WASHINGTON
A las 11.50 horas del domingo 11 de octubre, el vuelo 903 de la compañía norteamericana TWA despegaba del aeropuerto de Barajas, alcanzando su nivel de crucero —33 000 pies— en poco más de 16 minutos.
Nuestra próxima escala —Nueva York— quedaba a miles de millas. Había tiempo de sobra para planificar la estrategia a seguir una vez en Washington, así como para saborear una fría cerveza y cambiar impresiones con los colegas y amigos que ocupaban buena parte de aquel reactor.
Era curioso. Sencillamente increíble…
Por aquellas fechas, mientras yo me estrujaba el cerebro pujando por desentrañar la enigmática clave del mayor, otro suceso vino a enredar aún más las cosas. En un espléndido artículo en ABC, el escritor Torcuato Luca de Tena ofrecía a los españoles la primicia sobre unos fantásticos descubrimientos en los ojos de la Virgen de Guadalupe, en la ciudad de México. Fue como un escopetazo. Aquel nuevo «cebo» a 10.000 kilómetros precipitó mi decisión de saltar nuevamente al continente americano.
Aquello justificaba doblemente mi viaje. Sin embargo, por enésima vez tuve que hacer frente al siempre prosaico pero inevitable capítulo del dinero. Mi plan estaba claro: primero Washington. Después, México. Esta vez, no obstante, la fortuna me sonrió rápidamente. ¿O no fue la fortuna? El caso es que, antes de que pudiera complicarme la existencia, una providencial llamada telefónica desde Madrid me puso al corriente del inminente viaje de SS. MM. los Reyes de España a Estados Unidos. Yo había acompañado a don Juan Carlos y a doña Sofía en otras visitas de Estado y sabía que aquélla era una oportunidad que no podía dejar escapar. Entre otras importantes razones, porque ese tipo de viajes resulta siempre muy asequible a la modesta economía de los profesionales del periodismo.
Así fue como aquel 11 de octubre de 1981, y en compañía de una treintena de periodistas españoles, un segundo reactor de la TWA —el vuelo 407— me situaba en el aeropuerto nacional de la capital federal de los Estados Unidos. Eran las 17.58 (hora local de Washington).
A pesar de mi creciente inquietud y nerviosismo, mi ansiada visita al Cementerio Nacional de Arlington tuvo que ser demorada hasta el día siguiente, lunes. Aquel mes de octubre, el camposanto de los héroes norteamericanos cerraba sus puertas a las cinco de la tarde. Y amparándome en el cansancio del viaje, decliné la invitación de mis entrañables amigos Jaime Peñafiel, Giani Ferrari y Alberto Schommer para visitar la ciudad, encerrándome a cal y canto en la habitación 549 del hotel Marriot, sede y cuartel general de la prensa española. Ellos, por supuesto, eran ajenos a los verdaderos objetivos de mi viaje.
Hasta altas horas de la madrugada permanecí enfrascado en el posible «plan de ataque». Un plan, dicho sea de paso, que, como siempre, terminaría por experimentar sensibles variaciones. Pero trataré de ir por partes.
A las nueve de la mañana del día siguiente, 12 de octubre, con mis cámaras al hombro y un inocente aire de turista despistado, me acercaba hasta las oficinas del Temporary Visitors Center, a las puertas del Cementerio Nacional de Arlington. Allí, una amable funcionaria —plano en mano— me señaló el camino más corto para localizar la Tumba del Soldado Desconocido. Una leve y fresca brisa procedente del río Potomac había empezado a mecer las ramas de los álamos y abetos que se alinean a ambos lados del drive o paseo de McClellan. A los pocos minutos, y temblando de emoción, divisé las plazas de Wheaton y Otis e inmediatamente detrás la tumba a la que, sin duda, hacía referencia el mensaje de mi amigo el mayor.
Aunque el cementerio había abierto sus puertas hacía escasamente una hora, un nutrido grupo de turistas se repartía ya a lo largo de la cadena que aísla la pequeña explanada de grandes losas grises en la que se encuentra el gran mausoleo de mármol blanco en el que reposan los restos de un soldado norteamericano caído en los campos de batalla de Europa, y otras dos sepulturas —a derecha e izquierda del anterior— en las que fueron inhumados otros dos soldados desconocidos, muertos en la segunda guerra mundial y en la de Corea, respectivamente.
Allí estaba el centinela; el único, según me informaron en el Centro de Visitantes, que monta guardia permanente en Arlington.
«El centinela que vela ante la tumba te revelará el ritual…».
Mis primeros minutos frente a la tumba fueron una indescriptible mezcla de aturdimiento, confusión y absurda prisa por asimilar cuanto me rodeaba.
Y en mitad de aquel caos mental, la primera frase del mayor:
«El centinela que vela…».
Después de dos horas de observación, con los ánimos algo más reposados, saqué mi cuaderno de «bitácora» y comencé una frenética anotación de cuanto había sido capaz de percibir.
El centinela —punto central de mis indagaciones— era relevado cada hora. Eso significaban 60 minutos… La verdad es que, conforme iba escribiendo, muchas de aquellas observaciones me parecieron ridículas. Pero no estaba en condiciones de despreciar ni el más nimio de los detalles.
También hice una exhaustiva descripción de su indumentaria: guerrera azul oscura, casi negra, pantalón igualmente azul (algo más claro), con una raya amarilla en los costados, ocho botones plateados, guantes blancos y gorra negra de plato. Al hombro, un mosquetón con la bayoneta calada…
Observo —seguí anotando— que el centinela, al llegar al final de su corto y marcial desfile ante las tumbas, cambia siempre el arma de hombro. Curiosamente, el fusil nunca aparece enfrentado al mausoleo.
Pero, ¿qué tenía que ver todo aquello con el dichoso ritual?
El corto paseo del soldado frente a los sepulcros discurría monótona y silenciosamente. Estaba claro que el centinela no podía hablar. Como es fácil de comprender, no me hice ilusiones respecto a la remota posibilidad de interrogarle sobre el «ritual de Arlington». En aquella primera frase de su oscura clave, el mayor tampoco afirmaba que dicho soldado pudiera transmitirme, de viva voz, el citado ritual. La expresión «te revelará» podía ser interpretada de muy diversas formas, aunque casi desde el principio descarté la de un hipotético diálogo con el miembro de la Vieja Guardia. El secreto tenía que estar en otra parte. Seguramente, y considerando que un ritual es una ceremonia habría que concentrar las fuerzas en todo lo concerniente a dicho rito.
Un tanto aburrido, y por aquello de no levantar sospechas ante mi prolongada presencia en la plaza este del anfiteatro, procure repartir la mañana y parte de la tarde entre el siempre concurrido recinto del Soldado Desconocido y la lápida del malogrado presidente Kennedy, ubicada a poco más de 300 metros, en la falda oriental de la colina que rematan precisamente las mencionadas tres tumbas de los norteamericanos desconocidos.
Abre tus ojos ante John Fitzgerald Kennedy, rezaba la tercera frase del mensaje.
Pero, por más que los abrí, mi mente siguió en blanco. Sumé, incluso, los números de sus fechas de nacimiento y muerte (1917-1963), sin resultado alguno. Por pura inercia, jugué con la edad del presidente, montando un sinfín de cábalas tan absurdas como estériles. Creo que lo único positivo de aquellas largas horas frente a la sepultura de Kennedy y de las de los dos hijos que fallecieron antes que él fue el padrenuestro que dejé caer en silencio, como un modesto reconocimiento a su trabajo.
A las tres de la tarde, hambriento y medio derrotado, me dejé caer sobre las pulcras y blancas escalinatas del minúsculo anfiteatro que se levanta frente a las tres sepulturas. En mi cuaderno; plagado de números, comentarios más o menos acertados y hasta dibujos de los diez centinelas que había visto desfilar hasta ese momento, sólo había espacio ya para la desilusión.
«Creo que voy a desfallecer —escribí—. No soy lo suficientemente inteligente…».
El centinela número seis, tras una de aquellas monótonas pausas pasó su mosquetón al hombro contrario y reanudó el paso. De la forma más tonta, atraído probablemente por el brillo de sus botines, comencé a contar cada una de las zancadas, al tiempo que las hacía coincidir con un improperio, premio a mi probada ineptitud.
«… Tres (idiota)… cuatro (imbécil)… siete (necio)… veinte (mentecato)… veintiuno (iluso)».
El soldado se detuvo. Nueva pausa. Giró. Cambió el fusil. Nueva pausa. Y prosiguió su desfile.
Dos (merluzo)… cuatro (burro)… doce (calamidad)… veinte (paranoico)… veintiuno…».
¿Veintiuno? El último insulto fue sustituido por un escalofrío. ¿He contado bien?
El centinela había dado 21 pasos. Mi decaimiento se esfumó. Me puse en pie y volví a contar.
«… diecinueve, veinte y ¡Veintiuno!».
No me había equivocado. Aquella nueva pista hizo resucitar mi entusiasmo. ¿Cómo no me había dado cuenta mucho antes?
Avancé hacia la cadena de seguridad y, reloj en mano, cronometré el tiempo que consumía el soldado en cada desplazamiento.
¡21 segundos! ¿Veintiún pasos y veintiún segundos?
Hice nuevas pruebas y todas —absolutamente todas— arrojaban idéntico resultado.
¿Qué significaba aquello? ¿Se trataba de una casualidad?
Picado en mi amor propio me propuse contabilizar hasta el más insignificante de los movimientos del centinela.
Fue entonces, al contar el tiempo invertido por el soldado en cada una de sus pausas, cuando mi corazón comenzó a acelerarse: ¡21 segundos!
«No puede ser —me dije a mí mismo, temblando por la emoción—, seguramente estoy en un error…».
Pero no. Como si se tratase de un robot, el centinela caminaba 21 pasos, empleando en ello 21 segundos. Se detenía exactamente durante 21 segundos, girando y cambiando el arma de posición. La nueva pausa, antes de proseguir con el desfile, duraba otros 21 segundos y así sucesivamente.
Anoté «mi» descubrimiento y releí la clave del mayor con una especial fruición.
El centinela que vela ante la tumba te revelará el ritual de Arlington. «No puede ser una casualidad», me repetía obsesivamente. «Pero, ¿porqué 21? ¿Qué significa el número 21?».
Con el fin de asegurarme, esperé los dos últimos cambios de la guardia y repetí los cálculos. Los soldados números siete y ocho se comportaron exactamente igual.
Abstraído con aquella cifra a punto estuve de quedarme encerrado en el cementerio.
Con una extraña alegría volví a refugiarme en el hotel, sumiéndome en un sinfín de cavilaciones.
A la mañana siguiente, y después, de una noche prácticamente en vela, me uní a la comitiva de periodistas. Aunque mis pensamientos seguían fijos en la Tumba del Soldado Desconocido y en aquel misterioso número 21, opté por aprovechar aquella irrepetible oportunidad de visitar el interior de la Casa Blanca y contemplar de cerca al presidente Reagan, al general y secretario de Estado, Haig, y por supuesto, a los reyes de mi país.
Después de soportar un sinfín de controles y registros, me situé con mis compañeros en el mimadísimo césped que se extiende frente a la famosa Casa Blanca.
A las diez en punto, y coincidiendo con la llegada de don Juan Carlos y doña Sofía, las baterías situadas a un centenar de metros atronaron el espacio con las salvas de ordenanza.
Alguien, a mi espalda, había ido llevando la cuenta de los cañonazos e hizo un comentario que nunca podré agradecer suficientemente:
—¡Veinte y veintiuno!
Me volví como movido por un resorte y pregunté:
—¿Es que son 21?
El periodista me miró de hito en hito y exclamó como si tuviera delante a un estúpido ignorante:
—Es el saludo ritual… 21 salvas.
Al regresar al Marriott tomé el teléfono, dispuesto a solventar mis dudas de un plumazo.
Marqué el 6931174 y pregunté por míster Wilton, encargado de Relaciones Públicas y Prensa en el Cementerio Nacional de Arlington.
El buen hombre debió quedar atónito al escuchar mi problema.
—Mire usted, soy periodista español y deseaba preguntarle si el número 21 guarda relación con algún ritual…
—¿Se refiere usted a la Tumba del Soldado Desconocido?
—Sí.
—Efectivamente —puntualizó míster Wilton—, el ritual de Arlington se basa precisamente en ese número. Como usted sabe, el saludo a los más altos dignatarios se basa en el número 21.
—Disculpe mi insistencia, pero ¿está usted seguro?
—Naturalmente.
Al colgar el auricular me dieron ganas de saltar y gritar. Abrí mi cuaderno de anotaciones y repasé la clave del mayor.
Si el ritual de Arlington es el número 21, la segunda frase —llave y ritual conducen a Benjamín— empezaba a tener cierto sentido. Estaba claro que mi llave y el número 21 guardaban una estrecha relación y que, si era capaz de descubrir quién o qué era «Benjamin», parte del misterio podrían quedar al descubierto.
Pero, ¿por dónde debía empezar?
En buena ley, aquella pequeña llave tenía que abrir algo. ¿Una vivienda quizá? Las reducidas dimensiones de la misma no parecían encajar, sin embargo, con las llaves que se utilizan habitualmente en las casas norteamericanas.
Descarté momentáneamente aquella posibilidad y me centré en otras ideas más lógicas.
¿Podía haber guardado el mayor su información en algún banco o en un apartado postal? ¿Se trataba por el contrario de una taquilla en algunos de los servicios de consigna en una estación de ferrocarril?
Sólo había un medio para descifrar a «Benjamin»: armarse de paciencia y repasar —una por una— las guías de teléfonos, de correos y de ferrocarriles de Washington.
Si esta primera exploración fallaba, tiempo habría de profundizar en otras direcciones.
Pero aquella laboriosa búsqueda iba a quedar súbitamente suspendida por una llamada telefónica. A pesar de mi intensa dedicación al asunto del mayor norteamericano, yo no había olvidado el tema de los fascinantes descubrimientos de los científicos de la NASA en los ojos de la Virgen de Guadalupe. Nada más pisar los Estados Unidos, una de mis primeras preocupaciones fue llamar a México y averiguar si el doctor Aste Tonsmann, uno de los más destacados expertos, se hallaba en el Distrito Federal, o si, como me habían informado en España, podía encontrarse en Nueva York, donde trabaja como profesor de la universidad de Cornell. Era vital para mí localizarlo, con el fin de no hacer un viaje en balde hasta la república mexicana.
Aquella misma mañana del martes 13 de octubre rogué a la telefonista del hotel que insistiera —por tercera vez— y que marcara el teléfono de domicilio del doctor Tonsmann. Y a media tarde, como digo, el aviso de la amable telefonista iba a trastocar todos mis planes. Al otro lado del hilo telefónico, la esposa de José Aste me confirmaría que el científico tenía previsto su regreso a México, procedente de Nueva York, los próximos miércoles o jueves.
Después de algunas dudas, se impuso mi sentido práctico y estimé que lo más oportuno era congelar mis investigaciones en Washington. Tonsmann era una pieza básica en mi segundo proyecto y no podía desperdiciar su fugaz estancia en México. Después de todo, yo era el único que poseía la clave del secreto del mayor y eso me daba una cierta tranquilidad.
Y antes de que pudiera arrepentirme, hice las maletas y embarqué en el vuelo 905 de la Easter Lines, rumbo a las ciudades de Atlanta y México (D.F.). Aquel miércoles, 14 de octubre de 1981, iba a empezar para mí una segunda aventura, que meses más tarde quedaría reflejada en mi libro número catorce: El misterio de Guadalupe.
A mí me suelen ocurrir estas cosas…
Durante horas había permanecido ante la tumba del presidente Kennedy, incapaz de atisbar el secreto de aquella tercera frase en la clave del mayor.
Abre tus ojos ante John Fitzgerald Kennedy.
Pues bien, mis ojos se abrieron a 10.000 metros de altura y cuando me hallaba a miles de kilómetros de Washington.
Mientras el reactor se dirigía a la ciudad de Atlanta, nuestra primera escala, tuve la ocurrencia de intentar encajar el número 21 en las tres últimas frases del mensaje.
Debí cambiar de color porque la guapa azafata de la Eastern, con aire de preocupación y señalando la taza de café que oscilaba al borde de mis labios, comentó al tiempo que se inclinaba sobre el respaldo de mi asiento:
—¿Es que no le gusta el café?
—Perdón…
—Le pregunto si se encuentra bien.
—¡Ah! —repuse volviendo a la realidad—, sí, estoy perfectamente… La culpa es del número 21…
La azafata levantó la vista y comprobó el número de mi asiento.
—No, disculpe —me adelanté, en un intento por evitar que aquel diálogo para besugos terminara en algo peor—, es que últimamente sueño con el número 21…
La muchacha esbozó una sonrisa de compromiso y colocando su mano sobre mi hombro, sentenció:
—¿Ha probado a jugar a la lotería?
Y desapareció pasillo adelante, convencida —supongo— de que el mundo está lleno de locos. Por un instante, las largas piernas de la auxiliar de vuelo lograron sacarme de mis reflexiones. Apuré el café y volví a contar las letras que formaban el nombre y apellidos del fallecido presidente norteamericano. No había duda. ¡Sumaban 21!
Aquel segundo hallazgo —y muy especialmente el hecho de que ambos apuntaran hacia el número 21— confirmó mis sospechas iniciales. El mayor tenía que haber guardado su secreto en algún depósito o recinto estrechamente vinculados con dicha cifra y, obviamente, con la llave que me había entregado en Chichén Itzá. Consideré también la posibilidad de que «Benjamín» fuera algún familiar o amigo del mayor, pero, en ese caso, ¿qué pintaban en todo aquello el número y la llave?
Durante mi prolongada estancia en México, tentado estuve de hacer un alto en las investigaciones sobre la Virgen de Guadalupe y volar al Yucatán para visitar a Laurencio. Pero mis recursos económicos habían disminuido tan alarmantemente que, muy a pesar mío y si de verdad quería rematar mis indagaciones en Washington, tuve que desistir y posponer aquella visita a Chichén para mejor ocasión.
Un año después, en diciembre de 1982, al retornar a México con motivo de la presentación de mi libro El misterio de la Virgen de Guadalupe, comprobé con cierto espanto que de haber viajado en aquellas fechas al Yucatán mi visita habría sido estéril: según me confirmaron las autoridades locales, Laurencio y su mujer habían abandonado la ciudad de Chichén Itzá poco después del fallecimiento del mayor. Y aunque no he desistido del propósito de localizarlos, hasta el momento sigo sin noticias del fiel compañero del ex oficial de las fuerzas aéreas norteamericanas. Ni que decir tiene que mis primeros pasos en aquel invierno de 1982 fueron encaminados a la localización de la tumba de mi amigo. Allí, frente a la modesta cruz de madera, sostuve con el mayor mi último diálogo, agradeciéndole que hubiera puesto en mis manos su mayor y más preciado tesoro…
Al pisar nuevamente Washington, mi primera preocupación no fue «Benjamín». Sentado sobre la cama de la habitación de mi nuevo hotel —en esta ocasión, mucho más modesto que el Marriot—, extendí sobre la colcha todo mi capital. Después de un concienzudo registro, mis reservas ascendían a un total de 75 dólares y 1500 pesetas.
Aunque la tragedia parecía inevitable, no me dejé abatir por la realidad. Aún tenía las tarjetas de crédito…
Durante aquellos días limité mi dieta a un desayuno lo más sólido posible y a un vaso de leche con un modesto emparedado a la hora de acostarme. La verdad es que, enfrascado en las pesquisas, y puesto que tampoco soy hombre de grandes apetitos, la cosa tampoco fue excesivamente dolorosa. Mi gran obsesión, aunque parezca mentira, fueron los taxis. Aquello si mermó —¡y de qué forma!, mi exiguo capítulo económico.
«Llave y ritual conducen a Benjamín».
Esta segunda frase en el código cifrado del mayor fue una cruz que me atormentó durante cuatro días. En ese tiempo, tal y como tenía previsto antes de mi partida de Washington, me empleé en cuerpo y alma en la revisión de las enciclopédicas guías telefónicas de la capital federal, así como en las correspondientes visitas a las estaciones de ferrocarril, central de correos y los aeropuertos Dulles y National.
Los servicios de consigna de las estaciones fueron tachados de mi lista, a la vista de la sensible diferencia entre las llaves utilizadas en dichos depósitos y la que obraba en mi poder. Por su parte, los aeropuertos carecían de semejantes taquillas por lo que mi interés terminó por centrarse en las cajas de seguridad de los bancos y en los apartados postales. Estas dos últimas alternativas parecían más lógicas a la hora de guardar «algo» de cierto valor…
Y empecé por los bancos.
Repasé el centenar largo de centrales y sucursales financieras de la ciudad, no hallando ni una sola pista que hiciera mención o referencia al nombre de «Benjamin».
Por otra parte, y según pude comprobar personalmente, si el mayor hubiera encerrado su información en una de las cajas de seguridad de cualquiera de estos bancos, ni yo ni nadie hubiera podido tener acceso a la misma, de no disponer de la correspondiente documentación que le acreditase como legítimo propietario o usuario de la caja. En algunos casos, incluso, estas medidas de seguridad se veían reforzadas con la existencia de una segunda llave, en posesión del responsable o vigilante de la cámara acorazada del banco. No obstante, y por apurar hasta el último resquicio, inicié una última y doble investigación. Yo conocía la identidad del mayor y comencé a pulsar una serie de resortes y contactos —a nivel de Embajada Española y del propio Pentágono—, a fin de esclarecer si el fallecido militar norteamericano conservaba algún pariente en Washington. Aquélla, a todas luces, fue mi mayor imprudencia, a juzgar por lo que sucedería dos días después…
El segundo frente —al que gracias a Dios concedí mayor dedicación— consistió en chequear las direcciones de las dos centrales y cincuenta y ocho sucursales de correos en la ciudad. En la U. S. Postal Service (Head Quarters), que viene a ser el cerebro central del servicio de correos de todo el país, un amable funcionario extendió ante mí la larga lista de estaciones postales radicadas en Washington D.C.
Al echarme a la cara la citada relación, en busca de algún indicio sobre el refractario nombre de «Benjamin», mis ojos no pudieron pasar de la primera sucursal. Pegué un respingo. En la lista aparecía lo siguiente:
Box Nos. - 1-999. - Benjamin Franklin. STa. Avenida de Pennsylvania (Washington D.C. 20044).
Anoté los datos, sin poder evitar que mi mano temblara en una mezcla de emoción y nerviosismo. Prendí un nuevo cigarrillo, buscando la manera de calmarme. Tenía que estar absolutamente seguro de que aquélla era la ansiada pista. Y recorrí las sesenta direcciones con una meticulosidad que ni yo mismo logro explicarme.
Con sorpresa descubrí que el nombre de Benjamin Franklin se repetía tres veces más: en los puestos 14, 19 y 33 de la mencionada relación. En el resto de las oficinas de correos de Washington el nombre de Benjamin no figuraba para nada.
Pero había algo que no terminaba de comprender. ¿Por qué cuatro servicios de correos en la misma calle de Benjamín Franklin? En el situado en el lugar número 14, el encabezamiento venía marcado por los números 6100-6199. El que ocupaba el puesto 19 en la lista registraba las cifras 7100-7999 y el último, en el número 33, era precedido por la numeración 14001-14999.
Me dirigí nuevamente al funcionario y le rogué que me explicara el significado de aquella numeración. La respuesta, rotunda y concisa, disipó mis dudas:
—Son cuatro secciones, correspondientes a otros tantos P. Box o apartados de correos. En la primera de la lista, como usted ve, figuran los comprendidos entre los números 1 y 999, ambos inclusive…
Supongo que aquel empleado de correos no había recibido hasta ese día un thank you tan efusivo y feliz como el mío…
Salté de tres en tres las escalinatas de la gigantesca U.S. Postal Service y me colé como un meteoro en el primer taxi que acertó a pasar. Eran las doce del mediodía del 4 de noviembre de 1981.
Mientras me aproximaba a la calle Benjamin Franklin, dispuesto a aprovechar aquella racha de buena suerte, volví sobre la clave del mayor. Ahora empezaba a ver claro. «Mi llave y el «ritual» —es decir, el número 21— conducen a Benjamin».
«Casualmente», de las 60 oficinas de correos de todo Washington, sólo una se encuentra en una calle con el nombre de Benjamin. Y curiosamente también, en esa —y sólo en esa— sucursal se hallaba el apartado de correos número 21. Si tenemos en cuenta que las sesenta oficinas sumaban en 1981 más de 24000 apartados, ¿a qué conclusión podía llegar?
Pero, a medio trayecto, mi gozo se vio en un pozo. ¡Había olvidado la llave en el hotel!
En este caso, mi franciscana prudencia me había jugado una mala pasada. Consulté la hora. No había tiempo de volver al hotel y salir después hacia la sucursal de correos. Malhumorado, entré en las oficinas, dispuesto al menos a echar un vistazo.
Pregunté por la venta de sellos y, con la excusa de escribir algunas tarjetas postales, merodeé durante poco más de quince minutos por las inmensas y luminosas salas. En la primera planta, adosados en una pared de mármol negro, se alineaban cientos de pequeñas puertecitas metálicas, de unos 12 centímetros de lado, con sus correspondientes números. Allí estaba mi objetivo.
Afortunadamente para mí, el trasiego de ciudadanos era tal que el policía negro que vigilaba aquella primera planta no se percató de mis movimientos. Antes de abandonar la sucursal hice una rápida inspección de los casilleros, deteniéndome unos segundos frente al número 21. Por un momento tuve la sensación de que era el blanco de decenas de miradas. El orificio de la cerradura parecía corresponder —por su reducido tamaño— al de una llave como la que yo guardaba…
Al reemprender el camino hacia el hotel, me di cuenta que las tarjetas postales seguían entre mis sudorosas manos. Ni Ana Benítez, ni mis padres, ni Alberto Schommer, ni Raquel, ni Castillo, ni Gloria de Larrañaga llegaron a recibir jamás tales recuerdos.
Aquella tarde, en un último esfuerzo por relajarme, acudí al Museo del Espacio, en el paseo de Jefferson. A pesar de lo inminente, y aparentemente sencillo, de la fase final de la búsqueda de la información del mayor, las dudas se habían recrudecido. ¿Y si estuviera equivocado? ¿Y si aquel apartado de correos no fuera lo que buscaba con tanto empeño?
La verdad es que estaba llegando al límite de mis posibilidades. Aquéllas —estaba seguro eran mis últimas horas en los Estados Unidos. Si no conseguía resolver el dilema, debería olvidarme del asunto durante mucho tiempo. Sentado en el hall del museo, inevitablemente solo y con una angustia capaz de matar a un caballo, eché de menos a alguien con quien compartir aquellos momentos de tensión. En el centro de la sala, una larga fila de turistas y curiosos aguardaba pacientemente su turno para pasar ante la urna en la que se exhibe un fragmento de roca lunar, no más grande que un cigarrillo. Un segundo trozo, mucho más reducido, había sido incrustado al pie de la vitrina. Y como si se tratara de una reliquia sagrada, cada visitante, al cruzar frente a la urna, pasaba sus dedos sobre la negra y desgastada piedra.
Por pura inercia abrí mi cuaderno de notas y fui describiendo cuanto observaba. Y, naturalmente, terminé cayendo sobre la clave del mayor. Pero esta vez me detuve en el original, en la versión inglesa.
Mi pésima costumbre de subrayar, dibujar y trazar mil garabatos sobre los libros o apuntes que manejo, estaba a punto de sacudirme aquella profunda tristeza.
En realidad, todo empezó como un juego; como un simple e inconsciente alivio a la tensión que soportaba. Sé de muchas personas que, cuando hablan por teléfono, meditan o, sencillamente, conversan, acompañan sus palabras o pensamientos con los más absurdos dibujos, líneas, círculos, etc., trazados sobre cualquier hoja de papel. Pues bien, como digo, en aquellos instantes me dediqué a recuadrar —sin orden ni concierto— algunas de las palabras de cada una de las cinco frases que formaban el mensaje cifrado.
La fortuna —¿o no sería la suerte?— quiso que yo encerrara en sendos rectángulos, entre otras, las primeras palabras de cada una de las frases de la clave. A continuación, siguiendo con aquel pasatiempo, me entretuve en atravesarlos con otras tantas líneas verticales.
Al leer de arriba abajo aquel aparente galimatías, una de las absurdas construcciones me dejó de piedra. Las cinco primeras palabras de cada frase, leídas en este sentido vertical, encerraban un significado. ¡Y qué significado!: «La llave abre el pasado».
El resto de las frases así confeccionadas, sin embargo, no tenía sentido.
Antes de dar por buena la nueva pista, repasé el mensaje, trazando y uniendo las palabras de arriba abajo, de izquierda a derecha y hasta en diagonal. Pero fue inútil. Las únicas que arrojaban algo coherente —«casualmente»— eran las cinco primeras…
The guard —rezaba el mensaje en inglés— who keeps the vigil in front of the Tomb will reveal the ritual of Arlington Cementery to you.
Key and ritual lead you to Benjamin.
Open your eyes before John Fitzgerald Kennedy.
The brother lies to rest in 44-W. The shadow of the medlar tree covers him in the late afternoon.
Past and future are my legacy.
¿Qué había querido decir el mayor con esta sexta pista? Intuitivamente ligué la nueva frase con la última del mensaje: Pasado y futuro son mi legado. ¿Qué relación podía existir entre la llave, el pasado y el futuro?
Animado por aquel súbito descubrimiento, aunque impotente —lo reconozco— para despejar tanto misterio, me dispuse a esperar las primeras luces de aquel jueves, que presentía particularmente intenso…
Al apearme aquel jueves, 5 de noviembre de 1981, frente a la sucursal de correos de la calle Benjamin Franklin, noté que las rodillas se me doblaban. En mi mano derecha, cerrada como un cepo, la pequeña llave que me entregara el mayor en el Yucatán aparecía ligeramente empañada por un sudor frío e incómodo. Inspiré profundamente y crucé el umbral, dirigiéndome con paso decidido hacia el muro donde relucía el enjambre de casilleros metálicos.
Había sido un acierto, sin duda, esperar a que el reloj marcara las diez de la mañana. Decenas de personas se afanaban en aquellos momentos en las diferentes dependencias de correos. Al situarme frente al apartado número 21, un nutrido grupo de ciudadanos especialmente personas de edad—, procedía a abrir sus respectivos depósitos, indiferentes a cuanto les rodeaba.
Pasé la llave a mano izquierda y, en un gesto mecánico, sequé el creciente sudor de la palma derecha contra la pana de mi pantalón gris. Volví a respirar lo más hondo posible y recobré la pequeña llave, llevándola temblorosamente hasta la cerradura. Pero los nervios me traicionaron. Antes de que pudiera comprobar siquiera si entraba o no en el orificio, la llave se me fue de entre los dedos, cayendo sobre el pulido embaldosado blanco. El tintineo de la pieza en sus múltiples rebotes sobre el pavimento me hizo palidecer. Me lancé como un autómata tras la maldita llave, furioso contra mí mismo por tanta torpeza. Pero, cuando me disponía a recogerla, una mano larga y segura se me adelantó. Al levantar la vista, un hilo de fuego me perforó el estomago. El servicial individuo era uno de los policías de servicio en la sucursal. En silencio, y con una abierta sonrisa por todo comentario, el agente extendió su mano y me entregó la llave. Dios quiso que supiera corresponder a aquel gesto con otra sonrisa de circunstancias y que, sin abrir siquiera los labios, diera media vuelta en dirección al casillero número 21.
Ahora tiemblo al pensar en lo que hubiera podido ocurrir si aquel representante de la ley me hubiera hecho alguna pregunta…
Con el susto todavía en el cuerpo, tanteé el orificio con la punta de la llave. El corazón brincaba sin piedad.
«¡Por favor, entra…! ¡Entra…!».
Dulcemente, como si me hubiera oído, la llave penetró hasta la cabeza.
Me dieron ganas de gritar. ¡Había entrado! En realidad no era mi mano derecha la que sujetaba la llave. Era mi corazón, mi cerebro y todo mi ser…
Antes de proseguir, miré cautelosamente a izquierda y derecha. Todo parecía normal.
Tragué saliva e intenté abrir. Por más que tiré hacia afuera, la portezuela metálica no respondió. Sentí cómo otra ola de sangre golpeaba mi estómago. ¿Qué estaba pasando? La llave había entrado en la ranura… ¿Por qué no conseguía abrir el apartado?
En mitad de tanto nerviosismo y ofuscación comprendí que estaba forzando la cerradura en un solo sentido: el izquierdo. Giré entonces hacia la derecha y la portezuela se abrió con un leve chirrido.
Me hubiera gustado poder detener el tiempo. Después de tantos sacrificios, angustias y quebraderos de cabeza, allí estaba yo, a las 10.15 del jueves, 5 de noviembre de 1981, a punto de esclarecer el «misterio del mayor…».
En aquellos instantes, aunque parezca increíble, antes de proceder a la exploración del apartado, sentí no disponer de una cámara fotográfica. Pero un elemental sentido de la prudencia me hizo dejar el equipo en el hotel.
Alargué la mano y tanteé la superficie metálica del casillero. En la semipenumbra medio adiviné la presencia de un par de bultos. Estaban al fondo del estrecho nicho rectangular. Al palparlos los identifiqué con algo parecido a tubos o cilindros. Extraje uno y vi que se trataba de una especie de cartucho de cartón, de unos treinta centímetros de longitud, perfecta y sólidamente protegido por una funda de plástico o de papel plastificado. Su peso era muy liviano. No presentaba inscripción o nombre alguno, excepción hecha de un pequeño número (un «1»), dibujado en negro y a mano sobre una pequeña etiqueta blanca, pegada o adherida a su vez sobre una de las caras circulares del cilindro. Todo ello, como digo, bajo un brillante material plástico, cuidadosamente fijado al cartucho.
Me apresuré a sacar el segundo bulto. Era otro cilindro, gemelo al primero, pero con un «2» en otra de sus caras.
De pronto comencé a experimentar una extraña prisa. Tuve la intensa sensación de que era observado. Pero, dominando el deseo de volverme, introduje la mano en el apartado haciendo un tercer registro. Mis dedos tropezaron entonces con un sobre. Lo situé en la boca del nicho y, antes de retirarlo, me aseguré que el casillero quedaba vacío. Repasé, incluso, las paredes superior y laterales. Una vez convencido de que el box número 21 había quedado totalmente limpio, eché mano de aquel sobre blanco y, sin examinarlo siquiera, procedí a cerrar la puerta. Aparentando naturalidad, guardé la llave y me dirigí a la salida de la sucursal.
Por un momento me dieron ganas de correr. Pero, sacando fuerzas de flaqueza, me detuve a medio camino. Prendí uno de los últimos ducados y aproveché aquella fingida excusa para volverme. La verdad es que no aprecié nada sospechoso. El intenso movimiento de ciudadanos había disminuido ligeramente, aunque aún se apreciaban pequeños grupos frente a las mesas de mármol, en los distintos mostradores y junto a los bloques de los apartados. Algo más sosegado, y suponiendo que aquel presentimiento podía deberse a mi excitación, crucé el umbral, alejándome de la oficina de correos.
Tres cuartos de hora más tarde colgaba en el pomo de la puerta de mi habitación el cartel verde de: No molesten. Deposité ambos cartuchos sobre el cristal de la mesita que me servía de escritorio y retrocedí un par de pasos.
«¡Lo había conseguido!».
Durante algunos minutos, con el sobre entre las manos, disfruté de aquel espectáculo. No podía sospechar siquiera lo que contenían aquellos cilindros de cartón, pero eso —en aquellos instantes— era lo de menos.
«¡Lo había conseguido…!».
Lo daba todo por bien empleado: tiempo, dinero, soledad…
Me dejé caer sobre el entarimado y, como si se tratase de una película, fui recordando los pasos que había seguido en aquellos meses.
Pero, finalmente, la curiosidad se impuso y rasgué el sobre. En el exterior no había una sola palabra o indicación. Nada más sacar la hoja de papel que contenía identifiqué la letra picuda y agitada del mayor.
Estaba fechada el 7 de abril de 1979, en Washington D.C. En ella, simplemente, hacía constar que su hermano… en el «gran viaje» había fallecido dos años atrás —en 1977— y que, siguiendo los impulsos de su propia conciencia, ese mismo 7 de abril de 1979 daba por concluido el diario de dicho viaje…
El breve mensaje finalizaba con las siguientes palabras:
Sólo pido a Dios que nuestro sacrificio pueda ser conocido algún día y que lleve la paz a los hombres de buena voluntad, de la misma forma que mi hermano… y yo tuvimos la gracia de encontraría.
Al pie de la nota, el mayor suplicaba que la persona que tuviera acceso al diario y a la presente misiva, respetara el anonimato de ambos.
Por esta razón he suprimido la identidad de la persona a la que hace mención el mayor, denominándole «hermano» suyo. Puedo aclarar —eso sí— que no se trata en realidad de un hermano de sangre, sino de una calificación puramente espiritual…
Mi primera reacción al leer la esquela fue consultar la clave. Aquella confesión del fallecido oficial de la USAF parecía encajar de lleno en la cuarta y no menos misteriosa frase:
El hermano duerme en 44-W. La sombra del níspero le cubre al atardecer.
De nuevo brotó en mí el nombre de Arlington.
«Sí, ahora sí puede tener sentido —me dije a mí mismo—. Ahora empiezo a comprender…».
Había que visitar de nuevo el cementerio. En realidad, tal y como pude verificar al leer el diario del mayor, las dos últimas frases de su mensaje cifrado no eran otra cosa que una confirmación —para la persona que llegara hasta su legado— de la realidad física de su compañero en el «gran viaje» y, obviamente, de la naturaleza del referido diario.
En honor a la verdad, después de conocer aquella increíble información que había sido encerrada en los cilindros, tampoco era vital la localización del fallecido compañero de mí amigo. Los que me conocen un poco saben, sin embargo, que me gusta apurar las investigaciones y con mayor motivo si —como en aquellos momentos— me hallaba tan cerca del final.
Pero las sorpresas no se habían terminado en aquel imborrable jueves… Antes de proceder a la solemne apertura de los cartuchos de cartón, coloqué el sobre junto a los cilindros y los fotografié a placer. Acto seguido, y tras comprobar que el plástico protector no ofrecía el menor resquicio por dónde empezar la labor de extracción, tomé una de mis cuchillas de afeitar y, delicadamente, separé el círculo que cubría una de las caras del cilindro. Precisamente, la opuesta a la que presentaba aquella pequeña etiqueta con el número «1».
Nerviosamente palpé el cartón. Parecía muy sólido. Después de un minucioso —casi me atrevería a llamarlo microscópico— examen, me vi obligado a sajarlo por su circunferencia. Una hora después, la pertinaz tapadera (de cinco milímetros de espesor y diez centímetros de diámetro) saltaba al fin, dejando al descubierto el interior del tubo.
Segundos después aparecía ante mí un mazo de papeles, perfectamente enrollados. Había sido introducido en una funda de plástico transparente, herméticamente grapada por la parte superior. Tuve que valerme de un pequeño cortaúñas para hacer saltar las diecisiete grapas. Con una excitación difícil de transcribir, eché una primera ojeada a los documentos y comprobé que habían sido mecanografiados a un solo espacio y en lo que nosotros conocemos como papel biblia. Cada folio (de 20 × 31 centímetros), hasta un total de 250, había sido firmado y rubricado en la esquina inferior izquierda por el mayor. Era la misma letra —y yo diría que la misma tinta— que figuraba al pie de la misiva que había retirado del apartado de correos número 21 y que acababa de abrir.
El texto, en inglés, me arrebató desde el momento en que fijé mis ojos en él. Y creo que no hubiera podido despegarme de su lectura, de no haber sido por aquella inesperada llamada telefónica…
Hacia las 13 horas, como digo, el teléfono de mi habitación me devolvió a la cruda realidad.
—¿Señor Benítez…?
—Soy yo… Dígame.
—Dos señores preguntan por usted… Están aquí…
—¿Dos señores? —pregunté a mí vez, desconcertado ante la súbita visita—. ¿Quiénes son?
—Un momento —dudó el empleado del hotel—, no lo sé…
¿Quién podía tener interés en verme? Es más —pensé con un extraño presentimiento—, ¿quién sabe que estoy en Washington?
—Uno de ellos —me anunció el recepcionista a los pocos segundos— afirma ser del FBI…
—¡Ah! —exclamé con un hilo de voz—. Bueno…, ahora mismo bajo…
Todo había sido tan rápido e imprevisto que, al poco de colgar el auricular, comencé a palidecer. No era lógico ni normal que el FBI se interesara por mí. ¿Qué podía haber ocurrido? ¿En qué nuevo lío me había metido?
De pronto recordé. Días atrás yo había cometido la torpeza de interesarme cerca de la Embajada Española y del Pentágono por los posibles familiares del mayor. Mientras recogía precipitadamente los cilindros y el sobre, ocultándolos en el fondo de la bolsa de mis cámaras, un torbellino de temores, hipótesis y contrahipótesis embarullaron aún más mi cerebro.
Con la llave de mi habitación entre las manos y muerto de miedo, me presenté en el hall.
Dos individuos de fuerte complexión y pulcramente trajeados se levantaron de los butacones situados frente a la puerta del ascensor. No tuve oportunidad siquiera de aproximarme al mostrador de recepción y preguntar por mis insólitos visitantes.
Con una sonrisa un tanto forzada, uno de ellos me salió al paso extendiendo su mano.
—¿El señor Benítez?
Al presentarme, el que había estrechado mi mano en primer lugar y que parecía llevar la voz cantante, me invitó a sentarme con ellos.
No se preocupe —anunció con un evidente deseo de tranquilizarme—, se trata de una simple rutina…
Yo también me esforcé en sonreír, al tiempo que les rogaba que se identificaran.
—Por teléfono —añadí— me han dicho que uno de ustedes es agente del FBI. ¿Podría ver sus credenciales?
Instantáneamente, y como si aquella petición mía formara parte de un ceremonial igualmente rutinario y habitual, ambos sacaron del interior de sus chaquetas sendas carteras de plástico negro. En la primera —perteneciente al que me había identificado nada más verme en el hall— pude leer, con caracteres que destacaban sobre el resto, las palabras Federal Bureau of Investigation. Aquello, en efecto, correspondía a las famosas siglas FBI u Oficina Federal de Investigación.
En la segunda credencial —que no fue retirada de mi vista con tanta rapidez como la del agente del FBI— pude leer, en cambio, lo siguiente: Departamento de Estado. Oficina de Prensa y algo así como una dirección: 2201 «C» Street… (Washington D.C.) y un número que empezaba por (202) 632…
—Muchas gracias —repuse con más miedo, si cabe—. Ustedes dirán…
—Sabemos quién es usted y conocemos igualmente su condición de periodista español replicó el miembro del FBI, al tiempo que abría una pequeña libreta y rechazaba amablemente uno de mis cigarrillos, —y se nos ha comunicado que el pasado martes, a las 11.15 de la mañana, usted se interesó por los posibles parientes del mayor…
«¡Joder qué tíos! —pensé—. ¡Vaya servicio de información!».
Pues bien —prosiguió el agente, indicándome las notas que aparecían en su block—, en primer lugar queríamos averiguar si estos datos son correctos.
—Efectivamente. Lo son…
—En ese caso, nos gustaría saber por qué tiene usted ese interés por la familia del mayor.
Mi cerebro, despierto a causa —digo yo— del miedo, fue buscando las respuestas con una frialdad que aún me asusta.
—Bueno, es una vieja historia. Conocí al mayor en uno de mis viajes a México y entablé con él una sincera amistad. Nos escribimos y hace unas semanas —mentí— al visitar nuevamente aquel país, supe que había fallecido.
Sin pestañear, sostuve la desconcertada mirada del yanqui. Quizá esperaba otra versión y, al comprobar que le decía la verdad (cuando menos, parte de la verdad), se mostró indeciso. Ese fue su primer error.
Antes de que acertara a formular una nueva pregunta, aproveché aquellos segundos y tomé la iniciativa:
—Ustedes sabrán también que yo soy investigador y escritor del fenómeno ovni…
El agente sonrió.
—En cierta ocasión —seguí improvisando— el mayor me dio a entender que sabía de cierta información… relacionada con este tema. Y me dio el nombre de un compañero que reside en los Estados Unidos… Él me daría los datos, siempre y cuando yo supiera esperar a que falleciera el mayor…
Mi interlocutor, tal y como yo deseaba, mordió el anzuelo.
—¿Puede decirnos el nombre de esa persona?
Fingí una cierta resistencia y añadí:
—La verdad es que no me gustaría perjudicar a nadie…
—No se preocupe…
—Está bien. No tengo inconveniente en darles el nombre de esa persona que busco, siempre y cuando ustedes me mantengan al margen y respondan a una pregunta…
Los dos personajes cruzaron una mirada de complicidad y el funcionario del Departamento de Estado, que no había abierto la boca hasta ese momento, preguntó a su vez:
—¿De qué se trata?
—¿Podrían ustedes proporcionarme una pista sobre algún familiar del mayor o sobre ese amigo al que trato de localizar?
Antes de que su compañero tuviera tiempo de responder el agente del FBI intervino de nuevo:
—Trato hecho. Díganos: ¿cómo se llama esa persona con la que usted debe contactar?
Al tomar nota del nombre y primer apellido del «hermano de viaje» del mayor, el agente, titubeó y cruzó una nueva y fugaz mirada con su acompañante. Ese fue su segundo error.
Aquella casi imperceptible vacilación terminó por alertarme. En ese instante —por primera vez— comencé a tomar conciencia de que me había aventurado en un asunto sumamente peligroso. Aquellos individuos —eso saltaba a la vista— sabían mucho más de lo que decían. Pero lo peor no era eso. Lo dramático es que —por esas casualidades del destino— tenía en mi poder una información que empezaba a quemarme entre las manos y por la que los servicios de inteligencia de los Estados Unidos hubieran sido capaces de todo.
—¿Y qué hay de esa pista? —presioné con fingido aire de satisfacción.
El agente del FBI guardó silencio y, tras escribir algo en una de las hojas de su libreta, la arrancó, poniéndola en mis manos.
—Es todo lo que podemos decirle —masculló con desgana—. Creemos que se trata de uno de los parientes del mayor…
En el papel pude leer el nombre de la ciudad de Nueva York y dos apellidos.
Simulé una cierta contrariedad.
—Pero, ¿no pueden decirme algo más?
Los individuos se pusieron en pie y, tras desearme suerte, se alejaron hacia la puerta de salida. Sin quererlo, aquellos «gorilas» me habían brindado la mejor de las excusas para salir de Washington a toda prisa.
Antes de regresar a mi habitación tuve el acierto de asomarme disimuladamente por la puerta giratoria del hotel y ver cómo los agentes se introducían en un coche azul metalizado, aparcado a veinte o treinta metros de donde me encontraba. Me interné de inmediato en el hall, dirigiéndome hacia el ascensor y notando sobre mí el peso de la curiosa mirada del recepcionista.
Antes de cerrar la puerta de mi habitación volví a colgar el anuncio de No molesten y eché la cadena de seguridad. Las rodillas empezaron entonces a temblarme y tuve que dejarme caer sobre la cama. Supongo que mi perturbación se debía en parte a aquella —digamos— «delicada» visita y, sobre todo, a lo que contenía aquel primer cilindro.
No sé el tiempo que permanecí tumbado en la cama, con la vista perdida en la penumbra de mi habitación. Una cosa sí estaba clara en todo aquel embrollo: ahora más que nunca tendría que actuar con pies de plomo. Si el FBI había tomado cartas en el negocio era porque, lógicamente, estaba al corriente del «gran viaje» que habían realizado el mayor y su «hermano». No hacía falta ser un águila para percibir que los servicios de Inteligencia norteamericanos no estaban dispuestos a que aquella información secreta se filtrara a la prensa.
De momento, la exquisita prudencia del mayor me había proporcionado una cierta ventaja. Y estaba dispuesto a utilizarla, naturalmente. Si el FBI y el Departamento de Estado —que sabían muy bien del fallecimiento de los dos veteranos de la USAF—, seguían creyendo que yo sólo trataba de localizar al «amigo» del mayor, quizá mi salida del país fuera más fácil de lo previsto. Esta, en síntesis, fue la resolución más importante que terminé por adoptar en aquel mediodía del jueves 5 de noviembre de 1981: volver a España de inmediato… y con mi tesoro, por supuesto.
Salté de la cama y me dispuse a poner en práctica la última fase de mi plan: la visita al Cementerio Nacional de Arlington. Aunque, repito, la confirmación de la muerte del compañero y «hermano» de mi amigo no revestía ya una especial importancia, en mí fuero interno necesitaba cerrar aquel misterioso círculo que constituía la clave.
Preparé las cámaras y consulté mi reloj. Eran las dos de la tarde. Aún me restaban otras tres horas para que el camposanto cerrara sus puertas al público.
Pero, cuando me disponía a abandonar la habitación, un elemental sentido de la prudencia me obligó a asomarme a la ventana. Por un momento no reaccioné. Aparcado junto a la acera de la fachada del hotel, en el mismo lugar en que yo lo había visto a eso de las 13.30 horas, seguía el turismo de color azul metalizado de los agentes que me habían visitado. Instintivamente me eché atrás y cerré la ventana. No podía tratarse de una casualidad. Aquél era el vehículo del FBI. Estaba claro que había subestimado a los agentes…
«Si me arriesgo a salir ahora —reflexioné, buscando una solución—, ¿qué puede ocurrir?».
Cabía la nada fantástica posibilidad de que fuera discretamente seguido, o lo que podía ser mucho peor, que aprovecharan mi ausencia para registrar la habitación. Esta última idea me llenó de espanto. ¿Qué podía hacer?
Tampoco me resignaba a permanecer enclaustrado entre aquellas cuatro paredes…
De pronto me vino a la memoria la escalera de incendios.
«Sí —me dije a mí mismo, tratando de animarme— ahí puede estar la salida».
Prendí la televisión y, procurando hacer el menor ruido posible, abrí lentamente la puerta. El pasillo aparecía desierto. Rápidamente me situé al fondo del corredor, frente a la salida de emergencia. A diferencia de lo que suele ocurrir con los hoteles españoles, los norteamericanos procuran que estas puertas permanezcan permanentemente abiertas. Al asomarme al exterior, desde la plataforma metálica o descansillo que une la escalera con la sexta planta en la que me encontraba, comprobé que aquella salida conducía directamente a una calle estrecha y poco transitada. En las inmediaciones no había un solo vehículo. Eso me tranquilizó.
A los pocos minutos cerraba de nuevo la puerta de mi habitación y me preparé para la fuga. Lo más importante era no levantar sospechas. Así que, siguiendo un metódico plan, telefoneé al room service y solicité un frugal almuerzo. A continuación me desnudé, enfundándome el pijama. Marqué el número de conserjería y adoptando un tono lento y cansino, le expliqué al empleado de turno que estaba muy fatigado y que deseaba dormir. Por último, y tras insistir en que no me pasara ninguna llamada, le rogué que me despertara a las seis y media de la tarde. Si, como yo sospechaba, los responsables del hotel tenían órdenes de vigilar y comunicar mis entradas y salidas, ésta podía ser una buena coartada.
A los quince minutos, un camarero llamaba a la puerta. Empujó el carrito con la comida y, tras depositar en su mano una sustanciosa propina, le anuncié que no se molestara en regresar para recoger la pequeña mesa rodante.
«Yo mismo la sacaré al pasillo cuando me despierte», remaché.
El hombre pareció conforme y desapareció corredor adelante, mientras yo volvía a colgar el cartel de No molesten.
Me vestí en segundos, pellizqué uno de los panecillos y cargué con la bolsa de las cámaras, en cuyo fondo había depositado los cartuchos de cartón y la carta del mayor. Mi reloj señalaba las 14.45.
Tras asegurarme que la puerta de mi habitación quedaba perfectamente cerrada, guardé la llave y, como un fantasma, salvé los treinta pasos escasos que me separaban de la salida de urgencia. Al cerrarla tras de mí dediqué unos segundos a una exhaustiva exploración de la calle y de los tramos que debía descender. Todo se hallaba tranquilo.
Sin perder un minuto más, me precipité escaleras abajo, procurando pisar con las puntas de las botas. Al alcanzar el penúltimo descansillo me detuve. El corazón no me cabía en el pecho… Lancé una ojeada y, tras comprobar que el camino seguía expedito, continué con un exceso de optimismo. Y hago esta observación porque, al encararme con los últimos peldaños, a punto estuve de romperme la crisma. Yo no había contado con un pequeño-gran obstáculo: la escalera de incendios moría a una considerable altura sobre el suelo.
Me asomé y comprendí con angustia que, sí pretendía mantener mi fuga, primero debería saltar aquellos dos o tres metros. (La verdad es que nunca supe con certeza a qué distancia me hallaba del pavimento). Tenía que actuar con rapidez: o regresaba a la sexta planta o me lanzaba. Mi posición al final de aquella escalera de incendios era francamente comprometida. Cualquier viandante que acertara a pasar en aquellos instantes podía descubrirme.
Tragué saliva y pegué la bolsa a mi vientre, rodeándola con ambos brazos. Después, en un acto de pura inconsciencia, salté.
A pesar de la flexión de piernas, el golpe fue respetable. En mi afán por proteger el equipo fotográfico, me incliné en exceso hacia un costado, rodando cuan largo soy por el duro cemento.
Pocas veces me he incorporado a tanta velocidad. Mi única preocupación —la verdad sea dicha era que alguien hubiera podido verme saltar. Pero la fortuna parecía aún de mi lado. La callejuela seguía solitaria. Limpié la zamarra con un par de palmetazos y salí pitando hacia el cruce que se adivinaba al fondo. Si todo funcionaba como yo deseaba, al otro lado de la manzana y en dirección opuesta a la que yo había tomado, debería continuar el turismo del FBI.
Veinte minutos más tarde —cuando mi reloj estaba a punto de señalar las tres y media— un taxi me situaba en el Memorial Drive, a las puertas mismas del cementerio.
Aunque en mi rápido desplazamiento hasta Arlinglon yo no había apreciado —a pesar de mis constantes miradas hacia atrás— que nos siguiera el temido vehículo azul, en esta nueva visita al cementerio de los héroes norteamericanos evité el ingreso por la puerta principal. Caminé por el paseo de Schley y a los cinco minutos me presenté ante el mostrador del Temporary Visitors Center.
Sinceramente, mientras le explicaba a una de las funcionarias que mi propósito era localizar la tumba de un viejo amigo, mis esperanzas —a la vista de los escasos datos que poseía— no eran muy sólidas. La mujer tomó nota del nombre y apellidos, así como del año del supuesto fallecimiento (1977), y sin más, como si aquella consulta fuera una de tantas, dio media vuelta y se dirigió a un monitor de televisión, situado a la izquierda de la sala. Le vi teclear y a los pocos segundos en la pantalla del terminal del ordenador surgieron unos signos y palabras de color verde que no alcancé a descifrar. Acto seguido, la funcionaria tomó uno de los pequeños mapas que yo ya conocía y escribió en rojo el primer apellido y el nombre de «mi amigo» y en la línea inferior, en negro y en los espacios destinados a la grave (tumba) y a la section (sección), los números correspondientes a cada una de ellas.
—¿Conoce el cementerio? —me preguntó.
—No mucho…
—Bien, es fácil —añadió con su tono monótono—. Nosotros estamos aquí.
Con el rotulador rojo marcó el Temporary Visitors Center y a continuación trazó una línea sobre el paseo de L'Enfant y de Lincoln. Con una precisión que me dejó estupefacto señaló un punto en la sección 43, concluyendo:
—Aquí hallará la lápida. Si va a pie son diez minutos…
—Muchas gracias.
Es posible que la señorita interpretara aquel agradecimiento y mí larga sonrisa como un sentimiento lógico al poder ubicar tan rápidamente a la persona que buscaba. Pero los tiros iban en otra dirección…
Mientras caminaba hacia el punto indicado en el plano, mi excitación fue en aumento. El hecho de que la computadora de Arlington hubiera respondido afirmativamente —declarando que allí, en efecto, había sido sepultado el «hermano» del mayor—, me había hecho vibrar de emoción, olvidando momentáneamente mis pasados sinsabores.
En el cruce de L'Enfant Drive con el Lincoln Drive me detuve. Si las indicaciones de la funcionaria no estaban equivocadas, debía encontrarme a poco más de 300 metros de la sepultura. Al repasar el mapa advertí otro detalle que precipitó mi alegría: ¡Las coordenadas 44 y W confluían matemáticamente en aquella área de la sección 43! Esto despejaba la primera parte de la cuarta frase de la clave del mayor: El hermano duerme en 44-W.
El pequeño sendero asfaltado me condujo hasta una pradera en la que se alineaban cientos de lápidas blancas, de apenas medio metro de altura. Consulté el número de la tumba y, tras varios paseos por el cuidado césped, el nombre y apellidos del también oficial de la USAF surgieron ante mí casi como un milagro.
Una pequeña cruz encerrada en un círculo, había sido grabada —como en el resto de las sepulturas de Arlington—, en la parte superior de la piedra. Debajo, la identidad del fallecido, su graduación, el Ejército al que había pertenecido y las fechas de su nacimiento y muerte, respectivamente. Eso era todo.
Sentí una mezcla de rabia y tristeza. Aquel hombre, al igual que mi viejo amigo, el mayor, había sido inhumado sin una sola alusión a la fascinante misión que había llevado a cabo en vida. Y lo peor es que su propio país —al menos los servicios de Inteligencia— estaba empeñado en que dicho «viaje» siguiera clasificado como «secreto y confidencial…».
En el horizonte, difuminado entre el verde, el amarillo y el rojo de los árboles del Cementerio Nacional, el blanco monolito erigido a la memoria del primer presidente de los Estados Unidos señalaba paradójicamente a los cielos…
Me arrodillé y juré que lucharía hasta el final. Nada ni nadie me detendría ante aquel compromiso de difundir el legado de aquellos hombres.
A las cuatro y media, después de fotografiar la lápida, y cuando me disponía a retirarme, una sombra me sobresaltó. Parte de la inscripción había empezado a oscurecerse. Levanté la vista y reparé en un arbolillo. ¡Era un níspero!
La sombra del níspero —recordé la última parte de la cuarta frase del mensaje del mayor— le cubre al atardecer.
Quedé absorto, contemplando cómo la cimbreante sombra de aquel humilde compañero de soledad iba robando la luz de la piedra, segundo a segundo. Al observar la pradera caí en la cuenta que aquél era el único árbol que crecía junto a esta sección del camposanto. Ya no había duda: la clave estaba resuelta.
Recogí algunas de las níspolas que habían caído sobre el césped y las guardé en mi bolsa. Por último, corté una pequeña rama y la deposité al píe de la lápida.
Poco a poco, con un sol moribundo a mis espaldas, fui alejándome de aquel lugar. No he vuelto a ver el frágil níspero de hojas verdes y diminutas que acompaña al héroe norteamericano, pero ambos sabemos que aquella tarde, parte de mi corazón quedó en Arlington.
En mi plan original de fuga yo no había previsto, ni mucho menos, que el regreso fuese precisamente por la puerta principal del hotel. Ahora que lo pienso con una cierta perspectiva, de haber sabido entonces que no existía posibilidad de acceso desde la callejuela posterior a la escalera de incendios, lo más seguro es que no me hubiera jugado el todo por el todo por aquella innecesaria comprobación en el Cementerio Nacional de Arlington. Pero ya no podía echarme atrás. Soy hombre que acepta los riesgos y, además, encantado.
El crepúsculo había empezado a adormilar los colores de la gran ciudad cuando el taxi se detuvo frente a la puerta giratoria de mi hotel. Mientras abonaba la carrera, respiré aliviado al reconocer frente a mí, a una veintena de pasos, el turismo de mis perseverantes guardianes. O mucho me equivocaba, o aquellos individuos me creían durmiendo a pierna suelta. Pronto iba a comprobarlo…
Salté del taxi y crucé la acera, mirando de reojo hacia mi izquierda. Aunque fue cuestión de segundos, pude percibir cómo uno —el que permanecía al volante— se agitaba, tocando con precipitación el hombro de su compinche, que se hallaba leyendo un periódico. No sé qué pudo suceder después. Me colé en el hall como una exhalación, evitando el ascensor. Gracias al cielo, el recepcionista se encontraba de espaldas y presumo que no me vio desaparecer escaleras arriba.
Jadeando y maldiciendo el tabaco irrumpí en mi habitación, en el momento preciso en que sonaba el teléfono. Traté de recobrar el pulso y lo dejé sonar un par de veces. Al descolgarlo reconocí la voz del recepcionista:
Disculpe, señor —anunció el empleado en un tono muy poco convincente—, ¿me dijo usted que le llamara a las cinco y media o a las seis y media…?
Me dieron ganas de ponerle como un trapo. Pero disimulé, dando por sentado que junto al recepcionista debía encontrarse alguno de los agentes, sino los dos…
—A las seis y media, por favor —respondí con voz seca y cortante.
—Disculpe, señor… Ha sido un error.
Acepté las disculpas y, por lo que pudiera ocurrir, me desnudé, dando buena cuenta del olvidado almuerzo. Eran las cinco y media de la tarde. Si el FBI tragaba el cebo y estimaba que todo había sido una confusión y que yo no me había movido para nada de mi habitación, quizá aquellas últimas horas en Washington no fueran demasiado difíciles. Pero, ¿y si no era así?
Había que salir de dudas.
Y empecé a maquinar un nuevo plan. Era necesario que averiguase hasta qué punto creían en mis palabras…
Mi preocupación, como es fácil adivinar, estaba centrada en los documentos. Tenía que ponerlos a salvo a cualquier precio. Pero, ¿cómo? Pasé más de media hora reconociendo y explorando hasta el último rincón de la habitación. Sin embargo, ninguno de los posibles escondites me pareció lo suficientemente seguro. Llegué, incluso, a desenroscar la alcachofa de la ducha, considerando la posibilidad de enrollar y ocultar parte del diario del mayor en el tubo que sobresalía algo más de 35 centímetros de la pared del baño. Gracias a Dios, el instinto o la intuición —o ambos a un mismo tiempo— me hicieron recelar y, finalmente, me decidí por la solución más simple… y arriesgada. Perforé cuidadosamente el segundo cilindro y extraje otro paquete de folios, igualmente protegido en una funda de plástico transparente y minuciosamente grapada.
Arrojé todas las grapas en el interior de la botella de vino, que había quedado medio vacía, y con la ayuda de varias tiras de cinta adhesiva, sujeté ambos mazos de folios a mi pecho y espalda, respectivamente.
Después me vestí cuidadosamente, procediendo a rellenar los cartuchos de cartón con rollos de fotografía, aún sin estrenar. Los deposité en el fondo de la bolsa de las cámaras y retiré las películas de ambas máquinas, sustituyéndolas por otras, aún vírgenes.
Mi propósito era salir del hotel, a cuerpo descubierto y dejar el campo libre a los tipos del FBI. Corría el gravísimo peligro de que, en lugar de registrar mi habitación, optaran por seguirme y cachearme. En este segundo supuesto, los documentos habrían volado en cuestión de minutos… En previsión de que esa delicada circunstancia llegara a hacerse realidad, guardé los rollos de TRI-X y de diapositivas que había obtenido en mi reciente investigación en México, así como las imágenes de Arlington, en los bolsillos de la zamarra y del pantalón. «En caso de registro —pensé— siempre es mejor que localicen primero las películas. Quizá se den por satisfechos y se olviden del resto…».
No es que aquella estratagema me convenciera excesivamente pero, ¿qué otra cosa podía hacer?
Corté las colas de las películas de una decena de rollos, todavía sin emplear, y los alineé sobre el reducido escritorio, simulando que se trataba del fruto de mi trabajo gráfico en aquellos últimos días.
A las seis y quince minutos tomé una hoja de papel, con el membrete del hotel, y escribí con trazos descuidados:
Viernes (6—XI—81)… llamar a D. Garrón a las 13 horas (teléfono 6525783).
Rasgué la hoja en trozos pequeños y los dejé caer en la papelera metálica, separando previamente uno de los cuadraditos de papel en el que podía leerse el siguiente fragmento: éfono 6525. Deposité esta parte del escrito en el suelo de la habitación, muy cerca de la papelera, como si en la maniobra —al lanzar los papeles—, uno de ellos hubiera caído fuera del recinto.
Después vacié uno de los ceniceros en la citada papelera y procedí a desordenar la cama, arrugando minuciosamente las sábanas.
A las seis y treinta, tal y como esperaba, sonó el teléfono. El empleado, en un tono mucho más amable, me recordó la hora.
—Muchas gracias —repuse, aprovechando la oportunidad para rematar mi plan—. Por cierto, quisiera ir al cine… ¿Sabe si hay alguno por aquí cerca?
—Sí señor… ¿Qué tipo de película desea ver el señor…?
—Bueno, si es tan amable, vaya mirándolas usted mismo. Ahora bajo.
Al colgar me froté las manos. A pesar de los pesares, aquello resultaba electrizante…
Por último, y antes de abandonar la habitación, envolví cuidadosamente mi cuaderno de notas en un par de periódicos, escondiendo entre sus páginas la carta que había rescatado del box número 21. Comprobé que llevaba el pasaporte, los billetes —todavía «abiertos»— de mi viaje de regreso a España, vía Nueva York, y mis últimos treinta dólares y, abriendo la puerta, empujé el carrito del almuerzo hasta el pasillo. Retiré el cartel de No molesten y cerré. Al encaminarme hacia el ascensor pasé ante una bandeja —con algunos restos de comida— que había sido depositada en el piso, junto a otra de las habitaciones. De pronto recordé las grapas y, retrocediendo, tomé mi botella de vino, cambiándola sigilosamente por la de aquel huésped.
Una vez en el hall conversé sin prisas con el recepcionista, que, gentilmente —y a petición mía— me acompañó hasta la calle, señalándome el camino más corto para llegar al cine elegido. Simulé no haber comprendido bien y el hombre repitió sus indicaciones con todo lujo de detalles. Tanto él como yo observamos furtivamente el coche azul metalizado, que continuaba aparcado a corta distancia. Aquella comedia, en realidad, formaba parte de la segunda fase de mi plan. Deseaba que quedara perfectamente establecido que, en el transcurso de las dos horas siguientes, yo iba a tratar de disfrutar pacíficamente de una película. Y, naturalmente, era vital hacerse notar…
Con las manos en los bolsillos y el «dietario de campo» bien sujeto bajo el brazo, camuflado entre los periódicos, fui alejándome con aire distraído, como quien inicia un apacible paseo. El peso de los folios —en especial los del tórax— empezaba a lastimarme.
Con dos o tres paradas, aparentemente casuales, frente a otros tantos comercios, fue más que suficiente como para comprobar que los agentes no se habían movido del interior del turismo. Con aquel paso igualmente displicente desaparecí de la calle 17, en busca de la populosa avenida de Pennsylvania, entre cuyos restaurantes, galerías comerciales, pub y cinematógrafos siempre resulta más fácil pasar inadvertido.
Adquirí un boleto y a las siete y media penetraba en una de las salas de proyección. Pero mi intención no era ver una película. A los 15 minutos, y ante la indiferencia del portero, abandoné el cine, dirigiéndome a una cabina telefónica.
Aunque me hallaba muy cerca de la calle 14, estimé que era mucho más prudente llamar primero a la oficina de la agencia Efe en Washington. Uno de los periodistas —viejo amigo— iba a jugar un papel decisivo en esta última parte del plan. Como era de esperar, el primer número comunicaba sin cesar. Marqué el segundo —3323120— y, al fin, logré hablar con la redacción.
No me vi forzado a darle demasiadas explicaciones. El compañero y colega, cuya identidad no puedo revelar, por razones obvias, intuyó que me ocurría algo fuera de lo normal y aceptó verme de inmediato.
A eso de las ocho y media de la noche retrocedí hasta McPherson Square y, convencido de que nadie me seguía, me deslicé rápidamente hacia el vetusto ascensor del National Press Building, en la mencionada calle 14 del sector NW de la ciudad. Mi amigo me aguardaba en el departamento 969, sede de la agencia Efe.
Una hora después, con el mismo aire de despreocupación, empujaba la puerta giratoria del hotel. De buen grado, y sin hacer demasiadas preguntas, el periodista me había prometido su ayuda. A las diez de la mañana del día siguiente —tal y como habíamos acordado— se presentaría en mi hotel…
Mi intuición no falló esta vez. Al aproximarme a la puerta principal del hotel descubrí que el coche azul metalizado había desaparecido.
Al reclamar mi llave en conserjería observé que los empleados eran otros. Y aunque últimamente los dedos se me hacían huéspedes, comprendí que se trataba de un nuevo turno. Di orden para que me despertasen a las 8.30 del viernes y con un preocupante hormigueo en el estómago, tomé el camino de la sexta planta. No podía borrar de mi mente la sospechosa circunstancia de que el vehículo del FBI no se encontrara ya frente al hotel. ¿Qué podía haber sucedido en estas tres horas?
No necesité mucho tiempo para averiguarlo. Nada más cerrar la puerta de mi habitación, mis ojos se clavaron en el pequeño escritorio. ¡Los rollos vírgenes que yo había alineado de forma premeditada sobre la lámina de cristal que cubría la mesa habían desaparecido! Antes de proceder a una rigurosa inspección general, abrí la bolsa de las cámaras, comprobando con alivio que mis máquinas seguían allí. Sin embargo, tal y como había supuesto, también los rollos —a medio impresionar— que yo había sustituido en el último momento habían sido extraídos (posiblemente rebobinados) de las respectivas cajas. El resto del equipo seguía intacto. Los cilindros de cartón, repletos de película, no parecían haber llamado la atención de los intrusos. Seguían en el fondo de la bolsa, cubiertos por las minitoallas verdes que yo suelo «tomar prestadas» en los hoteles donde acierto a cobijarme y que, siguiendo la costumbre de mi maestro y compadre Fernando Múgica, suelo utilizar para evitar los choques y roces entre cámaras y objetivos.
Tampoco las cuatro o cinco níspolas que yo había recogido en Arlington habían sido sustraídas por los agentes. Porque, a estas alturas, y tal y como pude confirmar minutos más tarde, saltaba a la vista que mi habitación había sido registrada por el FBI. (Por una vez en mi vida había acertado de pleno).
En un primer chequeo pude deducir que el resto de mis enseres —maleta, ropa, útiles de aseo, etc—, seguía donde yo los había dejado. El individuo o individuos que habían irrumpido en la estancia habían sido sumamente cuidadosos, procurando no alterar el rígido orden que siempre impongo a mi alrededor.
Aquellos tipos buscaban información —cualquier dato que pudiera estar relacionado con el mayor o con el «amigo» que yo decía estar buscando— y no iba a tardar en confirmarlo.
Algo más tranquilo después de aquel rápido inventario, me situé frente a la papelera en la que había arrojado los trocitos de papel, así como las colillas de uno de los ceniceros.
Los papelillos seguían en el fondo del recipiente, excepción hecha del que dejé caer intencionadamente sobre el entarimado de la habitación. Este, en un lamentable error del agente, fue encontrado por mí en el fondo de la papelera, junto a sus hermanos… Conociendo como conozco, a los servicios de Información, yo sabía que uno de los lugares donde siempre miran es precisamente en las papeleras. La trampa había dado resultado. El agente, después de reconstruir la hoja de papel que yo había troceado, la devolvió a la papelera, procurando que las 28 partes cayeran íntegramente en el cubo de metal.
Aquel torpe representante del FBI había dejado, además, sobre el cristal del escritorio, otro rastro de su paso. Como habrá imaginado el lector, el hecho de vaciar uno de los ceniceros en la papelera —y más concretamente sobre los papelillos— no fue un gesto de higiene, aunque ésa pueda ser la primera impresión…
Aquella maniobra estuvo perfectamente calculada. Y ahora, al examinar el vidrio sobre el que, a todas luces, había sido minuciosamente reconstruida la hoja de papel, no tardé en detectar, como digo, la huella del intruso.
Al ir encajando los pedacitos de papel, el agente no se percató de que una mínima porción de ceniza —pero suficiente para mis propósitos— caía sobre el cristal de la mesa.
Una vez desvelado el rompecabezas, el individuo restituyó los restos a su correspondiente lugar, no teniendo la precaución de limpiar la superficie sobre la que había trabajado.
Con la ayuda de una minúscula lupa, Agfa Lupe 8x, que siempre me acompaña y que resulta de gran utilidad para el examen de diapositivas, localicé al instante numerosas partículas blancogrisáceas, que no eran otra cosa que parte de la ceniza con la que había cubierto los papelillos.
Si los agentes —como era fácil suponer— habían tomado buena nota de lo que estaba escrito en dicha hoja, había una alta posibilidad de que cayeran en una nueva trampa…
Antes de acostarme, y en previsión de que mi teléfono estuviera intervenido, marqué el número de la Cancillería Española, haciéndole saber a la persona que me atendió que era amigo del señor Garzón, consejero de Información, y que, por favor, le dejara escrito que le telefonearía hacia las 13 horas del día siguiente. De esta forma, y en el más que probable supuesto de que mi conversación hubiera sido grabada, el FBI recibía así la confirmación a lo que, sin duda, habían leído en mi habitación.
Dejé prácticamente hecha la maleta y me dispuse a descansar. Pero al ir a cepillarme los dientes, recibí otra sorpresa. Aquellos malditos agentes habían perforado —de parte a parte y por tres puntos— el tubo de la pasta dentífrica. Al revisar la crema de afeitar, tal y como me temía, encontré el tubo igualmente agujereado.
«¿De qué habrán sido y de qué serán capaces estos «gorilas»?», empecé a preguntarme con inquietud.
Aquella noche, y por lo que pudiera acontecer, eché la cadena de seguridad y apuntalé la puerta con la única silla existente en la habitación. Como última precaución, decidí no despegar los documentos de mi pecho y espalda. En contra de lo que yo mismo podía suponer, aquella incómoda carga no fue óbice para que el sueño terminara por rendirme. Tenía gracia. Era la primera vez que dormía con un «alto secreto»…, entre pecho y espalda.
De acuerdo con el plan trazado la tarde anterior en la sede de la agencia de noticias Efe, a las diez en punto de la mañana del viernes deposité la llave de mi habitación en la conserjería, dirigiéndome seguidamente a uno de los taxis que aguardaban a las puertas del hotel.
Tras desayunar en la habitación, había procedido a rellenar los cartuchos de cartón con parte de mi ropa sucia —pañuelos y calcetines, fundamentalmente—, cerrándolos nuevamente y escribiendo en cada uno de ellos mi nombre, apellidos y dirección en Vizcaya. Y aunque el tiempo en Washington D.C. era fresco y soleado, me enfundé una gabardina color hueso.
Con las cámaras al hombro y los cilindros del mayor entre las manos me introduje en el taxi, pidiéndole que me llevara hasta el Main Post Office o Central de Correos de la ciudad.
Si el FBI seguía mis movimientos, aquellos cartuchos y mi colega, el periodista, me ayudarían a darles un buen esquinazo.
A las 10.30 horas, el taxista detenía su vehículo frente al edificio de correos. Con la promesa de una excelente propina, le rogué que esperase unos minutos; el tiempo justo de franquear y certificar ambos paquetes. El hombre accedió amablemente y yo salté del coche, al tiempo que observaba cómo un turismo de color negro rebasaba el taxi, aparcando a unos ochenta o cien metros por delante.
Con el presentimiento de que los ocupantes de aquel vehículo tenían mucho que ver con los que habían irrumpido y registrado mi habitación la noche anterior, me adentré en la concurrida central. Gracias a Dios, mi amigo esperaba ya en el interior. A toda velocidad, y ante los atónitos ojos de una jovencita que rellenaba no sé qué impresos en la misma mesa donde me había reunido con el reportero de Efe, me quité la gabardina y se la pasé a mi compañero. Escribí la matrícula del taxi en uno de los formularios que se alineaban en los casilleros y, al entregarle el papel, le advertí —en castellano— que tuviera cuidado con el turismo que había visto aparcar a escasa distancia del taxi.
Siguiendo el plan previsto, mi colega se embutió en la gabardina, mientras yo me confundía entre el gentío, en dirección a la ventanilla de facturación de paquetes. Si todo salía bien, a los cinco minutos, el periodista debería introducirse en el taxi que esperaba mi retorno. Con el fin de hacer aún más difícil su identificación, le pedí que acudiera hasta la oficina de correos con una bolsa del mismo color y lo más parecida posible a la que yo cargaba habitualmente.
Cuando el funcionario guardó los cilindros de cartón, me dirigí hacia la puerta y, desde el umbral, comprobé que el taxi y el turismo negro habían desaparecido.
Sin perder un minuto, me encaminé hacia la boca del metro de Gallery Place. Desde allí, siguiendo la línea Mcpherson-Farragut West, reaparecí en la estación de Foggy Bottom. Eran las 11.30.
Una hora después, otro taxi me dejaba en el aeropuerto nacional de Washington. O mucho me equivocaba, o los agentes del FBI estaban a punto de llevarse un solemne «planchazo»… A las 13.25 de aquella agitada mañana, el vuelo 104 de la compañía BN me sacaba —al fin— de la capital federal.
Difícilmente puedo describir aquellas últimas cuatro horas en el aeropuerto de Nueva York. Si mi amigo no había logrado engañar a los empecinados agentes norteamericanos, mi seguridad —y lo que era mucho peor: mi tesoro— corrían grave riesgo.
A las cuatro en punto de la tarde, tal y como habíamos convenido, marqué el teléfono de Efe en Washington. Mi cómplice —al que nunca podré agradecer suficientemente su audacia y cooperación— me saludó con la contraseña que sólo él y yo conocíamos:
—¿Desde Santurce a Bilbao…?
Voy por toda la orilla —respondí con la voz entrecortada por la emoción. Aquello significaba, entre otras cosas, que nuestro plan había funcionado.
En cuatro palabras, mi enlace me puso al corriente de lo que había ocurrido desde el momento en que se introdujo en el taxi. Mis sospechas eran fundadas: aquel turismo de color negro, que se había estacionado a corta distancia de la fachada principal de la oficina de correos, reanudó su discreto seguimiento. Los agentes, tres en total, no podían imaginar que mi amigo había ocupado mi puesto y que todo aquel laberinto no tenía otro objetivo que permitir mi fulminante salida del país.
Siguiendo las indicaciones del nuevo pasajero, el taxista —que vio incrementado el importe de su carrera con una súbita propina de cincuenta dólares (propina que, según mi colega, le volvió temporalmente mudo y sordo)— y ante la presumible desesperación de los hombres del FBI, condujo su vehículo hasta el interior de la Cancillería Española, en el número 2700 de la calle 15. Allí permanecieron ambos hasta las 13.30. A esa hora, uno de los vuelos regulares despegaba de Washington, situándome, como ya he referido, en la ciudad de Nueva York.
El desconcierto de los «gorilas» —que habían esperado pacientemente la salida del taxi— debió de ser memorable al ver aparecer el citado vehículo, pero con otros dos ocupantes en el asiento posterior. Mi amigo, que había abandonado la gabardina y la bolsa en el interior de la cancillería, se encasquetó una gorra roja y se hizo acompañar por uno de los funcionarios y amigo.
El FBI mordió nuevamente el cebo y, creyendo que yo seguía en el interior de la embajada, siguió a la espera.
«Es posible —comentó divertido el reportero de Efe— que aún sigan allí…».
A las 19.15 horas, con los documentos sólidamente adheridos a mi pecho y espalda y —por qué negarlo— al borde casi de la taquicardia, el vuelo 904 de la TWA me levantaba a diez mil metros, rumbo a España. Al día siguiente, sábado, una vez confirmado mi aterrizaje en Madrid-Barajas, el colega se personó en el hotel, recogiendo mi maleta y saldando la cuenta. Por supuesto, y tal como sospechaba, los cilindros de cartón que había certificado en Washington, jamás llegaron a su legítimo destino…
¡Qué equivocado estaba! Mis angustias no terminaron con el rescate del diario del mayor. Fue a partir de la lectura de aquellos documentos cuando mi espíritu se vio envuelto en toda suerte de dudas…
Durante dos años, siempre en el más impenetrable de los silencios, he desplegado mil diligencias para intentar confirmar la veracidad de cuanto dejó escrito el fallecido piloto de la USAF. Sin embargo —a pesar de mis esfuerzos—, poco he conseguido. La naturaleza del proyecto resulta tan fantástica que, suponiendo que haya sido cierto, la losa del «alto secreto» lo ha sepultado, haciéndolo inaccesible. Algo a lo que soviéticos y norteamericanos —dicho sea de paso— nos tienen muy acostumbrados desde que se empeñaron en la loca carrera armamentista. No hace falta ser un lince para comprender que, tanto en la conquista del espacio como en el desarrollo del potencial bélico, unos y otros ocultan buena parte de la verdad y —lo que es peor— no sienten el menor pudor a la hora de mentir y desmentir. Tampoco es de extrañar, por tanto, que haya caído una cortina de hierro sobre el proyecto que relata el mayor en su legado.
En el presente trabajo he llevado a cabo la transcripción —lo más fiel posible— de los primeros 350 folios del total de 500 que contenían ambos cilindros. Aunque no voy a desvelar por el momento el contenido del resto del proyecto, puedo adelantar —eso sí— que responde a un denominador común: «un gran viaje», tal y como los define el propio mayor. Un «viaje» que haría palidecer a Julio Verne…
No soy tan necio, por supuesto, como para creer que con el hallazgo y posterior traslado de estos documentos fuera de los Estados Unidos han desaparecido los riesgos. Al contrarío. Es precisamente ahora, con motivo de su salto a la luz pública, cuando los servicios de Inteligencia pueden «estrechar» su cerco en torno a este inconsciente periodista. Es un peligro que asumo, no sin cierta preocupación…
Pero, como hombre prevenido vale por dos, después de una fría valoración del asunto, yo también he tomado ciertas «precauciones». Una de ellas —la más importante, sin duda— ha sido depositar los originales del mencionado proyecto en una caja de seguridad de un banco, a nombre de mi editor, José Manuel Lara. En el supuesto de que yo fuera «eliminado», la citada documentación sería publicada ipso facto.
Naturalmente, nada más pisar España, una de mis primeras preocupaciones —amén de poner a buen recaudo ambas documentaciones originales— fue fotocopiar, por duplicado, los 500 folios que había sacado de Washington. Con el fin de evitar en lo posible el riesgo de «desaparición» de dicho diario, una de las reproducciones ha sido guardada —junto con los documentos oficiales que me fueron entregados en 1976 por el entonces general jefe del Estado Mayor del Aire, don Felipe Galarza—[1] en otra caja de seguridad, a nombre de un viejo y leal amigo, residente en una ciudad costera española.
A lo largo de estos dos años, como digo, y tras conocer el «testamento» del mayor, he llevado a cabo numerosas consultas —especialmente con científicos y médicos— intentando esclarecer, cuando menos, la parte de ficción que destilan ambos «viajes». Vaya por delante —y en honor a la verdad— que los primeros se han mostrado escépticos en cuanto a la posibilidad de materialización de semejante proyecto. A pesar de ello, y antes de pasar al diario propiamente dicho, quiero dejar sentado que mi obligación como periodista empieza y concluye precisamente con la obtención y difusión de la noticia. Será el lector —y quién sabe si los hombres del futuro, como ocurrió con Julio Verne— quien deberá sacar sus propias conclusiones y otorgar o retirar su confianza a cuanto encuentre en las próximas páginas.
En todo caso —y con esto concluyo— si el «gran viaje» del mayor fue sólo un sueño de aquel hombre extraño y atormentado, que Dios bendiga a los soñadores.