagaz y de condición noble, se interpuso entre el apóstol y los levitas, exclamando:
—¡Alto! Este hombre no es un traidor, ni tampoco un cobarde… Los hebreos no parecían muy dispuestos a perder también aquella oportunidad y protestaron enérgicamente. Los ojos del ayudante del centurión se clavaron en los del capitán de la guardia del Sanedrín. Bajo su rostro, pésimamente afeitado, sus mandíbulas crujieron y levantando el bastón hasta situarlo a un palmo de la frente del jefe de los levitas, repitió en tono amenazante:
—Te digo que este hombre no es un traidor ni un cobarde. Pude verle antes y no sacó su espada para resistir. Ahora ha tenido la valentía de llegar hasta aquí para estar con su Maestro.
Y haciendo silbar su vara con una serie de cortos y bruscos golpes de su muñeca, añadió, al tiempo que el responsable de los judíos retrocedía espantado:
—¡Que nadie ponga sus manos sobre él…! La ley romana concede a todos los prisioneros el privilegio de un amigo que le acompañe ante el tribunal. Nadie impedirá, por tanto, que este galileo permanezca al lado del reo.
El odio y el desprecio del optio romano por los judíos en general, y por aquellos en particular, debían ser tan considerables que, en el fondo, la insólita decisión del suboficial pudo estar motivada, en mi opinión, no sólo por la admiración hacia el audaz gesto de Juan, sino también por el mero hecho de humillar y contradecir a aquellos «cobardes, incapaces de enfrentarse por sí mismos al Nazareno». (Al llegar al palacio de Anás, José de Arimatea me explicaría con todo lujo de detalles las tortuosas maniobras del Iscariote y de los levitas que llegaron, incluso, a solicitar de la guarnición romana que les acompañasen para prender al Maestro).
Y debo añadir que, a mi regreso de este primer «gran viaje», consulté a destacados expertos en Derecho y Jurisprudencia romanos, tratando de averiguar si, efectivamente, había existido esa ley, invocada por el optio. Pero, hasta el momento, mis indagaciones han resultado infructuosas. Los antiguos romanos, como hoy los ingleses tradicionales, no eran muy amantes de leyes, tal y como nosotros las interpretamos. Su «derecho», afortunadamente para ellos, no se basaba precisamente en «leyes»[143]. Según los especialistas a quienes pregunté, esa disposición del suboficial Arsenius no se hallaba reñida con las costumbres de la época y, sobre todo, de las autoridades que ocupaban aquella provincia romana. La discrecionalidad existente a la hora de impartir justicia o de tratar a un prisionero era tal que, al menos para los estudiosos del Derecho Romano, la conducta del suboficial resultaba perfectamente posible. No podemos olvidar que los dueños y señores de vidas y haciendas de aquel revolucionario país seguían siendo los romanos.
Esta providencial orden del optio de la Torre Antonia vino a despejar otra de mis interrogantes. ¿Cómo era posible que Juan Zebedeo fuera el único apóstol que declara en sus escritos haber sido «testigo presencial» de muchos de los sucesos que acontecieron a lo largo de aquel viernes? Por lógica, de no haber sido por esta inapreciable «ayuda» del suboficial Arsenius, el seguidor de Jesús habría tenido muchos problemas para poder asistir a los interrogatorios y a la crucifixión. Tal y como estaban las cosas, hubiera sido casi imposible que las castas sacerdotales —que odiaban al Maestro y a sus discípulos— cedieran y aceptasen la libre presencia de ninguno de los amigos del prisionero. Sólo una imposición superior, emanada en este caso de la autoridad romana, pudo permitir a Juan la asistencia a los restringidos prolegómenos de la muerte de Cristo.
Como medida precautoria, el suboficial romano ordenó a uno de sus hombres que desarmara a Juan. Y el pelotón continuó su camino.
El público reconocimiento de la valentía de Juan por parte del suboficial romano representó un duro golpe para la dignidad de Judas. Avergonzado, con la cabeza baja y el ceño contraído, fue aminorando el paso hasta quedarse solo y rezagado. Y así llegó a la casa de Anás.
Juan, prudentemente, no habló en ningún momento con su Maestro, ni éste hizo tampoco intención alguna de dirigirse al joven. Las circunstancias, además, no lo hacían aconsejable. Sin embargo, cuando enfilamos las desiertas calles de Jerusalén, me las ingenié para situarme al lado del Zebedeo y preguntarle por el resto de los hombres y, muy especialmente, por qué había tomado aquella arriesgada decisión de unirse a Jesús. El apóstol, con los ojos enrojecidos por el ininterrumpido llanto, pareció alegrarse un poco al comprobar que no se hallaba del todo solo y me confesó que, una vez que lograron despistar a los legionarios, Pedro y él habían decidido seguir a Jesús. Del resto sólo sabía que había huido en dirección al campamento. Durante el sigiloso seguimiento, Juan recordó las instrucciones que le diera el Maestro, en el sentido de que permaneciera a su lado, y se apresuró a alcanzarle. Mientras tanto, Pedro —si es que no había cambiado de parecer— debía encontrarse a cierta distancia, siguiéndonos y camuflado entre la maleza.
Hacia las dos y cuarto de la madrugada, la comitiva se detuvo ante la residencia de Anás, muy cerca de la Puerta de Sión, en el extremo oeste de la ciudad y a corta distancia, según mis cálculos, de la casa de Juan Marcos. Allí, frente a la cancela del espacioso jardín que se abría frente al palacete, el suboficial romano cedió oficialmente al prisionero al jefe de los levitas. Pero antes, dirigiéndose a uno de los legionarios y de forma que todos pudiéramos oírle, ordenó:
—Acompaña al preso y vela para que estos miserables no le maten sin el consentimiento de Poncio. Evita que lo asesinen y guarda de que a este galileo —dijo refiriéndose a Juan— le esté permitido acompañarle en todo momento. Observa bien cuanto suceda…
Y dando media vuelta se alejó del lugar, en compañía del pelotón de legionarios. Al despedirme del soldado deposité disimuladamente una moneda de plata entre sus dedos, agradeciéndole su ayuda y rogándole que, antes de regresar a la fortaleza, le hablase al compañero que había sido designado por Arsenius para proteger a Jesús y a Juan y le suplicase que me permitiera hacerles compañía. El infante sonrió y, sin formular pregunta alguna, se entendió con el legionario para que mis deseos fuesen cumplidos. Otro discreto y oportuno denario de plata en el puño de este último terminó por disipar todas las suspicacias y recelos. De momento, mi presencia en la sede de Anás estaba garantizada.
Una vez en el patio, parte de la guardia del Templo se despidió, alejándose de la suntuosa residencia del ex sumo sacerdote. Y varios servidores de Anás acudieron precipitadamente hasta el jefe de los levitas. Este les ordenó que avisaran a su amo:
«El prisionero ha llegado», les dijo, señalando al Nazareno, que seguía con las manos atadas a la espalda e inmóvil en mitad de aquel enlosado cuadrangular. Juan continuaba al lado del Maestro y el legionario, a su vez, procuraba no perder de vista a ninguno de los dos, así como a un reducido grupo de policías y sirvientes del Templo que se afanaban en la preparación de una fogata. Apilaron varios troncos en una de las esquinas del oscuro patio y después de rociarlos con aceite, inclinaron una de las teas sobre la leña, prendiéndole fuego. La temperatura había descendido algunos grados y casi todos los allí presentes fueron aproximándose a la improvisada hoguera. A los pocos minutos, en el centro del patio sólo quedábamos Jesús, el jefe de los levitas —que seguía sosteniendo la gruesa maroma con la que habían maniatado al Hijo del Hombre—, el joven discípulo, el soldado romano y yo. Frente a nosotros se levantaba una regia mansión de dos plantas, con una fachada enteramente de piedra labrada, y unas delicadas escalinatas semicirculares de mármol. En la puerta, débilmente iluminada por sendos faroles de aceite, se hallaba una mujer gruesa, de baja estatura, que sonreía sin cesar.
Pero aquella primera exploración del recinto se vio interrumpida por la repentina aparición de Judas. El traidor acababa de llegar a la casa de Anás. Pero, al ver a Jesús y a Juan, permaneció tras las altas rejas que se elevaban sobre el cercado de piedra. Y a los pocos minutos se alejó, siguiendo la misma calle que había tomado el grueso de la policía levítica. En su rostro, duro e impasible, no aprecié señal alguna de arrepentimiento. Al contrario. Tuve la sensación de que, durante aquellos instantes, el Iscariote disfrutó del «espectáculo». En el fondo, su venganza contra el Maestro y contra el discípulo amado de Jesús empezaba a fructificar.
Juan también vio a Judas. No así el Nazareno, que permanecía de espaldas a la puerta de entrada. El semblante del Galileo no había sufrido cambio alguno. Seguía ligeramente pálido y grave. Sus ojos apenas si se habían levantado en un par de ocasiones.
Y a los pocos minutos de la marcha del traidor, volví a sobresaltarme. Ahora era Pedro el que se hallaba detrás de los barrotes de la cerca. No entiendo cómo no se cruzó con Judas…
Nervioso, caminaba de un lado a otro de la verja, tratando de hacerse notar. Juan, al verlo, me hizo una señal con los ojos. Asentí con la cabeza, indicándole que ya me había dado cuenta.
Sinceramente, sentí lástima por aquel impetuoso pero cálido y bonachón apóstol.
Al cerciorarse de que tanto Juan como yo habíamos reparado en su presencia, Simón agarró los hierros con ambas manos y comenzó a gesticular con la boca. Juan y yo nos miramos sin terminar de comprender las intenciones de Pedro. Al fin, señalando con el dedo índice hacia su pecho, movió la cabeza, comunicándonos con aquella mímica labial que él también deseaba entrar en la casa. Yo le miré, encogiéndome de hombros. ¿Qué podía hacer?
En ese instante, uno de los sirvientes de Anás salió de la mansión, haciendo un gesto al jefe de los levitas para que entrase. Me volví hacia Pedro y leí en su rostro la más profunda de las desolaciones. Pero, al cruzar el umbral, Juan se dirigió a la mujer que permanecía en la puerta, rogándole que dejara pasar a su amigo. Y el apóstol señaló a Pedro con la mano.
Quedé desconcertado al oír cómo la gruesa matrona, sin pestañear siquiera y en —un tono cordial, accedía a la petición del Zebedeo, llamándole, incluso, por su nombre de pila. (A lo largo de esa angustiosa madrugada, Juan me aclararía que no había ningún secreto en el amable comportamiento de la guardesa. Tanto él como su hermano Santiago eran viejos conocidos de aquella mujer y de los sirvientes de la casa. Juan y su familia— especialmente su madre, Salomé, pariente lejana de Anás— habían sido invitados en numerosas ocasiones al palacete del ex sumo sacerdote).
Mientras el jefe de los levitas conducía al Nazareno al interior de la mansión, la portera descendió las escalinatas, procediendo a franquear la entrada al decaído y atemorizado Pedro.
Allí mismo fui presa de otra grave duda. Al ver entrar a Simón recordé que —si los Evangelios no erraban— las famosas negaciones del fogoso discípulo no tardarían en producirse. Y aunque los evangelistas Mateo, Marcos y Lucas situaban tales negaciones en la sede del sumo sacerdote Caifás, supuse que el testimonio de Juan —que menciona este suceso en el patio de Anás— debía ser el correcto.
El discípulo, al comprobar mi indecisión, me instó a que le acompañase. Pero elegí quedarme en el patio, junto a Pedro. Y así se lo dije. Después de todo, lo que pudiera ocurrir en el interior de la casa del suegro de Caifás se hallaba perfectamente «cubierto» con la presencia de Juan.
Estos razonamientos me tranquilizaron a medias y, sin perder un segundo, acudí al encuentro de Pedro.
El hombre, al verme, se abrazó a mí, sin poder contener las lágrimas. Estaba confuso. No acertaba a entender lo que estaba pasando y por qué Jesús se había dejado prender tan fácilmente. «Él, capaz de resucitar a los muertos —se lamentaba una y otra vez— no ha movido un sólo dedo para impedir que le capturasen… Y lo que es peor —añadía con una rabia sorda— es que ni siquiera nos ha dejado a nosotros la oportunidad de ayudarle… ¿Por qué? ¿Por qué?».
A duras penas traté de serenar sus ánimos. Pero su escasa inteligencia y su pasión por Jesús no le permitían razonar con claridad. Su mente era un torbellino donde se mezclaban por igual el odio hacia Judas y hacia los miembros del Sanedrín, el miedo por su propia seguridad y la del grupo y una inmensa incertidumbre por el rumbo que estaban tomando los acontecimientos. Es triste y casi increíble pero, no me cansaré de insistir en ello, ni Pedro ni el resto de los apóstoles habían entendido a aquellas alturas la verdadera misión del Hijo del Hombre…
Simón había empezado a temblar. No sé aún si de miedo y angustia o de frío. El caso es que, inconscientemente, nos fuimos aproximando a la fogata. Media docena de levitas y servidores de Anás se habían sentado «a la turca», calentándose muy cerca del fuego.
Yo hice otro tanto y Pedro siguió en pie, con los ojos perdidos en las llamas.
En eso, la mujer que le había abierto la cancela salió nuevamente de la casa, situándose bajo el dintel de la puerta. Los policías comentaban las incidencias del prendimiento, maldiciendo a los romanos. Uno de ellos, sin embargo, aludió al gesto del rabí, que había curado milagrosamente a Malco. Pero la tímida defensa del levita fue sofocada de inmediato por varios de los contertulios, que explicaron el suceso como «otra clara prueba del poder diabólico de Jesús». Uno de los acérrimos defensores de esta hipótesis recordó a sus compinches cómo los demonios eran en realidad ángeles caídos, invisibles o capaces de adoptar las más extrañas formas, dejando casi siempre unas huellas similares a las de los gallos. Otro de los servidores del Templo se opuso rotundamente a esta explicación, argumentando que los demonios eran en realidad los hijos que había engendrado Adán cuando tenía 130 años…
La discusión se hallaba en pleno hervor cuando, inesperadamente, la guardesa —sin perder aquella constante y maliciosa sonrisa— avanzó hacia el fuego, increpando a Pedro desde el extremo opuesto del círculo:
—¿No eres tú también uno de los discípulos de este hombre?
Los policías se volvieron hacia Simón con gesto amenazante y el apóstol, cuyos pensamientos se hallaban muy lejos de este súbito ataque, abrió los ojos desmesuradamente, sin poder dar crédito a lo que estaba sucediendo.
Aquella pregunta, en el fondo, era tan absurda como mal intencionada. Si Pedro hubiera reaccionado con un mínimo de frialdad y sentido común se habría dado cuenta que la matrona había sido la persona que, precisamente, le había abierto la cancela, a petición de Juan. Era obvio, por tanto, que la mujer estaba al tanto de la amistad existente entre ambos. Pero el miedo, una vez más, se apoderó de su cerebro y, casi tartamudeando, respondió:
—No lo soy…
La portera siguió impasible junto al fuego. Pero su atención se desvió pronto hacia la conversación de los sirvientes y levitas, que habían vuelto a enzarzarse en el asunto de los demonios. Ninguno de los allí presentes pareció dar demasiada importancia a la presencia de Pedro ni a su posible vinculación con el prisionero. Si el apóstol hubiera reparado en esta actitud generalizada de los levitas, probablemente habría logrado remontar su pánico.
Cuando dirigí los ojos hacia él, su rostro había enrojecido. Simón evitó mi mirada, mordiéndose los labios y arrugando nerviosamente los pliegues de su manto. En ese momento caí en la cuenta de que no llevaba su acostumbrada espada. Sin duda la había perdido en la huida o quizás se había desembarazado de ella antes de acercarse a la casa de Anás.
El policía cuya versión sobre los demonios había sido interrumpida por la llegada de la portera retomó el hilo de su exposición, haciendo ver a los presentes que el Galileo bien podía ser uno de esos «hijos» de Adán.
Pero la explicación del levita no satisfizo a la mayoría. Otro de los servidores del Sanedrín añadió que, generalmente, «estos diablos solían habitar en los pantanos, ruinas y a la sombra de determinados árboles…».
—Este —apuntó— no es el caso de ese galileo. Todos lo hemos visto predicar abiertamente en mitad de la explanada de los Gentiles. ¿Qué clase de demonio actuaría así…? —Y no olvidemos —terció otro de los presentes— que el rabí de Galilea ha curado a muchos lisiados…[144]
Ensimismado en aquella tertulia no reparé en la presencia, a mis espaldas, de una figura. Al sentir una mano sobre mi hombro izquierdo, me sobresalté. ¡Era José de Arimatea!
Me levanté de inmediato, separándome de la fogata y caminando con el anciano hacia el centro del patio.
Tanto él como yo ardíamos en deseos de interrogarnos mutuamente. Le anuncié que el Maestro había sido conducido a la presencia de Anás, poniéndole en antecedentes de cuanto había sucedido en la finca de Simón, «el leproso», y en el camino del Olivete.
José escuchó en silencio, moviendo de vez en cuando la cabeza en señal de preocupación. Por supuesto, estaba al corriente de las andanzas del Iscariote. El rápido aviso de Juan Marcos le había permitido trasladarse muy a tiempo al Templo, controlando los sucesivos pasos de Judas. Allí se encontró con Ismael, el saduceo, que contribuyó eficazmente en sus pesquisas.
El de Arimatea hizo ademán de entrar en la mansión pero le retuve, rogándole que me informase sobre la conducta del traidor. Y sin querer, empecé a bombardearle con todo tipo de preguntas. ¿Quién era aquel misterioso amigo que le acompañó hasta el Templo? ¿Qué había ocurrido en el interior del Santuario? ¿Por qué Judas había esperado hasta la medianoche para llevar a cabo la captura del Nazareno? ¿Por qué se adelantó al pelotón…?
José me pidió calma.
—En primer lugar —puntualizó el anciano—, ese acompañante al que te refieres, y que Judas recogió antes de su llegada al Templo, se llama también Anás. Es primo suyo. El mismo del que nos habló Ismael y que hizo la presentación del traidor a los sacerdotes en la mañana del miércoles.
«Cuando llegué al santuario, ambos se hallaban parlamentando con el portero-jefe de la correspondiente sección semanal[145]. En esta ocasión, el turno había recaído en el levita Yojanán ben Gudgeda, un individuo especialmente brutal. Para que te hagas una idea de su calaña te diré que, no sólo golpea con su bastón a los guardianes que descubre dormidos, sino que, en ocasiones, ha llegado a prender fuego a sus vestidos…
«Pues bien, este «capitán» de la guardia nocturna escuchó atentamente la información de Judas. El traidor y su primo le explicaron que el Maestro se encontraba en aquellos momentos en una casa del barrio bajo —en la de Elías Marcos, como bien sabes— y que su prendimiento podía ser cómodo. Según el Iscariote, sólo dos de los once hombres que habían quedado en el cenáculo ceñían espadas:
Pedro y Simón Zelotes. Pero Judas advirtió a Gudgeda que no convenía descuidarse. En el campamento de Getsemaní permanecían alrededor de sesenta discípulos y allí sí existía un respetable arsenal de armas.
«Gracias al cielo, los planes del traidor no salieron tal y como él había previsto.
—¿Por qué? —interrogué al anciano con gran curiosidad.
—Judas había llegado al Templo antes de lo previsto y fueron necesarias muchas idas y venidas del portero-jefe hasta la sede de Caifás y a las distintas dependencias del Templo para llegar a reunir un número apropiado de policías. Era imposible echar mano de los que montaban guardia en aquellos momentos en el exterior e interior del Santuario y eso, como te digo, retrasó considerablemente la salida del pelotón. Las dificultades para encontrar hombres francos de servicio fueron tales que, al final, desesperado, el sanguinario Yojanán se vio obligado a solicitar del sumo sacerdote en funciones el apoyo de los servidores y confidentes de Caifás. En total, si no recuerdo mal, salieron del Templo unos treinta y cinco o cuarenta esbirros, armados con toda clase de mazas y palos…
—Pero, ¿y la escolta romana? —le interrumpí de nuevo, sin poder contenerme.
—Aguarda, Jasón. Como te he dicho, afortunadamente, las cosas no iban sucediendo como habían sido planeadas. El Sanedrín quería prender al Maestro cuando la ciudad quedase vacía. Y ésta era también la intención de Judas que, por lo que pude deducir, sentía miedo ante la posible reacción y represalias de los hombres de Jesús.
»Total, que Ismael se encargó de seguir al pelotón, mientras yo permanecía en el templo, en previsión de nuevos acontecimientos.
»Pero el traidor y su grupo rodearon la casa de Marcos cuando el Maestro y los once acababan prácticamente de salir hacia el huerto. Esa fue la información que recibió Ismael de Elías.
—Entonces, Judas no llegó a ver a Jesús y a los once…
—No. Pero faltó muy poco. Si la patrulla no se hubiera demorado tanto, seguro que la captura del Maestro se produce allí mismo. Elías, al ver a Judas y a los hombres armados, se dio cuenta en seguida de sus funestas intenciones y se negó a hablar con el Iscariote, arrojándole de su casa a patadas.
—¿A patadas?
—Sí y me temo que esa ofensa puede costarle cara al pobre Elías…
Había algo que no terminaba de comprender. Y así se lo comenté a José:
—Si Judas conocía las costumbres del Maestro, ¿por qué no le siguió hasta Getsemaní?
El de Arimatea dibujó una triste sonrisa.
—Si conocieras a Judas lo entenderías. Humillado y temeroso ante la violenta reacción del propietario de la casa, el Iscariote debió comprender que, si la actuación de aquel seguidor del rabí había sido tan radical, la del grupo acampado en la finca de Simón no podía ser menor. Y, según Ismael, el traidor —cada vez más nervioso— explicó a los que le seguían que el Nazareno y sus íntimos podían haber tomado la dirección del Olivete. Cuando los levitas le apremiaron para salir en su persecución, el Iscariote les detuvo, asegurando que no era prudente enfrentarse a sesenta hombres armados con espadas. Aquel cambio de planes, además, significaba que la policía del Templo tendría que luchar y, posiblemente, capturar también a los apóstoles o, cuando menos, a los líderes del grupo de Getsemaní. Y las órdenes de Caifás no eran precisamente éstas. Para el sumo sacerdote, el único hombre importante era el Galileo. ¿Qué hacer entonces?
»El pelotón se encontró, pues, en una difícil encrucijada. Y antes de arriesgarse tomando, además, una iniciativa que no había sido contemplada por Caifás, decidieron regresar al templo.
»Aquello tranquilizó un poco a Judas, pero aumentó el nerviosismo de los jefes de los levitas. Tal y como suponía, la reunión secreta de Caifás con sus incondicionales del Sanedrín había sido fijada para la media noche. Y a eso de las once, cuando Judas y el grupo retornaron al templo, algunos de los fariseos, escribas y saduceos habían empezado a llegar hasta la sala de las «piedras talladas». El nerviosismo de los policías, al presentarse ante Caifás sin el prisionero, era más que comprensible. El tiempo se les echaba encima y, por un momento, tanto Judas como los sacerdotes llegaron a contemplar la idea de aplazar al prendimiento. No disponían de una fuerza lo suficientemente grande y poderosa como para arriesgarse a invadir el huerto y capturar al Maestro.
»Tanto Ismael como yo —dejó entrever José con una gran amargura— llegamos a creer que, de momento, toda estaba resuelto y que Jesús quedaría libre. Vana esperanza… Caifás no es hombre que se dé por vencido fácilmente y su odio hacia Jesús es tal que no dudó en proponer una solución que repugnó, incluso, a sus compinches: solicitar una escolta armada del procurador romano. «De esta forma —argumentó el astuto sumo sacerdote—, el apresamiento de ese impostor no será difícil y, de paso, la responsabilidad de la captura recaerá en las fuerzas extranjeras de ocupación…
»Algunos de los miembros del Sanedrín trataron de que Caifás renunciara a este proyecto, aludiendo a las constantes manifestaciones de Jesús sobre la no violencia. Pensaban, con razón, que el Galileo no permitiría a sus hombres que desenvainaran sus armas. Pero Judas intervino nuevamente. Y su cobardía salió a flote una vez más. Se manifestó de acuerdo con los sacerdotes, pero no admitió que los discípulos llegaran a obedecer al Maestro. «La sugerencia de Caifás —añadió— me parece excelente. Acudamos cuanto antes a la Torre Antonia…».
»Y los sacerdotes designaron una representación del Sanedrín, que acudió de inmediato al cuartel general romano.
»Pero el centurión de guardia se negó a facilitarles una escolta. Era muy tarde y, por otra parte, «esa orden debe partir de Poncio Pilato», les explicó el oficial. Los sacerdotes insistieron y el centurión no tuvo más remedio que llamar a Civilis, el comandante en jefe de la guarnición destacada en Antonia, a quien tú conoces.
»Nuestro común amigo —muy molesto por aquella visita— les preguntó las razones por las que debía proporcionarles la escolta. Y Judas, antes de que los sacerdotes reaccionaran, se enfrentó a Civilis, advirtiéndole que Jesús formaba parte de un grupo de «zelotes», clandestinamente asentado en la finca de Getsemaní[146].
»Aquella vil mentira del Iscariote hizo dudar al centurión. Los romanos, como sabes, persiguen con saña a los revolucionarios.
»No obstante, el oficial en jefe de la legión les ordenó que esperasen, mientras acudía a la residencia del procurador.
»Total, que entre unas cosas y otras, el Sanedrín perdió una hora.
»Pilato se había retirado a dormir y, en un primer momento, no quiso saber nada del tema. Pero los enviados de Caifás no cesaron en su empeño, obligando a Civilis a entrevistarse por segunda vez con Poncio, anunciándole que en el referido campamento se había descubierto un considerable arsenal de armas y que, si lograban capturar al «jefe» —a Jesús de Nazaret— el procurador se apuntaría un importante triunfo, de cara al César.
»Al final, y quizá para quitarse de encima a los odiosos sacerdotes, Pilato dio la autorización y el centurión de guardia encomendó el mando de un pelotón de 30 o 40 legionarios —no sabría precisarte el número exacto— a su optio: un tal Arsenius. Y de esta forma, con grandes prisas, aquella tropa salió de Jerusalén, guiada por Judas. El resto ya lo conoces…
Sí, lo conocía, pero varios detalles seguían sin explicación. Por ejemplo: ¿por qué el Iscariote se despegó del pelotón? Lo lógico es que, si debía conducir a los soldados y a los levitas y sirvientes del Templo hasta la finca de Getsemaní y revelar a la turba la identidad del rabí, no se hubiese separado en ningún momento de sus secuaces. Además, si la intención del suboficial romano era capturar a un supuesto «jefe zelota» y a su grupo, ¿por qué Arsenius se contentó con prender a Jesús de Nazaret? ¿Por qué no asaltó el campamento?
(Como dije, en la mañana del sábado siguiente quedaría despejada la primera de las incógnitas. En cuanto a la segunda, el propio procurador me daría una explicación en mi próxima visita a la Torre Antonia).
José, naturalmente, no pudo aclararme estas dudas. Ni él ni Ismael se habían atrevido a unirse al pelotón que salió del Templo minutos después de la doce y media de la noche por la puerta Dorada. En cuanto a mi pregunta de por qué el Maestro había sido traído a la casa de Anás, en lugar de ser trasladado de inmediato ante la presencia de Caifás, —el de Arimatea evidentemente cansado— comentó:
—Feliz tú, Jasón, que no tienes que vivir las constantes intrigas de estos hombres impuros… No lo sé con certeza, pero tengo entendido que Anás y su yerno están de acuerdo para retener al Maestro en este lugar hasta que Caifás consiga reunir a un máximo de sacerdotes adictos. De esta forma, el juicio será implacable. La ley señala, además, que el Consejo del Sanedrín no puede reunirse antes de la primera ofrenda.
—¿Y a qué hora tiene lugar ese primer sacrificio?
—A las tres de la madrugada. Como ves, aún tenemos tiempo. Quizá se obre el milagro que tanto deseamos…
Y José concluyó su detallada exposición, afirmando que aquel reptil llamado Caifás, con el fin de no levantar sospechas —ni siquiera entre sus propios hombres y servidores—, había ordenado a dos de sus confidentes que pagaran espléndidamente al optio romano para que, en contra incluso de la opinión del jefe de los policías del templo, condujera a Jesús de Nazaret al palacete de su suegro, Anás.
El de Arimatea se despidió, indicándome que tenía intención de entrar en la residencia del ex sumo sacerdote y hacer cuanto estuviera en su mano —incluso sobornar al viejo Anás— para que Jesús fuera puesto en libertad. Al verlo desaparecer en el interior de la casa no pude reprimir un sentimiento de tristeza por aquel leal seguidor del Maestro. Estaba en su derecho de alentar la esperanza. Lo que él no podía saber es que esa esperanza había muerto mucho antes: en el huerto de Getsemaní…
Semioculto en la oscuridad del patio informé a Eliseo del curso de los acontecimientos, rogándole que me avisase poco antes del alba. En aquellos instantes eran las tres de la madrugada.
Volví al fuego. Pedro, encerrado en sus pensamientos, ni siquiera había advertido la llegada de José de Arimatea. Se había sentado detrás de los levitas, cubriendo su calvicie con el manto. Supongo que aquel gesto poco tenía que ver con el frío reinante y sí con su ardiente deseo de que nadie volviera a descubrirle y delatarle.
Los policías y sicarios del Sanedrín seguían dándole vueltas a las tradiciones y leyendas sobre los demonios. En la residencia de Anás, todo parecía tranquilo. No observé movimiento alguno ni señal de violencia o agitación. Y supuse —erróneamente— que el interrogatorio del ex sumo sacerdote se desarrollaba sin incidentes…
Debía llevar algo más de media hora sentado muy cerca de Pedro cuando se aproximó al corrillo una segunda mujer. Era más joven y, por la indumentaria, deduje que se trataba de otra sirvienta. Se colocó junto a la portera y ésta, al verla, se inclinó sobre su oído izquierdo, musitándole algo, al tiempo que señalaba a Pedro con la mano.
La recién llegada forzó la vista. Pero, por la forma de entornar los ojos, supuse que era miope. Entonces dio unos pasos, rodeando a los congregados al amor de la lumbre. Y al llegar junto al apóstol retiró de un manotazo el ropón que ocultaba la cabeza de Simón, gritándole:
—¿No eres tú uno de los fieles de ese galileo…?
La inesperada exclamación de la hebrea asustó por un igual a los levitas y a Pedro. Y el discípulo, pálido como la cal, se levantó a trompicones, encarándose con la muchacha.
—¡No conozco a ese hombre! —gritó con más fuerza que su inquisidora—. ¡Y tampoco soy uno de sus discípulos…!
Pedro había puesto tanta vehemencia en sus frases que las arterias del cuello se hincharon y su rostro se tornó púrpura. Los ojos del aterrorizado amigo de Jesús se despegaron casi de sus órbitas, mientras un finísimo hilo de saliva se descolgaba por la comisura izquierda de sus labios.
La contundencia de Pedro fue tal que la sirvienta retrocedió asustada, escapando del lugar en dirección a la puerta de la casa.
Esta vez, los sirvientes y policías permanecieron unos segundos con la vista clavada en el desdichado pescador. Pedro, aturdido, dio media vuelta, separándose del fuego.
Creí que su intención era huir del recinto y poco me faltó para salir tras él. Pero no. Simón, a pesar de su debilidad, seguía amando al Maestro. ¡Qué poco y qué pobremente se ha escrito sobre la tortura interna de este primitivo galileo, consciente de sus errores, dominado por el instinto de la supervivencia y forzado por su temperamento a aquel trágico callejón sin salida!
Tuve que hacer denodados esfuerzos para no correr a su lado y consolarle. Sin embargo, el objetivo de mi misión logró imponerse y esperé.
Apoyado sobre las rejas del muro, Simón, encorvado y silencioso, golpeaba una y otra vez su cabeza contra los hierros. Temí por su integridad física. Aquellos cabezazos, secos y continuados, en lugar de lastimarle, parecieron devolverle una cierta serenidad. Y al rato, después de secarse las lágrimas con una de las mangas del manto, se reincorporó al grupo. (Sinceramente, aquella actitud del apóstol —volviendo al fuego— me hizo reflexionar, haciéndome olvidar incluso su detestable y hasta cierto punto comprensible conducta. Las iglesias especialmente la Católica— han juzgado y clasificado este episodio de las negaciones como un suceso lamentable por parte de Simón Pedro. Pero muy pocos teólogos y moralistas parecen tener en consideración un «atenuante» que dice mucho en favor del «renegado». Pedro podría haber abandonado el patio de Anás después de su primera traición. Y no lo hizo. Y tampoco se retiró después de la segunda y de la tercera y de la cuarta… Porque, aunque los evangelistas citan tres negaciones, hubo en realidad una más, aunque también es cierto que esa negación «extra» no tuvo un carácter público. Quiero decir con todo esto que, si bien Pedro no se comportó dignamente, no es menos cierto que su sola presencia en el lugar le redime en buena medida de aquellos momentos de debilidad).
El testarudo galileo no estaba dispuesto a imitar a los compañeros que habían huido monte a través y, remontando el miedo, se acomodó como pudo entre los sirvientes, los cuales —dicho sea de paso— en ningún momento se convirtieron en acusadores ni le molestaron. Al menos, los hombres que, hasta ese momento, se apretujaban en torno a las llamas.
Pero la mala suerte quiso que, al rato, el grupo se viera incrementado por media docena de sacerdotes, llegados, al parecer, de la residencia de Caifás y que traían la misión de coordinar y controlar el traslado del Nazareno. Después de solicitar información de los levitas allí reunidos, cuatro de estos sacerdotes se dirigieron al interior de la casa y los dos restantes permanecieron junto a la fogata. Desde un primer momento se sintieron atraídos por la animada conversación sobre las supersticiones del pueblo judío.
Alguien había mencionado a «Lilith» y la polémica se encendió de nuevo. Por lo visto, el tal «Lilith» era el sobrenombre que recibía uno de los diablos más famosos. La mayoría de los presentes aceptaba su existencia, clasificándolo como «demonio-mujer». Este curioso «espíritu» centraba sus ataques, como mujer que era, en los hombres. Y más concretamente, sobre aquellos varones que se atrevían a permanecer solos en una casa.
—Y sólo el Divino, ¡bendito sea su nombre!, sabe cuándo puede presentarse —remachó otro de los servidores del Sanedrín.
La creencia en cuestión no fue muy bien recibida por uno de los sacerdotes, un tal Mardoqueo, más conocido en Jerusalén por «Petajia» (y al que ya me referí anteriormente), como consecuencia de su gran facilidad para las lenguas. (Conocía, según el pueblo, más de setenta idiomas y dialectos. De ahí su apodo: «Petajia», de la palabra pataj: «abría» las palabras al interpretarlas).
Este sacerdote, responsable también de uno de los «cepillos» del Templo y hombre de gran cultura, se burló de tales patrañas. Las risotadas de «Petajía» indignaron a uno de los policías quien, señalando primero a Pedro y después al interior de la mansión, exclamó: —Puedes reírte cuanto quieras, pero mira a ese galileo… Tú mismo asististe a su entrada triunfal en Jerusalén, a lomos de un jumento. No tuvo la precaución de colocar una cola de zorro o un trapo rojo entre los ojos del borriquillo y fíjate lo que le ha deparado la fortuna…[147]
En ese instante, Simón cometió un nuevo error. Irritado por aquella arraigada superstición hebrea, intervino en la discusión, intentando aclarar a los presentes que el rabí de Galilea no necesitaba protegerse con tan absurdas supercherías y que su poderío era tan grande que, si así lo deseaba, podía hacer bajar fuego de los cielos y arrasar al Sanedrín, sin tocar siquiera a los inocentes…
Los levitas y servidores del Templo no prestaron mucha atención a la valiente pero inoportuna defensa de Pedro. Sin embargo, «Petajía» —que había captado al instante el duro acento galileico del apóstol— se encaró con él, desviando el rumbo de la conversación hacia un derrotero que abrió de nuevo las carnes de Simón:
—Tú tienes que ser uno de los seguidores del detenido. Este Jesús es un galileo y tu forma de hablar te traiciona… Hablas como un verdadero galileo.
Antes de que Simón pudiera reaccionar, uno de los sicarios del Sanedrín —aquel que precisamente había hablado de la milagrosa curación de Malco— refrendó el descubrimiento de «Petajía», desvelando a todos un hecho que, hasta ese momento, había pasado inadvertido:
Tú, además, —exclamó alarmado— estabas en el camino del Olivete… Yo vi cómo herías a mi pariente…
Aquello cambió las cosas. Ya no se trataba únicamente de unas más o menos veladas acusaciones por compartir la doctrina del Galileo. La última afirmación podía arrastrar al apóstol a un fulminante arresto, como culpable de agresión a uno de los esbirros del sumo sacerdote.
Y entiendo que fue esta circunstancia la que realmente hizo estallar los nervios de Pedro. No se trataba ya de negar a Jesús sino, sobre todo, de evitar tan peligrosa acusación.
Algunos de los levitas se pusieron en pie, blandiendo sus porras en actitud amenazante. Y posiblemente hubieran prendido a Pedro, de no haber sido por el torrente de juramentos que empezó a brotar de su boca. Aquella obscena y agria retahíla de imprecaciones —en la que el descompuesto amigo del Nazareno llegó a incluir a su propia madre y a sus hijos—[148] frenó los ímpetus de los policías. Y cuando, finalmente, el acorralado galileo juró por el oro del tesoro del Templo, abriendo su manto en forma que todos pudieran comprobar que no ceñía espada, aquellos serviles personajes terminaron por dejarle en paz. (Jurar y poner por testigo al Templo era importante, pero, hacerlo por el oro de dicho santuario lo era mucho más…).
Cuando Pedro vio alejarse el fantasma de su arresto dio media vuelta y muy despacio procurando no levantar nuevas sospechas —se distanció de la hoguera. Arrastrando los pies, sin fuerzas y con el ánimo duramente castigado, fue a sentarse a las escalinatas de mármol de la puerta. Durante unos minutos no me atreví a moverme del fuego. El desdichado discípulo había enterrado el rostro entre sus pequeñas y callosas manos, acompañando su evidente desesperación con una ininterrumpida y rítmica oscilación frontal de su cuerpo.
Eran las cuatro de la madrugada. La penúltima y tercera negación pública se había consumado…
El silencio seguía dominando a Jerusalén. A lo lejos, muy de tarde en tarde, se escuchaban algunos de los numerosos perros callejeros que yo había visto a mi paso por la ciudad santa. Fueron aquellos casi siempre lastimeros aullidos los que trajeron a mi memoria otro hecho que, precisamente, aún no se había registrado. Pedro había negado a su Maestro por tres veces y, sin embargo, yo no había oído el famoso canto del gallo.
No es que esta anécdota me preocupara excesivamente. Y mucho menos cuando estaba viviendo —y sufriendo— las angustias de Simón, totalmente deshecho y abatido junto al portón de entrada a la residencia de Anás. Sin embargo, y mientras esperaba la llegada del alba, procuré afinar mis oídos. Meditando sobre este particular comprendí que los gallos de Jerusalén no podían haber iniciado sus característicos cantos por la sencilla razón de que aún faltaba más de una hora para el amanecer (aquel viernes, 7 de abril, como ya he citado en otras ocasiones, la salida del sol se produjo a las 5.42 horas). En algún momento llegué a creer que los evangelistas habían vuelto a equivocarse. Las tres negaciones, como digo, ya se habían producido y los cronómetros «monoiónico»[149] del módulo marcaban las cuatro de la madrugada. Pero no. Esta vez no hubo error, aunque las versiones de los escritores sagrados tampoco coinciden al cien por cien…
Pero debo ajustarme a un estricto orden de los acontecimientos. Cuando estimé que Pedro podía haberse tranquilizado, yo también me retiré del grupo de los levitas. Me dejé caer junto al discípulo y acerqué mi mano a su hombro izquierdo. Pedro se sobresaltó de nuevo. Interrumpió aquel movimiento, casi catatónico, y, al comprobar que era yo, suspiró aliviado. Durante un buen rato casi no hablamos. ¿Qué podía decirle?
Al poco, Pedro —que había ido recuperando la normalidad— me miró fijamente, expresando una idea que aún me dejó más confuso:
—¿Has observado, Jasón, con qué habilidad he destruido las acusaciones de esos serviles esclavos del Templo?
Una sonrisa mecánica acompañó las inesperadas palabras de Simón. Entonces comprendí que su máxima preocupación en aquellos momentos no era, como yo había creído, el innoble hecho de haber renegado de su amigo. Nada de eso. Pedro, en mi opinión, no tenía una conciencia muy clara de que había traicionado a su Maestro. Lo que le había angustiado y aterrorizado era la amenaza de un posible encarcelamiento.
Esta sospecha, que fue ganando terreno en mi corazón, se vio confirmada por los sucesivos comentarios del apóstol, felicitándose a sí mismo por haber sido capaz de evitar su identificación.
Esas mujeres, además —añadió Pedro, que prácticamente expresaba en voz alta sus pensamientos— no tienen autoridad moral. No pueden interrogarme. No tienen derecho… No, no lo tienen… No lo tienen…
El galileo repitió aquella monótona cantilena, como si necesitara justificar su actitud. Y en ningún momento recordó o se refirió a Jesús. No creo equivocarme si digo que el pescador no cayó verdadera y definitivamente en la cuenta de su sucio gesto hasta que no escuchó el canto de los gallos de la ciudad. Sólo entonces recordó la profecía del Maestro y asumió todo el peso de su infidelidad.
Cuando le interrogué sobre la suerte que habían corrido sus compañeros, Pedro no supo darme razón. Lo ignoraba todo. Sólo recordaba que, cuando se hallaba a escasos metros de la empalizada de piedra del huerto de Simón, algo le obligó a detener su huida. Y ciego de rabia se ocultó entre los olivos, dispuesto a seguir a la chusma que había capturado al rabí.
Y allí continuamos hasta que, pocos minutos antes del alba, la portera y la sirvienta que habían comprometido la seguridad del apóstol con sus preguntas, volvieron a la carga. Se acercaron sin previo aviso hasta nosotros y, sin levantar apenas la voz, la guardesa le comentó en tono sereno y desprovisto de aquella malicia inicial:
—Estoy segura de que eres uno de los discípulos de este Jesús. No sólo porque uno de sus lides me pidió que te dejara pasar al patio, sino también porque mi hermano te ha visto en el Templo con ese hombre… ¿A qué negarlo?
Y por cuarta vez, Pedro volvió a negar cualquier conexión con el Nazareno. Pero, en esta oportunidad, su negativa fue mucho más fría y calculada. Sus anteriores razonamientos sobre la falta de autoridad legal por parte de las mujeres para acusarle y la circunstancia de que este nuevo ataque no hubiera sido hecho en público, fueron, a mi entender, decisivos.
Pero ni Pedro ni yo contábamos con que, justo en esos momentos, cuando la claridad del nuevo día apuntaba ya por el Este, en el interior de la mansión empezaran a escucharse algunas voces. Nos pusimos en pie, al tiempo que uno de los domésticos de Anás salía precipitadamente, alertando a los policías.
Todo sucedió tan rápidamente que apenas si pudimos reaccionar. De pronto, en el umbral de la puerta apareció el Maestro. Seguía atado. Junto a él, Juan, el legionario y otros dos sirvientes de Anás.
Por espacio de un minuto, mientras los levitas del templo se organizaban para conducir al preso, Jesús levantó lentamente la cabeza, girando su rostro hacia nosotros, que seguíamos a su derecha y a poco más de dos metros. A la luz parpadeante y rojiza de las antorchas, la mirada del Galileo se clavó única y exclusivamente en la de su amigo Pedro. Jesús no sonrió, pero de sus ojos partió un profundo y escalofriante mensaje de amor y piedad. Con aquel gesto, el gigante llegó como nunca hasta el aturdido corazón del renegado. Las palabras sobraban. El Maestro parecía saber lo ocurrido durante aquellas casi tres horas en el patio del ex sumo sacerdote. Y Pedro, al recoger aquel intenso mensaje, empezó a valorar en profundidad la gravedad de su culpa.
En esos momentos, cuando el soldado romano situado a espaldas del Nazareno le empujó violentamente, obligándole a descender las escalinatas, un gallo de las proximidades rasgó el silencio del alba con un canto largo y estridente.
Y el amigo del Maestro palideció.
La portera, que permanecía a nuestro lado, se dirigió velozmente hacia la cancela, procediendo a abrir la chirriante puerta de hierro. Y el grupo de levitas, rodeando siempre al Maestro, salió del palacete de Anás. Desde ese instante, y durante un buen rato, otros gallos llenaron con sus cantos las primeras luces de aquel viernes, 7 de abril, que jamás podré olvidar…[150]
Hubiera dado cualquier cosa por seguir al lado de Pedro. Creo que, a partir del canto de aquel gallo, el apóstol ya no fue el mismo. Es cierto que el inexplicable portento de la resurrección del Maestro le afectó decisivamente. Sin embargo, aquellas negaciones pesarían ya para siempre en su alma. Allí, estoy convencido, murió, si no toda, sí buena parte del Simón asustadizo, torpe y engreído. Su espíritu, como digo, había recibido el más duro de los golpes…
Pero la misión me exigía permanecer lo más cerca posible del Nazareno. Y con una breve carrera me uní a Juan y al soldado romano. Al cruzar la puerta de entrada al palacete del ex sumo sacerdote me sorprendió ver a Juan Marcos, cubierto esta vez por un manto. ¿Cómo había llegado hasta allí? No pude detenerme a preguntárselo, pero deduje que, después de escapar de los legionarios, se habría hecho con aquella prenda, siguiendo a la escolta romana, al igual que Juan Zebedeo y Pedro.
La comitiva enfiló las desnudas calles de Jerusalén en el momento en que las trompetas del Templo procedían a despertar a la población. Pregunté a Juan si sabía a dónde nos dirigíamos.
—Los sacerdotes enviados por Caifás —me dijo— anunciaron al suegro de esa rata que el tribunal del Sanedrín estaba dispuesto. Me temo que pronto lo sabremos…
En ese momento, Eliseo abrió de nuevo su conexión, advirtiéndome que eran las cinco horas y cuarenta y dos minutos. Su nuevo «parte» meteorológico vino a confirmar lo que ya me había adelantado el día anterior: constante subida de los barómetros e incremento de la velocidad del viento, con riesgo de «siroco».
Aquel amanecer, efectivamente, no fue tan fresco como los anteriores.
El pelotón tiraba con prisas del Maestro. Así que me apresuré a interrogar a Juan, el de Zebedeo, sobre lo ocurrido en el interior de la casa del poderoso e influyente Anás.
Tal y como sospechaba —siempre según el testimonio de Juan, que no se apartó un momento de Jesús—, Anás se tomó el encuentro con el Galileo con una lentitud muy extraña. La presencia del rabí ante el ex sumo sacerdote carecía prácticamente de sentido, de no haber sido por la estratagema urdida entre Caifás y su suegro, a fin de retenerle en un lugar seguro hasta que los saduceos, escribas y fariseos comprometidos en la trampa terminaran de comparecer ante el sumo sacerdote.
José de Arimatea, que asistió a parte del interrogatorio y que había preferido quedarse con Anás, completaría horas más tarde la narración de Juan, explicándome que el hábil suegro de Caifás tenía, desde un primer momento, la secreta intención de liquidar allí mismo aquel enojoso asunto. Por lo visto, conociendo el carácter violento e impulsivo de su yerno, no deseaba que la causa contra el Maestro cayera en sus manos. Pero la inesperada postura de Jesús de Nazaret abortó sus planes…
Anás —me informó el discípulo amado del rabí— conocía al Maestro desde hacía varios años. Como todo el mundo en Israel, también él había oído hablar de las señales, prodigios y enseñanzas de Jesús.
»Al recibirnos en sus estancias privadas, Anás quiso prescindir del representante del optio y de mí mismo, pero el legionario se opuso, advirtiéndole que se trataba de una orden del procurador. Como sabes, las relaciones de ese corrompido sacerdote con los romanos son excelentes y, finalmente, tuvo que resignarse.
«Se sentó en una de las sillas y permaneció un buen rato sin pronunciar palabra, observando al Maestro con gran curiosidad.
«Después, con su habitual presunción y autosuficiencia, se dirigió a Jesús en los siguientes términos:
«—Ya sabes que tengo que hacer algo en cuanto a tus enseñanzas… Estás perturbando la paz y el orden de nuestro país.
»El Maestro levantó la cabeza y le miró fijamente. Pero no abrió los labios.
«Aquello no le gustó a Anás. Sus nervios empezaron a fallar y sin poder ocultar la rabia le exigió:
»—¡Díme los nombres de tus discípulos…!
«Pero el Maestro siguió callado. Y, sin pestañear, continuó con sus ojos fijos en los del viejo reptil.
«Te juro, Jasón, que muy pocas veces había visto tanta majestuosidad en el rostro de nuestro Maestro. Mientras Anás se encolerizaba por momentos, Jesús, en pie y a pesar de estar amarrado, le demostraba a ese bastardo su verdadera grandeza…
A pesar de las circunstancias, Juan hablaba del Galileo con el mismo o mayor entusiasmo, si cabe, que lo había hecho en ocasiones como la de su entrada triunfal en Jerusalén.
—Entonces, ante mi sorpresa, y supongo que la de Jesús —prosiguió el joven Zebedeo—, Anás cambió de táctica. Llegó a sugerir al Maestro que estaba dispuesto a olvidarlo todo, con una condición.
Aquello también era nuevo para mí y, mientras ascendíamos por las callejas de la ciudad baja, ya con el claro propósito de llegar hasta la sede del Sanedrín —ubicado en la zona exterior y suroccidental del Templo (muy cerca de lo que hoy se conserva y denomina como «muro de las Lamentaciones») presté toda mi atención a las palabras del discípulo.
—¿Sabes de qué fue capaz…? Anás le propuso perdonarle la vida si salía inmediatamente de Palestina… Pero el Maestro no se inmutó siquiera.
»Aquel nuevo silencio exasperó aún más al ex sumo sacerdote. Y golpeando los brazos de la silla, le gritó a Jesús:
»—¿No estimas que soy muy bondadoso contigo…? ¿No te das cuenta de cuál es mi poder? Yo puedo determinar el resultado final de tu próximo juicio…
«Jesús, por primera vez, habló y, dirigiéndose a Anás, le dijo:
»—Ya sabes que jamás podrás tener poder sobre mi sin permiso de mi Padre. Algunos querrían matar al Hijo del Hombre porque son unos ignorantes y no saben hacer otra cosa. Pero tú, amigo, sí tienes idea de lo que haces. Entonces, ¿cómo puedo rechazar la luz de Dios?
»La inesperada amabilidad del Maestro para con aquella serpiente derrotó a Anás y me desconcertó.
»Y el viejo se puso a cavilar buscando, supongo —interpretó Juan—, alguna nueva maquinación para perder a Jesús.
»Al rato le preguntó de nuevo:
»—¿Qué intentas enseñar al pueblo? ¿Quién pretendes ser?
»El Maestro no eludió ninguna de las cuestiones. Y se dirigió a Anás con gran firmeza:
»—Muy bien sabes que he hablado claramente al mundo. He enseñado en las sinagogas muchas veces y también en el templo, donde judíos y gentiles me han escuchado. No he dicho nada en secreto. ¿Cuál es entonces la razón por la que me interrogas sobre mis enseñanzas? ¿Por qué no convocas a mis oyentes y te informas por ellos? Todo Jerusalén me ha oído. Y tú también, aunque no hayas entendido mis enseñanzas.
»Antes de que Anás pudiera responderle, uno de los siervos de la casa se volvió hacia el Maestro y le abofeteó violentamente, diciéndole:
»—¿Cómo te atreves a contestar así al sumo sacerdote?
»¡Ah, Jasón!, ¡cómo me ardía la sangre…!
Cuando me interesé por la reacción de Jesús, Juan se encogió de hombros y señalando al Maestro, que caminaba a escasos metros por delante nuestro, comentó:
—No vi sombra alguna de odio o resentimiento en sus ojos. Simplemente, se puso frente al lameculos de los betusianos y con la misma transparencia y docilidad con que se había dirigido a Anás le manifestó.
»—Amigo mío, si he hablado mal, testifica contra mí. Pero, si es verdad, ¿por qué me maltratas?
Pregunté entonces al discípulo si aquella bofetada había ocasionado alguna hemorragia nasal a Jesús. Juan lo negó. Evidentemente, cuando vi aparecer al Galileo en la puerta del caserón de Anás, su rostro no presentaba señales de violencia. Al menos, yo no llegué a distinguirlas.
Hacía un buen rato que venía observando cómo Pedro nos seguía a corta distancia. Pero, al aproximarnos al arco de Robinson, y en una de las ocasiones en que giré la cabeza para comprobar si el solitario y desdichado Simón continuaba allí, le vi sentarse al pie de la muralla meridional que separaba los dos grandes barrios de Jerusalén. Por su forma de dejarse caer sobre los adoquines y de cogerse la cabeza entre las manos intuí que el apóstol se había dado por vencido. Su derrota en aquellas horas era total. De no haber conocido el final de aquellos sucesos, no hubiera puesto mi mano en el fuego respecto a su suerte…
Desgraciadamente, ya no volvería a verle.
Juan, que en esos momentos no estaba al corriente de las negaciones de su amigo, finalizó así su relato:
—Anás hizo un gesto de desaprobación por el brutal golpe de su siervo al Maestro, pero su orgullo es tal que no le hizo ninguna observación. Se limitó a levantarse de su asiento y salió de la estancia. No le volvimos a ver hasta pasadas dos horas…
—¿Jesús te dijo algo en ese tiempo?
—No —respondió Juan—. El Maestro, los sirvientes, el soldado y yo continuamos allí, sin movernos y en silencio. Al cabo de este tiempo, Anás regresó a la sala y aproximándose a Jesús reanudó el interrogatorio:
»—¿Te consideras el Mesías, libertador de Israel?
»Jesús levantó nuevamente el rostro y con idéntica calma le dijo:
»—Anás, me conoces desde mi juventud y sabes que no pretendo ser nada más y nada menos que el delegado de mi Padre. He sido enviado para todos los hombres: tanto gentiles como judíos.
«Pero el ex sumo sacerdote no quedó satisfecho y repitió la pregunta:
»—He oído comentar que pretendes ser el Mesías. ¿Es cierto?
»El Maestro esperó un poco antes de contestar. Por un momento creí que no deseaba hablar. Pero ya lo creo que lo hizo. ¡Y con qué seguridad, Jasón!
»—¡Tú lo has dicho! —le dijo al fin.
»Entonces fue cuando entraron esos sacerdotes. Venían de parte de Caifás. Y acercándose a Anás le murmuraron algo al oído. No puedo decirte el qué, aunque supongo que tiene mucho que ver con el Consejo del Sanedrín. Como te decía, no tardaremos en saberlo.
»El resto ya lo sabes: Anás ordenó que condujeran a Jesús a la presencia de su yerno y abandonamos la casa…
Poco antes de las seis de la mañana el pelotón que conducía a Jesús se detuvo frente a un caserón muy rústico, situado a escasa distancia del gran rectángulo del Templo. Concretamente, junto a la esquina suroccidental, en una reducida zona ajardinada, perfectamente aislada de aquel sector de la ciudad baja por los arcos de Wilson y Robinson al norte y sur y por la muralla meridional y el muro del Templo, al este y Oeste, respectivamente.
Unas madrugadoras golondrinas aleteaban juguetonas entre los aleros del segundo piso de aquella casona de algo más de 50 metros de largo por unos 34 o 35 de ancho. Los trinos de estos negros emigrantes y el sordo y rítmico rugido de la molienda del grano, levantándose desde todas las casas de Jerusalén, fueron los últimos y agradables sonidos que escuchamos antes de penetrar en aquel «antro».
Durante esta nueva conducción de Jesús, la posibilidad de que nos dirigiéramos a la tradicional sede del Sanedrín, en el interior del Santuario, me hizo temblar. De haber sido así, ni el legionario que custodiaba al Maestro ni yo hubiéramos podido tener acceso al mismo. Afortunadamente —tal y como había sabido por los textos del historiador Flavio Josefo, pocos meses antes de iniciarse el año 30, las castas sacerdotales habían «descongestionado» la célebre sala de las «piedras talladas» (emplazada en uno de los ángulos suroccidentales del atrio de los Sacerdotes), trasladando el lugar de reunión del Sanedrín a este edificio de gruesas piedras grises y apenas desbastadas[151]. El juicio que Caifás había planeado —como iremos viendo— no era muy ortodoxo y, aunque el Consejo Supremo israelita seguía reuniéndose en ocasiones en el santuario, en esta ocasión —y con gran contento por mi parte—, el sumo sacerdote y sus correligionarios habían preferido liquidar el asunto en la nueva sede, mucho más discreta que la cámara de las «piedras talladas».
Los levitas atravesaron un angosto y oscuro pasillo, desembocando en el reducido patio central del bouleyterion o «cuartel general» del Sanedrín. Desde allí, y sin pérdida de tiempo, penetramos en una sala cuadrada, bastante espaciosa y de alto techo, situada —a juzgar por el camino que habíamos recorrido— en el ala más occidental del edificio. La escasa claridad que entraba por las troneras obligaba a mantener encendidas las lucernas de aceite.
Tal y como me temía, nada más pisar la estancia donde debía celebrarse el «juicio» contra el Galileo, uno de los criados del sumo sacerdote se interpuso en mi camino, exigiendo que me identificara. Fueron segundos de gran tensión. En mi condición de simple mercader griego, yo no tenía por qué asistir a dicha asamblea. De cara a aquellos hebreos, mi presencia no era justificable desde ningún punto de vista. Y cuando creía que todo estaba perdido, el legionario, que se hallaba aún a mi lado, cortó el suspense, con una oportunísima respuesta:
—¡Alto…! Este hombre viene conmigo. Como yo, representa al procurador romano.
Aquella mentira —consecuencia del denario de plata que había entregado al legado del suboficial Arsenius— fue determinante. Y sin más explicaciones nos dirigimos al centro de la cámara.
Algo más de la mitad de aquella sala (de unos 10 metros de lado) se hallaba ocupada por un banco corrido de madera en forma semicircular o de media luna. Este asiento común, sin brazos y dotado de altos respaldos, minuciosa y primorosamente labrados, había sido dispuesto sobre un entarimado de unos 40 centímetros, de tal forma que sus ocupantes pudieran dominar la estancia.
Frente a estos asientos —cerrando el semicírculo—, observé tres filas de bancos, igualmente de madera, pero sobre el enlosado del piso y, por tanto, en un nivel mucho más bajo.
Cuando entramos, el asiento en forma de media luna estaba ya ocupado por un total de 23 sacerdotes. Otros seis o siete se habían acomodado en la primera de las tres hileras de bancos ya mencionadas. Las otras dos filas permanecían vacías. (Posteriormente al contrastar estas informaciones con las del ordenador central de la «cuna» pude sacar en conclusión que aquella media docena de saduceos y fariseos que se sentaba fuera del semicírculo había obrado así, simplemente porque aquel lugar era la sede del llamado «Sanedrín menor»[152], formado única y exclusivamente por 23 miembros. Caifás había logrado reunir a una treintena de «adeptos» y, en consecuencia, no todos pudieron tomar asiento en el tribunal oficial).
Sentados en el filo del entarimado, y frente a cada uno de los dos extremos del semicírculo, se hallaban dos escribas «judiciales». Vestían sus tradicionales túnicas de lino blanco, portando en sendas fajas unas cajitas de madera de las que empezaron a extraer sus útiles de escritorio: plumas de caña, dos reducidos frascos que hacían las veces de tinteros y varios rollos de cuero.
A decir verdad, aquellos dos escribas fueron lo único legal y correcto en todo aquel simulacro de juicio. (Uno, según la Misná, se encargaba de ir recogiendo las alegaciones en favor de la absolución del detenido o detenidos, y el segundo escribía las propuestas de condenación).
Jesús, siempre en compañía del legionario que controlaba la cuerda que amarraba sus muñecas, fue obligado a situarse al píe mismo del entarimado, de cara a los jueces y dando la espalda a las tres filas de bancos.
Juan y yo, en compañía de otros levitas y domésticos del Sanedrín, tomamos posiciones por detrás de esas hileras de asientos y a la izquierda del Maestro. Al fondo de la sala, a través de una puerta situada a nuestras espaldas y que permanecía entreabierta, descubrí un grupo de hebreos. Pero, a juzgar por su indumentaria, no parecían sacerdotes ni miembros del Sanedrín. (La incógnita no tardaría en despejarse).
Desde un primer momento me llamó la atención un personaje que ocupaba el centro de aquel tribunal. Debía rondar los cincuenta años. No era muy alto y en su cuerpo sobraba grasa por todas partes. Su obesidad destacaba especialmente en su cara, redonda y congestionada, y en una gran papada, sobre la que descansaba una barba canosa. La cabeza, sin el turbante que lucían algunos de sus compañeros de banco, estaba rematada por un cabello negro y muy corto, al estilo «juliano».
Su gran humanidad se veía notablemente multiplicada por unas vestiduras muy distintas a las del resto de los jueces. Mostraba una túnica y unos calzones, todo ello de seda y en una tonalidad leonada. Su pecho aparecía ceñido por cinco bandas o hazalejas, cada una de un color: oro, carmesí, grana, cárdeno y leonado.
Aquel individuo era José ben Caifás, sumo sacerdote desde el año 18, por designación del procurador romano Valerio Grato, antecesor de Pilato.
A derecha e izquierda del yerno de Anás, como digo, se sentaban otros 22 miembros del Sanedrín, casi todos cubiertos por amplios mantos multicolores. Juan, en voz baja, me fue señalando a los más venenosos e intrigantes: Semes, Dothaim, Leví, Gamaliel, Jairo, Neftalí y un tal Alejandro, en su mayoría saduceos.
En los rostros de aquellos individuos —casi todos con edades que oscilaban alrededor de los 60 años— había perplejidad. El porte majestuoso y calmado del Nazareno debió causarles una honda impresión. Desde el momento en que Jesús fue situado frente a ellos no cesaron en sus cuchicheos.
Pero Caifás parecía tener prisa, y a una orden suya, algunos de los policías invitaron al grupo de judíos que aguardaba en la sala contigua a que se aproximara al consejo.
Ante la sorpresa primero, y la indignación después, de Juan, aquellos «testigos» comenzaron a declarar contra las enseñanzas y la persona del Galileo. Sus ataques, tan exaltados como desordenados, se centraron fundamentalmente en las numerosas violaciones del sábado y de las leyes mosaicas que —según ellos— habían cometido Jesús y su «grupo de desarrapados galileos». Los perjuros, a todas luces comprados de forma precipitada por el Sanedrín, se contradecían incesantemente, convirtiendo la sesión en una farsa. El desfile de falsos testigos llegó a ser tan lamentable que algunos de los jueces, avergonzados, bajaban la cabeza o se revolvían nerviosos y violentos en sus asientos.
El Maestro, que en esta ocasión sí había levantado su rostro, permanecía impasible, sobresaliendo sobre sus acusadores, no sólo por su talla sino, sobre todo, por su porte majestuoso. Aquel talante sereno, sin la más débil sombra de orgullo o engreimiento, exasperó aún más a Caifás y a sus cómplices, que no entendían cómo un hombre podía guardar semejante calma cuando todo apuntaba hacia una posible sentencia de muerte.
—Este profanador del sábado —afirmó uno de los testigos— es reincidente, ya que consta que fue amonestado por los sacerdotes en varias ocasiones. Por tanto, es reo de exterminio…
(De acuerdo con la Misná —capítulo «Sanedrín-Makkot»— el que profanaba el sábado con premeditación y de forma reincidente debía ser muerto por lapidación).
Otro de los falsos testigos tomó la palabra y señalando al Galileo recordó a la sala la multiplicación de los panes y peces.
—… De acuerdo con nuestra leyes —aseguró—, este hombre es un mago que engaña al pueblo con sus actos. Aquiba dice en nombre de Yehosúa: «Si dos reúnen pepinos sirviéndose de la magia, uno de los colectores no es culpable y el otra sí. El que realiza el acto es culpable y el que sólo engaña la vista no es culpable». Muchos pudimos ver entonces cómo este enviado del Príncipe de los demonios llevaba a cabo el acto y sus discípulos le secundaban…
Un murmullo de aprobación se extendió entre los jueces. Pero el Maestro seguía mudo.
—Según el Levítico —argumentó otro de los hebreos—, el reo adquirió impureza por contacto con cadáveres. Y, por si no fuera culpa suficiente, se atrevió a violar la sagrada creencia de la resurrección de los muertos, sacando de la tumba a Lázaro…
Algunos de los saduceos, cuya filosofía rechazaba de plano la resurrección de los muertos, movieron la cabeza negativamente, sonriendo sin disimulo. Caifás, que pertenecía a esta casta, pasó por alto la impertinencia de los saduceos. No era aquél el momento de entrar en polémicas con los fariseos, que habían fruncido el ceño con claro disgusto por las irónicas y silenciosas manifestaciones del resto del tribunal. La momentánea tensión entre los jueces se vio disipada cuando aquel testigo desvió su acusación hacia el nuevo «hecho mágico» de haber levantado a Lázaro del sepulcro en un tiempo «inferior al toque del sofar». (Aquel dato me hizo pensar que, puesto que cada uno de estos toques de cuerno de los levitas del templo nunca se prolongaba más allá de los 15 segundos, la resurrección de Lázaro —desde que Jesús le llamó hasta que aquél volvió a la vida— pudo suceder en un tiempo de 12 a 15 segundos.
La acusación, como casi todas, resultaba tan pueril y falta de base que el sumo sacerdote cada vez más descompuesto— apremió a los siguientes testigos para que continuaran. Pero las siguientes alegaciones no fueron más brillantes…
Varios de los judíos, acompañando sus palabras con grandes aspavientos, recordaron al tribunal otro de los «delitos» de Jesús:
«No haber comido el obligado cordero pascual…».
Aquella información sólo podía haber sido suministrada por Judas. El Iscariote, que había llegado al edificio del Sanedrín mucho antes que nosotros, permanecía detrás del grupo de testigos, aunque en ningún momento llegó a testificar. (Las normas de aquellas gentes prohibían que un traidor se dirigiera públicamente al Consejo). La ley mosaica, efectivamente, establecía que todos los israelitas estaban obligados a comer cordero o cabrito en la fiesta de la Pascua. Sólo años más tarde, después de la destrucción del Templo, la Misná, en su capítulo IV («pesahim»)[153] suaviza las normas, diciendo textualmente que «en el lugar donde no sea costumbre comer carne, no se coma».
Uno de los últimos acusadores llegó a rizar el rizo en aquella sarta de incongruencias y despropósitos. Aludiendo a otra de las leyes judías, llego a acusar al Nazareno de «homicidio frustrado». Su endeble e irrisorio argumento se basaba en otra norma que decretaba la culpabilidad de aquel que golpease a su prójimo con una piedra, de manera tal que resultase muerto.
El aleccionado testigo expuso entonces el incidente protagonizado por una adúltera, salvada del apedreamiento popular cuando Jesús, dirigiéndose a la muchedumbre, invitó a que «aquel que estuviera libre de pecado arrojase la primera piedra».
Para el retorcido hebreo, aquel gesto constituía delito, ya que incitaba al asesinato…
La grotesca escena se vio un tanto distendida cuando, súbitamente, los 23 jueces y el resto de los miembros del Sanedrín se pusieron en pie. En la sala se hizo un espeso silencio y uno de los saduceos el que se sentaba a la derecha de Caifás— se retiró de su puesto, cediendo el lugar a un individuo menudo y encorvado que acababa de irrumpir en la sala.
—Es Anás —me susurró Juan.
Durante mi estancia en el palacete del ex sumo sacerdote no había tenido oportunidad de conocerle. Ahora, al verle subir al estrado ayudado por dos de sus siervos, sentí cierta decepción. El poderoso suegro de Caifás y padre de la influyente familia sacerdotal era en realidad un viejo decrépito, muy próximo a los 70 años y aquejado de una avanzada dolencia de Parkinson. Como sâgan o presidente de la cámara de los «ancianos» ocupó el asiento ubicado a la derecha del sumo sacerdote en funciones aquel año. Inmediatamente, el resto de los jueces volvió a acomodarse y Caifás, con un displicente gesto de sus regordetas manos, indicó a los testigos que prosiguieran.
A pesar de su más que probable esclerosis cerebral, Anás o Anano —como lo llama Josefo— conservaba unos ojos de rapaz nocturna, grandes y vertiginosos. Nada más sentarse recorrieron la sala, yendo a posarse en los del Maestro. Y el temblor de sus manos se acentuó.
Jesús sostuvo su mirada y Anás, indeciso, trató de esconder las apergaminadas manos bajo el ropón de púrpura que le cubría. Después, desviando su atención hacia el inquisidor de turno, pareció olvidarse del Galileo.
Este hombre —había empezado a proclamar el testigo— afirmó que destruiría el templo y que en tres días edificaría otro, pero sin la ayuda de la mano del hombre.
Los archontes o jefes del templo habían encontrado, al fin, un argumento condenatorio lo suficientemente sólido. Por supuesto, aquello no era lo que había dicho Jesús. Además, ni este testigo ni el siguiente, que ratificó cuanto había dicho su compañero, hicieron alusión alguna al decisivo gesto del rabí cuando, al tiempo que pronunciaba aquellas proféticas palabras, señalaba hacia su cuerpo con el dedo.
Si no recuerdo mal, aquél fue el único testimonio en el que dos sujetos lograron ponerse de acuerdo.
Antes de que concluyeran los testigos, el clamor de los archiereis o sacerdotes jefes fue general, turbando el orden de la sala con exageradas muestras de desagrado e incredulidad.
Caifás levantó sus brazos pidiendo calma, mientras una cínica sonrisa se dibujaba en su rostro. Y el silencio se restableció poco a poco. En esos momentos, Anás hizo una señal a su yerno. Este se inclinó y el ex sumo sacerdote le comentó algo al oído. Al terminar, ambos tenían los ojos fijos en Jesús. Este seguía imperturbable. Ninguna de las alegaciones había logrado alterar su ánimo.
—¿No contestas a ninguna de las acusaciones? —le gritó de pronto Caifás, con aquella voz chillona y desagradable.
Los jueces, testigos, levitas y el resto de los asistentes, incluido Judas, esperaron la respuesta del Galileo. Fue inútil. El Maestro, con los ojos puestos en Caifás, no despegó sus labios.
Aquel silencio del acusado, unido a su gran entereza, hizo enrojecer a Caifás. Sus párpados empezaron a cerrarse y abrirse rítmicamente, presa de un «tic» nervioso. Es muy posible que el odio de aquel hebreo hacia Jesús de Nazaret alcanzase en aquellos minutos unas cimas extremas. Y estoy casi seguro también que, por encima de las enseñanzas y milagros del Cristo, lo que verdaderamente alimentaba la venganza del sumo sacerdote era el dominio de que hacía constante gala el Maestro. Si Jesús se hubiera humillado o adoptado una postura conciliadora, quizá el simulacro de proceso no hubiera arrastrado tan dolorosas consecuencias para la persona del rabí de Galilea.
Cuando todo parecía indicar que Caifás estaba a punto de estallar, Anás se incorporó. Extrajo un rollo de pergamino del interior de su manga derecha y, mientras procedía a desplegarlo, anunció al tribunal que «aquella amenaza del Galileo de destruir el Templo era razón más que suficiente como para considerar las siguientes acusaciones…».
Y con voz premiosa y vacilante, pegando casi el documento a los ojos, dio lectura a los cargos que, obviamente, habían sido fijados antes, incluso, de la sesión del Sanedrín:
«… El acusado desvía peligrosamente a las gentes del pueblo y, además, les enseña.
»… El acusado es un revolucionario fanático que aconseja la violencia contra el Templo sagrado y, además, puede destruirlo.
»… El acusado enseña y practica la magia y la astrología[154]. La prueba de que prometa edificar un nuevo santuario en tres días y sin ayuda de las manos es concluyente».
Juan, estupefacto, me hizo ver algo que estaba claro como la luz: la redacción de semejantes acusaciones tenía que haber sido hecha de mutuo acuerdo con los falsos testigos.
Pero las indignidades de aquel consejo no habían hecho más que empezar.
Anás volvió a enrollar el pergamino y aguardó, en pie, la respuesta del reo. Sin embargo, Jesús no movió un solo músculo.
El anciano, visiblemente contrariado, se dejó caer sobre el banco y aquel denso y amenazante silencio inundó de nuevo la cámara.
En un acceso de ira, Caifás saltó de su puesto y llegando frente al Maestro le conminó con el dedo, gritándole:
—En nombre de Dios vivo —¡bendito sea!— te ordeno que me digas si eres el liberador, el Hijo de Dios…, ¡bendito sea su nombre!
Esta vez, Jesús, bajando sus ojos hacia el menguado y colérico sumo sacerdote, sí dejó oír su potente voz:
—Lo soy… Y pronto iré junto al Padre. En breve, el Hijo del Hombre será revestido de poder y reinará de nuevo sobre los ejércitos celestiales. Las palabras del Nazareno, rotundas, retumbaron en la sala como un mazazo. Caifás retrocedió dos pasos. Tenía la boca abierta y temblorosa y sus ojos aparecían inyectados desangre, al igual que su cara y cuello. Sin dejar de mirar a Jesús echó mano de las cinco hazalejas que rodeaban su pecho y, con un tirón, hizo saltar los pasadores que sujetaban dichas bandas por la espalda[155].
La sagrada ornamentación del sumo sacerdote cayó sobre el piso, con un casi imperceptible chasquido de las agujas de marfil al estrellarse contra el enlosado.
Y Caifás, fuera de sí, exclamó con voz quebrada por la congestión, al tiempo que una involuntaria «lluvia» de gotitas de saliva saltaba por los aires:
—¿Qué necesidad tenemos de testigos…? ¡Ya han oído la blasfemia de este hombre…! ¿Qué creen y cómo hemos de proceder con este violador?
La treintena de saduceos, fariseos y escribas se puso de pie como uno solo hombre, vociferando a coro:
—¡Merece la muerte…! ¡Crucifixión…! ¡Crucifixión!
La acelerada palpitación de las arterias del cuello de Caifás demostraban muy a las claras que su organismo estaba experimentando una importante descarga de adrenalina. Y con la misma furia con que había desgarrado parte de sus vestiduras volvió a encararse con el Maestro, lanzando un violento revés a la mejilla izquierda de Jesús. Los sellos de la mano izquierda del sumo sacerdote (llegué a identificar una piedra de jaspe, un sardio y una cornerina) hirieron el pómulo y dos finísimos reguerillos de sangre se abrieron paso hacia la barba.
Pero el Galileo no dejó escapar un solo lamento. Bajó los ojos y ya no volvería a levantarlos hasta que la policía del Templo le condujo a la sala donde había visto congregados a los testigos.
El yerno de Anás se retiró a su puesto, mientras el coro de jueces seguía vociferando: «¡Muerte…! ¡Muerte…!».
Juan se aferró a mi brazo, mordiendo el manto en un ataque de impotencia y desesperación. Pero nadie, ni siquiera el legionario, movió un solo dedo en defensa de Jesús.
El suegro del sumo sacerdote, que fue el único que permaneció sentado y en silencio, solicitó calma. Y cuando el último de los sanedritas había obedecido la orden de Anás, éste se dirigió al alterado Consejo sugiriendo que se buscaran nuevas acusaciones. Especialmente, cargos que pudieran comprometer al Nazareno frente a la autoridad romana. Con una inteligencia mucho más sutil que la del resto de los allí congregados, el veterano ex sumo sacerdote les dio a entender que aquellas alegaciones podían no satisfacer a Poncio Pilato.
Pero los sacerdotes, con Caifás a la cabeza, se opusieron rotundamente. Y durante un buen rato, los jefes del templo, escribas y fariseos discutieron acaloradamente, pisándose la palabra unos a otros. De aquella agria polémica deduje que los archiereis —tal y como ya había demostrado Caifás— no deseaban demorar el proceso por dos razones básicas:
Primera, porque era el día de la «preparación» de la Pascua y, según la Ley, todos los trabajos debían concluir antes del mediodía.
Segunda, porque el temor general apuntaba hacia la posibilidad de que el procurador dejara Jerusalén, regresando a su base: Cesárea.
Este último extremo pesó mucho más que el primero. Si Poncio dejaba la ciudad santa, las maniobras del Sanedrín habrían resultado estériles.
Anás no pudo controlar la situación y los jueces, imitando al sumo sacerdote, se levantaron, abandonando la sala. Pero antes, uno tras otro, pasaron por delante del Maestro, escupiéndole en el rostro. Si no recuerdo mal fueron treinta salivazos. Mejor dicho, esputos y salivazos, quizá a partes iguales.
Cuando el Maestro pasó a nuestro lado, camino de la estancia donde iba a tener lugar una de las más salvajes y denigrantes afrentas de aquella jornada, el joven discípulo volvió su cara, impresionado por las repugnantes expectoraciones que ocultaban casi el rostro y barba del dócil Jesús. Juan fue presa de una serie de fuertes arcadas, terminando por vomitar en uno de los rincones de la sala.
De esta forma, en mitad de una gran confusión, se dio por concluida la primera parte de aquel «juicio». Eran las seis y media de la madrugada…
Aquel alto en el proceso judío a Jesús de Nazaret iba a ser en realidad una nueva y grotesca caricatura de lo que debería haber ocurrido en un juicio objetivo. Las normas hebreas —como iré desmenuzando al final de esta doble comparecencia del rabí de Galilea ante el irregular Consejo del Sanedrín— eran muy estrictas en todo lo relativo a causas «de sangre». En su «orden cuarto». (Capítulo V), la Misná israelita establece con gran rigor y meticulosidad que, «si el reo es encontrado inocente, es despedido. En caso contrario, los jueces aplazan la sentencia para el día siguiente…».
Pues bien, esta importantísima prescripción jurídica no sólo no fue tenida en cuenta por aquellos treinta secuaces del sumo sacerdote, sino que, además, resultó vilmente manipulada.
De mutuo acuerdo, Caifás y sus partidarios se retiraron de la sala del tribunal, reduciendo las 24 obligadas horas de reflexión y ayuno, previas a la emisión definitiva de la sentencia, a 30 escasos minutos. Una media hora que, en mi opinión, alcanzó una de las más altas cotas de salvajismo a que pueda llegar un grupo que se autocalifica de «civilizado…».
Es posible que por ignorancia, o por un respeto muy humano, los evangelistas no nos digan prácticamente nada de lo que padeció el Maestro en aquellos momentos y en aquel lugar. Personalmente me inclino por la primera razón: la falta de información. Como detallaré de inmediato, el joven Juan no pudo estar presente en aquella espeluznante media hora. Los escritores sagrados hacen algunas alusiones —siempre muy superficiales y como no queriendo entrar en detalles— sobre una bofetada, algunos salivazos y golpes propinados por los siervos del Sanedrín…
Creo, honestamente, que los evangelistas —quizá en un afán de no mortificar a sus lectores con los sufrimientos del Cristo— hicieron un flaco servicio a la Verdad no exponiendo con mayor minuciosidad ese amargo trance del Nazareno. Precisamente al conocer con exactitud lo sucedido aquella mañana en una de las cámaras del Sanedrín, uno puede llegar a intuir que aquél fue, quizá, el momento más amargo y humillante de toda la Pasión. Mucho más, por supuesto, que la flagelación o que la terrorífica escena del enclavamiento… Entiendo que, para cualquier persona normal —y mucho más, lógicamente, si ese hombre «es» la propia Divinidad—, los ultrajes y ataques a su dignidad pueden resultar más dolorosos que los golpes o torturas propiamente dichos. Y esto fue lo que aconteció, mientras los jueces deliberaban en el jardín central del edificio.
Sin dudarlo un instante me fui detrás del soldado que custodiaba a Jesús, mientras Juan, muy afectado por aquella repulsiva deshonra de la persona de su Maestro, salía al exterior, tratando de respirar aire puro y de recuperarse física y emocionalmente.
Pero, a los pocos minutos, lo vi entrar en la sala donde los levitas habían conducido a Jesús. Nos encontrábamos en un cubículo de reducidas dimensiones, totalmente vacío, desnudo de muebles y sin ventilación alguna. Dos de los domésticos del Sanedrín sostenían sendas antorchas que, juntamente con tres pequeñas lucernas de aceite colgadas en los muros de ladrillo, iluminaban el rectángulo con una luz rojiza y fantasmagórica.
El Nazareno fue situado en el centro del húmedo y maloliente aposento, mientras los policías y criados del templo —una docena, más o menos— tomaban posiciones, bien recostándose sobre las paredes o sentándose en el duro suelo.
Mi primera impresión, al comprobar el silencio y total indiferencia de aquellos individuos, fue relativamente tranquilizadora. Estaba claro que los sicarios de Caifás habían recibido órdenes de custodiar al reo y esperar la reanudación del proceso. Pero, cuando apenas habían transcurrido un par de minutos, uno de los levitas que había acompañado al Consejo se asomó a la puerta, llamando por señas a uno de los que portaban una tea. Después de un breve cuchicheo, el recién llegado desapareció y el de la antorcha dio unos pasos hacia sus compañeros de habitación, transmitiéndoles la orden que, sin duda, acababa de traer aquel policía.
Los criados y levitas formaron un corrillo, dialogando en voz baja y dirigiendo continuas ojeadas al preso. Algo tramaban…
En esos críticos momentos, Jesús volvió a levantar el rostro, buscando con la mirada. Al fin, se detuvo en Juan, que seguía muy cerca de la puerta, y sin pronunciar una sola palabra le hizo un gesto con la cabeza, ordenándole que saliera de la habitación. Aquella señal fue tajante. Pero el discípulo dudó, respondiéndole con una negativa. El Maestro, por segunda y última vez, echó su cabeza hacía la derecha, indicándole la puerta. En los ojos del Nazareno había una fuerza y una seguridad tales que, al final, Juan terminó por ceder, saliendo del lugar.
El legionario, testigo, como yo, de la silenciosa orden del reo, me interrogó con su mirada. Pero sólo pude encogerme de hombros. En ese instante no podía entender por qué Jesús de Nazaret había obligado a su inseparable amigo a que nos abandonase. Lamentablemente, no tardaría en averiguarlo…
Una vez que Juan hubo salido, el Maestro se limitó a observarme durante escasos segundos. En aquellos ojos, semientornados como consecuencia de los salivazos —ya resecos—, adiviné una mezcla de infinita tristeza y resignación. A continuación, el gigante bajó nuevamente la cabeza, hundiéndose en sus pensamientos.
Aquella tensa calma no tardó en estallar. El grupo de asesinos a sueldo fue rodeando al Maestro. Los de las hachas se situaron uno a cada lado de Jesús y, sin previo aviso, el criado que había recibido la misteriosa orden se deshizo de su manto, arrojándolo a un extremo de la cámara. A continuación, situándose a cuatro dedos del pecho del rabí, levantó sus ojos y comenzó a interrogarle:
—Di, «príncipe de Belcebú»… ¿cómo se llaman tus cómplices?
Pero Jesús no levantó siquiera el rostro.
En ese momento empecé a intuir en qué podía haber consistido aquella orden que acababan de recibir los policías y servidores del Sanedrín. Si no recordaba mal, Anás le había formulado esa misma pregunta. Era más que probable que el Consejo de los saduceos, escribas y fariseos, que se había tomado un receso en el juicio, hubiera decretado que los guardianes del Maestro trataran de aprovechar aquellos minutos para seguir interrogando y sonsacando al impostor.
—… Conocemos a Judas —añadió el lacayo con una sonrisa que me hizo temer lo peor—, también a Simón, el Zelota y a ese Juan Zebedeo… Pero, ¿quiénes son los demás…? ¡Contesta!
El Galileo no parpadeó. Su cara, fija en las losas grises del pavimento, estaba ausente.
—… Así que te niegas a responder.
Y el criado le dio la espalda, avanzando un corto paso. Pero, instantáneamente, se volvió, abofeteándole con la izquierda. El golpe fue tan duro como inesperado. Y el cuerpo entero de Jesús se tambaleó.
Los restos de los esputos de la mejilla derecha del rabí quedaron adheridos a la palma de la mano del esbirro quien, con una mueca de repugnancia, sacudió sus dedos una y otra vez, tratando de liberarse de aquellas inmundicias. Finalmente aproximó su mano al manto del Nazareno, restregándola sobre la tela.
Cuando el legionario intentó cortar aquel súbito y salvaje ataque, uno de los guardianes del Templo le tomó por el hombro y, apartándole del rabí, le entregó una pequeña bolsa de cuero, susurrándole que no interviniese y que repartiese aquellas monedas conmigo. El soborno volvió mudo y sordo al soldado, quien, a partir de ese momento, no se movió ya de uno de los ángulos de la sala. Su satisfacción creció cuando me negué a aceptar mi parte.
A pesar del resentimiento que había empezado a quemar mis entrañas, no pude hacer otra cosa que observar y tratar de no alterar los acontecimientos, tal y como marcaba el código de Caballo de Troya…
Y desde ese instante, una lluvia de puñetazos y bofetadas empezó a caer sobre el cuerpo del Maestro.
De vez en cuando, entre golpe y golpe, algunos de los levitas volvían a interrogarle…
—¡Responde…! ¿Cuántos sois…? ¿Cómo se llaman tus seguidores…? ¿Quién ha tomado el mando…?
Jesús, con los labios rotos por los impactos, no cedía. Algunos de los puñetazos habían ido a estrellarse contra sus ojos, provocando una lenta pero alarmante hinchazón.
En medio de aquella iniquidad quedé maravillado una vez más ante la serenidad y fortaleza física de aquel galileo. Muchos de aquellos golpes, lanzados con frialdad sobre puntos tan delicados y vulnerables como ojos, labios, oídos, riñones y estómago, hubieran tumbado a un hombre normal. Sin embargo, el Nazareno —aunque llegó a tambalearse en varias ocasiones— no dejó escapar un solo lamento, conservando siempre el equilibrio.
El hermético silencio del reo fue avivando el furor de los levitas, que arreciaron en sus agresiones.
Sudorosos, jadeantes y arrastrados por el paroxismo, aquellos energúmenos, no satisfechos con el violento castigo que estaban infligiéndole, fueron en busca de una cántara de agua, sometiendo a Jesús a uno de los suplicios más angustiosos que haya podido inventar el ser humano.
Uno de los sicarios se situó a espaldas del Galileo, tirando violentamente de sus cabellos. Automáticamente, el fornido cuerpo se dobló hacia atrás. Y un segundo policía procedió a abrir los labios de Jesús mientras un tercero, que cargaba el cántaro, comenzaba a vaciar el agua en la boca del Nazareno. El liquido fue penetrando a borbotones durante varios e interminables segundos, hasta que, finalmente, el rabí se vio atacado por un seco e intenso golpe de tos que puso punto final á la tortura. Sin saberlo, aquellas bestias humanas habían aliviado —¡y de qué forma!— el castigado organismo del prisionero. (A raíz del «stress» registrado en el huerto de Getsemaní, el Maestro de Galilea había empezado a experimentar un grave y determinante proceso de deshidratación, que se vería sensiblemente incrementado después de los azotes).
El doméstico que sostenía el recipiente de barro se echó a un lado y, mientras el levita seguía tirando del pelo del reo, otro de los esbirros levantó su pierna izquierda, lanzando un puntapié contra el bajo vientre del indefenso prisionero.
Fue una de las pocas veces que escuché un gemido en boca de Jesús. El dolor tuvo que ser tan lacerante que, a pesar de hallarse doblado hacia atrás, el tronco y la cabeza del Galileo se enderezaron en un movimiento reflejo, al tiempo que sus rodillas se doblaban. Y en décimas de segundo, el Cristo cayó sobre el piso, golpeándose el rostro contra las losas.
—¡Estúpidos! —intervino el legionario, acudiendo en socorro del inmóvil cuerpo del preso—. ¿Es que pretendéis acabar con él…?
El policía que había estado tirando de sus cabellos soltó el mechón de pelo que había quedado entre sus dedos y arrebatándole el cántaro a su compinche arrojó el contenido sobre la nuca del Nazareno.
Sinceramente, y puesto que Jesús había caído de bruces, no pude comprobar si —como me temía— había perdido el conocimiento. Al seguir con las muñecas atadas a la espalda, tuvieron que ser los criados y levitas quienes, ayudados por el centinela romano, le incorporasen. Cuando, al fin, acerté a ver su rostro un escalofrío me recorrió el vientre: Jesús había palidecido en extremo y una de sus cejas (la izquierda) se había abierto, posiblemente como consecuencia del encontronazo con el suelo. Su nariz, aunque con algunos hematomas, no parecía gravemente lastimada por la caída. Ello me hizo pensar que el Maestro aún se hallaba consciente en el instante del choque con el pavimento, pudiendo, quizá, «amortiguar» el violento impacto con un giro de la cabeza. La sangre, sin embargo, había empezado a manar en abundancia, cubriendo en seguida la mitad izquierda de la cara.
Instintivamente, el Nazareno comenzó a inspirar profundamente. Poco a poco fue recuperándose, aunque su rostro no guardaba semejanza alguna con aquel semblante majestuoso y sereno que presentaba al entrar en la sede del Sanedrín.
La sangre había empezado a gotear desde su barba, manchando el manto y parte de la túnica.
Los secuaces de Caifás, algo más apaciguados, se aislaron en uno de los ángulos de la estancia, iniciando otro cambio de impresiones. Y al poco, el que se había desembarazado de su ropón, lo recogió del suelo, lanzándolo sobre la cabeza del rabí. Una vez cubierto, otro de los levitas se aproximó a Jesús, gritándole entre fuertes risotadas:
—¡Profetiza, liberador…! Dinos, ¿quién te ha pegado?
Y blandiendo un bastón de unos cuatro centímetros de diámetro con la mano izquierda descargó un porrazo seco y aterrador sobre el rostro del silencioso Maestro. Este retrocedió unos pasos como consecuencia del golpe, pero, antes de que pudiera desplomarse, otro de los criados lo abrazó por la espalda, sosteniéndole. Las carcajadas se contagiaron rápidamente y, uno tras otro, aquella chusma fue participando en aquel juego despiadado[156].
Las bofetadas y bastonazos se sucedieron durante los últimos diez minutos. Y a cada golpe, el agresor entonaba la misma y cínica pregunta: —¡Profetiza…! ¿Quién te ha pegado…? ¡Profetiza, bastardo![157]
Hacia las siete de la mañana, cuando el Nazareno, encorvado y apoyado contra uno de los muros, parecía a punto de desfallecer, entraron en la estancia varios levitas, ordenando a sus colegas que trasladasen al detenido ante el Consejo.
Cuando aquellos salvajes retiraron el manto de la cabeza del Maestro la sangre se me heló en las venas. De no haber sabido previamente que aquél era Jesús, creo que no hubiera podido reconocerle. El bastonazo —supongo que el primero—, y a pesar de que el tejido había «acolchado» el golpe, había caído sobre el pómulo derecho y parte de la nariz, provocando la hinchazón de ambas zonas. Este garrotazo o quizás los restantes puñetazos y bofetadas habían ocasionado una aparatosa hemorragia nasal. Los regueros de sangre, ya reseca, salían de ambas fosas, corriendo sobre los labios y empapando el bigote y la barba.
Los hematomas en ambos ojos eran tan acusados que el rabí apenas si podía abrirlos.
Aquel rostro roto, inflamado y con la mitad izquierda ensangrentada, dejó sin habla a algunos de los criados y sicarios del Sanedrín. Evidentemente, el castigo había sido brutal. Y ante mi sorpresa, varios de los levitas, nerviosos, empezaron a discutir sobre la conveniencia de lavar y adecentar un poco la faz del Maestro. No por misericordia, por supuesto, sino por temor a posibles represalias o recriminaciones de los jueces y, quizá, de los seguidores del Nazareno. Y, al fin, uno de los sirvientes apuró el agua de la cántara, empapando un extremo del ropón o manto con el que le habían cubierto.
En un arranque que nunca he logrado explicarme satisfactoriamente, me adelanté hacia el policía, identificándome como médico y rogándole que me permitiera proceder al lavado del rostro del Galileo y, de paso —les dije—, examinar las posibles fracturas.
Los policías accedieron un tanto aliviados, pero sugirieron que fuera diligente en el «arreglo». El Consejo esperaba.
Obviamente, dentro de los planes de Caballo de Troya no se contemplaba la posibilidad de que yo «reparase», ni mucho menos, las heridas que pudiera sufrir Jesús de Nazaret. Tal y como ya he citado, ello estaba rigurosamente prohibido. Sin embargo, y puesto que los levitas se disponían a asear la machacada faz del prisionero, consideré que aquélla era una irrepetible ocasión de comprobar de cerca y personalmente los daños exteriores y visibles más graves. Sin embargo, y a pesar de esta justificación, también hubo «algo» interno que me empujo a tomar semejante decisión…
Tomé, pues, el pico del tosco manto y con toda la delicadeza de que fui capaz, comencé a limpiar los grumos de sangre que se habían adherido al pómulo y mejilla izquierdos. Las hemorragias, tanto la producida por la rotura de la ceja izquierda como la nasal, habían sido espectaculares, aunque tuve la impresión de que la pérdida de sangre no era importante. A juzgar por los reguerillos, plastones y sangre acumulada en barba, manto y túnica, no creo que fuera superior a los 200 o 300 centímetros cúbicos.
Pude deducir igualmente que la capacidad de coagulabilidad de la sangre de Cristo era normal. Tanto la brecha de la ceja como los cortes de los labios y los dos riachuelos que nacían en los orificios de la nariz habían coagulado muy rápidamente. Cuando aquella mitad del rostro quedó prudentemente limpia me deshice del manto y, antes de que los domésticos de Caifás pudieran reaccionar, introduje mis dedos en el desgarrón que había ocasionado la daga del bandido que había tratado de asaltarme en la noche del pasado jueves y, con dos fuertes tirones, conseguí un reducido trozo de mi túnica. Lo introduje en la boca del cántaro, humedeciéndolo cuanto me fue posible. Y acto seguido regresé a la pared sobre la que seguía apoyado Jesús, pasando el suave lienzo color hueso sobre la deformada nariz, labios, cejas y párpados[158].
Al tentar la hinchazón del pómulo derecho deduje que el bastonazo había interesado una amplia área del hueso malar, alcanzando parte de ese ojo derecho. Si aquel hematoma seguía prosperando, lo más probable es que el Nazareno terminase por experimentar serias dificultades a la hora de mantener abierto dicho ojo.
En cuanto a la nariz, la lógica imposibilidad de no poder practicar una radiografía me dejó con la duda de si aquel impacto había fracturado los huesecillos «propios» o nasales. Estos dos huesos, como saben todos los médicos, son frágiles, pudiendo ser hundidos con un puñetazo.
En mi opinión, y después de aquella exploración, los trece huesos de la cara de Jesús parecían intactos. Insisto, sin embargo, en mis serias dudas sobre la pareja de nasales. Dada la violencia del golpe, cabía la posibilidad de que hubieran sido dañados. (Entiendo, además, que la famosa profecía en la que se recoge que «ninguno de los huesos del Mesías sería fracturado» bien pudo referirse a los huesos «largos»). Hubo un especial detalle que, con la debida reserva, me inclino a creer desde el primer momento que dichos huesecillos nasales podían hallarse hundidos.
A lo largo de esta segunda limpieza, y cuando toqué la inflamada masa muscular de la nariz («piramidal» y «transverso», fundamentalmente), al palpar el área del cartílago nasal, el rabí retrocedió levemente. A pesar de mi extrema suavidad, el simple roce del tejido con aquel punto de su nariz multiplicó su dolor.
En ese momento, el gigante —que seguía silencioso— entreabrió como pudo sus ojos, fijando su mirada en mí. Traté de sonreírle y creo que lo conseguí. Era cuanto podía darle. Jesús captó mi pobre pero sincera muestra de amistad y sus labios se estremecieron. Y, de pronto, ante mi desconsuelo, una lágrima resbaló por su ojo izquierdo, hundiéndome aún más en la impotencia…
El sicario que había advertido a los verdugos volvió a asomarse a la puerta y, con un gesto de impaciencia, se abrió paso hasta el reo. Y tomándole por uno de los brazos le empujó hacia la salida.
El Maestro, con paso vacilante, entró de nuevo en la sala del Sanedrín. La falta de sueño, el dolor y el cansancio después de aquella paliza habían empezado a hacer mella en su organismo.
Fui el último en abandonar aquel trágico lugar. Intencionadamente esperé a que hubiera salido el último de los levitas para, agachándome, recoger el mechón de pelo que uno de los policías había arrancado involuntariamente del cráneo de Jesús. Lo oculté en mi bolsa junto al jirón ensangrentado de mi túnica y me apresuré a reincorporarme al Consejo del Sanedrín.
Los jueces habían ocupado los mismos puestos y el Nazareno, escoltado por el legionario y otros dos sirvientes, trataba de mantenerse en pie frente al semicírculo. Su aspecto, a pesar del rápido lavado de su rostro, era tan lamentable que aquella treintena de judíos no pudo reprimir la sorpresa. Durante algunos minutos intercambiaron algunas sarcásticas miradas, imaginando el suplicio a que había sido sometido el impostor y regocijándose, supongo, por el súbito cambio de aquel majestuoso y sereno rostro.
Juan, que se había unido a mí, no acertaba a pronunciar palabra alguna. Sus ojos, espantados, miraban y remiraban el semblante de su Maestro, sin poder dar crédito a lo que, desgraciadamente, sólo era el principio del fin…
Cuando los escribas judiciales tomaron asiento en sus puestos, Anás hizo uso de la palabra y señalando un pergamino que sostenía su yerno entre las manos incidió nuevamente en la idea que ya había expuesto en la primera parte de aquella reunión. Para el ex sumo sacerdote, la acusación de blasfemia carecía de fuerza, al menos de cara al procurador romano. E insistió en la necesidad de redactar una serie de alegaciones que comprometiera al rabí de Galilea con la justicia que representaba Pilato.
Al escuchar al suegro de Caifás imaginé que aquel rollo al que había hecho alusión debía contener la sentencia definitiva contra Jesús. Y, sin poder reprimir la curiosidad, le pregunté a Juan qué era lo que había sucedido en la deliberación de los jueces.
El cada vez más desmoralizado discípulo ni siquiera me escuchó. Tuve que zarandearle ligeramente para que, al fin, atendiera mi pregunta. Y con los ojos húmedos me explicó que, durante la improvisada reunión de los saduceos y fariseos en el patio central del edificio, «aquellos indignos sacerdotes sólo habían llegado a un acuerdo: ejecutar a Jesús».
Juan, a pesar de haber permanecido muy cerca de los jueces, no llegó a conocer el texto de la sentencia, redactado por el propio Caifás y después de no pocas discusiones.
Por un momento creí que el sumo sacerdote leería la acusación o acusaciones. Pero no fue así. Después de varios rodeos y divagaciones por parte de los allí congregados, tres de los fariseos se levantaron de sus asientos, renunciando a seguir en aquel «proceso». Aunque se mostraron conformes con dar muerte al rabí, su tradicional sentido de la «pureza» les aconsejaba según manifestaron públicamente— no formar parte de aquella flagrante ilegalidad, «a menos que el Nazareno fuera conducido ante Poncio, una vez se le hiciera saber por qué había sido condenado».
Caifás no se conmovió por este desaire de los llamados «santos» o «separados» y, después de consultar con el resto del tribunal, dio por aplazada la vista.
Y a las siete y media de la mañana, los saduceos, escribas y los escasos fariseos que se habían mantenido fieles a Caifás desfilaron por segunda vez ante la maltrecha figura de Jesús de Nazaret.
El Maestro no tardó en seguir los pasos de sus jueces. Fuertemente escoltado, el Galileo permaneció unos minutos en el jardín interior del edificio del Sanedrín. En una de las esquinas, Caifás y sus hombres siguieron discutiendo acaloradamente. Volvieron a entrar en el hemiciclo y, al cabo de un rato, reaparecieron en el patio central. El voluminoso sumo sacerdote llevaba dos pergaminos en su mano izquierda. Aquello me extrañó.
Acto seguido, Caifás se puso a la cabeza de los levitas y siervos, ordenando que extremaran el cerco en torno al blasfemo mientras se dirigían al cuartel general romano. Anás y la mayor parte de los jueces se despidieron de Caifás, regresando al interior de la estancia donde se había celebrado aquella primera parte del proceso.
Judas Iscariote, que no había cruzado una sola palabra con nosotros, se unió también a la comitiva.
El sumo sacerdote en funciones, la media docena de saduceos y el pelotón que rodeaba al Maestro, se adentraron en las calles de la ciudad alta, en dirección a la Puerta de los Peces. Al cruzar frente a los bazares, las gentes se levantaban, saludando reverencialmente al sumo sacerdote. En mi opinión, ninguno de los asombrados testigos llegó a reconocer a Jesús. Los hematomas de sus ojos, nariz y pómulo derecho habían deformado su rostro hasta hacerle casi irreconocible.
Mientras marchábamos a toda prisa hacia la fortaleza reparé de nuevo en los dos rollos que portaba Caifás. ¿Qué podían contener? ¿Se trataría de la sentencia que debía mostrar a Poncio Pilato?
En mi mente giraba sin cesar aquel anuncio del tribunal, prometiendo una segunda parte en el proceso. Si mis informaciones eran correctas, Jesús no volvería a pisar el Sanedrín. ¿Qué iba a suceder entonces?
Aunque, bien mirado, y ante el récord de irregularidades que se había alcanzado en aquel «simulacro» de juicio, ¿qué podía esperarse de una segunda y supuesta vista?
Haciendo un somero estudio del referido juicio, los sanedritas habían infringido, al menos, doce de las normas básicas que marcaban las leyes hebreas para procesos relacionados con la pena capital. Veamos algunas de las más irritantes:
1.a Para empezar, y según la Misná (Orden Cuarto, Sanedrín), los procesos llamados de pena capital debían abrirse alegando la inocencia del reo y no su culpabilidad.
2.a Los procesos de sangre —o donde se presume que puede estar en juego la vida del acusado— debían celebrarse de día y la sentencia, si era condenatoria, jamás podía pronunciarse durante la misma jornada. «Por eso —dice la ley judía— no puede realizarse un proceso de sangre en la vigilia del sábado de un día festivo»[159].
El «pequeño Sanedrín», al reunirse, por tanto, el viernes, 7 de abril, víspera del sábado y de la Pascua, cometió un doble delito.
3.a En estos procesos capitales, el juicio debía ser abierto siempre por uno de los jueces que se sentaba al lado del más anciano, «a fin de que los jueces de menor autoridad no fuesen influenciados por los ancianos» (en el juicio contra el Maestro fueron los falsos testigos los que iniciaron la causa).
4.a Y hablando de los falsos testigos, sólo la actuación de este grupo habría invalidado ya cualquier otra vista similar. La ley judía era y es sumamente rigurosa en este sentido. Antes de iniciarse el proceso, los testigos debían ser amonestados severamente: Se les introducía en el interior de un recinto —dice la Misná— y se les infundía temor, diciéndoles: que no hablaran por mera suposición, por oídas, por la deposición de otro testigo, por la declaración de un hombre digno de fe que hubieren oído o que no fueran a creer que en último término no sería examinada y analizada su deposición. «Habéis de saber —se les decía a los testigos— que en los procesos de sangre, la sangre del reo y la sangre de toda su descendencia penderá sobre el falso testimonio hasta el fin del mundo…».
Nada de esto sucedió en la sede del Sanedrín. Es más: los sobornados testigos cayeron en continuas y abrumadoras contradicciones. La misma ley aclaraba que los falsos testigos debían ser flagelados o, incluso, condenados a muerte. Es obvio, por tanto, que aquellos individuos se prestaron a semejante riesgo porque, previamente, se les había garantizado su inmunidad y, naturalmente, alguna sustanciosa cantidad de dinero.
5.a «Si el reo era encontrado culpable —sigue diciendo la ley mosaica— la sentencia debía ser aplazada para el día siguiente». Como ya he mencionado, nada de esto se respetó. A lo sumo, el tribunal levantó la sesión durante media hora, regresando a la sala de inmediato. «En el entretanto —prosigue la ley—, los jueces se reúnen de dos en dos, comen muy frugalmente, no beben vino durante todo el día, pasan discutiendo y deliberando toda la noche y, por la mañana, se levantan temprano y van al tribunal».
6.a Si después de todo esto siguen considerando al prisionero culpable de la pena capital, la sentencia definitiva debía emitirse mediante votación. «Si doce lo declaraban inocente y doce lo declaraban culpable, era declarado inocente. Si doce lo declaraban culpable y once inocente o, incluso, once lo declaraban inocente y otros once culpable y uno decía “no sé”, o incluso si veintidós lo declaran inocente o culpable y uno dice “no sé”, se han de añadir más jueces».
¿Hasta cuántos habían de añadirse?
«Siempre de dos en dos hasta alcanzar los 71».
En el proceso presidido por Anás y Caifás no se produjo ninguna votación.
7.a La ley hebrea prohibía que una misma persona fuera juez y acusador. En nuestro caso, Caifás acaparó ambos puestos.
8.a Tampoco fue anunciada la sentencia, tal y como prescribía la ley: «… Se escribe (la sentencia) y se envían mensajeros a todos los lugares, diciendo fulanito de tal, hijo de fulanito de tal, ha sido condenado a muerte por el tribunal».
Esta fue una de las razones por la que los tres fariseos que formaban parte del Consejo decidieron retirarse. Y en el colmo de la irregularidad jurídica, ni siquiera el propio procesado conoció el texto definitivo de dicha sentencia a muerte. (Tal y como veremos más adelante, Jesús de Nazaret murió sin saber «oficialmente» su culpa…).
9.a Incluso la respuesta dada por el Maestro a Caifás, cuando éste le conjuró a que declarase si era el Mesías, no fue motivo de blasfemia, tal y como señalaba la ley. Según la Misná, «el blasfemo no es culpable en tanto no mencione explícitamente el Nombre». En la contestación de Jesús, como se recordará, no se citaba el «Nombre»; es decir, Yavé, Dios o el Divino. Jesús dijo: «Lo soy… Y pronto iré junto al Padre. En breve, el Hijo del Hombre será revestido de poder y reinará de nuevo sobre los ejércitos celestiales». ¿Dónde aparece en estas frases el «Nombre» explícito de Dios?
10.a Y en el caso de que así hubiera sido, la ley especificaba que, «una vez concluido el juicio, no lo sentenciarán a muerte usando la circunlocución, sino que echarán a todo el público fuera de la sala del juicio y preguntarán al testigo de más dignidad: «Di, ¿qué oíste de modo explícito?». Aquél lo dice. Entonces los jueces se ponían en pie, rasgando sus vestiduras que no podían volver a unir.
El segundo testigo decía: «También yo oí lo que él» y el tercero afirmaba: «También yo (oí) como él».
¿Es que en el juicio contra el Nazareno sucedió algo de esto? Ni siquiera Caifás llegó a rasgarse verdaderamente las vestiduras…
11.a Si el Tribunal consideró que Jesús era un falso profeta —como así ocurrió—, la ley tampoco autorizaba su juicio, a no ser por el «gran Sanedrín», formado siempre por 71 miembros. Y aquél, como ya dije, sólo constaba, oficialmente, de 23.
12.a Por último, aunque, como digo, el rosario de fallos e irregularidades en esta causa podría ser muy extenso, los jueces no respetaron tampoco las normas legales, que señalaban los lunes y jueves, como fechas oficiales para las distintas comisiones y asambleas de los tribunales de justicia (así lo marca la Misná en su Orden Tercero, capítulo 1). Mientras duró mi entrenamiento para esta misión, tuve la oportunidad de investigar en numerosas fuentes, observando cómo, hasta hoy, entre los exégetas y demás autores y estudiosos de esta parte de la Biblia no existe acuerdo sobre quiénes fueron los responsables del juicio y posterior condena a muerte del Nazareno. Para muchos (fundamentalmente autores judíos), el Sanedrín de aquella época gozaba de la prerrogativa de la pena capital. «Y si Jesús de Nazaret —dicen— fue ejecutado al estilo romano es porque el conflicto no iba con ellos»[160].
Para otros, el Consejo Supremo de la comunidad israelita el Sanedrín— podía juzgar, pero nunca aplicar y ejecutar la pena máxima. En este supuesto, las castas sacerdotales no tuvieron más remedio que acudir ante Poncio Pilato, para que confirmase la sentencia[161].
Nunca he podido comprender el porqué de estas diferencias de criterios, al menos entre los exégetas y escritores católicos. La mayoría se manifiesta conforme con el misterioso y difícilmente comprobable suceso de la resurrección de Jesús (siempre desde un punto de vista histórico-científico) y, sin embargo, corren ríos de tinta a favor y en contra de la jurisdicción penal del Sanedrín. Si profundizasen de verdad en el asunto —amén de las numerosas referencias históricas sobre la potestad de Roma y de sus procuradores— observarían que, teniendo en cuenta el odio de Caifás y sus correligionarios hacia Jesús, lo fácil hubiera sido dictar esa pena capital y ejecutarla sin más. El hecho incuestionable de su visita a la fortaleza Antonia y el sometimiento general judío al juicio de Poncio están gritando un hecho objetivo: era Roma quien, en definitiva, tenía la última palabra. En los casos de las muertes de Esteban (año 36 de nuestra Era) y de Santiago, uno de los hermanos de Jesús de Nazaret (año 62 después de Cristo), muchos de los defensores de la «culpabilidad romana» en la ejecución del Maestro de Galilea han pretendido ver dos muestras decisivas de esa capacidad legal del Sanedrín para dictar y ejecutar sentencias máximas. Entiendo, no obstante, que ambas lapidaciones o apedreamientos —llevados a cabo, efectivamente, por el Sanedrín— ocurrieron en sendos períodos en los que la provincia romana de Judea se encontraba temporalmente sin procurador. En el año 36, Vitelio envió a Pilato a Roma para rendir cuentas ante el emperador Tiberio y en el 62, según narra Flavio Josefo (Antigüedades, XX, 197 y ss.), el procurador romano Festo acababa de morir y su sustituto, Albino no había llegado aún a Judea.
Existe, además, otro contrasentido. Si el Sanedrín hubiera gozado verdaderamente de esa capacidad legal para aplicar y consumar la pena de muerte, ¿por qué Jesús no fue ajusticiado al «estilo judío?».
La ley judía, una vez más, era sumamente cuidadosa en este aspecto. En el Orden Cuarto (capítulo VII), la Misná dice textualmente: «El tribunal podía infligir cuatro tipos de penas de muerte: la lapidación, el abrasamiento, la decapitación y el estrangulamiento».
Generalmente, la lapidación o apedreamiento era la pena más dura. Era aplicada —y sigo citando la ley hebrea— a los siguientes: «al que tiene relación sexual con su madre o con la mujer de su padre o con la nuera o con un varón o con una bestia; la mujer que trae a sí una bestia (para copular con ella); el blasfemo; el idólatra; el que ofrece sus hijos a Molok (un ídolo); el nigromántico; el adivino; el profanador del sábado; el maldecidor del padre o de la madre; el que copula con una joven prometida; el inductor, que induce a un particular a la idolatría; el seductor, que lleva a toda una ciudad a la idolatría; el hechicero y el hijo obstinado y rebelde».
En cuanto al «abrasamiento» —que tuve la oportunidad de contemplar en mi segundo «gran viaje»—, la ley establecía que eran reos de semejante ejecución «el que tenía relación sexual con una mujer y con su hija y la hija del sacerdote que había fornicado (después de haber contraído matrimonio)».
Morían decapitados «el homicida y los habitantes de una ciudad apóstata».
Por último, la pena de estrangulamiento recaía en los siguientes:
«En el que hiere a su padre o a su madre; en el que rapta a una persona en Israel; en el anciano que se rebela contra la sentencia del tribunal; en el falso profeta; en el que profetiza en nombre de un ídolo; en el que tiene relación sexual con la mujer de otro; en el que levante falso testimonio contra la hija de un sacerdote o se acueste con ella».
Admitiendo, en consecuencia, que el Sanedrín hubiese tenido la potestad para ejecutar a Jesús, y si los cargos más importantes eran los de «blasfemo», «falso profeta», «mago» y «profanador del sábado», lo lógico hubiera sido que los hebreos lo hubiesen lapidado o estrangulado. ¿Por qué pidieron entonces su muerte por crucifixión?
En mi opinión sólo puede obedecer a una doble razón: primera, porque el tribunal sabía que era el procurador romano quien debía decidir. Y segunda, porque en aquel simulacro de juicio, la mayor parte de los jueces fueron saduceos. En otras palabras, la rama «dura» de las castas sacerdotales. Caifás era uno de ellos y supo ganarse a un importante grupo, que fue el que asistió a la sesión matinal del «pequeño Sanedrín». Como ya cité, los saduceos —calificados en los Hechos de los Apóstoles (5,17) como «el cerco del sumo sacerdote Caifás»— estaban en abierta oposición a los fariseos, disfrutando de una «teología» y «código penal» propios. Si el Tribunal hubiera estado constituido por una mayoría de fariseos, posiblemente las cosas habrían sido muy distintas y Jesús habría terminado su vida apedreado o estrangulado. Pero la muerte por crucifixión era mucho más vil y humillante que las dictadas por la ley mosaica y es casi seguro que la mayoría saducea se inclinara por aquélla, apurando hasta el límite su odio contra el impostor. Sin embargo, la duda seguía llameando en mi cerebro. ¿Por qué los inquisidores sanedritas habían gritado y volverían a gritar frente a Poncio Pilato la pena de crucifixión?
Sólo al tener cumplido conocimiento de las acusaciones que, en efecto, figuraban en uno de los pergaminos que llevaba Caifás pude despejar la incógnita. Antes, un hecho totalmente imprevisto me obligaría a cambiar los planes de Caballo de Troya…
Faltaban pocos minutos para las ocho de la mañana cuando la reducida comitiva dejó atrás el barrio alto de Jerusalén. Caballo de Troya había creído desde un principio que el encuentro de los sanedritas con el procurador romano tendría lugar precisamente por el portalón y túnel de la fachada oeste de la Torre Antonia (aquella por la que yo había tenido acceso en compañía de José, el de Arimatea). Pero no fue así. Caifás y los saduceos cruzaron ante el muro de protección situado frente al foso y, sin dudarlo, doblaron la esquina noroeste, en dirección a otra de las puertas de entrada al cuartel general de Poncio en la ciudad santa. Yo había convenido con Pilato y su primer centurión, Civilis, que mi ingreso en la fortaleza se produciría por el puesto de guardia ya mencionado. Y durante algunos segundos, mientras mi cerebro buscaba una solución, me dejé arrastrar —casi por inercia— por el pelotón. Al doblar aquella esquina de Antonia, la súbita presencia del anciano José de Arimatea y otro joven hebreo hizo que olvidara momentáneamente mis dudas. José, lógicamente, estaba al tanto de los pasos de Jesús y del sumo sacerdote. Aunque no lo había visto en el juicio, deduje que sus «contactos» le mantenían puntualmente informado. El hecho de estar allí era una prueba.
Caifás tuvo que ver a José. Pasó prácticamente a su lado. Sin embargo, ni siquiera le saludó. El anciano, al descubrir al Maestro, se sobrecogió. Aunque posiblemente estaba informado también de la tortura a que había sido sometido, al comprobarlo por si mismo palideció. Sin levantar demasiadas sospechas fui quedándome atrás, hasta unirme a él y a su compañero. Y así seguimos al pelotón.
El de Arimatea, que parecía haber perdido las esperanzas que había tratado de contagiarme en el patio del palacete de Anás, al captar mi desconfianza por la presencia de aquel joven desconocido me insinuó que hablase abiertamente. Su acompañante era uno de los «correos» de David Zebedeo. Estaba allí, según me explicó, para transmitir las últimas noticias al cuerpo de emisarios que había sido centralizado por David en el campamento de Getsemaní.
De esta forma, conforme nos aproximábamos a la puerta norte de la Torre Antonia, José y el emisario me pusieron en antecedentes de la suerte que habían corrido los restantes discípulos y de los que no tenía noticia alguna desde el prendimiento.
La mayor parte de los griegos y discípulos que fueron testigos de la captura del Maestro en el camino que discurre por la falda del Olivete terminó por volver al huerto de Simón, «el leproso», despertando a los ocho apóstoles y demás seguidores, que permanecían ajenos a lo que estaba ocurriendo.
Minutos más tarde, era el jovencísimo Juan Marcos quien corría hasta la cima del Monte de las Aceitunas, poniendo sobre aviso a David Zebedeo, que seguía montando guardia y al margen de los últimos sucesos.
Tras unos primeros momentos de lógica confusión, el grupo se concentró en torno al molino de piedra situado a la entrada de la finca, iniciándose una viva polémica. Andrés, como jefe de los apóstoles, se hallaba tan confuso que no pudo pronunciar palabra alguna. Y fue Simón, el Zelote; quien, por último, terminó por encaramarse al muro de la almazara, arengando a sus compañeros para que tomaran las armas y se lanzaran en persecución de los guardias, liberando a Jesús.
Según el «correo» —testigo presencial de aquellos acontecimientos—, casi todos los presentes en aquella madrugada en el huerto (alrededor de medio centenar) respondieron con vehemencia a la invitación del «revolucionario» Simón, miembro activo como ya he insinuado en alguna ocasión— del grupo clandestino y terrorista de los «Zelota».
Y es muy posible que se hubiesen lanzado monte abajo en busca del Maestro, de no haber sido por la oportunísima mediación de Bartolomé. Una vez que Simón el Zelote hubo hablado, Bartolomé pidió calma y recordó a sus amigos las continuas enseñanzas sobre la no violencia que les había impartido Jesús. El apóstol, con una gran cordura, refrescó la memoria de los excitados discípulos, hablándoles de las palabras que había pronunciado el rabí aquella misma noche y a través de las cuales había ordenado que protegieran y conservaran sus vidas, en espera del momento crucial de la dispersión y de la propagación del reino de los cielos.
La tesis de Bartolomé fue apoyada vivamente por Santiago, el hermano de Juan Zebedeo, quien explicó también a sus compañeros cómo Pedro, algunos de los griegos y él mismo habían desenvainado sus espadas en el momento de la captura de Jesús y cómo el Maestro les había invitado a que guardaran las armas.
Los ánimos, al parecer, fueron apaciguándose. Después intervinieron también Felipe y Mateo y por último Tomás, que insistió con su característico sentido práctico, en la necesidad de «no exponerse a peligros mortales», tal y como Jesús había sugerido a su amigo Lázaro. Los razonamientos de Tomás —rogando a los discípulos, que se dispersasen en espera de nuevos acontecimientos— terminaron por doblegar el ansia de lucha de los seguidores del Cristo y los discípulos desaparecieron definitivamente.
Hacia las dos y media o tres menos cuarto de esa madrugada, el huerto quedó desierto. Sólo David Zebedeo y un reducido grupo de mensajeros continuaron en el campamento, preparándose para una misión que, como ya insinué, resultaría vital. El intrépido discípulo supo organizarse de tal forma que, bien a través de Juan Zebedeo, de José de Arimatea y de otros «agentes», pudo disponer de una notable y precisa información sobre el discurrir de los acontecimientos. Cada hora, aproximadamente, uno de sus veloces mensajeros se entrevistaba con los anteriormente citados, trasladando las noticias al improvisado «cuartel general» de Getsemaní. Desde allí, a su vez, David enviaba a otros «correos» a los puntos donde habían acordado ocultarse los apóstoles: cinco de ellos —Bartolomé, Felipe, los dos gemelos y Tomás— en las aldeas de Betfagé y Betania. Los cuatro restantes —Simón Zelote, Santiago, Tomás y Andrés— en Jerusalén.
Cuando pregunté al emisario por Pedro, el joven me tranquilizó. Poco después del amanecer, David lo había encontrado en los alrededores del campamento, sin rumbo fijo y lleno de tristeza. Es posible que en aquellos momentos, ni David Zebedeo ni el emisario ni ninguno de los discípulos supieran la verdadera razón de aquella inmensa angustia del fogoso Simón. El caso es que David ordenó a uno de los «correos» que le acompañase hasta la casa de Nicodemo, en la ciudad santa, lugar de concentración de su hermano Andrés y de los otros tres apóstoles.
Aquel mismo emisario que acompañaba a José de Arimatea me informó también que, poco después de la partida de Pedro, llegó al huerto Judas, uno de los hermanos carnales del Maestro. Se había anticipado al resto de su familia y allí supo del trágico arresto de Jesús. A petición de David Zebedeo, regresó a la carrera por el sendero que atraviesa el Olivete, reuniéndose con María, su madre, y con los demás componentes de su familia. Las órdenes de David eran que la familia del Maestro permaneciese, de momento, en la casa de Marta y María, en Betania. Y así se hizo.
Esto significaba que María, la madre de Jesús de Nazaret, se hallaba ya en las proximidades de Jerusalén…, y que, por supuesto, debía estar advertida de cuanto ocurría con su hijo.
La posibilidad de ese encuentro con María me estremeció…