31 DE MARZO, VIERNES
Al alba, un ruido ronco y monótono me despertó. Al asomarme por la ventana, comprobé sorprendido que aquel sonido parecía salir de la totalidad de la aldea. No lograba explicármelo.
Tras un rápido aseo, establecí contacto con la «cuna», pero Eliseo tampoco supo darme información al respecto.
Intrigado, descendí las escaleras de piedra que conducían hasta el patio central de la hacienda. Al llegar a las pilastras, aquel irritante ronroneo creció. Noté que partía de la estancia donde había permanecido buena parte de la tarde anterior y hacia allí me encaminé. El fuego del hogar se elevaba vigoroso sobre unos leños recién depositados en el fondo de la chimenea. Al pie del murete circular del fogón, Marta y una de las sirvientas procedían con ímpetu a la molienda del trigo, sobre una piedra muy parecida a las que yo había visto la mañana anterior, en mi descenso por la cara sur del monte de los Olivos. A diferencia de aquéllas, este triturador era negro y muy pulimentado. Al acercarme a las mujeres y saludarlas comprobé que se trataba de una piedra basáltica de casi medio metro de longitud y treinta centímetros de anchura muy desgastada por su parte superior como consecuencia de la diaria y vigorosa fricción. En un instante, mis dudas se disiparon. Ya partir de aquel día, aprendí a identificar el cotidiano despertar de Betania y de la propia Jerusalén con aquel sonido obligado y generalizado en todas las casas —poderosas y humildes— de la molienda del grano. Como me contaron los ancianos de la aldea de Lázaro, si algún día se dejaba de oír el rumor de la muela, convirtiendo el trigo en harina, es que la ruina y la desolación —como había escrito Jeremías habían llegado a Israel. Por supuesto, no había sido el primero en levantarme. Desde mucho antes del amanecer, las mujeres de la casa se afanaban ya en las tareas domésticas. Mientras Marta se encargaba de la compra del pan en el horno comunal de la aldea, María y otras jovencitas acarreaban el agua y terminaban de adecentar la hacienda. Los hombres, por su parte, ultimaban los preparativos para el duro trabajo en los campos. El padre de Lázaro —rico hacendado— había dejado a sus hijos la tierra suficiente como para vivir sin estrecheces, permitiendo holgadamente en cada cosecha que los pobres pudieran recoger una de las esquinas de sus campos, tal y como ordenaban los viejos preceptos[45].
Cuando entré en el salón-comedor, la diligente e incansable Marta preparaba la harina para cocer unas pequeñas tortas sin levadura. Al verme se incorporó, rogándome excusase a su hermano. Lázaro había tenido que acompañar a sus operarios hasta uno de los campos próximos, donde se venía trabajando en lo que llamaban la «siembra tardía»; es decir, el cultivo de productos como el mijo, sésamo, lentejas, melones, etc., y que debían plantarse necesariamente entre enero y marzo.
Antes de que pudiera reaccionar, Marta me suplicó que me sentara a la mesa. En un abrir y cerrar de ojos situó ante mí un ancho cuenco de madera sobre el que vertió leche caliente. Siempre en silencio, mientras su compañera seguía triturando el grano, cortó varias rebanadas de una hogaza de pan moreno que posiblemente pesaría más de tres libras. Dos generosas porciones de queso y miel completaron mi desayuno.
Desde la hora tercia (las nueve de la mañana, aproximadamente), grupos de peregrinos procedentes de Galilea, de la Perea, viejos conocidos de la familia, parientes de Jerusalén y muchos curiosos, habían ido llegando hasta las puertas de la casa de Lázaro. Como casi todos los días, aquellos hebreos habían aprovechado su obligada presencia en la ciudad santa para «distraerse» viendo y escuchando al resucitado. Al verlos sentados en el jardín e invadiendo, incluso, el atrio y el patio central, sentí una cierta rabia. ¿Es que Lázaro no se daba cuenta que la mayoría de aquellos individuos sólo buscaban un motivo para el comadreo?
Comprendí que el paciente amigo de Jesús hubiera preferido quitarse de en medio…
Al consultar a Marta sobre el camino que debía seguir para encontrar a su hermano, la «señora» abandonó gentilmente sus quehaceres y me rogó que la siguiera a través del espacioso huerto situado a espaldas de la casa y en el que se alineaban numerosos árboles frutales. Apenas si habíamos caminado trescientos pasos cuando, al desembocar en una pequeña explanada, me detuve sobresaltado. Frente a mí se levantaba una enorme peña de caliza blanda. Al pie de aquella mole grisácea, salpicada en algunas de sus grietas superiores por los nidos de barro de las primeras golondrinas, distinguí una piedra circular.
Marta comprendió el motivo de mi sorpresa y, con un gesto de su mano, me invitó a acercarme al sepulcro familiar.
En silencio inspeccioné el cierre de la boca de la cueva. Se trataba de una losa perfectamente labrada, de un metro escaso de diámetro y apenas treinta centímetros de grosor. Aquella piedra, muy semejante a las muelas de molino, constituía el cierre de una entrada que, a juzgar por las dimensiones, era bastante angosta. El frente de la peña, en una superficie de dos metros —a partir del suelo— por otros tres de ancho, había sido esculpido a manera de fachada y revocado en blanco.
Yo sabía que retirar la losa constituía una falta de respeto hacia los muertos. Así que, sin hacer comentario alguno, olvidé aquel impulso que me llevaba a pedirle a la hermana de Lázaro que me permitiera desplazar la roca. Por otra parte, lo más probable es que, aunque Marta hubiera accedido, ni ella ni yo juntos hubiéramos sido capaces de mover aquellos trescientos o quinientos kilos que debía pesar el cierre.
Minutos después salía del jardín, tomando una de las veredas que corría en dirección oeste y que, según la «señora», me llevaría al encuentro de su hermano.
La temperatura a aquellas horas de la mañana era todavía fresca: «diez grados centígrados y un moderado viento del norte de diez nudos», me confirmaría Eliseo. La noche anterior, el cilómetro especial de la «cuna» —en base a un haz de luz láser— había detectado una barrera de nubes tormentosas (cumulonimbus) de unos trescientos kilómetros de longitud, que se levantaba a seis mil pies sobre el perfil de la costa fenicio-israelita. De momento, estas amenazantes nubes de desarrollo vertical parecían frenadas en su avance hacia Jerusalén por una corriente de aire frío procedente del norte.
«No hay que descartar, sin embargo —me anunció mi compañero—, que puedan cambiar las condiciones y que en 24 o 48 horas se registren lluvias sobre nuestra área».
Me arropé en la «chlamys» y proseguí por el tortuoso camino, entre los ondulantes campos de cebada. Algunos campesinos habían iniciado ya la siega. Los segadores tomaban los tallos con la mano derecha y con la otra los cortaban a escasa distancia de la base de las espigas. Las hoces consistían en pequeñas hojas curvadas de hierro, sólidamente engastadas con remaches a una empuñadura de madera. La trilla se realizaba en una era próxima al camino. Las mujeres cargaban los haces, esparciéndolos sobre el suelo. Después separaban el grano de la paja, bien a mano o con la ayuda de los bueyes. En este último caso —el más frecuente, según pude comprobar— los animales pisaban la cebada. Después, los hombres pasaban el trillo por encima, tirado por estos mismos bueyes. Los más comunes estaban construidos con una tabla plana en cuya cara inferior habían sido incrustados pequeños trozos de pedernal. Otros eran simples rodillos, también de madera.
En una segunda operación, las mujeres aventaban la paja, cerniendo el grano y guardándolo finalmente en sacos. Varios asnos y algunos carros se encargaban del transporte de los mismos hasta la aldea, donde era trasvasado a silos o grandes tinajas de barro como la que había visto en la casa de Lázaro.
No tardé en encontrar al resucitado y a sus obreros. Lázaro se alegró al verme pero rechazó de plano mi idea de ayudarles en las labores de siembra. Nos encontrábamos en pleno forcejeo dialéctico cuando algunos de los servidores llamaron nuestra atención. Procedente de la aldea se acercaba un jinete.
Lázaro colocó su mano izquierda a manera de visera y observó atentamente. De pronto, sin hacer el menor comentario, soltó el sementero que colgaba de su hombro y salió a la carrera hacia la vereda. El jinete llegó al trote hasta mi amigo y, descabalgando, abrazó a Lázaro. Un instante después volvía a montar, alejándose hacia Betania. El resucitado hizo señales para que me acercara. Al llegar junto a él su rostro aparecía iluminado.
—¡Viene el Maestro! —me soltó a bocajarro, con una alegría incontenible—. Al fin podrás conocerlo… Vamos, tenemos mucho qué hacer.
—Pero, ¿dónde está?… ¿Ha llegado ya? —comencé a preguntarle atropelladamente, mientras trataba de seguirle. Pero Lázaro no me respondió.
Antes de que pudiera reaccionar, me había sacado medio centenar de metros de ventaja. A pesar de su aparente debilidad, corría como un gato salvaje.
Al entrar en la casa me di cuenta de que la noticia había alterado a la familia y amigos. Marta, sobre todo, corría de un lado para otro, sonriente y nerviosa. Al vernos se abrazó a Lázaro, confirmándole la buena nueva:
—¡Viene!… ¡Viene Jesús!…
El hermano intentó calmarla, preguntándole algunos detalles. Dicen que está a unos diez estadios de Betania —añadió la «señora».
Hice un rápido cálculo mental. Eso significaba que el rabí se hallaba a unos 1 860 metros de la aldea.
Puedo jurar que, a pesar de mi intensa preparación, de los largos años de entrenamiento y de mi condición de escéptico, la familia de Lázaro consiguió contagiarme su nerviosismo. Sin poder evitarlo, un escalofrío me sacudió la columna vertebral. Inexplicablemente, mi garganta se había quedado seca. Pero, en un esfuerzo por serenarme, lo atribuí a la loca carrera desde los campos. (Una vez más me equivocaba…).
Siguiendo los consejos de Lázaro, permanecí en la casa. Mi primera intención fue salir al encuentro del Nazareno, pero el resucitado me sugirió que era mucho mejor aguardarle allí.
—El viene siempre a nuestro hogar… Además —insinuó—, la noticia habrá llegado ya a Jerusalén y dentro de poco no se podrá caminar por las calles de Betania.
—Entonces —comenté con preocupación— el Maestro ha aceptado el reto y pasará la Pascua en la ciudad santa…
Mi amigo no quiso responder. Sin embargo, adiviné en su mirada un velo de pesadumbre. Ellos presentían que aquélla podía ser la última Pascua de Jesús de Nazaret… Ni que decir tiene que el sumo sacerdote y sus secuaces podían estar ya enterados de la presencia del impostor en la vecina aldea. Y eso, como sabía muy bien Lázaro y sus hermanas, era peligroso.
Poco después de la hora nona —quizá fuesen las cuatro o cuatro y media de la tarde— la agitación entre las numerosas personas que se hallaban en el patio porticado de la hacienda se disparó súbitamente. Marta y María se precipitaron hacia el atrio y desaparecieron entre los grupos de hombres y mujeres que taponaban prácticamente la entrada principal.
Mi corazón se aceleró. Desde el exterior se oía un rumor de voces, gritos y saludos. Sin saber por qué, sentí miedo. Retrocedí unos pasos, ocultándome detrás de una de las columnas del ala derecha del patio. Las palmas de mis manos habían empezado a sudar. Presioné disimuladamente mi oído y, en voz baja, informé a Eliseo de la inminente llegada de Jesús.
A los pocos minutos, los servidores, amigos y familiares de Lázaro fueron apartándose y un nutrido grupo de hombres irrumpió en el patio.
Entre risas, besos y mantos multicolores mis ojos quedaron clavados de pronto en un individuo que sobresalía muy por encima de los demás… ¡Aquél tenía que ser Jesús!
Su extraordinaria talla —en un primer momento la calculé en algo más de 1,80 metros— lo convertía, al lado de la casi totalidad de los allí reunidos, en un gigante. Vestía un manto color «burdeos», fajando el tórax y con los extremos enrollados en torno al cuello y cayendo sobre unos hombros anchos y poderosos. Una larga túnica blanca de amplias mangas le cubría casi hasta los tobillos. No le vi ceñidor o cinturón alguno. Traía un lienzo blanco arrollado sobre la frente, que caía sobre el lado derecho de sus cabellos.
Ni siquiera en el instante de la inversión de la masa del módulo, en aquella noche del 30 de enero de 1973, experimenté una aceleración cardíaca como la que estaba soportando en aquellos momentos.
El gigante caminó despacio hacia el centro del patio. Su brazo derecho descansaba sobre el hombro de Lázaro. A su alrededor, Marta y María gesticulaban y daban palmas, entre el alborozo general.
Era, sin duda, un hombre blanco, de rostro alto y estrecho, propio de los pueblos caucásicos. El cabello, lacio y de una tonalidad ligeramente acaramelada, le caía sobre los hombros. Poco después, al soltarse la banda de tela que llevaba arrollada sobre la frente y que portaban también casi todos los hombres de su grupo, comprobé que se peinaba con raya en medio. Presentaba un bigote y una fina barba, partida en dos, de un color oro viejo, similar a los cabellos. El bigote, aunque pronunciado, no llegaba a ocultar los labios, relativamente finos. La nariz me desconcertó. Era larga y ligeramente prominente.
Desde su entrada en la casa, Jesús no había dejado de sonreír, mostrando una dentadura blanca e impecable, muy distinta a la que padecía la mayoría de los hebreos.
El Maestro fue a sentarse al filo de la piscina central, sobre uno de los taburetes que alguien había rescatado del «comedor». Los hombres, mujeres y niños se arremolinaron a su alrededor. Los rayos de sol incidieron entonces sobre su rostro y quedé maravillado. El contraste con aquellas caras endurecidas, sembradas de arrugas y avejentadas de sus amigos y seguidores, era sencillamente admirable. Su piel aparecía curtida y bronceada.
Tímidamente fui asomándome por detrás de la pilastra. Jesús, a poco más de cuatro o cinco metros, levantó repentinamente su rostro y me perforó con su mirada. Una especie de fuego me recorrió las entrañas. Ante la sorpresa general, el rabí se levantó, abriéndose paso entre las personas que habían empezado a sentarse sobre los ladrillos rojos del pavimento. Las rodillas empezaron a temblarme. Pero ya no era posible escapar. Aquel gigante estaba frente a mí…
Jamás olvidaré aquella mirada. Los ojos del Galileo —ligeramente rasgados y de un vivo color de miel— tenían una virtud singular: parecían concentrar toda la fuerza del Cosmos. Más que observar, traspasaba. Unas pestañas largas y tupidas le proporcionaban un especial atractivo. La frente, despejada, terminaba en unas cejas rectas y suficientemente separadas. No pestañeó. Su faz, apacible y tibiamente iluminada por el sol, infundía un extraño respeto.
Levantó los brazos y depositando unas manos largas y velludas sobre mis hombros, sonrió, al tiempo que me guiñaba un ojo.
Un inesperado calor me inundó de pies a cabeza. Traté de responder a su gesto, pero no pude. Estaba confuso y aturdido, emocionado…
—Sé bienvenido.
Aquellas palabras, pronunciadas en griego, terminaron por desarmarme. Había tal seguridad y afecto en su voz que necesité mucho tiempo para reaccionar.
El rabí volvió junto a la cisterna, mientras sus amigos le contemplaban en un mutismo total. Algunos de los discípulos rompieron al fin el silencio y preguntaron al resucitado quién era yo. El joven, con indudable satisfacción, les explicó que era su invitado: «Un extranjero llegado expresamente desde Tiro para conocer a Jesús».
Yo permanecí inmóvil —como petrificado— tratando de ordenar mis pensamientos. «No puede ser —me repetía una y otra vez—. Es imposible que haya adivinado… ¿Cómo puede?…».
Por más vueltas que le di, siempre llegaba a la misma encrucijada. Si nadie le había hablado de mí —por qué iban a hacerlo— ¿cómo podía saber quién era y por qué estaba allí? En el patio había medio centenar de personas. A muchos los conocía —eso estaba claro—, pero a otros no. Este era mi caso y, sin embargo, había caminado hasta mí…
Nunca, ni siquiera ahora, cuando escribo estos recuerdos, estuve seguro, pero sólo un ser con un poder especial podría haber actuado así.
Para qué voy a mentir. El resto de la tarde fue para mí como un relámpago que rasga los cielos de Oriente a Occidente. Apenas si me percaté de nada. Sé que Marta, al igual que hiciera conmigo, lavó los pies del Nazareno y que los frotó con mirra. Recuerdo vagamente —entre saludos constantes— cómo Jesús salió de la casa, acompañado por Lázaro y un nutrido grupo. Marta me informaría después que las habitaciones de la hacienda estaban totalmente ocupadas por los amigos y familiares que habían ido acudiendo hasta Betania y que —de común acuerdo con Simón, un anciano incondicional del Maestro y viejo amigo de la familia—, Jesús pernoctaría en la casa de este antiguo leproso.
Al principio, muchos de los habitantes de Betania y de los peregrinos llegados hasta la aldea discutieron entre sí, creyendo que el rabí entraría esa misma tarde del viernes en Jerusalén, como desafío al decreto de prendimiento que había promulgado el Sanedrín. Pero se equivocaban. Jesús y su gente se dispusieron a pasar la noche en la casa de Simón, así como en otros hogares de amigos y parientes de la familia de Lázaro. Todos —esa es la verdad— hicieron lo posible para que el Maestro se sintiera feliz durante su estancia en la pequeña población.
Según Marta, Simón había querido agasajar convenientemente a Jesús y había anunciado un gran banquete para el día siguiente, sábado. Eso significó un nuevo ajetreo en ambas casas, ya que —de acuerdo con las estrictas prescripciones de la ley judía— el día sagrado para los hebreos comenzaba precisamente con el crepúsculo del día anterior.
Durante el resto de la jornada, el Maestro de Galilea recibió a infinidad de amigos y visitantes, departiendo con todos.
Al anochecer, Jesús regresó a la casa de Lázaro y allí, en compañía de sus íntimos y de la familia del resucitado, repuso fuerzas, mostrándose de un humor excelente.
Lázaro me rogó que les acompañara. Los hombres tomaron asiento en torno a la gran mesa rectangular del «comedor» y las mujeres —dirigidas por Marta— comenzaron a servir. En un primer momento me mantuve prudentemente al amor de la chimenea. Pero Lázaro insistió y me vi obligado a compartir con ellos las abundantes viandas: algo de caza, judías, legumbres, frutos secos y vino. Me sorprendió comprobar que en ninguna de las comidas se probaba el agua. Esta era sustituida habitualmente por vino.
Antes de iniciar la tardía «cena», el Maestro y las catorce o quince personas que compartían los alimentos se pusieron en pie, entonando un breve cántico. Yo hice otro tanto, aunque permanecí lógicamente en silencio. Al terminar, Marta —en una de las presurosas idas y venidas me explicó que aquel himno, titulado Oye, Israel, era en realidad una oración. Me sorprendió ver cómo el rabí, a pesar de sus públicas y acusadas diferencias con los doctores de la ley, respetaba las viejas costumbres de su pueblo. No sé si he mencionado que el Maestro había hecho gala durante toda la tarde de un contagioso sentido del humor, riendo y haciendo bromas por cualquier cosa. Aquél iba a ser —al menos en los días que precedieron al jueves, 6 de abril— otro de los aspectos que me sorprendieron de Él. ¡Qué lejos estaba de esa imagen grave, atormentada y lejana que se deduce al leer muchos de los libros del siglo XX!… Jesús de Nazaret era una mezcla de niño y general; de ingenuo pastor y concienzudo analista; de hombre que vive al día y de prudente consejero. Pero, sobre todo, se le notaba feliz. Mucho más alegre y despreocupado que sus propios discípulos y amigos, visiblemente alterados por las amenazas del sumo sacerdote.
Acto seguido, Jesús —que presidía la mesa junto a Lázaro— se hizo cargo de una de las hogazas de pan y, según su costumbre, lo troceó y distribuyó entre los comensales.
Apenas si habíamos comenzado cuando, de pronto, el Maestro se dirigió a uno de los hombres del grupo. Al llamarlo por su nombre, el corazón me dio un respingo. ¡Era Judas Iscariote!
El discípulo se levantó lentamente y, aproximándose al rabí, le entregó algo. Después regresó a su puesto. Permanecí como hipnotizado, contemplando a aquel individuo flaco y larguirucho, de algo más de 1,70 metros de estatura y cabeza pequeña. Su nariz aguileña destacaba sobre una piel pálida, casi macilenta, dándole el clásico «perfil de pájaro» que yo había estudiado en la clasificación tipológica de Ernest Kretschmer. (El gran psiquiatra se hubiera sentido muy satisfecho al saber que su definición del «tipo leptosomático» coincidía de lleno, en este caso, con el temperamento «esquizotímico» de Judas: serio, introvertido, reservado, poco sociable y hasta esquinado. La verdad es que conforme fui conociendo el carácter de este hombre, me percaté que se trataba en realidad de un gran tímido que no había tenido oportunidad de desarrollar su inmenso caudal afectivo).
Su cabello negro, fino y abundante, contrastaba con su rostro prácticamente imberbe.
Al aproximarse a Jesús noté que su túnica, en lugar del simple cordón o ceñidor, iba sujeta por la cintura con una hagorah o faja oscura, de la que había extraído aquella pequeña bolsa de cuero. Al parecer, por lo que pude ir verificando, la mencionada faja servía, sobre todo, para guardar el dinero o pequeños objetos, amén de las armas. Judas portaba una pequeña espada, sujeta en su costado derecho. En aquellos instantes, sin embargo, no me percaté de un hecho singular: al igual que el Iscariote, otros discípulos ocultaban también sendas espadas bajo sus mantos y hagorahs.
El rabí rogó a las hermanas de Lázaro que se aproximaran a Él. María fue la primera en abandonar los enseres que estaba manejando junto al fogón, situándose en una de las esquinas de la mesa, junto al Galileo. Al poco entraba Marta, secándose las manos en el delantal. La luz de una de las dos grandes lámparas o lucernas portátiles que habían sido colocadas sobre la mesa ponían al descubierto el atractivo perfil de María. Una espesa mata de pelo negro y cuidadosamente cardado le caía por la espalda, casi hasta la cintura. Sobre la frente, María, sujetando parte de los cabellos, lucía una cinta celeste que resaltaba sobre su cutis aceitunado. Tenía las facciones pequeñas y delicadas, propias de sus dieciséis o diecisiete años.
Ni una sola vez había logrado hablar con ella y, no obstante, sus interminables ojos negros revelaban un corazón singularmente sensible.
Jesús puso la bolsita en las manos de María y, dirigiéndose a ambas, les pidió que aceptaran aquel pequeño obsequio. Mientras María se ruborizaba, Marta, presa de la curiosidad, arrebató el regalo de entre las manos de su hermana, abriéndolo con presteza. Desde mi asiento apenas si llegué a distinguir unos gránulos. Después supe que se trataba de semillas de bálsamo, compradas por el propio rabí a su paso por Jericó.
Ante el regocijo general, María —siempre en silencio— se aproximó a Jesús, estampándole dos sonoros besos en las mejillas.
Poco a poco, sin embargo, el tono alegre y desenfadado de aquella comida fue decayendo, por obra y gracia de algunos de los hombres del Cristo. Saltaba a la vista que estaban seriamente preocupados por la dirección que iban a tomar los próximos pasos de su Maestro y que ellos, sin lugar a dudas, ignoraban totalmente. No tardó en surgir el asunto de la orden de captura de Jesús por parte del sumo sacerdote y las medidas que debían adoptarse para salvaguardar la seguridad del rabí, en primer lugar, y del resto del grupo al mismo tiempo.
Uno de los más fogosos y radicales era un discípulo de barba encanecida y bigote rasurado, prácticamente calvo y de ojos claros. Su cabeza redonda destacaba sobre un cuello grueso. Aquel hombre de rostro acribillado por las arrugas —yo estimé que era uno de los de más edad (quizá rondase los 40 o 45 años)— no era partidario de la entrada en Jerusalén[46]. Temía, lógicamente, por la vida del rabí y trató, por todos los medios a su alcance, de convencer al grupo de lo peligroso del empeño.
Jesús asistió impasible y serio a toda la discusión. Dejaba hablar a unos y otros, sin pronunciar palabra. Hasta que en un momento álgido de la controversia, el Maestro dejó oír su voz grave. Y dirigiéndose al apóstol de los ojos azules, sentenció:
—Pedro, ¿es que aún no has comprendido que ningún profeta es recibido en su pueblo y que ningún médico cura a los que le conocen?…
Después, fijando aquellos ojos de halcón en los míos, añadió:
—Si la carne ha sido hecha a causa del espíritu, es una maravilla. Si el espíritu ha sido hecho a causa del cuerpo, es la maravilla de las maravillas. Mas yo me maravillo de esto: ¿cómo esta gran riqueza se ha instalado en esta pobreza?
Un silencio denso quedó flotando en la estancia. Y el Maestro, levantándose, se retiró a descansar.
Aquella noche, y las siguientes, los discípulos —temerosos de todo y de todos— montaron guardia por parejas a las puertas de la casa de Simón, «el leproso». Tanto Judas Iscariote como Pedro, su hermano Andrés, Simón, llamado «el Zelotes» y los sorprendentes hermanos gemelos Judas y Santiago de Alfeo, iban armados con unas espadas cortas, prácticamente idénticas a los gladius de los legionarios romanos: la conocida gladius Hispanicus o espada española, como la definió Polibio. Eran unas armas de sesenta a setenta centímetros de longitud, de hoja ancha y doble filo, con una punta que las hacía temibles.
Los discípulos de Jesús procuraban esconderías bajo los mantos —generalmente en el costado derecho— y dentro de una vaina de madera.
Jesús no ignoraba que algunos de sus más cercanos seguidores llevaban armas. Sin embargo, salvo en el triste momento de su captura en la noche del jueves, en la finca de Getsemaní, jamás les hizo mención o reproche alguno.