9 DE ABRIL, DOMINGO

Hacia la una de la madrugada, sin aire en los pulmones y chorreando sudor por los cuatro costados, divisé al fin la cerca de madera de la finca de José de Arimatea. Todo se hallaba en silencio. Solitario. Caminé nerviosamente arriba y abajo del vallado, buscando alguna fórmula que me condujera, sano y salvo, al interior del huerto. Pero mi cerebro, encharcado por las prisas, se negaba a trabajar. Eliseo, a mi paso sobre la cima del Monte de las Aceitunas, me había recordado la imperiosa necesidad de contar con mi presencia antes de las 5.00 horas. Los preparativos para el retorno exigían un mínimo de comprobaciones y el definitivo ajuste del ordenador. Supongo que le prometí regresar mucho antes de esa hora. No lo recuerdo bien. Mi ánimo se había ido excitando conforme corría ladera abajo, en dirección a la zona norte de la ciudad.

Ahora, con la misión casi concluida, me sentía incapaz de coronar con éxito la que, sin duda, podía ser la fase decisiva de todo el proyecto.

Inspiré profundamente y, sin meditarlo más, brinqué al otro lado de la propiedad. Podía haber abierto la cancela pero lo pensé mejor. Aquellos oxidados e impertinentes goznes podían delatarme.

Una vez entre los árboles frutales permanecí unos minutos en cuclillas, pendiente del más mínimo ruido. Todo seguía en calma. Y animándome a mí mismo, fui arrastrándome sobre el seco terreno arcilloso, ayudándome en cada tramo con los antebrazos y codos. Había saltado por la izquierda de la puerta, con una intención inicial: tratar de alcanzar la parte posterior de la casita del hortelano.

Una vez allí, si los guardias no me descubrían mucho antes, ya pensaría algo…

Fui haciendo pequeñas pausas, ocultándome tras los endebles troncos de los frutales e intentando perforar el bosquecillo con la vista. La luna, prácticamente llena, irradiaba una claridad que, en aquellos decisivos minutos, podía traicionarme.

«Unos metros más —me dije— y casi lo habré logrado».

Resoplando y con la túnica enrojecida por la arcilla me oculté al fin detrás del muro de piedra del pozo, situado a una decena de pasos de la casa del jardinero. Asomé lentamente la cabeza por encima del brocal y comprobé con alivio que la puerta se hallaba, cerrada. No había luz alguna en el interior y la chimenea aparecía inactiva.

«Quizá los soldados le hayan obligado a desalojar su vivienda», pensé. Y en ese instante, una duda mortal me secó la garganta:

«¿Y si hubiera llegado demasiado tarde? ¿Y si la supuesta resurrección hubiera ocurrido ya…?

El único indicio en este sentido aparece en el texto evangélico de Mateo (28,1-8). Si el autor sagrado llevaba razón y el prodigio tenía lugar «al alborear del primer día» —es decir, del domingo—, todo estaba perdido. El orto o aparición del limbo superior del sol sobre el horizonte había sido fijado por Santa Claus con una precisión matemática: dada la latitud aproximada de Jerusalén —32 grados Norte—, ese instante ocurriría a la 5 horas y 42 minutos. El ocaso, como ya cité en su momento, se registraría, en consecuencia, a las 18 horas y 22 minutos.

Los planes del general Curtiss, al menos en este sentido, hubieran fallado. Mi reingreso en la «cuna», como mencioné anteriormente, debía producirse, como muy tarde, hacia las cinco de esa madrugada.

Pero un inesperado acontecimiento me sacó de estas elucubraciones, haciéndome temblar de pies a cabeza. De pronto, los perros de José de Arimatea empezaron a ladrar furiosamente.

¡No había contado con aquel nuevo problema!

Me pegué a la pared del pozo, tratando de adivinar la posición de los canes. No tardaría en averiguarlo. A los dos o tres minutos sentí a mis espaldas los gruñidos de los animales. Me habían detectado, permaneciendo a dos o tres metros, con sus fauces abiertas y amenazantes. Me revolví, dispuesto a golpearles y dejarles fuera de combate si era preciso. Se trataba en realidad de dos pequeños ejemplares y supuse que no resultaría difícil amedrentarles o golpearles con la «vara de Moisés». Lo que más me preocupaba es que la escolta romana o levítica pudiera reaccionar y descubrirme.

Me preparé e, incorporándome, me dispuse a ahuyentarlos. Pero la sangre se congeló en mis arterias: una mano ruda y pesada cayó sobre mi hombro derecho…

Al volverme, cuando consideraba que todo se hallaba perdido, encontré ante mí la silueta inmensa del hortelano.

Antes de que pudiera explicarle se llevó el dedo índice a los labios, indicándome que guardara silencio.

Acto seguido me hizo señas para que le acompañara. Desconcertado obedecí como un autómata. Los perros, al ver al inquilino de la casa, guardaron silencio, siguiéndonos dócilmente hasta el interior de la vivienda.

Una vez allí, el hortelano supo de mis intenciones. Me había reconocido y, como seguidor de las enseñanzas del Maestro, se mostró complacido ante mi supuesta fe, prometiendo ayudarme a encontrar el sitio adecuado y satisfacer así mi aparentemente insólito y loco deseo.

Muy despacio, midiendo cada paso, aquel hombre rodeo la casa, entrando en un pequeño viñedo al oeste de la cripta y que yo había visto fugazmente durante mi primera visita al huerto. En la linde más próxima al suave promontorio donde había sido sepultado el cuerpo del Nazareno se levantaba una especie de enorme cajón, de unos dos metros de altura. Aquel gigante se ocultó tras uno de los muros de tablas del misterioso «cubo» y yo hice lo propio.

—Desde aquí podrás observar sin peligro…

Y acto seguido entreabrió una trampilla existente al pie de aquel lado del cajón, haciéndome señas para que me agachara y entrara.

Sin saber lo que me aguardaba, me puse de rodillas, penetrando en el interior. En mi precipitación olvidé la «vara de Moisés» en el suelo. Para cuando quise retroceder, el hortelano había bajado la trampilla. Empujé pero… ¡Estaba cerrada por fuera! Desesperado, escuché los pasos del jardinero, alejándose en dirección a la casita.

¿Qué podía hacer? Si gritaba, reclamando la presencia del guarda, los soldados se darían cuenta. «Además —pensé con un nerviosismo desbocado—, ¿cómo voy a salir?».

Una serie de aleteos me devolvió al presente. Levanté el rostro, tratando de identificar aquellos sonidos y, al incorporarme, las tinieblas de aquel cajón se convirtieron en un bombardeo de pequeños cuerpos blancos, chocando entre sí, contra mi cabeza y contra las paredes del cubículo. Instintivamente me cubrí con ambos brazos. Pero el aterrador y aterrado ir y venir de aquellos seres prosiguió por espacio de varios minutos. Me agaché de nuevo y, poco a poco, todo fue apaciguándose. El suelo de tierra se hallaba alfombrado de plumas. Al examinarlas comprendí: ¡Estaba en un palomar!

A pesar del susto no pude evitar una apagada carcajada. El bueno del hortelano me había metido en un palomar…

Si he de contar toda la verdad, durante más de media hora, mi preparación de años como astronauta, mis estudios, investigaciones y aprendizaje para tan importante proyecto, no me sirvieron de nada. Sencillamente, el general Curtiss no había previsto esta ridícula escena y, por supuesto, yo no tenía ni la menor idea de cómo apaciguar a una treintena de palomas y palomos, lógicamente asustados ante la súbita irrupción de un intruso en su morada.

Si no acertaba a tranquilizarlas sería muy difícil asomarse a la rejilla metálica existente en la zona superior del cajón.

Por dos veces lo intenté, pero el resultado fue igualmente caótico. A pesar de mis dulces silbidos, de la tiernas palabras y de mis gestos apaciguadores, las inquietas aves se alborotaron en ambas ocasiones.

Rendido me dejé caer en el fondo del palomar. Llegué a pensar en matarlas. Pero la sola idea me repugnó. Durante varios minutos, con la cabeza hundida sobre las rodillas, intenté recordar cuanto sabía o había visto en relación con aquellos animales. En el escaso caudal de recuerdos me vino a la memoria la figura de mi abuelo, viejo cazador de patos en las lagunas de Baton Rouge, en Louisiana. Rememoré algunos amaneceres en su compañía durante mis añoradas vacaciones de juventud, en las orillas de Lake Pontchartrain. Recordé las garzas y ¡Cielo santo!—, de pronto, como un milagro, en mi cerebro surgió la cara de mi abuelo, con una ramita entre los dientes, chasqueando las mandíbulas y moviendo la cabeza de arriba abajo, imitando a las garzas en celo. Aquella escena, que siempre me había divertido, podía encerrar la solución…

Busqué pero no hallé una sola rama. Sin desanimarme, tomé la pluma más larga que había en el suelo del cajón y, colocándola entre mis dientes, empecé a oscilar la cabeza, a razón de ocho a diez veces por minuto. Muy despacio, con una lentitud que se me antojó desesperante, fui elevándome hacia los travesaños y celdillas, procurando emitir algo parecido a un arrullo.

A medio camino me detuve, observándolas sin dejar de mover la cabeza. Aquel viejo sistema para atraer la atención de las garzas hembras en América parecía bueno. Algunas aletearon inquietas pero la mayoría siguió impasible. (Ignoro si absortas o desconcertadas —o ambas cosas a un mismo tiempo— ante aquel pobre estúpido que pretendía hacerse pasar por un palomo más).

A los diez o quince minutos, Caballo de Troya entraba en deuda con mi desaparecido y ocurrente abuelo: la palomas, sosegadas, terminaron por aceptarme u olvidarme. (Porque este detalle nunca lo he tenido muy claro…).

Sin dejar de mover la cabeza, con el cañón de la pluma entre los dientes, me asomé al fin a la red de metal.

Mi posición, tal y como había sentenciado el hortelano, era privilegiada. Me hallaba a unos ocho o diez metros del final del estrecho sendero que conducía a las escalinatas del sepulcro. La luna iluminaba sobradamente la parte superior de la peña, así como a los soldados que montaban guardia en el filo mismo del callejón o antesala de la cripta. Habían encendido una hoguera, formando dos grupos perfectamente diferenciados y distanciados entre sí unos tres o cuatro metros. Poco a poco fui reconociendo a los centinelas. Los que se reunían alrededor de la fogata eran legionarios romanos. Pero no vi a ningún oficial. El segundo pelotón, también de 10 hombres, estaba integrado por levitas. Era curioso: durante más de media hora, ninguno de los guardianes del Templo se dirigió a sus supuestos compañeros de servicio. O mucho me equivocaba o se ignoraban mutuamente. Aquella situación era perfectamente verosímil, teniendo en cuenta el odio compartido de ambos pueblos…

A pesar de mi proximidad, la boca de la cámara funeraria no era visible desde aquel improvisado observatorio. Al encontrarse por debajo del nivel del terreno, resultaba poco menos que imposible divisarla. A lo sumo, e incorporándome hasta el techo del palomar, alcanzaba a ver un trecho de la zona superior de la fachada sepulcral.

Aquello me inquietó. Pero opté por serenarme. Después de todo, si ocurría «algo», los primeros en advertirlo serían los propios guardianes. Bastaba con no perderles de vista. El hecho de que estuvieran allí, apaciblemente sentados o tumbados sobre el terreno, era señal de que, de momento, nada extraño había ocurrido.

Y a las 02.30 horas, tal y como había programado Caballo de Troya, Eliseo efectuó la primera de las llamadas «conexiones en cadena». Hasta las 03.30 horas de esa madrugada, mi compañero en el módulo iría recordándome el horario cada media hora. A partir de ese momento —y hasta las 05.00 horas—, las «llamadas», porque de eso se trataba, se efectuarían cada 15 minutos. El proyecto había previsto —y así fue aceptado por todos los componentes de la misión— que, en caso de «alta emergencia», el módulo despegaría, incluso, con uno solo de los astronautas. (A estas alturas de la operación, «alta emergencia» sólo significaba una cosa: que yo no hubiera podido acudir a la cita con la «cuna» antes del despegue automático).

Por supuesto, no quise intranquilizar a mi hermano, explicándole que me hallaba encerrado en un palomar…

Y a las 2.40 horas ocurrió lo inexplicable.

Cuando vigilaba los movimientos de la guardia, noté algo raro… No sabría cómo explicarlo. Fue como una sacudida. No, quizá la palabra más exacta sería «vibración»… Pero una vibración seca. Casi instantánea. Sin ruido.

Cesó en cuestión de décimas de segundo.

Mi primera impresión fue confusa. Pensé que quizá el palomar había oscilado como consecuencia de alguna racha de viento. Pero en seguida caí en la cuenta de dos hechos importantes. En primer lugar, no había viento. Y, segundo, las palomas también habían acusado aquella especie de descarga eléctrica… por llamarlo de alguna manera. Esta vez, estoy seguro, no fui yo el causante del revuelo de las palomas, que abrieron sus alas y empezaron a emitir un sonido parecido al glúteo de los pavos.

Si se trataba de un nuevo seísmo, Eliseo lo registraría al instante y me daría aviso de inmediato. Pero la voz de mi compañero siguió muda.

Me aferré con fuerza a la reja metálica y concentré mis cinco sentidos en los soldados. Dos o tres de los legionarios se habían levantado, pero, a excepción de esto, todo parecía tranquilo.

No habían transcurrido ni dos minutos cuando una nueva sacudida o vibración o descarga juro que no sé cómo calificarla—, azotó el palomar y, a juzgar por el desconcierto de los centinelas, el entorno del sepulcro. Las aves comenzaron a revolotear. Las vibraciones parecían encadenadas. Se sucedían casi sin interrupción y con una fuerza que hizo temblar la frágil estructura de tablas en la que me hallaba prisionero. Al mismo tiempo, y creo que esto fue lo peor, un zumbido agudísimo —infinitamente más potente y afilado que el de un generador— me taladró los oídos, perforando mis tímpanos.

Creí enloquecer. Traté de proteger los oídos con las manos, pero fue inútil. Aquel pitido seguía clavado en mi cerebro con una frecuencia muy próxima a los 16000 Herz.

Caí al suelo, medio inconsciente y, cuando pensaba que mi cabeza iba a estallar, todo cesó. Las vibraciones y el zumbido desaparecieron drásticamente. Al levantar el rostro vi algunas palomas en el suelo, muertas o con los espasmos de la agonía.

Me incorporé como impulsado por un resorte. ¿Qué era aquello? ¿Qué estaba pasando?…

Al asomarme al exterior vi a los soldados medio tumbados en tierra, gritando y sujetándose el cráneo con las manos. El zumbido, indudablemente, también les había afectado.

Llamé a Eliseo, pidiéndole información sobre la hora y un posible registro en los sismógrafos. Eran los 2.44. Y, tal y como sospechaba, el instrumental de a bordo no detectaba oscilación alguna del terreno. Sin poder contenerme relaté a Eliseo lo ocurrido, manifestándole mi preocupación por lo que estaba sucediendo.

Durante los minutos siguientes, la calma fue completa. Los soldados fueron recuperándose, entablando una encendida polémica sobre lo ocurrido. Unos los atribuían a un nuevo terremoto. Otros, en cambio, hablaron de una tormenta eléctrica. «¿Tormenta?», me pregunté a mí mismo. Observé el cielo, pero seguía transparente, sin el menor asomo de nubes. «¡Imposible!», comenté para mí. «No conozco una tormenta que sea capaz de desarrollar un zumbido como aquél. Además, ¿cómo explicar las sacudidas?».

Algunos levitas insinuaron que debían avisar a sus jefes, pero, finalmente, ante la falta de argumentos, desistieron y volvieron a sentarse.

A las 03.00 horas Eliseo efectuó la segunda llamada. Me preguntó si todo seguía en orden y, al responderle afirmativamente, me sugirió que no me descuidara. «A las cinco —comentó— tomaremos el té…».

Agradecí la broma de mi hermano. Lo necesitaba. Aquella tensión me estaba destrozando.

Cuando empezaba a creer que todo aquello podía haber sido fruto de mi imaginación, un nuevo suceso vino a empañar este paréntesis.

A los siete u ocho minutos desde la última conexión con el módulo, un silencio extraño y anormal —muy similar al que ya había sentido en Getsemaní— cayó sobre la zona. Observé a las palomas. Inexplicablemente se habían acurrucado en el fondo de las pequeñas celdas del palomar, visiblemente asustadas.

Agucé los oídos. Nada. No se percibía ni el más leve ruido.

Los soldados romanos, intrigados por el silencio, se habían puesto en pie.

A las 03.10 horas, en mitad de aquel espeso silencio, un calambre me recorrió de pies a cabeza. Como un rugido, como una mano de hierro que se arrastrase sobre una roca, así empecé a oír el lento, muy lento, deslizamiento de una piedra sobre otra.

De no haber asistido al cierre de la enorme losa que taponaba la tumba del Nazareno, supongo que no habría asociado aquel bramido con el ruido de la muela al rodar por el fondo de la ranura. Mi presentimiento se vio confirmado cuando, súbitamente, uno de los levitas se asomó al callejón del sepulcro, lanzando un alarido estremecedor. Sus compañeros y también los legionarios acudieron a su lado. A los pocos segundos empezaron a retroceder, gimiendo y tropezando los unos con los otros.

—¡Las piedras! —gritaban en plena confusión—. ¡Las piedras se están moviendo solas!… ¡Las piedras!

Los guardianes del Templo, sobrecogidos por un pánico indescriptible, salieron huyendo en todas direcciones, aullando y chocando contra las ramas más bajas de los árboles frutales. En cuanto a la escolta romana, algunos retrocedieron hasta la fogata, desenfundando las espadas. Dos de ellos, no sé si paralizados por el terror o más audaces que sus compañeros, aguantaron al borde de los escalones que conducían al panteón. Durante segundos que me parecieron siglos, el rugido de la piedra circular, rodando y arañando la fachada del sepulcro, lo llenó todo. Los levitas habían desaparecido del huerto. En cuanto a los legionarios, aunque seguían a escasos metros de la boca de la tumba, sus rostros se hallaban bañados por un sudor frío.

De pronto, el ruido de la losa cesó. Y casi simultáneamente, del callejón brotó una llamarada de luz. No fue fuego. Y tampoco podría definirlo como una explosión. Entre otras razones porque no escuché estampido alguno. Sólo puedo decir que se trató de luz. Una lengua o burbuja o radiación luminosa, de un blanco azulado inenarrable.

Aquella «explosión» lumínica —no encuentro palabras para describirlo— salió del sepulcro. De eso sí estoy seguro. Y se prolongó instantáneamente hasta los árboles más cercanos, situados a poco más de cuatro metros de los peldaños de acceso al panteón. Su trayectoria fue oblicua, siguiendo una lógica vía de escape. En cierto modo me recordó una onda expansiva, pero luminosa.

En décimas de segundo desapareció y todo quedó en el más absoluto silencio. Los soldados yacían por tierra, como muertos.

Me revolví inquieto, intentando ver a alguien. Allí, por supuesto, había ocurrido algo anormal e inexplicable a la luz de toda razón. Pero, por más que rastreé el lugar con la vista, el sepulcro y su entorno seguían solitarios. La hoguera continuaba flameando y de la tumba —de eso doy fe— no salió persona alguna. Pero, ¿quién podía aparecer por aquellos escalones, de no haber sido el propio Jesús de Nazaret?

«¿Jesús de Nazaret?».

Sin saber cómo ni por qué, me senté en el suelo del palomar, pateando furiosamente la trampilla. Tenía que salir. Tenía que entrar en el sepulcro y desvelar la tremenda duda que acababa de asaltarme.

«¿Seguía allí el cadáver de Jesús de Nazaret?».

«¡Maldita puerta!… ¡Ábrete!».

Y en uno de aquellos violentos puntapiés, la trampilla saltó por los aires.

Me deslicé como un loco por la portezuela, seguido de un no menos enloquecido torbellino de palomas. Recuperé mi vara y corrí, corrí sin aliento hasta el borde de los escalones. Los legionarios, con los ojos muy abiertos, continuaban en tierra.

Y comencé a bajar los peldaños. Pero, hacia la mitad, de pronto, sentí miedo. Un pánico irracional que me erizó los cabellos. Di media vuelta y salí de allí a la carrera, sofocado y con la lengua endurecida como el cartón.

Pero, cuando me disponía a aventurarme por entre los árboles, sin rumbo fijo, algo me detuvo. Es posible que fuera el bamboleo de mi corazón, acelerado por encima de las 180 pulsaciones por minuto. Tomé aliento, me recliné sobre el tronco de uno de los frutales y traté de pensar. ¡Tenía que volver! ¡Era preciso!…

Pulsé la conexión auditiva y le rogué a Eliseo que no preguntara nada:

—Sólo háblame, háblame sin parar hasta que yo te avise.

Eliseo, bendito sea, no hizo preguntas pero, consciente de que algo grave me sucedía, trató de animarme…

—Tengo un libro entre mis manos —comenzó— y quiero leerte algo: Mira al Oriente… Mira al oriente de tu corazón… Está saliendo un nuevo sol…

Mientras aquellos versos sonaban en mi cerebro como una mano mágica (nunca supe quién era el autor), desandé el camino, acercándome entre temblores al foso de la cripta.

—… Dicen que deja estelas de libertad… Dicen que es la esperanza… La esperanza dormida hasta hoy en la otra orilla…

Uno, dos, tres, cuatro escalones… Sólo me faltaba uno. Inspiré varias veces y, a la luz de la luna, me aproximé a la fachada de la tumba. Las dos piedras, efectivamente, habían sido removidas hacia la izquierda, dejando al descubierto el oscuro hueco de la cueva. «Pero, si los 20 guardianes estaban allí arriba —me dije—, ¿quién ha hecho rodar estas moles?». El peso total de las mismas tenía que ser superior a los 700 kilos…

Los sellos del procurador aparecían desgajados y tirados en el callejón. Empecé a sudar. «¿Me asomaba?… ¿Y si no estuviera?…».

Mira al Oriente… Hacia el oriente de ti mismo…

«¡Tengo que hacerlo!». Y colocándome en cuclillas, asomé la cabeza. Pero la oscuridad en el interior de la cripta era total; cerrada como boca de lobo.

«Es imposible —me dije—. Necesito una antorcha».

Regresé a lo alto, tomando uno de los leños llameantes de la fogata. Los soldados, aunque paralizados, vivían. Su pulso no ofrecía dudas.

Está amaneciendo en la costa de tu mirada… Ya brilla una nueva estrella…

Bajé las escalinatas y con el corazón al borde de la fibrilación introduje la tea por el hueco de entrada. La luz rojiza del hacha inundó al instante la cámara sepulcral. Gateé un poco más y, al levantar la mirada, una sacudida desintegró mi alma. La tea cayó al suelo y yo quedé allí, de rodillas, con la boca abierta y los ojos fijos en aquel banco de piedra… ¡Vacío!

—… Ya llega… Ya tienes mi señal entre tus manos…

Y sin poder contenerme, las lágrimas empezaron a rodar por mis mejillas. El miedo había desaparecido. ¡Jesús de Nazaret no estaba!… Pero en mis oídos seguían repicando los últimos versos de Eliseo:

Ya llega… Ya tienes mi señal…

Dejé que el llanto cayera sobre el suelo de aquel lugar, mientras una paz infinita aliviaba mi torturado corazón.

Sin pestañear, sin moverme, examiné los lienzos. La sábana mortuoria estaba en el lugar que había ocupado el Nazareno. Y entre ambas caras del lienzo, en el lugar donde había reposado la cabeza del Maestro, se distinguía el bulto del sudario o pañolón con el que Nicodemo había sujetado su maxilar inferior. ¡Era como si el cadáver hubiera sido absorbido con una jeringuilla! ¡Como si aquel cuerpo de 1,81 metros se hubiera evaporado! La posición de la sábana —«deshinchada» sobre sí misma— no admitía lugar a dudas. Si alguien hubiera robado o trasladado el cadáver, los lienzos jamás hubieran quedado en aquella impresionante posición. «Pero ¿cómo?, ¿cómo?…», me repetía sin descanso. Primero fueron las trepidaciones. Después las piedras que ruedan, empujadas por una fuerza invisible y, por último, aquel «fuego» luminoso…

«¿Cómo?…».

Y ahora, como el más grande prodigio de todos los tiempos, una tumba vacía.

Sería preciso esperar a mi segundo «gran viaje» a la Palestina del año 30 para empezar a intuir lo que había sucedido en el interior de aquel sepulcro. Fue el análisis de aquellos lienzos lo que nos dio una pista. Como anticipo puedo decir que la resurrección del Galileo —el hecho físico y milagroso de su resurrección— se produjo pocos minutos ANTES de la «desintegración» de sus restos mortales. Nada tuvo que ver una cosa con la otra. El cadáver se había esfumado, sí, pero ANTES, insisto, Jesús había hecho el gran prodigio.

Finalmente advertí a mi compañero que me disponía a emprender el camino de retorno a la nave.

Y a las 03.30 horas, después de besar el suelo rocoso de la cripta, abandoné el huerto de José de Arimatea. Los soldados de la fortaleza Antonia continuaban allí, desmayados, como mudos testigos de la más sensacional noticia: la resurrección del Hijo del Hombre.

Y a las 05.42 horas de aquel domingo «de gloria», 9 de abril del año 30 de nuestra Era, el módulo despegó con el sol. Y al elevarnos hacia el futuro, una parte de mi corazón quedó para siempre en aquel «tiempo» y en aquel Hombre a quien llaman Jesús de Nazaret.

Enero de 1984.